14 de septiembre, por la tarde
No estoy del todo segura de por dónde empezar.
La horrible escena en el aula parece el momento más obvio, pero mis pensamientos se alejan de ella como un pez de una sombra que se cierne sobre el agua. Cómo puede dormir Wendell después de algo así, se escapa a mi comprensión y, aun así, lo escucho roncar pacíficamente en la habitación contigua. Supongo que es propio de él invertir más energía en preocuparse por una resaca que por un ataque homicida.
Cuando regresé al despacho después de desayunar, Ariadne ya me estaba esperando. Había dado un rodeo hasta el Museo de Driadología y Folclore Etnográfico con la esperanza de tomar prestados unos alfileres para las exposiciones para clavarlas en el pie rubicundo, que había empezado a sacudirse cada pocos segundos. Los alfileres están hechos de acero y la cabeza, a partir de antiguos peniques —muchas hadas odian tanto el metal como las monedas humanas y, de este modo, los alfileres ayudan a mitigar cualquier encantamiento residual impregnado en sus artefactos—. Sin embargo, la curadora —una tal doctora Hensley—, se limitó a lanzarme una mirada torva y me informó de que había escasez de alfileres. La doctora Hensley y yo no somos amigas. Se ofendió mucho cuando hace poco le pedí prestado un artefacto en particular para Shadow y declaró que el museo no era «una biblioteca diseñada para el divertimento frívolo de los académicos». Esto crispó mi paciencia como solo podía hacerlo un insulto a las bibliotecas y después de un debate cortante, nos marchamos en malos términos. Supongo que debería considerarme afortunada porque no me echasen del museo bajo una lluvia de trapos de limpieza.
—¿Estás bien? —me preguntó mi sobrina cuando entré hecha una furia y con mi buen humor destrozado. Respondí afirmativamente, pero aun así ella se apresuró a traerme té de la sala de profesores a pesar de que le dije que no hacía falta.
Ariadne se parece mucho a mi hermano, de rostro redondo y nariz larga cubierta de un puñado de pecas, con los ojos avellana de su madre y la tez olivácea. A diferencia de mi hermano, sin embargo, cuya disposición es decididamente taciturna, a Ariadne la posee una cantidad de energía agotadora. Esto no sería un problema si no estuviera en medio tan a menudo, ya que se ha designado a sí misma como mi asistente, algo que yo jamás habría buscado ni deseado.
—¿No tienen asistentes todos los académicos de tu posición? —me preguntó en una ocasión y me dedicó una mirada de admiración inocente. Solo pude farfullar una respuesta y deseé que no fuera tan fácil halagarme. La verdad es que no siempre me molesta su presencia.
—¿Encontraste los mapas de Spengler? —quise saber cuando regresó e ignoré el té, que había traído junto con un plato de mis galletas favoritas. Mi comportamiento áspero no hizo flaquear su buen humor, que parece incansable, y no tardó en ir a buscar su maletín, de donde sacó una carpeta que contenía dos hojas de pergamino dobladas con cuidado.
—Gracias —dije a regañadientes. No esperaba que localizase los mapas tan deprisa—. Entonces ¿estaban escondidos en uno de los estantes del sótano?
Ella sacudió la cabeza.
—Los habían trasladado a la Biblioteca de Historia… a la planta de culturas germánicas. Tuve que hablar con media docena de bibliotecarios, pero en cuanto lo aclaré, no fueron difíciles de localizar.
—Ah —dije, impresionada para mis adentros. Puede que Ariadne sea la alumna más competente a la que haya enseñado. Esto, sin embargo, resulta irritante a su manera: si demostrase ser una inepta, tendría una excusa para librarme de ella.
—¿Te gustaría verlos? —comentó. Literalmente se estaba meciendo de adelante hacia atrás de la emoción, como si fuera una niña con la mitad de su edad, y tuve que contener el impulso de pisarle el pie para refrenarla.
—Colócalos aquí.
Los extendió sobre el escritorio y sujetó los bordes con algunas de mis piedras de hada. Recorrí el pergamino antiguo con las manos… No eran los originales, sino copias dibujadas por Klaus Spengler en la década de 1880. Esos originales, que después de aquello desaparecieron o los extraviaron en las profundidades de algún archivo universitario, los creó Danielle de Grey hace más de cincuenta años y los encontraron entre sus pertenencias tras su desaparición en 1861.
Cuando toqué los mapas, se me desvió la mirada, como me sucedía demasiado a menudo, hacia el dedo que me faltaba en la mano izquierda. Wendell se había ofrecido a crear un encantamiento tan realista que apenas notaría la diferencia con el anterior, pero le dije que no. No estoy del todo segura de por qué. Supongo que aprecio el recordatorio —y la advertencia— que me da el espacio vacío. Wendell afirma que es porque lo veo como un souvenir macabro de mi estancia en una corte del País de las Hadas, una experiencia que pocos académicos pueden decir que han tenido. Niego esto con vehemencia, a pesar de que una parte de mí todavía se pregunta si puede que él tenga razón.
