Mi padre es el único izquierdista que conozco que no entendía por qué llamar «Dama de Hierro» a Maggie Thatcher resultaba algo despectivo. Y yo debo de haber sido el único niño que creció creyendo que el oro era el primo pobre del hierro.
Mi catequesis sobre las cualidades mágicas del hierro empezó en el invierno de 1966, que recuerdo tremendamente frío. Mis padres, con las prisas por dejar el apretado piso de alquiler en el que vivíamos mientras reformaban nuestra casa de Paleo Faliro, un suburbio costero de Atenas, decidieron que nos trasladásemos a la casa aún sin terminar en pleno invierno, antes de que se hubiera instalado la calefacción central. Por suerte, papá había insistido en que el nuevo salón tuviera una buena chimenea de ladrillo rojo. Fue allí, frente a su cálido resplandor, donde a lo largo de varias noches de invierno me presentó, uno a uno, a sus amigos, como él los llamaba.
Sus amigos llegaron una tarde en un gran saco gris que trajo a casa de la «fábrica», la planta siderúrgica de Eleusis donde trabajó como ingeniero químico durante seis décadas. No eran nada impresionantes. Algunos parecían rocas informes; eran trozos de mineral, como aprendería después. Otros eran barras y placas de metal de diversas formas, igualmente anodinas. Si no fuera por el cariño con el que mi padre los dispuso uno a uno sobre un mantel blanco bordado a mano, doblado frente a la chimenea, nunca habría pensado que eran especiales.
El estaño fue el primer amigo que me presentó. Después de darme un trozo para que lo cogiera y sintiera su suavidad, lo colocó en un cuenco de hierro que luego puso sobre el fuego crepitante. Cuando el estaño empezó a fundirse y el líquido metálico llenó el cuenco, los ojos de papá se iluminaron. «Todo lo que es sólido se funde y se transforma en líquido y, entonces, si se calienta lo suficiente, se convierte en vapor. ¡Incluso los metales!» Cuando estuvo seguro de que yo había apreciado la gran transición del estado sólido al líquido, vertimos juntos el estaño líquido en un molde, lo sumergimos en agua para enfriarlo y luego rompimos el molde para que yo pudiera coger de nuevo el estaño con mis manos y comprobar que nuestro amigo había vuelto a la normalidad, es decir, que había regresado a su estado inicial.
La noche siguiente experimentamos con otro amigo: una larga barra de bronce. Esta vez no se produjo ninguna gran transición, porque la temperatura de fusión del bronce es como mínimo cinco veces la del estaño. Aun así, la barra empezó a brillar y a adquirir un rojo anaranjado brillante, y papá me enseñó a dar a la punta caliente la forma que quisiera con la ayuda de un pequeño martillo de acero. Cuando me cansé, la sumergimos en agua fresca para devolverla, fría y sin cambios, a su estado original y maleable.
La tercera noche, papá parecía más emocionado que nunca. Estaba a punto de presentarme a su mejor amigo, el hierro. Para añadir tensión al momento, se quitó la alianza de oro del dedo y me la enseñó. «¿Ves cómo brilla el oro? —dijo—. Los humanos siempre se han sentido atraídos por este metal debido a su aspecto. De lo que no se dan cuenta es de que es sólo eso: llamativo, pero no especial.» Si yo quisiera, él estaría encantado de demostrarme que cuando el oro se calienta y luego se sumerge en agua para enfriarlo, vuelve, como el estaño y el bronce, a su estado anterior. Contento de que no insistiera en la demostración, pasó a su parte favorita.
Levantó un trozo de mineral de hierro y observó el insulso bulto como si fuera Hamlet contemplando el cráneo de Yorick. Papá dijo: «Ahora, si quieres una sustancia realmente mágica, aquí está: el hierro. El mago de los materiales». Y luego procedió a respaldar su afirmación sometiendo a una barra de hierro a la misma tortura que habíamos infligido a una de bronce la noche anterior, pero con un par de diferencias cruciales.
Antes de calentar el hierro, se me dio la oportunidad de martillear la punta de la barra, para comprobar que era blando y casi tan maleable como el bronce. Una vez que estuvimos frente a la chimenea, un pequeño fuelle nos ayudó a avivar las llamas hasta que el resplandor del hierro tiñó de escarlata el salón poco iluminado. Sacamos la barra de la chimenea y, con el pequeño martillo, le dimos forma de algo que, a mi yo de niño, le pareció una espada. Al introducirla en el agua fría, el hierro siseó como en señal de triunfo. «¡Pobre Polifemo!», observó mi padre misteriosamente.
«Caliéntalo otra vez», dijo. Volví a poner la barra en el fuego. «Esta vez sumérgela en el agua antes de que empiece a brillar.» Excitado por el siseo del hierro, me alegré de que repitiéramos tres o cuatro veces el proceso de temple, como lo llaman los metalúrgicos. Antes de que pudiera admirar bien mi nueva espada, papá anunció que había llegado la hora de la verdad. «Coge el martillo y golpea con fuerza la punta de la espada», me dijo.
«Pero no quiero estropearla», protesté.
«Vamos, hazlo..., ya verás. ¡Dale con fuerza!»
Así lo hice. El martillo golpeó la punta de la espada y rebotó. Golpeé una y otra vez. No pasó nada. Mi espada era inmune a los golpes. Se había endurecido.
