Mi primer recuerdo sobre el peronismo es la desconfianza que despertaba en mi familia y que, en el caso de mi madre y mis tías, llegaba al rechazo abierto.
El tema político siempre estaba presente en las conversaciones de sobremesa, pero en mis padres y mis tíos esa desconfianza hacia el gobierno del general Perón cobró intensidad a medida que las distancias del peronismo con la jerarquía de la Iglesia se fueron ampliando.

Los Abal Medina en reunión familiar.
De nuestros alrededores, solo algunos amigos de mi padre, como los hermanos Julio y Miguel Chaij, líderes de la comunidad sirio-libanesa, tenían simpatías por el peronismo. De la vida familiar, participaban distintos sacerdotes, que comían muchos domingos en nuestra casa de la calle Moreno 1130. Uno de los más asiduos era el padre Fernando Armengol, de familia española, lo que lo hizo cercano a mi abuela materna, María, y a su hermana y madrina mía, Margarita, tía Taíta, que eran de ese origen.
El otro era José Miguel Medina. Siempre me quedó la imagen de que entre ellos existían diferencias y ciertas rivalidades. El paso del tiempo lo mostraría con claridad: por el padre Armengol conocimos al padre Leonardo Castellani, que tendría luego una influencia decisiva en mi formación, mientras que José Miguel Medina, nuestro pariente lejano, terminaría siendo un gorila notorio y vicario general de las Fuerzas Armadas, aunque con la familia conservó una solidaria relación.
También existían matices en las opiniones de mis padres. Mamá —seguidora lineal de la jerarquía católica— era muy antiperonista, y papá era más moderado. Tengo recuerdos claros de opiniones muy definidas en ese sentido.
Cuando en la tarde del 15 de abril de 1953 explotaron varias bombas en un acto de la Confederación General del Trabajo (CGT) en apoyo al gobierno peronista en Plaza de Mayo y hubo muertos y heridos, un señor de nombre Osvaldo, que ayudaba en algunas cosas a papá, resultó herido y perdió una pierna. Antes de saber esto, papá llegó a casa con la noticia de las bombas. Estaba de visita el padre Medina, y tuvieron una discusión fuerte. Es mi primer recuerdo borroso, pero muy duro, de mi infancia.
En 1966 conocí a Antonio Cafiero en la redacción de Azul y Blanco. Le comenté este recuerdo, y él me contó que había estado ese día en el balcón de la Casa de Gobierno, ya que desde el año anterior era ministro de Comercio Exterior. Me dijo que las bombas colocadas en la Plaza de Mayo produjeron siete muertos y cerca de un centenar de heridos, y que los terroristas también habían colocado bombas sobre la azotea del edificio del Banco de la Nación, con la intención de que la mampostería se desplomara sobre la multitud apiñada en sus cercanías. Afortunadamente, estas bombas no estallaron. De lo contrario, el número de víctimas habría sido mucho mayor. (2)
Luego de 1953, el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado fue creciendo, y en casa se vivió con mucha angustia la posibilidad de que se atentara contra la catedral el día de Corpus Christi, el sábado 11 de junio de 1955, luego de una insólita procesión que encabezaron políticos conservadores y de todos los partidos de izquierda.
Papá, junto con un grupo de amigos de la Acción Católica y otros del nacionalismo, estuvo entre los laicos que fueron a pararse al frente de la catedral para evitar que fuera atacada. Esa noche fueron detenidos varios amigos, pero no papá ni mis tíos, que se habían retirado poco antes.
Sin embargo, el recuerdo más fuerte que nos quedó grabado a todos los hermanos fue el del 16 de junio de 1955. Estábamos en la terraza de casa y veíamos pasar los aviones que ametrallaban el Departamento de Policía, se elevaban y pasaban sobre nosotros tirando contra la antena del Ministerio de Obras Públicas, y seguían para bombardear Plaza de Mayo.
En determinado momento de la tarde, papá recibió información de que había muchos muertos en la plaza. Al mismo tiempo, por una llamada de una amiga de la Acción Católica, mamá recibió la falsa noticia de que Perón había muerto y salió a la calle a festejar. Papá la paró de inmediato y la llevó adentro, diciéndole: «Carmen, Carmen, no festejes. Son unos criminales».

