Introducción

Cuando era niña, poco después del final de la guerra, solía escuchar a mis padres y a sus amigos (todos ellos sobrevivientes del Holocausto) contar sus historias. Eran historias de supervivencia y también de pérdida, compartidas entre refugiados judíos del pueblo alemán de Schwandorf, donde, luego de dejar nuestra natal Polonia, esperábamos con ansia encontrar una nueva tierra que se convirtiera en nuestro hogar.

Habíamos terminado ahí, en Schwandorf, un pueblito de Baviera que tenía una estación sobre las vías que atravesaban la frontera hacia la zona ocupada por Estados Unidos. En ese lugar, apenas acabó la Segunda Guerra Mundial, se formó con rapidez una comunidad judía, y hubo organizaciones para refugiados que ayudaron a mantenernos mientras esperábamos a que algún país más seguro, lejos de Europa, nos admitiera y nos permitiera comenzar una nueva vida.

Luego de cuatro años de escribir ansiosamente solicitudes y cartas, y de seguir aguardando en Schwandorf, recibimos por fin visas estadounidenses y nos pusimos en marcha hacia el Bronx, en la ciudad de Nueva York. Mientras tomábamos té en compañía de nuevos amigos, la mayoría de ellos también sobrevivientes de Polonia, las historias fluían una tras otra, llenas de dolor, de amargura, de asombro y a veces también de humor, y yo escuchaba en silencio porque a mí (que, a fin de cuentas, había sido «sólo una niña» durante la guerra) nadie me preguntaba por mis recuerdos.

Años después, cuando crecí, viajé y leí libros, le sugerí a mi madre escribir las historias de cómo nuestra familia había sobrevivido al intento, casi exitoso, de los nazis de asesinar a todos los judíos de Europa. Para entonces, tras muchos años de largas jornadas en fábricas de joyería de fantasía y redes de nailon para el cabello, mi madre pudo dejar de trabajar, pues ya no era necesaria su aportación a la economía de nuestra pequeña familia, y se me ocurrió que la idea de redactar sus memorias podría ofrecer una salida a la considerable cantidad de energía que tenía, lo que además le haría bien. Se negó porque no tenía una lengua: su inglés no estaba al nivel de la escritura y su polaco escrito lo sentía lejano. Sin embargo, cuando empecé a tomar psicoterapia tuve una idea: le pedí que escribiera todo lo que pudiera recordar de las experiencias de nuestra familia durante la guerra, ya que eso me ayudaría en terapia. Al parecer, ésa era la motivación que necesitaba. Me prometió intentarlo, por mí.

Mi madre comenzó a escribir en 1974. Cada cierto número de semanas me enviaba por correo unas diez páginas redactadas a mano, y, como vivíamos a miles de kilómetros de distancia, cada cierto número de semanas teníamos también una sesión telefónica para hablar acerca de lo que había mandado. Un día, mientras estábamos al teléfono, sentí un escalofrío al escucharla decir: «¿Sabes algo? Cuando empecé a escribir, lo estaba haciendo por ti, para ayudarte a ti. Pero, una vez que inicié, sentí que tenía dentro de mí un veneno que necesitaba vomitar».

En un año, mi madre había terminado un primer borrador a mano. Era breve y estaba incompleto, sin una sola palabra sobre el año que pasó en Auschwitz-Birkenau. Continuó trabajando en el manuscrito, tratando de cavar más profundo en sus memorias más dolorosas, incluyendo el tiempo que estuvo en el campo de exterminio. Luego, junto con mi padre, tomaron clases en una universidad que tenían como objetivo ayudar a personas mayores a plasmar sus memorias en papel. Dudó al inicio, pero luego empezó a dejar que otros leyeran el manuscrito, y gracias a sus preguntas y comentarios consiguió mayor consistencia en las descripciones de los hechos y de la gente.

Verificaba sus recuerdos con los de mi padre y los de sus amigos también sobrevivientes del gueto de Będzin y de Auschwitz, comparaban las versiones de los eventos que habían vivido juntos, en busca de la verdad. Revisó fechas y sucesos en los libros de historia y consultó palabras en los cuatro volúmenes de un diccionario polaco-inglés. Aunque creía estar muy familiarizada con las memorias de mi madre durante el tiempo en que las escribió, no fue sino hasta su muerte, mientras las preparaba para su publicación, que revisé el contenido del portafolio en que las guardaba y descubrí, además de los diversos borradores, la gran cantidad de notas a mano en las que había anotado nombres, lugares y eventos que afectaron de una u otra forma a mi familia. Fue entonces cuando me di cuenta de la seriedad y el dolor con los que había trabajado en su escritura. Al final, sus memorias sumaban unos treinta centímetros de altura. Cada copia contenía correcciones a mano y algunos cambios, además de material nuevo, lo que hacía aún más desafiante el proceso de edición.