Mi padre no podía contenerse. Lo que yo había presenciado, me explicó, no era simplemente una gran transición —como la de la fundición del estaño—, sino una gran transformación. Por supuesto, el cobre había facilitado nuestra salida de la prehistoria: su capacidad de alearse con el arsénico y el estaño para generar un metal más duro, el bronce, proporcionó a los mesopotámicos, los egipcios y los aqueos nuevas tecnologías —por ejemplo, nuevos arados, hachas e irrigación—, lo que con el tiempo les permitió producir grandes excedentes agrícolas que financiaron la construcción de templos espléndidos y la formación de ejércitos asesinos. Pero, para que la historia avanzara lo suficiente como para dar lugar a lo que hoy llamamos civilización, la humanidad necesitaba algo mucho más duro que el bronce. Necesitaba que sus arados, sus martillos y sus estructuras metálicas tuvieran la dureza de la punta de mi espada. Necesitaba aprender el truco que yo había visto en nuestro salón: cómo transformar el hierro blando en acero endurecido «bautizándolo» en agua fría.
Las comunidades de la Edad del Bronce que no aprendieron a bautizar el hierro perecieron, insistió papá.
Las espadas de sus enemigos acorazados atravesaban sus escudos de bronce, sus arados no lograban cultivar los suelos menos fértiles, las estructuras metálicas que soportaban sus presas y templos eran demasiado débiles para satisfacer las aspiraciones de arquitectos ambiciosos. En cambio, las comunidades armadas con el arte (la téchnē) de «acerar» el hierro prosperaron en los campos de cultivo, los campos de batalla, el mar, el comercio y las artes. La magia del hierro sustentó el nuevo papel de la tecnología como fuerza motriz que condujo a la civilización y a sus insatisfacciones.
Para que no dudara de la pertinencia cultural de nuestro pequeño experimento —ni de la llegada de la Edad del Hierro—, mi padre me explicó su referencia previa al «pobre Polifemo», el gigante con un solo ojo que, según Homero, encerró a Ulises y a sus hombres en una cueva y se tomó su tiempo para devorarlos uno a uno. Para poder escapar junto con sus compañeros, Ulises esperó a que Polifemo cayera embriagado, calentó una estaca de madera en la hoguera que había en la cueva y, ayudado por sus hombres, se la clavó a Polifemo en su único ojo. «¿Recuerdas el siseo del hierro?», me preguntó papá. Pues bien, Ulises también debió de quedar impresionado, a juzgar por el verso de la Odisea que recoge el cruel momento:
Así como el herrero una gruesa macheta o un hacha en el agua muy fría sumerge y chirría con ruido, para darle el buen temple que es toda la fuerza del hierro, así el ojo chirriaba rodeando la estaca de olivo. (1)
Ulises y sus contemporáneos, que precedieron a la Edad del Hierro, no podían saber que el siseo del hierro anunciaba un endurecimiento molecular de trascendencia histórica. Pero Homero, que vivió un par de siglos después de la guerra de Troya, era hijo de la Edad del Hierro y, por lo tanto, se hizo adulto en medio de la revolución tecnológica y social provocada por el acero. Y, por si yo pensaba que Homero era un caso raro, papá señaló la duradera influencia de la magia del hierro con una cita de Sófocles, que cuatro siglos más tarde dijo del alma que estaba «endurecida como el hierro sumergido».
La prehistoria dio paso a la historia, dijo mi padre, cuando el bronce sustituyó a las herramientas y las armas de piedra. Después del 4000 a. C., una vez que el uso del bronce se generalizó, surgieron poderosas civilizaciones en Mesopotamia, Egipto, China, la India, Creta, Micenas y otros lugares. Pero, aun así, la historia seguía contándose en milenios. Para empezar a contarla en siglos, hubo que descubrir la magia del hierro. Al inicio de la Edad del Hierro, hacia el siglo IX a. C., se sucedieron con rapidez tres épocas diferentes y notables en no más de siete siglos: el período geométrico, la época clásica y la civilización helenística.
La humanidad había pasado del lento avance de la Edad del Bronce al intenso progreso de la Edad del Hierro. Pero, durante mucho tiempo, siguió siendo demasiado difícil y demasiado caro producir hierro y acero. Incluso tras la Revolución Industrial, los primeros barcos de vapor eran sobre todo de madera, y el acero sólo se utilizaba para algunos componentes esenciales (la caldera, la chimenea, las juntas). Henry Bessemer, otro de los grandes héroes de mi padre, inventó una técnica para producir grandes cantidades de acero de forma barata, que consistía en soplar aire a través del arrabio fundido para quemar las impurezas. Fue entonces cuando, según papá, la historia se aceleró al ritmo que hoy estamos acostumbrados. La técnica de Bessemer, sumada al control del electromagnetismo que debemos a otro victoriano, James Maxwell, dio lugar a la Segunda Revolución Industrial —el período de rápida innovación tecnológica que empieza en 1870, diferente de la Primera Revolución Industrial, que supuso la llegada de las fábricas a principios de ese siglo— y a sus inseparables maravillas y horrores.
Al recordar aquellas noches del invierno de 1966, ahora veo claro que estaba siendo iniciado en el «materialismo histórico», un marco que entiende la historia como un bucle de retroalimentación constante entre, por un lado, la manera en que los humanos transforman la materia y, por el otro, la forma en que el pensamiento humano y las relaciones sociales se transforman a su vez como consecuencia de ésta. Por suerte, el materialismo histórico de mi padre era matizado y su entusiasmo por la tecnología estaba atemperado por una juiciosa dosis de angustia debida a la infinita capacidad de la humanidad para estropear las cosas, para convertir la tecnología milagrosa en un infierno.