Automóviles y troley después del bombardeo del 16 de junio de 1955 en Plaza de Mayo.
Cuando tres meses después se produjo el golpe del 16 de septiembre, amplios sectores de la población celebraron; entre ellos, todos o casi todos los vinculados a la Iglesia católica, que habían dado una versión del 16 de junio en la que el papel central lo ocupaban los incendios en algunas iglesias céntricas, en lugar de los criminales hechos de la Plaza de Mayo.
Mamá y su hermana, mi tía Toy (madrina de Fernando), fueron a festejar a la plaza. Tengo el recuerdo claro de que papá, a pesar de que estaba contento con el derrocamiento y sentía simpatía por el general Lonardi, no concurrió.
Esos primeros recuerdos de cuando tenía 8, 9 y 10 años de alguna manera se me organizaron en la cabeza. Los comentamos con mis hermanos (Antonio, dos años mayor, y Fernando, dos años menor; Mario tenía dos menos que Fernando, o sea que tendría entonces 6 o 7 años) en junio de 1956, cuando a partir del levantamiento del general Juan José Valle se produjeron los fusilamientos y asesinatos ordenados por Aramburu. De ese día quedé con el recuerdo de un bando del gobierno gorila, que repetía sus amenazas en la radio: «Todo militar que se haya sublevado será fusilado».
Lo que sobre nosotros le dio todavía más trascendencia fue que pocos días después llegó papá con un ejemplar del número 2 de la revista Azul y Blanco, que conservé muchos años. Traía un editorial durísimo sobre los gorilas, y me quedó grabada la referencia al fusilamiento (aunque debería decirse asesinato) del coronel Manuel Dorrego. Decía:
Es demasiado serio esto de que nuestra política se colme con el veneno del odio y la abominación de la sangre. Desde que fue consolidada nuestra organización, jamás hasta el presente en nuestras luchas internas se castigó con pena de la vida al adversario vencido. Nuestros abuelos aprendieron la lección de Dorrego, que se grabó en nuestras mentes y en la historia.
Y luego agregaba:
Hoy contemplamos con asombro a los doctores liberales y a los viejos rábulas de la política partidista predicar, en nombre del estado de derecho y de las libertades, el exterminio de una parte del país.
No exageraba Azul y Blanco. Como nos relató entonces papá, la única voz que se alzó frente a los crímenes fue esa: la del nacionalismo. En el otro bando, se codeaban, para ponerse en primera fila de la adhesión a los criminales, los conservadores, todas las vertientes de la izquierda, todos los pelajes de universitarios reformistas y hasta el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical (UCR). Al colmo de la vesania llegaron los socialistas, que en La Vanguardia, y con la firma de Américo Ghioldi, proclamaron: «Se acabó la leche de la clemencia».
Estas salvajadas y la cobarde complicidad de todas las vertientes «democráticas» nos golpearon muy fuerte, y hasta mamá comenzó a matizar sus puntos de vista. Sin embargo, el padre Medina seguía cada vez más gorila. Ni qué decir de cuando poco después papá trajo la revista Mayoría, que editaban los hermanos tucumanos Tulio y Bruno Jacobella, a los que conocería más adelante, y que empezaron a publicar en «entregas» lo que luego sería Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, destacado escritor y periodista al que luego conocí. La primera edición completa de la obra la hizo Azul y Blanco. También leímos el texto que Marcelo Sánchez Sorondo publicó en Azul y Blanco:
A las ejecuciones de jefes y oficiales vino a añadirse otro acto despiadado que puso al descubierto la barbarie que yace oculta tras los visajes de la civilización y cuyas exteriorizaciones afloran explosivamente a la superficie. Me refiero al vandálico episodio protagonizado […] en José León Suárez, donde se reveló la impiedad atroz y la desalmada cobardía de los victimarios.
En cuanto a las relaciones que tuve con mis hermanos en la adolescencia, quiero señalar que eran cercanas y constantes. Antonio fue un gran hermano mayor en todos los sentidos y, durante los primeros años, hizo punta en lo que sería la vida de los demás. Fue el primero en ingresar al Colegio Nacional de Buenos Aires, donde cursaríamos los cuatro. Hacia mi hermano Mario siento el mayor de los cariños y le debo todo el agradecimiento por el valiente y fraterno acompañamiento que hizo en los momentos más difíciles de la familia.