El primer mapa mostraba la vista aérea de un paisaje montañoso. El único asentamiento era un pueblecito marcado como «St. Liesl», situado sobre una meseta elevada entre las cimas. El segundo mapa era una panorámica más cercana del área circundante al pueblo con muchos otros detalles señalados, incluyendo caminos, ríos, lagos y lo que parecían ser accidentes geográficos (mi alemán está oxidado).
—Aún no me lo creo —dijo Ariadne, lo cual me hizo dar un respingo; no me había dado cuenta de que se había inclinado tan cerca de mí—. Danielle de Grey dibujó esos mapas. ¡Danielle de Grey!
Mi boca se curvó. Puede que de Grey no tenga el respeto del corps d’élite de la driadología, pero su carácter irreverente unido al misterio de su desaparición la han convertido en una especie de heroína de las hadas entre las generaciones más jóvenes de académicos. **
—¿Descubriremos lo que le ocurrió? —continuó Ariadne en voz queda.
—Desde luego es una posibilidad —dije de manera evasiva mientras volvía a doblar los mapas.
—¿Cuándo nos vamos?
—En cuanto Wendell y yo terminemos los preparativos. Antes de que acabe el mes, espero.
Shadow emitió un gruñido bajo. Estaba sentado en el umbral con la mirada fija en un punto al otro lado del pasillo: la puerta del despacho de Wendell. Recordé cómo se había apoyado contra las piernas de Wendell durante todo el desayuno, sin moverse ni siquiera para pedir las sobras. Ante eso, varios momentos y pensamientos a medio formar se conectaron en mi mente como los puntos de una constelación y compusieron un patrón inquietante.
—Ariadne —dije—, ¿cuándo te marchaste del pub anoche?
Ella compuso una mueca.
—Tarde, me temo. Me desperté con mucho dolor de cabeza, pero por suerte tengo mis ejercicios matutinos. Eso siempre me hace sentir bien sin importar cómo haya pasado la noche. Empiezo con una carrera rápida por Tenant’s Green. Después hago mis ejercicios de respiración, que…
—¿Estuviste con Wendell toda la tarde? Con el doctor Bambleby, quiero decir.
—La mayor parte. —Se quedó pensando—. Aunque nuestra mesa estaba bastante abarrotada. Acabé sentada con sus alumnos de posgrado para dejar sitio a los profesores.
—¿Y conocías a todos en la reunión? ¿Eran del claustro y estudiantes o también había admiradores de fuera del campus?
—Bueno… No estoy segura —dijo—. La mayoría eran miembros del departamento de driadología, y algunos de los bibliotecarios y profesores de historia del arte amigos del doctor Bambleby. Pero a medida que avanzaba la tarde aparecieron unos cuantos que no reconocí.
—¿Los conocía el doctor Bambleby?
Ella se rio.
—No estoy segura de que me conociese a mí cerca del final de la noche. La mayoría de nosotros estábamos en ese estado. Fue una fiesta de cumpleaños excelente.
Tamborileé los dedos sobre la mesa. Consideré ir a ver a Wendell a su apartamento… pero ¿por qué sería necesario? ¿Para ver cómo estaba? ¿Un rey del País de las Hadas?
Antes de poder decantarme por una u otra, escuché el sonido de unos pasos por el pasillo. Unos pasos muy enérgicos unidos a una respiración igual de enérgica y casi al ruido de un resoplido.
—Será el jefe de departamento… Te estaba buscando antes… Parece que le rondaba algo por la cabeza…
Y unos segundos después, el jefe de departamento irrumpió en mi despacho.
El doctor Farris Rose ha ejercido como jefe de departamento durante más de una década como sustituto de Letitia Barrister, a la que un bogle secuestró en las Hébridas; regresó varias semanas más tarde con una edad cercana a los noventa (tenía cuarenta y ocho años cuando desapareció). Rose es corpulento, con un flequillo frondoso de pelo blanco enmarcando la coronilla calva y tiene una edad indeterminada —un rasgo común entre los driadólogos— rondando entre los cincuenta y los setenta y algo. Es conocido por ser un excéntrico incluso en la comunidad académica e insiste en llevar la ropa del revés todo el tiempo —lo cual, aunque es una manera útil de eludir la atención de las hadas y frustrar sus encantamientos, se ve como un poco torpe cuando se adopta como práctica general— y lleva cosidas tantas monedas en la tela que cualquier movimiento repentino las hace tintinear. Tiene un entramado de tatuajes que se extienden desde las muñecas hasta Dios sabe dónde —nunca los he visto expuestos y su terminación es objeto de animadas especulaciones entre los estudiantes y algún miembro del claustro—, de los que se dice que son alguna clase de símbolos de protección. El grueso de su investigación es vasta y respetada —después de todo, es el autor de la teoría de la arenisca—, *** pero tiene pocos amigos y se rumorea que si le concedieron el puesto de jefe de departamento fue solo a regañadientes, ya que no había nadie más de su posición que quisiera el trabajo. Aunque, de nuevo, esto no es nada excepcional; una clara mayoría de driadólogos viven como los gatos, vigilándose y rivalizando entre ellos.