El hierro, como todas las tecnologías revolucionarias, había acelerado la historia.
Pero ¿en qué dirección?, ¿con qué fin? Y ¿qué efecto ha tenido en nosotros? Como me explicó mi padre, desde el mismo inicio de la Edad del Hierro hubo quienes previeron sus trágicas consecuencias. Hesíodo compuso poesía más o menos al mismo tiempo que Homero. Sus Trabajos y días ejercieron una saludable influencia moderadora en el entusiasmo de papá por el hierro y, en general, por la tecnología:
Y, luego, ya no hubiera querido estar yo entre los hombres de la quinta generación [la Edad del Hierro] sino haber muerto antes o haber nacido después; pues ahora existe una estirpe de hierro. Nunca se verán libres de fatigas y miserias ni dejarán de consumirse durante la noche [...], pero, no obstante, también se mezclarán alegrías con sus males [...]. [En esta generación] ningún reconocimiento habrá para el que cumpla su palabra ni para el justo ni el honrado [...]. La justicia estará en la fuerza de las manos [...], el malvado tratará de perjudicar al varón más virtuoso [...], a los hombres mortales sólo les quedarán amargos sufrimientos y ya no existirá remedio para el mal. (2)
Según Hesíodo, el hierro no sólo endurecía los arados, sino también las almas. Bajo su influencia, nuestro espíritu era martilleado y forjado en el fuego, nuestros nuevos deseos se apagaban como el metal siseante en el caldero del herrero. Las virtudes se ponían a prueba y los valores se destruían al mismo tiempo que florecía la abundancia y nuestro patrimonio aumentaba. La fuerza engendró nuevas alegrías, pero también fatigas e injusticias. Hesíodo presagió que llegaría un día en el que Zeus no tendría más remedio que destruir a una humanidad incapaz de contener su propio poder, un poder inducido por la tecnología.
Mi padre quería discrepar de Hesíodo. Quería creer que los humanos podíamos convertirnos en dueños de nuestra tecnología, en lugar de esclavizar a los demás y a nosotros mismos con ella. Cuando Prometeo le robó a Zeus el fuego —el símbolo del calor blanco de la tecnología— en nombre de la humanidad, lo hizo con la esperanza de que iluminara nuestras vidas sin quemar la tierra. Mi padre quería creer que podíamos hacer que Prometeo se sintiera orgulloso.
El optimismo innato era sólo una de las razones por las que papá mantenía la esperanza en que la humanidad no desperdiciaría los poderes mágicos que me había mostrado frente a nuestra chimenea. Otra era su encuentro con la naturaleza de la luz.
En una ocasión, mientras yo sacaba una barra de hierro del fuego, papá me preguntó: «¿Adivinas qué es lo que permite que el metal caliente llegue a tus ojos y puedas ver su brillo rojo?». No tenía ni idea. Por suerte, no era el único.
Durante siglos, la luz ha dividido a las mejores mentes, dijo. Algunos, como Aristóteles y James Maxwell, pensaban que la luz era una especie de perturbación en el éter, una onda que se propaga desde una fuente inicial, como hace el sonido. Otros, como Demócrito e Isaac Newton, señalaron que, a diferencia del sonido, la luz no puede girar en las esquinas —algo que las ondas hacen por naturaleza— y, por lo tanto, debe de estar formada por pequeñas cosas, o partículas, que viajan en línea recta antes de chocar con la retina de nuestro ojo. ¿Quién tenía razón?
La vida de mi padre cambió, o eso me contó él, cuando leyó la respuesta de Albert Einstein: ¡todos tenían razón! La luz es, al mismo tiempo, un flujo de partículas y una serie de ondas. Pero ¿cómo era posible? Las partículas difieren fundamentalmente de las ondas. Se encuentran en un único punto en un instante dado, tienen momento y se mueven en línea recta, a menos que algo se interponga en su camino. Las ondas, por el contrario, son variaciones de un medio, que es lo que les permite girar en las esquinas y transportar energía en muchas direcciones diferentes a la vez. Demostrar, como había hecho Einstein, que la luz era a la vez partículas y ondas suponía admitir que algo puede ser, al mismo tiempo, dos cosas totalmente contradictorias.
Para papá, la doble naturaleza de la luz abría la posibilidad de reconocer el dualismo esencial que subyace en toda la naturaleza, y también en la sociedad. «Si la luz puede ser dos cosas muy diferentes a la vez —se preguntaba en una carta que escribió de joven a su madre—, si la materia es energía y la energía es materia —como había descubierto Einstein—, ¿por qué tenemos que plantear la vida en términos de blanco y negro o, peor aún, en algún tono de gris?»
A los doce o trece años, yo tenía claro, por nuestras continuas conversaciones, que el amor de papá por la magia del hierro —la tecnología— y por la física de Einstein —la dualidad contradictoria de todas las cosas— tenía algo que ver con sus ideas políticas de izquierdas, por la cuales había pasado varios años en campos de prisioneros. Mi intuición se confirmó cuando me topé con el texto de un discurso pronunciado por la misma persona que había formulado por primera vez la noción de materialismo histórico: Karl Marx. Era como si papá hubiera pronunciado esas palabras:
Hoy día, todo parece llevar en su seno su propia contradicción. Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de acortar y hacer más fructífero el trabajo humano provocan el hambre y el agotamiento del trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se convierten, por arte de un extraño maleficio, en fuentes de privaciones. Los triunfos del arte parecen adquiridos al precio de cualidades morales. (3)
La propiedad de acortar el trabajo humano y hacerlo fructífero era consecuencia de la gran transformación de la materia que mi padre me había mostrado, por mi bien, con tanto entusiasmo: el hierro que se convertía en acero en nuestra chimenea, el calor que se transformaba en energía cinética en la milagrosa «bomba de fuego» de James Watt, los milagros menores que ocurrían en los imanes y los cables del telégrafo. Pero desde la quinta edad de Hesíodo, era también un poder preñado de su contrario: el poder de hacer pasar hambre y agotar, de convertir una fuente de riqueza en una fuente de privación.