Si en lo que sigue me refiero a Fernando y a mí —que, dicho al paso, compartíamos dormitorio— de manera casi exclusiva, es porque el propósito de estas páginas es el relato de los hechos políticos en los que participamos nosotros. No haré referencia a Antonio y Mario, que se mantuvieron siempre en la militancia católica, ni a los dos menores, Pablo y María, que eran niños entonces, y que luego también tuvieron un acompañamiento fraterno y, en el caso de Pablo, de solidaria militancia peronista y gran coraje personal.
Para la época en que tenía 12 o 13 años, yo ya había leído bastante historia revisionista, empezando por las biografías de Rosas y de Aparicio Saravia, escritas por Manuel Gálvez, que fueron mis preferidas. También leía muchos otros textos de historia que traían papá y un tío de la rama entrerriana de los Abal, de nombre Florindo Díaz Abal.
El interés por la política desde niños era algo especialmente marcado en Fernando y en mí, pero no se puede pensar eso desde una perspectiva actual. Ahora sería una precocidad absoluta, pero en aquel entonces no era tal.

Fernando Abal Medina.
Muchos compañeros se interesaron por la política desde chicos. Para mencionar uno de los casos más conocidos, el germen de Tacuara venía de la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios (UNES). Eran estudiantes secundarios, chicos de primer año o de segundo, de 12 y 13 años. Era algo común en la militancia. Tengo el recuerdo de muchos compañeros que comenzaron su actividad en el enfrentamiento entre enseñanza laica y libre, y entre los partidarios no digo que haya habido chicos del primario, pero sí de los primeros cursos de la secundaria.
En esos años, el padre Armengol me llevó a conocer al padre Leonardo Castellani a su departamento de la avenida Caseros esquina Piedras, en el que vivió hasta su muerte. Mi recuerdo de aquel encuentro con el querido padre Castellani, al que siempre consideré mi primer maestro, es hasta el día de hoy muy intenso. Se trataba de alguien de una inteligencia superior, de una cultura fuera de lo común y de una gran ternura detrás de una apariencia hosca.

Padre Leonardo Castellani.
Castellani estaba suspendido para dar los sacramentos y oficiar misa. Lo habían sancionado por sus posiciones políticas y su actuación partidaria, aunque no llegó a acompañar el final del Gobierno de Perón, debido a que se vio obligado a alejarse luego del conflicto entre el peronismo y la Iglesia. Años más tarde, cuando Leopoldo Marechal se hace llamar «el poeta depuesto», a Castellani le gustaba decir que él era «el cura depuesto».
En esa primera ocasión, yo era todavía un niño, y él me hablaba de igual a igual. Preguntó mucho sobre mis estudios, me contó lo que había disfrutado como profesor y, luego, quiso saber qué había leído. Entonces, me regaló un libro de alguno de sus cuentos, no recuerdo cuál, y me prestó un pequeño libro de poesía, de tono autobiográfico, que se llamaba La muerte de Martín Fierro. De su lectura y de posteriores conversaciones, supe de su paso por la Alianza Libertadora Nacionalista, de su apoyo original a Perón y de las sanciones eclesiásticas que arrastraba.
Visité varias veces más al padre Castellani y, años después, incorporé a esos encuentros a mi hermano Fernando, que acababa de cumplir 12 años. En esa ocasión, nos habló de su amigo José María Rosa, del que nos regaló el texto de una conferencia publicada por la Fundación Scalabrini Ortiz, con un prólogo del oriental Alberto Methol Ferré, uno de los exponentes más lúcidos del pensamiento nacional, al que trataría años después. Ese texto sobre Artigas y el revisionismo histórico (3) nos impresionó mucho y consolidó en nosotros el artiguismo que ya profesábamos por influencia de nuestro tío Florindo Díaz Abal y que me acompaña hasta el presente.
Luego del encuentro en que participó Fernando, cuando ya nos retirábamos, llegó Alicia Eguren, pareja de John William Cooke. El padre Castellani nos presentó, y conversamos con ella brevemente. Nos impresionó su tono decidido y que nos pidiera nuestro número de teléfono. Unos días después, por indicación de Castellani, Alicia nos llamó y nos llevó a conocer a Ernesto Palacio, cuya Historia de la Argentina ya habíamos leído. Era un personaje fascinante.