De inmediato me quedó claro que, en efecto, Rose tenía algo en mente y que de alguna forma era cosa mía. Pareció que, al verme, se volvió temporalmente incapaz de hablar y se limitó a dejar caer un libro grande sobre mi escritorio, tirando la bandeja de té al suelo. Ariadne soltó un gritito y se apresuró a recoger las esquirlas.
—¡Qué demonios…! —comencé.
—¿Dónde está? —quiso saber Rose. Tenía la piel pálida enrojecida—. Los dos sois uña y carne.
—No tengo ni idea —dije con frialdad, puesto que como era de esperar, solo había una persona a la que se podía estar refiriendo. Recordé quién era yo, así como la posición de Rose, y añadí más tranquila—: Tiene clase en una hora más o menos; puede que lo alcance antes…
—No importa —me interrumpió. Me di cuenta de que lo que al principio había tomado por un enfado era de hecho una especie de triunfo engreído—. Quizá sea mejor así. Después de todo, tendremos que despediros por separado.
Me quedé paralizada. Por un instante, el único sonido que me llegaba era de Ariadne recogiendo los trozos de la taza en la bandeja: plinc, plinc, plinc.
—¿Qué?
—Todavía no —añadió a regañadientes—. Tengo que recopilar mis pruebas y presentárselas a los miembros superiores del claustro. Aunque pediré que mañana concertemos una reunión de emergencia. No me cabe duda de que estarán de acuerdo con mis conclusiones.
Me sentí como si estuviese atrapada en una fuerte corriente que me alejaba cada vez más de la orilla. La peor parte fue que me había quedado en blanco: todos mis pensamientos y teorías ordenados minuciosamente me abandonaban.
—Soy titular… No podéis…
—¿Tan ingenua eres? —dijo con un tono tan cargado de desdén que me dejó congelada en el asiento—. Claro que podemos despedirte si tenemos pruebas de mala praxis. Y como he dicho…, tengo pruebas.
Señaló el libro con la barbilla, del cual me había olvidado por completo. Lo abrí con manos temblorosas. Era una recopilación encuadernada de revistas: Teoría y práctica de la driadología, volumen diecisiete, que cubría el año 1908. Me percaté de que había señalado dos artículos escritos por Wendell.
Gruñí para mis adentros.
—Es por la expedición de la Selva Negra.
—No —dijo él—. No he sido capaz de demostrar de manera concluyente que sus observaciones en aquel caso estaban falsificadas. Como la mayoría de los charlatanes de éxito, se le da bien cubrir su rastro. Sin embargo, de vez en cuando tiene un desliz. —Señaló el índice con el dedo y leyó—: «Lo que es bueno para el pavo: indicios de cría de animales entre los brownies del hogar en las Marcas Galesas». En él argumenta que unas simples hadas domésticas son las responsables de alejar a los lobos de las ovejas… ¿Con sus escobas y trapos, debo asumir? He hablado con los granjeros que supuestamente entrevistó: no tienen problemas con lobos porque abatieron a dichos lobos hace décadas. Y este artículo sobre un cúmulo enorme de piedras de hadas que desenterró en las Dolomitas, al cual consideró como indicio de un campo de batalla de las hadas de la corte… Pagó a varios peones locales para que colocasen las piedras ahí siguiendo un patrón en particular. La mayoría fueron evasivos sobre el asunto, pero el rumor circula entre los habitantes del pueblo y al final conseguí convencer a uno para que hablase.
Cerré el libro de un golpe. Rose siempre me había parecido una figura intimidante incluso en pequeñas dosis y me costaba recuperar la voz cuando estaba ahí de pie fulminándome con la mirada. Cuando hablé, mi voz sonó aguda en comparación con el tono sonoro de barítono de Rose, que siempre me pareció diseñado para los estrados y las aulas.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo? Mi nombre no se asocia con ninguno de estos artículos. Yo no afirmo nada en cuanto a su autenticidad, y usted es un idiota si piensa que puede poner en peligro mi carrera basándose en mis amistades.
Me dedicó una ligera sonrisa.
—He revisado su artículo sobre las hadas de Ljosland, el que ambos presentasteis este año en París con toda esa fanfarria —dijo—. Es una sandez.
Me quedé boquiabierta, indignada. La furia era un alivio, mucho mejor que el terror helado que me había engullido antes.
—¿Una sandez? Cómo se atreve…
—¿Que cómo me atrevo? Sus afirmaciones son tan ridículas que me asombra que pensase que podría salirse con la suya. ¿Un niño cambiado que se comporta como un espectro? ¿Un hada tan poderosa que puede hacer que la aurora caiga del cielo? Un completo sinsentido.