Me resultó imposible ignorar el vínculo entre las dos devociones de mi padre —los altos hornos, la metalurgia y la tecnología en general, por un lado, y la política, por el otro— cuando leí por primera vez el Manifiesto comunista, en particular la siguiente frase:
Todo lo que es sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, mientras los hombres se ven, al fin, obligados a considerar sobriamente su situación y sus relaciones recíprocas. (4)
Esto me trajo a la memoria su entusiasmo infantil al ver cómo se fundía el metal en nuestra chimenea o, de manera mucho más espectacular, en la planta siderúrgica cuyo departamento de control de calidad dirigía y donde las temperaturas eran lo bastante altas como para que el hierro literalmente «se desvaneciera en el aire».
Sin embargo, a diferencia de Hesíodo —o de los moralistas de nuestra época—, papá no se sentía obligado a escoger un bando, a ser un tecnófobo o un tecnófilo. Si la luz puede tener dos naturalezas contradictorias, y si toda la naturaleza se basa en una oposición binaria, entonces, el hierro endurecido, las máquinas de vapor y las computadoras conectadas en red también podían ser, al mismo tiempo, liberadores y esclavizadores en potencia. Y, por lo tanto, depende de nosotros determinar colectivamente cuál de las dos cosas serán. Ahí es donde interviene la política.
Los izquierdistas suelen radicalizarse en respuesta a las viles injusticias y la increíble desigualdad que genera el capitalismo. No fue así en mi caso. Sin duda, seguro que influyó crecer en una dictadura fascista, pero mi izquierdismo tuvo unos orígenes mucho más esotéricos: cierta sensibilidad, que me transmitió mi padre, a la dualidad de las cosas.
Mucho antes de leer una palabra de Marx o de cualquier otro economista, yo creía poder discernir varias dualidades enterradas en los cimientos más profundos de nuestras sociedades. El primer indicio de esa dualidad se me reveló una tarde, cuando mamá se quejó a papá de que, en la fábrica de fertilizantes en la que trabajaba como química, le pagaban por su tiempo, pero nunca por su entusiasmo. «Mi sueldo es una mierda porque mi tiempo es barato —dijo—. ¡A los jefes les sale gratis mi entrega para lograr los resultados correctos!» Poco después, dimitió y consiguió un puesto de bioquímica en un hospital público. Tras unos meses en el nuevo empleo, nos dijo contenta: «En el hospital me gusta que, al menos, mi trabajo beneficia a los pacientes, aunque para ellos sea tan invisible como lo era para los dueños de la fábrica».
Esas palabras se me quedaron grabadas. Mi madre me había mostrado sin querer la dualidad del trabajo asalariado. El salario que le pagaban por su tiempo y sus cualificaciones (certificados, títulos) reflejaba el «valor de cambio» de las horas que pasaba en el lugar de trabajo. Pero eso no era lo que infundía verdadero valor a lo que se fabricaba allí. Eso se añadía a lo producido en la fábrica o el hospital gracias al esfuerzo, el entusiasmo, la dedicación e incluso el talento de mi madre, nada de lo cual estaba remunerado. Es como ir a ver una película al cine: el precio de la entrada refleja el valor de cambio de la película, que sin embargo es independiente del placer que genera, al que podríamos llamar «valor experiencial». Del mismo modo, el trabajo se divide en trabajo mercantil (el tiempo de mi madre, que se compraba con su salario) y trabajo experiencial (el esfuerzo, la pasión y el talento que dedicaba a su trabajo).
Cuando, más tarde, acabé leyendo a Marx, recuerdo claramente lo emocionado que me sentí al descubrir que, gracias a las lecciones de mi padre junto a la chimenea y a la explicación de mi madre, me había topado con uno de los principios fundamentales del gran economista. En el mundo que ahora damos por sentado, el trabajo parece una mercancía como cualquier otra. La gente, desesperada por ganarse la vida, promociona sus habilidades como un vendedor que anuncia sus productos. Acepta un precio por su trabajo que está determinado por el mercado (el salario) y refleja su valor de cambio, es decir, lo que vale en comparación con otras mercancías intercambiables. Éste es el trabajo mercantil. Sin embargo, como hemos visto, a diferencia del detergente en polvo, las patatas o los iPhone, que son meras mercancías, el trabajo es algo más.
La segunda naturaleza del trabajo, el trabajo experiencial que mi madre me hizo ver por primera vez, la ilustra, por ejemplo, la idea brillante que surge de una tormenta de ideas entre un grupo de arquitectos que trabaja para una empresa constructora multinacional. O las buenas vibraciones que transmite un camarero en un restaurante. O la lágrima de alegría de un profesor cuando un alumno con dificultades resuelve un problema de matemáticas complejo. En realidad, nada de esto puede mercantilizarse. ¿Por qué? Porque ninguna retribución monetaria puede inducir un momento de verdadera inspiración ni comprar una sonrisa genuina, y no se puede derramar una lágrima auténtica por un precio. De hecho, cualquier intento de hacerlo invalidaría de inmediato esas cosas. Los jefes que intentaran cuantificar, poner precio o mercantilizar el trabajo experiencial sonarían como el tonto que te grita: «¡Sé espontáneo!».