Mi madre había intentado, y finalmente descartado, varias maneras de abordar las memorias, incluidas versiones tempranas en segunda persona, en forma de cartas dirigidas a mí. Incluso hizo el ejercicio de crear un cuento sobre el destino de cuatro generaciones de una familia judía en Polonia; usando nombres apenas disfrazados para cada uno de nosotros, contaba la historia de un venerado rabino, erudito del Talmud (basado en Jakub Orner, su abuelo materno), y las dificultades de su hija, una viuda de veinte años (su propia madre) que dejaba su hogar en Wyszków con su bebé (mi madre) y construía una nueva vida en un nuevo lugar (Będzin). Escribió sobre su matrimonio con mi padre, y la historia culminaba con el nacimiento de su hija (yo), seguido al poco tiempo por el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Mientras trabajaba en sus memorias, ya en sus sesenta y tantos años, mi madre sorprendió a todos cuando comenzó a pintar. Aprendió copiando pinturas clásicas y tomó algunas clases de dibujo, pero fue principalmente autodidacta. Parecía sorprendida ella también de descubrir su propio talento, aunque, según recuerdo, alguna vez me contó que de niña le gustaba jugar con colores, y de joven hacía álbumes de fotos familiares con portada de lino inglés sobre el que pintaba rosas y paisajes románticos.

Alimentó siempre una melancolía apasionada por nuestra numerosa familia y por el estilo de vida que había perdido en el Holocausto, así que vertía esa melancolía en dibujos nostálgicos de la vida judía de antes de la guerra y retratos al carbón de nuestros parientes, al menos cuarenta y seis de los cuales habían muerto asesinados por los nazis.

Mi madre acometía su arte con la misma disciplina, intensidad e iniciativa que ponía en su escritura, cualidades que, me imagino, debieron contribuir a su supervivencia, así como a la mía (siempre con una gran dosis de suerte, por supuesto). Todas las mañanas, muy temprano, en cuanto mi padre se iba al trabajo, extendía una lona impermeable sobre el piso de la sala, para protegerla, montaba el caballete y se pasaba el día pintando. Cuando se acercaba la hora de cenar, limpiaba sus pinceles, enrollaba la lona, empacaba sus materiales y los guardaba en el clóset, y, para el momento en que mi padre llegaba de trabajar, el departamento estaba limpio y la cena lista… Y entonces le mostraba lo que había hecho aquel día.

Así como mi padre había ayudado a mi madre en su investigación para la escritura de sus memorias, el arte se convirtió también en un proyecto conjunto. La acompañaba feliz a museos y galerías, le preparaba los lienzos, enmarcaba los dibujos y las pinturas terminadas, y fotografiaba, numeraba y catalogaba meticulosamente cada una. Luego me enviaba las fotos. Posaba paciente para los retratos y, sobre todas las cosas, admiraba sinceramente su trabajo. Sin embargo, cuando mi padre se enfermó de gravedad, y durante los últimos doce años de su vida, mi madre dedicó todo su tiempo y su energía a cuidarlo. Dejó de pintar y de escribir y nunca volvió a hacerlo.

Mi madre y mi padre hicieron juntos todo lo que pudieron, y después de la guerra se volvieron inseparables. Tras la muerte de mi padre, en las dos décadas que vivió sin él, mi madre se enfrentó a muchos desafíos inesperados, y encontró consuelo y satisfacción en las caras familiares, así como en otras imágenes que había creado y que la miraban desde arriba, colgadas en las paredes de su departamento.

Durante los breves cinco años que mi madre pasó pintando y, al mismo tiempo, trabajando en sus memorias, hizo alrededor de ciento cincuenta pinturas al óleo, acuarelas y dibujos al carbón. Muchos de ellos se presentaron en una exhibición en New Haven, Connecticut, cuando ella tenía noventa y ocho años. Fue la primera vez que pude verlos todos juntos; tristemente, los retratos al carbón de todos los miembros de la familia que habían sido asesinados resultaron demasiado abrumadores para ella y tuvo que irse de la exposición.

Aunque mi madre no consideraba que sus memorias estuvieran terminadas, y nunca las entregó para publicación, algunos fragmentos aparecieron en revistas de Estados Unidos, y luego, en Letras Libres en México y en España; le dio gusto ver el reconocimiento con el que fueron recibidos. Durante las últimas dos décadas de su vida, abandonó la pintura, pero nunca dejó de hablar de sus memorias como un trabajo al que planeaba volver un día… Guardaba los borradores y los fólderes llenos de notas en un pequeño portafolio que mantenía siempre a la mano.

Mi madre vivió hasta los ciento un años. Tras su muerte, cuando me pidieron que preparara sus memorias para su traducción y edición en Polonia, releí un borrador temprano, la versión que había escrito en forma de una carta dirigida a mí. Estas líneas, que mi madre había plasmado en la primera página, me conmovieron:

Cuando empecé a escribir la primera vez, me pasaron por la mente estas palabras de Bella Chagall: «Querido Dios, qué difícil extraer de entre los recuerdos inmateriales un fragmento de una vida perdida. Y qué tal si ésas, mis magras memorias, se apagan y mueren conmigo».1

Quiero rescatarlas.

A esta cita de Bella Chagall, mi madre le había añadido una línea que debí haber visto antes, pero de la que no tenía recuerdo, quizá porque no estaba lista para ello. La línea añadida era la siguiente: «Decidí escribir estas memorias con la esperanza de que un día seas tú quien las rescate».

Y ese día llegó al fin.


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