En su departamento (en el que, según se contó esa tarde, Alicia había conocido a Cooke), estaba su hijo Juan Manuel, con el que me uniría luego una entrañable amistad. Con Alicia también fuimos a conocer a José María Rosa; nos contaron que en esa casa había estado escondido Cooke después del golpe de 1955 y allí lo habían detenido, llevándose también a Pepe Rosa.
En estas primeras aproximaciones a la política fuera del ámbito familiar, es notable recordar que tanto Castellani como Alicia Eguren, Ernesto Palacio y Pepe Rosa eran nacionalistas con una actuación definida en el peronismo, algo que me fue señalado por Fernando con cierta sorpresa. Es que el ambiente general en el que vivíamos —la familia, la Acción Católica y, en especial, el Colegio Nacional— nada tenía que ver con el peronismo.
Las disputas por la educación laica o libre es lo que, de alguna manera, vuelve a poner en segundo plano, en las familias católicas, el tema del peronismo y el antiperonismo. Este último, que había sido muy fuerte, queda rápidamente oscurecido por el tema «laica o libre». El peronismo había dejado de mencionarse en la vida. Entre la gente que estudiaba, había obviamente peronistas, pero lo asumían con cuidado.
En las clases medias y medias-bajas, la adhesión al peronismo era una actividad secreta. La vigencia del decreto ley 4161, que penaba con prisión y multa la manifestación de ideas, actos y hasta palabras del peronismo en todas sus formas, tenía una consecuencia social marcada en todos estos sectores.
Tanto fue así que hay una sola excepción, que muchos recuerdan: la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en la que se creó el Movimiento Sindicalista Universitario, que era peronista.
Lo encabezaba Antonio Stegemann Luque y lo integraban unos pocos más; entre ellos, hijos de peronistas conocidos, que habían hecho amistad en el Liceo Militar, como el de Héctor J. Cámpora, Héctor Pedro; otros eran el hijo del coronel Mercante, Tito Mercante, y el hijo de Hugo Anzorreguy, del mismo nombre. Los apoyaban algunos integrantes del MNA (Movimiento Nueva Argentina), como Carlos Caride, y de Tacuara, como Ricardo Polidoro.
¿Cómo hicieron para poder actuar? Aliándose con los sectores nacionalistas, nucleados en el Sindicato Universitario de Derecho, que tenía en sus filas algunos peronistas, como Enrique Graci Susini y Guillermo Malm Green. Ese fue el único atisbo de peronismo que conocí en la universidad. No había peronismo ni comentarios sobre el peronismo.
Pero los partidarios de la enseñanza laica eran fervientemente antiperonistas. A la distancia, suena gracioso, porque los que no teníamos impulsos antiperonistas, como era mi caso y el de muchos compañeros, militábamos por la enseñanza libre cuando, visto desde hoy, habría sido más lógico lo contrario.
Para esa época, yo estaba en tercer año del Nacional Buenos Aires, mi hermano Antonio estaba en quinto y Fernando, en primero. Nuestro origen familiar católico y los comienzos de la formación nacionalista nos alinearon en las filas de la «libre», y habíamos iniciado con varios compañeros la publicación en un simple mimeógrafo de una revista de nombre Tradición.
Nuestra posición era de claro enfrentamiento a las autoridades del colegio, partidarios de la «laica». Pero todo esto requiere una explicación. La precaria unidad entre católicos y fuerzas de la izquierda que se dio para el golpe de 1955 se expresó con la entrega del Ministerio de Educación al sector católico y de las universidades nacionales a diversos sectores de izquierda.

Juan Manuel, un amante de los deportes.
En el caso de la Universidad de Buenos Aires (UBA), fue designado rector José Luis Romero y resultaron expulsados de malas maneras todos los profesores «totalitarios», es decir, peronistas o con cercanía al peronismo, como era el caso de los nacionalistas. Fue una purga bastante más fuerte que la de 1966, que después se conocería como la Noche de los Bastones Largos.
En el Colegio Nacional de Buenos Aires, fue designado interventor Risieri Frondizi, que también asumió la tarea de expulsar a los «totalitarios». Luego, cuando Risieri fue nombrado rector de la Universidad de Buenos Aires, designaron en el colegio a Antonio Valeiras y, más tarde, a Florentino Sanguinetti. Todos ellos eran liberales de izquierda.