—Si hablase con los habitantes de Hrafnsvik, le informarán de que…
—No necesito hablar con nadie. Encaja con el patrón general que vemos en Bambleby: afirmaciones alocadas, irracionales, sin corroborar por investigaciones anteriores.
—¿Intentará que me despidan porque el comportamiento de las hadas le parece irracional? —Lo miré de arriba abajo y me pregunté cómo había llegado a respetar a este hombre—. Es por mi enciclopedia, ¿no es así?
Se le endureció el rostro.
—No me gusta lo que estás insinuando, Emily.
Solté una risa incrédula.
—No me gusta que me acusen de falta de ética profesional.
Su reacción había aumentado mis sospechas. He oído rumores de que Rose estaba trabajando en su propia enciclopedia de hadas…, un proyecto que supuestamente le había ocupado buena parte de su carrera. No me había comentado nada al respecto antes o después de que se publicase mi libro, pero nuestra relación ya distante se había enfriado todavía más.
—No deseo insinuar nada inapropiado —dije—. Así que lo diré sin más: está resentido conmigo. Le ha dedicado años a su propia enciclopedia, obsesionado con el más mínimo detalle como siempre hace, y ha estado tan cegado por su propia arrogancia como para pensar que alguien pudiera adelantarse. Arruinar mi reputación le beneficiaría, ¿no es así? A menudo me he fijado, señor, de que a pesar de lo mucho que los académicos coincidimos en la falta de moral de las hadas, en muchas ocasiones demostramos que nosotros carecemos de ética.
—Ya basta. —Las palabras sonaron tan frías que no pude evitar sobresaltarme—. No tienes ni la menor idea de lo que estás diciendo. En lugar de dedicarle el esfuerzo que requiere hacerse un nombre, has usado el engaño para avanzar en tu carrera y sufrirás las consecuencias. —Se dio la vuelta para marcharse… con bastante dramatismo, pensé, aunque no estaba de humor para sonreír con suficiencia por ello. Estaba mareada.
Se detuvo en el umbral.
—Hoy da clase, ¿verdad? Quizá vaya a verlo.
Mis náuseas aumentaron. Los miembros superiores del claustro a menudo evalúan nuestras lecciones; esta información forma parte de nuestra evaluación de rendimiento anual. Sin embargo, estaba claro que Rose tenía algo más en mente. Me imaginé a Wendell entreteniendo a sus alumnos con afirmaciones ridículas o confundiendo hechos básicos porque no se había molestado en abrir un solo libro de los que había asignado él mismo, a Wendell faltando a sus clases en pro de prolongar la siesta. Cualquier cosa parecía posible.
Con una pequeña sonrisa ante mi reacción, Rose se marchó a zancadas, con su ridícula capa vuelta del revés tintineando cuando el borde chocó contra el marco de la puerta. Ariadne seguía agachada en el suelo junto a la porcelana rota y las galletas desperdigadas con el rostro pálido y nos miramos la una a la otra durante un buen rato en un perfecto silencio.

Wendell no estaba en su apartamento, lo que significaba que debía de haberse retirado a otro de sus sitios favoritos para dormir la siesta, ya fuera la sombra de un sauce, una zona tranquila en Brightwell Green o un banco escondido en una arboleda de álamos junto al río. Ariadne y yo nos separamos para comprobar en ambos lugares, pero o había cambiado de idea sobre la siesta o había encontrado un nuevo escondrijo, ya que no conseguimos localizarlo. Tras titubear indecisa, me dirigí al aula.
Wendell ya había comenzado la clase, lo que significaba que debía de haber empezado a su hora; eso al menos me alivió un tanto, aunque sabía que esto solo no bastaría para salvarlo. Mientras me deslizaba en un asiento del fondo, me fijé en que Rose se encontraba abajo, cerca de la primera fila de la clase que tenía forma de anfiteatro, preparado con un cuaderno y una pluma, reclinado con cierta indolencia maliciosa. Todo en él comunicaba sus malas intenciones; si Wendell tuviese la corbata torcida, sospecho que lo habría anotado y utilizado como prueba en el caso de Rose contra nosotros.
¿Y Wendell? No se dio ni cuenta del peligro en el que estaba. Caminaba de un lado a otro ignorando por completo las notas que tenía en la mano mientras daba lo que parecía una clase sobre las colinas de las hadas en las islas del Canal —digo «parecía» porque se salía por la tangente; aunque eran cuestiones relacionadas, le daba al asunto una estructura confusa. He visto a Wendell enseñar antes y, por supuesto, he estado presente en numerosas conferencias, y sé que por lo general se apoya más en el estilo que en la materia, pero esto me pareció descuidado incluso para él. De vez en cuando se detenía a escribir algo en la pizarra para después arrojar la tiza por encima del hombro.