Marx llamó simplemente «trabajo» a lo que yo llamo trabajo experiencial, la parte que no puede venderse. Y lo que yo he denominado trabajo mercantil, Marx lo definió como fuerza de trabajo. Pero la idea es la misma: «Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella». (5) Imagina mi alegría cuando descubrí que Marx había creado toda una teoría del capitalismo basándose en las dos naturalezas del trabajo.
Ahí reside el secreto del capitalismo: el sudor, el esfuerzo, la inspiración, la buena voluntad, el cuidado y las lágrimas de los empleados, que no se pueden mercantilizar, son lo que confiere valor de cambio a las mercancías que luego los empresarios venden a clientes impacientes; son, de hecho, lo que hace que un edificio, un restaurante o una escuela sean deseables.
Se podría argumentar que hay muchas fábricas llenas de trabajadores robotizados, sin inspiración ni alegría, que producen latas o artilugios que valen más que el coste de pagar a los empleados. Y es cierto. Pero esto sucede porque los empresarios no pueden comprar el esfuerzo que hacen los trabajadores manuales no cualificados. Sólo pueden comprar su tiempo, durante el cual los presionan de diversas maneras para que trabajen duro. La cuestión es que el sudor de los obreros, al igual que el talento de los arquitectos asalariados, no puede comprarse ni venderse directamente. De hecho, ése es el poder secreto de los empleadores: para extraer cualquier excedente, ya sea del trabajo muy cualificado o de tareas anodinas, repetitivas y robotizadas, deben pagar por el tiempo de sus trabajadores (trabajo mercantil), pero no pueden comprar su sudor ni su talento (trabajo experiencial).
Cabría pensar que a los empresarios les resulta muy frustrante no poder adquirir directamente el momento eureka del arquitecto, la sonrisa espontánea del camarero o la lágrima del profesor, sin los cuales el trabajo de su empleado no produciría valor. Pero los empresarios se parecen más a un cliente que ha comprado una chaqueta de 1.000 dólares y se ha encontrado 2.000 dólares cosidos en su forro. De hecho, si no actuaran así, ¡se arruinarían!
Cuando me topé por primera vez con esta reveladora explicación del secreto del capitalismo, me pareció fascinante: los capitalistas deben sus beneficios a una incapacidad, a la imposibilidad de comprar directamente el trabajo experiencial. Y, sin embargo, ¡qué bendición padecer tal incapacidad! Porque, al final, son ellos quienes se embolsan la diferencia entre el valor de cambio que pagan a los empleados a cuenta de su trabajo mercantil (los salarios) y el valor de cambio de las mercancías que es fruto del trabajo experiencial. En otras palabras, la doble naturaleza del trabajo es lo que da lugar al beneficio.
No sólo el trabajo tiene una naturaleza dual. La propaganda que imperaba tanto cuando yo era niño como ahora dice que el beneficio es el precio, o la recompensa, de una cosa llamada capital, y que la gente que tiene capital —por ejemplo, herramientas, materias primas, dinero, todo lo que pueda utilizarse para producir bienes vendibles— obtiene un beneficio cuando lo usa, de la misma manera que un trabajador obtiene un salario cuando utiliza su fuerza de trabajo. Sin embargo, la conclusión de que el beneficio es el resultado de la doble naturaleza contradictoria del trabajo me llevó a rechazar esta idea. Una vez más, antes incluso de leer a Marx, y gracias a la atención que prestaba a mis padres, cuanto más pensaba en el capital, más convencido estaba de que, al igual que la luz y el trabajo, tenía dos naturalezas.
Una es la del capital mercantil, por ejemplo una caña de pescar, un tractor, el servidor de una empresa o cualquier bien que se produce para ser utilizado en la producción de otras mercancías. La segunda naturaleza del capital, sin embargo, no se parece en nada a una mercancía. Supongamos que descubro que poseo herramientas que tú necesitas para producir lo que tu familia precisa para sobrevivir, como la caña de pescar, el tractor y el servidor antes mencionados. De repente, tengo el poder de obligarte a hacer cosas, por ejemplo trabajar para mí, a cambio de utilizar mis herramientas. En resumen, el capital es tanto una cosa (capital mercantil) como una fuerza (capital de poder), del mismo modo que el trabajo se divide en trabajo mercantil y trabajo experiencial.
Cuando empecé a leer a Marx, me resultó imposible no filtrar sus palabras a través de la perspectiva que me habían dado la disforia laboral de mi madre y la inspiración que mi padre obtuvo del gran físico del siglo XX. Las dualidades que veía me encantaban, pero en el fondo me preguntaba qué habría pensado Einstein de mis descabelladas extrapolaciones —desde su teoría de la luz, o más bien mi pobre comprensión de ella, hasta la esencia del capitalismo—. ¿Acaso mi padre había malinterpretado sin querer a Einstein, haciendo que mi imaginación se saliera por la tangente gracias a una metáfora endeble y quizá falsa?