Mis hermanos y yo estuvimos siempre enfrentados a los «reformistas» que dirigían el colegio. Eso nos llevó, por ejemplo, a actitudes que hoy resultan absurdas, casi graciosas, como oponernos a la entrada de mujeres, la entonces llamada «coeducación».
Para dar una idea del tenor de los enfrentamientos, solo mencionaré que mi hermano Antonio, al recibir su diploma, no saludó al rector universitario Risieri Frondizi, que presidía el acto. En mi caso, llegué a arrojar una bomba de estruendo al balcón del despacho del vicerrector, Felipe Mantero, que era un liberal de izquierda, desde el techo de la vecina iglesia de San Ignacio. Eso me valió una suspensión larga y tener que dejar por un año el colegio (cursé quinto en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza) para volver recién al año siguiente.
Estos pleitos políticos no enturbiaban las relaciones entre los compañeros, con quienes teníamos una gran camaradería y cierto espíritu de casta, ya que el Buenos Aires era considerado un colegio de élite intelectual. Al margen de algunas exageraciones, la educación del colegio (así, a secas, se mencionaba al Nacional Buenos Aires) era de un nivel superior, y no solo preparaba a los alumnos de la mejor manera para las carreras universitarias, sino que también estimulaba su desarrollo integral.
No quiero ser injusto con la omisión de otros profesores, pero deseo recordar en especial a Ángel José Battistessa, quizás el principal hispanista contemporáneo, y un experto traductor de poetas alemanes, franceses, ingleses e italianos. Sus versiones de textos de Paul Claudel y Paul Valéry merecieron elogios de estos grandes autores franceses. Además, fue traductor de Goethe, Shakespeare y Dante Alighieri, cuya Divina comedia fue la coronación de su obra de traductor.
Battistessa fue mi profesor de primero a cuarto año. Me condujo en el conocimiento de la rica literatura en nuestra lengua. También tuve un gran aprecio por Juan Valmaggia, mi profesor de Literatura Francesa, la que enseñaba con un nivel superior de conocimientos y una amenidad notable.
Por él conocimos en detalle la apasionante polémica entre Sartre y Camus, en Les Temps Modernes, relato que Valmaggia concluía tomando partido por Camus y repitiendo, por supuesto que en francés, su famosa frase: «En estos momentos, están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, elijo a mi madre».
Pocos años después, Juan Valmaggia, que tenía pleno conocimiento de mi tendencia política, me llevó a colaborar en el diario La Nación, del que era subdirector. Fue mi primer trabajo. Escribía una crónica semanal de rugby, en una redacción de deportes, de lujo, a cargo de Alberto Laya. Eduardo Maschwitz, que era tataranieto de Bartolomé Mitre y había sido un gran segunda línea del San Isidro Club (SIC), era mi jefe directo, a cargo de «deportes raros», entre los que estaba el rugby.
Además, Valmaggia me encargaba de manera directa algunas notas que le interesaban. Cuando en 1965 publicamos la revista El Federal, me pareció ético dejar ese trabajo, pero ante la insistencia de Valmaggia, Laya y Maschwitz lo continué, aunque solo en la sección de deportes. Ya en junio de 1966, a punto de la reaparición de Azul y Blanco, de la que sería secretario de redacción, me pareció incompatible y dejé La Nación, aunque continué una muy grata amistad con Valmaggia.
Sería largo extenderme en los temas del colegio y recordar a profesores y compañeros que fueron muy importantes en mi formación, pero es útil insistir en mencionar que el peronismo estaba ausente de una manera total, tanto a nivel de profesores como de alumnos. (4)
2. Ver el anexo 3, Antonio Cafiero, «La tarde del 15 de abril de 1953», en La Nación, 3 de junio de 2003.
3. José María Rosa, Artigas y el revisionismo histórico, prólogo de Alberto Methol Ferré, Fundación Scalabrini Ortiz, cuaderno nº 2, noviembre de 1960, disponible en línea: <http://www.lagazeta.com.ar/artigas2.htm>.
4. Ver el anexo 4, «Extracto de Seis décadas, seis generaciones», editado por la Asociación Cooperadora Amadeo Jacques, Colegio Nacional de Buenos Aires.