—Disculpe, profesor —lo llamó una de las jóvenes de la primera fila levantando la mano. Los de la primera fila parecían ir en grupo, a menudo se daban codazos entre ellos y estallaban en risas ahogadas. La mayoría eran chicas y un puñado de chicos jóvenes y tenían la costumbre de apoyar la barbilla en la mano y lanzarle a Wendell miradas prolongadas para luego susurrarle algo al oído a su compañero.
—¿Sí? —dijo Wendell. Parecía aliviado por la interrupción y aprovechó la oportunidad para dejarse caer sobre el atril y masajearse el puente de la nariz.
—¿Cuánto tiempo lleva estudiando a las hadas? —preguntó la muchacha. Apenas aparentaba ser un año o dos mayor que Ariadne—. Es solo que parece demasiado joven, profesor.
Su tono inequívoco dio paso a bastantes risitas nerviosas entre su séquito de la primera fila y varios de la clase. O Wendell ignoró tanto el tono como las risas o —como pensé que sería más probable— le preocupaba demasiado su propia aflicción como para percatarse. Volvió a masajearse la nariz con el codo apoyado en el atril.
—A veces parece que durante una eternidad —recitó, lo cual provocó una ronda de risas. Rose se reclinó en el asiento con una expresión de decepción.
Retomó la clase y se saltó la dientesverdes de Guernsey, una omisión extraña. No me costó adivinar el motivo, ya que el conocimiento de Wendell del folclore de las islas del Canal es escaso…, al igual que su conocimiento del folclore de la mayoría de las regiones salvo su país de origen. Desafortunadamente, Rose también se percató de la omisión y lo aprovechó.
—Profesor Bambleby —dijo con ese tono portentoso que utiliza en sus clases—. ¿Quién fue el primero que documentó a la dientesverdes de Guernsey?
—Ah. —Wendell ladeó la cabeza ligeramente y paseó la mirada de forma distraída como si tuviera la respuesta en la punta de la lengua. Hasta ese momento no había dado muestras de haberse fijado en mi presencia, pero dirigió la mirada hacia mí de manera inequívoca, así que articulé: «Walter de Montaigne».
—Walter de Montaigne si no recuerdo mal —respondió Wendell.
Rose frunció los labios y garabateó algo en el cuaderno. Le sostuve la mirada a Wendell y sacudí la cabeza en dirección a Rose, tratando de comunicarle el peligro de la situación, que funcionó tan bien como cabría de esperar. Wendell me miró de forma inexpresiva.
Comenzó a hablar de nuevo, pero en ese momento las luces se apagaron con un parpadeo.
—Maldita electricidad —masculló Wendell—. Por qué malgastan los fondos en cambiar a un sistema tan fiable como un mosquete se escapa de mi comprensión. Bueno, no pasa nada…, todavía tenemos las ventanas. Persistiremos como los goblins de los libros de Somerset, que solo trabajan en la oscuridad de la noche. Mis disculpas por la falta de leche con miel.
Más risas. Comenzaba a preguntarme si Wendell sería capaz de no empeorar esta situación. Como es natural, fue entonces cuando me fijé en las luces.
No en las bombillas eléctricas que se habían apagado sobre nosotros, sino en las motas centelleantes que salían por debajo de la puerta trasera. Wendell no se había dado cuenta, pero sí varios de sus alumnos, que murmuraban entre ellos. Las motas eran tan brillantes que, al mirarlas, me inundaban la vista de puntitos negros.
Retiré la silla y todo pareció ralentizarse, como si el tiempo estuviese atrapado en savia pegajosa. Rose se levantó un instante después que yo sin el menor rastro de desdén en su rostro. Me buscó con la mirada y compartimos un momento de comprensión muda. Abrió la boca para gritar algo.
La puerta se abrió con un estallido.
Las hadas irrumpieron en la sala, silenciosas como la brisa del viento. Había cuatro…, no, cinco, que corrían juntas como el agua. Llevaban abrigos anchos de sombras que reproducían sus movimientos exactos, casi imposibles de detectar; a veces parecían meras ondulaciones de sombras y otras se agazapaban a cuatro patas y se movían como lobos con sus hocicos alargados de dientes relucientes.
Supe —ya lo había adivinado— que eran las diáfanas grises, una especie de tropa de hada descubierta en Irlanda. Las diáfanas grises, a diferencia de sus hermanas moradoras de los pantanos, son criaturas mortíferas comúnmente contratadas como asesinas de las cortes de las hadas. Utilizan sus luces, que oscilan en el aire sobre ellas, para cegar a sus víctimas antes de atacar.
Empecé a gritar algo con respecto a ello a la vez que el aula se sumió en el caos y ordené a los estudiantes que se cubrieran los ojos, pero Rose se puso de pie en la silla y tronó con su tono más estentóreo:
—¡Corred por vuestra vida! —Lo cual tuvo un efecto mucho más práctico.