Muchos años después encontré por casualidad esta frase escrita por el propio Einstein: «Es importante entender que la remuneración del trabajador no está determinada, ni siquiera en teoría, por el valor de su producto». Estaba en un artículo titulado «¿Por qué el socialismo?», publicado en mayo de 1949. Al leerlo, respiré aliviado. No, no me había tomado libertades con las ideas de Einstein. Él también creía que la esencia del capitalismo era la división del trabajo en dos naturalezas incongruentes.
El tío Albert, como mi padre se refería a veces a Einstein, no había terminado aún mi educación sobre el capitalismo. Tras abrirme los ojos a la doble naturaleza del trabajo y del capital, me guio hacia la naturaleza dual del dinero por un camino aún más tortuoso, en el que estaba involucrado un tal John Maynard Keynes.
En 1905, Einstein, que entonces tenía veintiséis años, se atrevió a decir a un mundo muy escéptico que la luz era un campo continuo de ondas formadas por elementos parecidos a partículas y, además, que la energía y la materia eran, en esencia, una «cosa» unida por la ecuación más famosa de la historia: E = mc2 (es decir, la energía que contiene un cuerpo es igual a su masa por la velocidad de la luz al cuadrado). Una década más tarde, Einstein amplió esta teoría de la relatividad especial para dilucidar un gran enigma: la gravedad.
El resultado fue la teoría de la relatividad general, una formulación no apta para cobardes. Para entenderla, primero había que adoptar una actitud que rechazara lo que nos decían nuestros sentidos. Si se quiere comprender la gravedad, explicaba Einstein, hay que dejar de pensar en el espacio como una caja en la que está el universo. La materia y la energía, que funcionan como una sola entidad, moldean los contornos del espacio y dan forma al flujo del tiempo. La única manera de entender el espacio y el tiempo, o la materia y la energía, es pensar en ellos como compañeros unidos en un abrazo íntimo e indisoluble. La gravedad es lo que sentimos al recorrer el camino más corto a través de este espacio-tiempo de cuatro dimensiones.
No es sorprendente que a nuestros cerebros les cueste captar la realidad desvelada por la teoría de la relatividad general de Einstein. Hemos evolucionado en la superficie de un planeta minúsculo en comparación con el universo exterior. En nuestro limitado mundo, podemos arreglárnoslas bastante bien con las útiles ilusiones de nuestros sentidos; por ejemplo, pensando que la hierba es verde, que existen las líneas rectas o que el tiempo es constante e independiente de nuestro movimiento. Estas creencias son falsas y, sin embargo, resultan prácticas en la medida en que permiten a los arquitectos proyectar edificios seguros y a los relojes coordinar nuestras reuniones en momentos preestablecidos. Al jugar al billar, cuando la bola blanca golpea una bola de color, nos convencemos de que existe un claro efecto causal. Pero si confiáramos en estas ilusiones para viajar más allá de nuestro planeta, al macrocosmos exterior, estaríamos literalmente perdidos en el espacio. Asimismo, cuando observamos en profundidad el mundo de las partículas subatómicas que componen nuestro cuerpo o la silla en la que estamos sentados, el vínculo entre la causa y el efecto también se desvanece.
¿Qué tiene que ver todo esto con el dinero? El título del libro de economía más famoso del siglo XX es Teoría general del empleo, el interés y el dinero. Se publicó en 1936, y John Maynard Keynes lo escribió para explicar por qué el capitalismo no lograba recuperarse de la Gran Depresión. La alusión a la teoría general de Einstein era intencionada. Keynes, que había conocido a Einstein y sabía de su trabajo, eligió ese título para anunciar una ruptura total con la economía convencional, una ruptura tan limpia y decisiva como la de Einstein con la física clásica.
En una ocasión, Keynes dijo que sus colegas economistas, que insistían en que el dinero debía entenderse como una mercancía más, «parecen geómetras euclidianos en un mundo no euclidiano», con lo que confirmó una vez más, en términos inequívocos, la influencia de Einstein. El pensamiento económico convencional sobre el dinero estaba perjudicando a la humanidad, pensaba Keynes. Los economistas parecían diseñadores de naves espaciales que confiaban en Euclides en lugar de en Einstein, lo que tenía consecuencias desastrosas. Recurrían a ilusiones que, si bien eran útiles en el microcosmos de un único mercado (por ejemplo, el de las patatas, en el que normalmente se puede confiar en que una bajada del precio impulsará las ventas), eran catastróficas cuando se aplicaban a la economía en general, es decir, la macroeconomía, en la que una caída del precio del dinero (el tipo de interés) puede que nunca impulse flujos de dinero en forma de inversión y empleo.
De la misma manera que Einstein había acabado con nuestra ilusión de que el tiempo es algo externo e independiente del espacio, Keynes quería que dejáramos de pensar en el dinero como una cosa, como una simple mercancía más, externa e independiente de nuestras otras actividades en los mercados y los lugares de trabajo.
En la actualidad, nos bombardean con una fantasmagoría de estupideces sobre el dinero. Los políticos incapaces invocan metáforas mezquinas para justificar una contraproducente austeridad. Los bancos centrales, que se enfrentan tanto a la inflación como a la deflación, se parecen al asno del proverbio, sediento y hambriento a la vez, que se desploma porque no puede decidir si beber o comer primero. Los entusiastas de las criptomonedas nos invitan a arreglar el mundo adoptando la forma definitiva del dinero-mercancía: el bitcoin y sus descendientes. Las grandes tecnológicas están creando su propio dinero digital con el que atraernos aún más a su venenosa red de plataformas.