Los estudiantes gritaron; la mitad echó a correr hacia la puerta y la otra, hacia las altas ventanas de bisagras que daban al jardín a ras de suelo. Es posible que aquello fuera lo que los salvó de chocarse unos contra otros, ya que ofrecía dos vías de escape adicionales a la multitud que huía. Sin embargo, vi a varios alumnos tropezarse y golpearse contra los pupitres, y otros se arrojaron por las ventanas con tanto ímpetu que se fueron a parar al estanque de los patos.
—¡Wendell! —grité, porque estaba claro que las diáfanas grises habían venido a por él. Creo que la única razón por la que no cayeron sobre él de inmediato fue que dos de sus estudiantes lo habían derribado al escapar y aterrizaron uno encima de otro con Wendell debajo de ellos. Las diáfanas grises están ciegas y rastrean a sus víctimas como los lobos: por el olor.
Como el pasillo estaba bloqueado, bajé al aula pasando por encima de los pupitres entonando una de las Palabras de Poder sin parar. No tenía ni idea de si me volvería invisible al olfato al igual que en el sentido general, pero parecía que sí, pues las diáfanas no me prestaron atención de ningún modo. Una dejó escapar un aullido siniestro mitad humano mitad lobuno, y se desplegaron por la clase mordiendo a los estudiantes mientras se dividían. Olisqueaban el suelo, el aire, las esquinas. A la caza.
Wendell se quitó a los estudiantes de encima y se puso de pie. La diáfana más cercana giró sobre sí misma y, de repente, Wendell quedó envuelto en una nube de luces diminutas como mosquitos.
Pero yo ya le había quitado de un tirón la capa a Rose —el hombre balbuceaba y gritaba como un niño, demasiado conmocionado para detenerme— y se la arrojé a Wendell sobre la cabeza. Fue como soplar una vela: las luces feéricas se apagaron tan pronto el peso de la capa repleta de monedas cayó sobre ellas.
—Gracias, Em —dijo Wendell apartando la prenda a un lado. Entonces, de repente, me sentí mareada y confusa, pues me había agarrado y apartado de la diáfana que se había abalanzado sobre nosotros, solo que lo había hecho tan rápido que no lo vi.
—¡La Palabra! —escuché su voz en mi oído y entonces volví en mí y abrí la boca para empezar a entonarla de nuevo. Apenas un instante después, mi espalda colisionó contra la pizarra; me había alejado del alcance de la pelea y ya se había ido. Me hormigueaba la piel… Era como sentir el roce de un fantasma.
—¡Lápiz! —me gritó mientras saltaba por encima de un pupitre; el hada que había cargado contra él chocó contra la madera y rodó hacia Rose, que soltó otro chillido—. ¡Lánzame uno de tus lápices!
—¿Te has vuelto loco? —grité al mismo tiempo que sacaba el lápiz del bolsillo de mi capa y se lo arrojaba a la cabeza.
Empezó a transformarse incluso antes de que llegase hasta él, elongándose y destelleando entre las sombras: era una espada. Entonces me arrepentí de haber apuntado a su cabeza, pero Wendell la atrapó con la elegancia de un espadachín entrenado, algo que por supuesto era.
Contemplar a Wendell con una espada es como ver a un pájaro saltar de una rama: hay algo inconsciente en él, innato. Se podría pensar que no es él mismo sin una espada, que blandirla le devuelve el elemento que más natural es para él.
Clavó la espada en la diáfana más cercana y antes de que esta cayera, ya se había dado la vuelta para lanzarle un tajo a la que estaba tras él, cortándola por la mitad como una fruta pasada. Las otras tres cayeron con la misma facilidad.
La mayoría de los estudiantes ya había escapado para ese momento, pero algunos seguían allí, agazapados en el umbral al fondo del aula.
—¡Corred! —les grité. Después, como se limitaron a seguir allí con aspecto preocupado y temeroso, y también porque podrían intentar ofrecer su ayuda, añadí—: ¡Vienen más!
Eso hizo que se movieran. Por supuesto, no podía deshacer lo que habían visto, pero al menos había ocurrido en una sala a oscuras, de lejos.
Miré a Wendell. Había dejado caer el peso sobre la mano que tenía en el pupitre y se frotaba los ojos. Se había colocado la espada manchada de sangre bajo el brazo despreocupadamente, como si fuera un paraguas.
—¿Has hechizado mi lápiz? —quise saber.
—He encantado todos tus lápices —dijo sin abrir los ojos—. Siempre llevas uno contigo como mínimo. Sabía que resultarían útiles —añadió mientras yo seguía mirándolo fijamente—. A ver, no puedo llevar una maldita espada conmigo a todas partes. —Me malinterpretó por completo.
—¿Por qué no hechizas tus propios lápices? —me quejé.
—Lo habría hecho, pero nunca me acuerdo de dónde los dejo.
Sacudí la cabeza y me acerqué a una de las diáfanas. Eran extremadamente insólitas: aunque al principio pensé que parecían lobos, al observarlas más de cerca no podía decir a qué animal se parecían. En general se acercaban más a los humanos, supongo, pero eran demasiado grandes, con orejas aterciopeladas, un hocico retorcido con dientes brillantes y un pelaje ralo como si fuese una crin etérea. He visto muchas hadas extrañas, pero no puedo ni empezar a expresar lo perturbadoras que eran estas diáfanas, ni cómo mi mente se estremecía ante mi incapacidad de relacionarlas con los mundos que conocía. ¿Qué tipo de lugar es el reino de Wendell?, me pregunté.
—Estás agotado —murmuré—. Esa era la intención, por supuesto. Si no incapacitarte por completo.
Gruñó.
—Em, sabes que me pone de los nervios cuando hablas contigo misma. ¿Qué has descubierto y cómo va a empeorar el día?
—Alguien te envenenó anoche —dije sin rodeos—. Probablemente con un veneno elaborado en tu reino para asegurar su eficacia.
Parecía atónito; luego, herido.
—Era mi fiesta de cumpleaños.
—El hecho de que sigas en pie significa, deduzco, que el veneno puede debilitarte, pero no matarte. Tu madrastra no habría enviado a las diáfanas de haber sido así, sino que habría aumentado la dosis.
—Yo no estaría tan seguro de ello. Subestimas su sentido de la diversión. —Alzó las manos y se las miró con furia—. Eso explica esta sensación… Utilizar mi magia es como adentrarme en un temporal. Bueno, en cualquier caso, ¿cómo me libro de ellas?
Esto último parecía dirigido a sí mismo. Le eché un vistazo a los cuerpos cadavéricos esparcidos a nuestro alrededor.
—Parece que ya te has librado bien de ellas.
—Eso ha sido solo para darme espacio para pensar —dijo—. Se levantarán pronto y volverán a perseguirme.
—Pero en las historias…
—Las historias se equivocan. Ahogarlas es la única manera de matar a las muy malditas. Apuñálalas, córtalas por la mitad incluso, que solo se regenerarán como los gusanos.
Mientras meditaba sobre esta imagen profundamente desagradable, él se quedó muy quieto. Sentí la magia a su alrededor; hizo zumbar el aire. Me quedé en silencio para que no perdiera la concentración. Como era de esperar, fue el momento en que Rose decidió recordarnos su presencia.
—Jamás —balbuceó— en todos los años de investigación había visto nunca…
—Cállese —dije cortante. Nunca le había hablado así (sospecho que ha pasado mucho tiempo sin que nadie lo haya hecho), y eso nos concedió unos benditos segundos de silencio mientras me miraba fijamente, indignado y atónito, antes de recuperarse.
—¿Cuál es tu propósito aquí? —Esto iba dirigido a Wendell—. Tú… ¿Es todo esto parte de una especie de engaño enrevesado? ¿Un divertimento de las hadas que se te ha ido de las manos y que ha puesto a la escuela en peligro? En cualquier caso, no puedo… no permitiré que esto continúe. Debo notificar al rector de tu verdadera identidad. Y tú —me atacó—. Tú sabías lo que era, ¿cierto? ¿Estás ayudando a esta criatura de alguna manera? ¿Te ha hechizado o eres tan imprudente e infantil que te has aliado con…?
—Emily —dijo Wendell. Las diáfanas comenzaban a levantarse; una se había apoyado sobre el codo. Me encaminé hacia Rose mientras él seguía alzando la voz, cada vez más indignado, y le di una bofetada.
El silencio que siguió fue atronador, roto por unos balbuceos incoherentes, pero bastó. Wendell hizo un gesto extraño con las manos, como si amarrase un nudo o rompiese una hoja de papel por la mitad. El suelo del aula se partió por la mitad.
De alguna manera, ninguno perdió el equilibrio. Wendell permaneció de pie durante un instante sobre la superficie arenosa del cauce seco de un río. Hizo un gesto como diciendo «ven aquí» y luego trepó por la orilla a la vez que una cortina de agua rugía hacia él. El río se llevó por delante a cuatro de las diáfanas. Wendell se acercó a la quinta, pero Rose, para mi sorpresa, la agarró por la pierna y la lanzó al agua.
—Buen hombre —dijo Wendell y le dio unas palmaditas al jefe de departamento en el hombro. La expresión en el rostro de Rose fue indescriptible; me habría reído si no hubiera estado tan distraída.
El río colisionaba alegremente a su paso antes de salir en tromba por las ventanas. No pude identificar de dónde procedía; parecía manar de un punto en la pared más lejana, bajo una de las pizarras, donde ahora había un agujero pequeño y oscuro en la roca.
Wendell se desplomó en la orilla del río, con un tono ceniciento del agotamiento.
—Puede que me haya pasado.
—Solo una pizca —dije—. ¿Te das cuenta de que podríamos haberlas ahogado en el estanque de los patos? Está justo ahí.