Ante esta orquestada confusión, no se me ocurre una mejor defensa que el consejo de Keynes (derivado de Einstein): deja de pensar en el dinero como algo independiente de lo que nos hacemos unos a otros, de lo que hacemos unos con otros, en el trabajo, cuando jugamos, en todos los rincones de nuestro universo social. Sí, el dinero es una cosa, una mercancía como cualquier otra. Pero también es algo mucho más importante que eso. Es, ante todo, un reflejo de nuestra relación con los demás y con nuestras tecnologías, es decir, los medios con que transformamos la materia y las formas en las que lo hacemos. O como dijo Marx poéticamente:
El dinero es el poder enajenado de la humanidad. Lo que como hombre no puedo, lo que no pueden mis fuerzas individuales, lo puedo mediante el dinero. El dinero convierte así cada una de estas fuerzas esenciales en lo que en sí no son, es decir, en su contrario. (6)
A principios de 2015, un accidente histórico me convirtió en ministro de Finanzas de Grecia. Puesto que mi mandato implicaba enfrentarme con algunas de las personas y las instituciones más poderosas del mundo, la prensa internacional curioseó en mis artículos, libros y conferencias en busca de pistas sobre lo que cabía esperar. Les desconcertó que me definiera como un marxista libertario, una descripción que varios libertarios y la mayoría de los marxistas no tardaron en ridiculizar. Cuando un entrevistador muy maleducado me preguntó por la fuente de mi «evidente confusión», le contesté bromeando: «¡Mis padres!».
Bromas aparte, mi padre fue responsable, al menos de manera indirecta, de otro componente fundamental de mi educación política: mi incapacidad de entender cómo se puede apreciar genuinamente la libertad y tolerar al mismo tiempo el capitalismo (o viceversa, cómo se puede ser iliberal y de izquierdas). Entre él y mi feminista madre me legaron una visión diagonalmente opuesta a lo que se ha convertido, por desgracia, en una falacia habitual: que el capitalismo tiene que ver con la libertad, la eficiencia y la democracia, mientras que el socialismo gira en torno a la justicia, la igualdad y el estatismo. En realidad, desde el principio, la razón de ser de la izquierda fue la emancipación.
En la época feudal, que se consolidó en toda Europa en el siglo XII, la vida económica no requería tomar decisiones económicas. Si alguien nacía en la nobleza terrateniente, no se le pasaba por la cabeza vender las tierras de sus antepasados. Y si alguien nacía siervo, estaba obligado a trabajar la tierra para el terrateniente, y la ilusión de poseer algún día sus propias tierras era impensable. En resumen, ni la tierra ni la fuerza de trabajo eran mercancías. No tenían un precio de mercado. En la mayoría de los casos, su propiedad sólo cambiaba de manos debido a guerras de conquista, decretos reales o como resultado de alguna catástrofe.
Entonces, en el siglo XVIII, ocurrió algo notable. Gracias a los avances del transporte marítimo y la navegación, el comercio internacional de productos como la lana, el lino, la seda y las especias se volvió lucrativo, lo que dio a los terratenientes británicos una idea: ¿por qué no echar masivamente a los siervos de unas tierras que producían nabos carentes de valor y sustituirlos por ovejas que producían una lana valiosa en los mercados internacionales? El desalojo de los campesinos, que ahora se recuerda como los «cercamientos» (enclosures) —porque supuso cercar la tierra que sus antepasados habían labrado durante siglos—, dio a la mayoría de la gente algo que había perdido en el momento en que se inventó la agricultura: la posibilidad de elegir.
Los terratenientes podían elegir arrendar la tierra por un precio que reflejara la cantidad de lana que ésta podía producir. Los siervos expulsados podían optar por ofrecer su trabajo a cambio de un salario. Por supuesto, en realidad, ser libre para elegir no era diferente de ser libre para perder. Los antiguos siervos que rechazaron un trabajo miserable por un salario ínfimo se murieron de hambre. Los orgullosos aristócratas que se negaron a aceptar la mercantilización de sus tierras se arruinaron. A medida que el feudalismo retrocedía, llegaba la elección económica, pero era tan libre como la que ofrece un mafioso que, sonriendo, te dice: «Te haré una oferta que no podrás rechazar».
A mediados del siglo XIX, el pensamiento de Marx y de otros pensadores fundacionales de izquierdas se centraba en nuestra liberación. En esa época, se trataba de liberarnos de una incapacidad similar a la del doctor Frankenstein para controlar nuestras creaciones, sobre todo las máquinas de la Revolución Industrial. Según las eternas palabras del Manifiesto comunista:
La moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró. (7)
Durante más de un siglo, la izquierda se dedicó sobre todo a la emancipación de la falta de libertad autoinfligida, razón por la cual estuvo tan alineada con el movimiento antiesclavista, las sufragistas, los grupos que acogían a judíos perseguidos en las décadas de 1930 y 1940, las organizaciones de la liberación negra de las de 1950 y 1960 y los primeros manifestantes gais y lesbianas en las calles de San Francisco, Sídney y Londres en la de 1970. Entonces, ¿cómo hemos llegado a la situación actual, en la que «marxista libertario» suena a chiste?
La respuesta es que, en algún momento del siglo XX, la izquierda cambió la libertad por otras cosas. En Oriente (de Rusia a China, Camboya y Vietnam), la búsqueda de la emancipación se cambió por un igualitarismo totalitario. En Occidente, la libertad se dejó en manos de sus enemigos, abandonada a cambio de una confusa noción de equidad. Cuando la gente creyó que tenía que escoger entre libertad y equidad, entre una democracia inicua y un miserable igualitarismo impuesto por el Estado, se acabó el juego para la izquierda.
El 26 de diciembre de 1991, yo estaba de visita en Atenas para pasar unos días con mis padres. Mientras charlábamos durante la cena, frente a la chimenea de ladrillo rojo, en el Kremlin se estaba arriando la bandera roja. Debido al pasado comunista de mi padre y a la tendencia socialdemócrata de mi madre, ambos compartían estado de ánimo. Sabían que, esa noche, la historia no sólo marcaba la caída de la Unión Soviética, sino el final del sueño socialdemócrata: el de una economía mixta, en la que el gobierno proporcionaba bienes públicos mientras el sector privado producía abundantes chucherías para satisfacer nuestros caprichos. En resumen, desaparecía una forma civilizada de capitalismo que mantenía a raya la desigualdad y la explotación, cuyo marco era una tregua mediada políticamente entre los propietarios del capital y quienes no tenían nada que vender salvo su trabajo.
Circunspectos, aunque no tristes, los tres estuvimos de acuerdo en que presenciábamos una derrota que era inevitable desde el momento en que nuestro bando dejó de creer con firmeza que el capitalismo era perverso porque era ineficiente, que era injusto porque era iliberal, que era caótico porque era irracional. Volviendo a lo básico, les pregunté a mis padres qué significaba para ellos la libertad. Mi madre respondió: la capacidad de elegir a tus compañeros y tus proyectos. La respuesta de mi padre fue parecida: tener tiempo para leer, experimentar y escribir. Sea cual sea tu definición, querido lector, la libertad no puede significar ser libre para perder de infinidad de maneras desalentadoras.
Casi todo el mundo se encuentra ahora en el capitalismo como pez en el agua; sin darse cuenta siquiera de que está ahí, como si se tratara del éter natural, invisible e insustituible en el que nos movemos. Como dijo Fredric Jameson, a la gente le resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Sin embargo, para la generación de izquierdistas de mi padre, hubo un breve período a mediados y finales de la década de 1940 en el que pareció que el fin del capitalismo era cuestión de pocos años, si no de meses. Pero luego una cosa llevó a la otra, y su muerte se fue postergando cada vez más hasta que, después de 1991, desapareció en el horizonte.
Al pertenecer a una generación que había creído que el capitalismo era transitorio, mi padre siguió pensando en su extinción incluso tras llegar a la conclusión de que no viviría para verla. Con todo, una década después de nuestros experimentos junto a la chimenea, con el sueño del socialismo en profunda recesión y mientras yo buceaba en las obras de los economistas políticos, él se sumergía cada vez más en el estudio de la tecnología antigua.
De vez en cuando, como sentía que podía dejarme tranquilamente la exploración de los misterios del capitalismo mientras él disfrutaba de las alegrías puras de la arqueometría, especulaba sobre cómo, algún día, el capitalismo se acabaría y qué lo sustituiría. Su deseo era que no terminara con una explosión, porque éstas suelen sacrificar a enormes cantidades de buenas personas. Anhelaba, más bien, que surgieran de manera espontánea islas socialistas en nuestro vasto archipiélago capitalista, que se expandirían de manera gradual hasta formar continentes enteros en los que prevalecerían los bienes comunales tecnológicamente avanzados.
En 1987, mi padre me pidió ayuda para configurar su primera computadora de sobremesa. Una máquina de escribir con pretensiones, lo llamaba, pero con una impresionante función para editar en la pantalla. «Imagínate cuántos volúmenes más tendría la obra completa de Marx si el barbudo hubiera tenido uno de éstos», bromeó. Como si se propusiera demostrarlo, durante los años siguientes lo utilizó para producir muchos artículos y libros voluminosos sobre la interacción entre la tecnología y la literatura en la antigua Grecia.
Seis años después, en 1993, llegué a nuestra casa de Paleo Faliro con uno de los primeros módems, un aparato tosco, para conectar su computadora a la incipiente internet. «Esto es algo revolucionario», me dijo mi padre. Mientras intentaba conectarse a un lentísimo proveedor griego de internet, me hizo la difícil pregunta que acabó inspirando este libro: «Ahora que las computadoras hablan entre sí, ¿conseguirá esta red que el capitalismo sea imposible de derrocar?, ¿o bien revelará por fin su talón de Aquiles?».
Ocupado en mis proyectos y dramas, no saqué tiempo para responder a la pregunta de mi padre. Cuando por fin decidí que tenía una respuesta, él ya tenía noventa y cinco años y le costaba seguir mis reflexiones. Así que aquí estoy, años después, apenas unas semanas después de su fallecimiento, redactando mi respuesta; con retraso, pero espero que no en vano.
1. Homero, Odisea, Penguin Random House, Barcelona, 2015.
2. Hesíodo, Obras y fragmentos, Gredos, Barcelona, 2021.
3. Marx, Karl, «Discurso pronunciado en la fiesta de aniversario del People’s Paper», en Marx, Karl y Engels, Friedrich, Obras escogidas, Akal, Madrid, 2016.
4. Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto comunista, Alma, Barcelona, 2022.
5. Marx, Karl, Salario, precio y ganancia, Yulca, Barcelona, 2014.
6. Véase el capítulo «Dinero», en el libro de Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Alianza Editorial, 2013.
7. Marx y Engels, Manifiesto comunista, op. cit.