—Bueno, el río fue lo primero que se me ocurrió. —Estaba empezando a crecer maleza en la arena debajo de él, con las hojas cubriendo la superficie al borde del agua.
—¿Puedes ponerte de pie? —dije—. Deberíamos volver a tu apartamento para que descanses. —Pasé su brazo por mi hombro y lo ayudé a levantarse. Luego me quedé paralizada.
Más luces entraban flotando por las puertas rotas. Al fijarse en Wendell, fueron hacia él de inmediato y tuve que ondear la capa de Rose frente a ellas como una torera. Unos gritos de sorpresa sonaron en la distancia, por lo que interpreté que el río había llegado al césped fuera de la Biblioteca de Driadología.
—Me temo que el descanso tendrá que esperar —carraspeó Wendell—. Las diáfanas grises siempre viajan en dos manadas separadas: una partida como avanzadilla y un grupo de refuerzo.
Maldije.
—¿Y supongo que esos refuerzos no tendrán la amabilidad de saltar al río, no? ¿Puedes con otra lucha con espadas?
—Ni siquiera estoy seguro de si puedo dar un paseo por Tenant’s Green.
—Tengo una idea —dije y tiré de él escaleras arriba. Cuando salimos al pasillo, encontramos a un grupo de estudiantes que aún seguían allí, claramente en medio de un debate acerca de si ayudarnos o escapar como les dijimos. Uno se acercó y se ofreció a sujetar a Wendell del otro brazo en un alarde inútil de valentía.
—¡Ya vienen! —grité y luego, sin detenerme a ver si surtía efecto, eché a correr arrastrando a Wendell tras de mí—. ¿Y tu espada? —resoplé.
—Me temo que se me cayó —respondió. Se tambaleó un poco, pero consiguió mantener el equilibrio—. Dame otro lápiz.
—¡Solo tenía ese encima!
—¿Uno? ¿Quién eres tú? —Pero la broma no aplacó mi preocupación; nunca lo había visto tan agotado. ¿De verdad era inmune al veneno de las hadas o solo era un brebaje de efecto lento?—. Una pluma, pues.
—Maldito seas. —Encontré una de mis plumas en otro bolsillo y se la tendí—. Como hayas encantado alguno de mis libros, te tiraré a ese río con las diáfanas.
Me di cuenta de que se escuchaba el sonido de un resoplido a nuestras espaldas y, por un momento, pensé que uno de los estudiantes nos había seguido. Pero era Farris Rose, con una expresión vidriosa de pánico en su rostro enrojecido y la corbata ondeando tras él.
—¿Qué demonios está haciendo? —le grité.
—¡No me voy a quedar atrás con ellas! —chilló.
Debería haberle gritado algo más, pero no tenía tiempo de preocuparme por Rose: habíamos llegado al museo.
Irrumpimos por las puertas; por suerte, el museo estaba cerrado, así que la única ocupante era la curadora, que estaba inclinada sobre un expositor. Gritó al vernos: Wendell y yo salpicados del barro del río; Wendell, con la camiseta manchada de sangre y blandiendo una espada y Rose, con aspecto de haber visto un fantasma.
—Escóndete —le dijo Wendell imprimiendo un encantamiento en la orden, aunque no creo que la curadora necesitase que la animasen. Salió corriendo hacia las salas del fondo.
Wendell pasó por encima de una cuerda y se desplomó sobre uno de los dos tronos élficos del museo. Estaba dividido en tres galerías; nosotros estábamos en la más grande, que albergaba los artefactos de las hadas de las islas británicas. Tras los expositores había un barco imposible rescatado de las salinas de Norfolk: tenía la forma de una barquilla de cuero enorme que aumentaba de tamaño con la luna en cuarto creciente. Su estructura de madera estaba medio podrida, pero la vela estaba tan reluciente como si la acabaran de confeccionar; tenía un patrón azul y amarillo que formaba la silueta de una criatura que tenía un ligero parecido con el narval.
—¿Cuál es el plan? —dijo Wendell.
Agarré su espada y utilicé la empuñadura para romper uno de los expositores. Tomé varias piedras de hadas y le lancé dos.
—Ten. Puedes romperlas, ¿verdad?
Las miró fijamente: no tenían nada de especial, como todas las piedras de hadas, aunque si se miden, se puede comprobar que son una esfera perfecta.
—Sí, pero…
Fue entonces cuando la segunda partida de diáfanas hizo su entrada tras destrozar las puertas de madera del museo en una lluvia de madera astillada. Me pregunté si desconocían cómo funcionaban las puertas humanas o si simplemente les encantaban las entradas dramáticas. Digo «segunda partida», aunque solo doy por sentado que eran diáfanas diferentes; las criaturas no se parecían, pero eran tan peculiares a mis ojos humanos que me costaba compararlas.
Wendell miró la piedra de hada que tenía en la mano, se encogió de hombros y la estampó contra el suelo.
Una bandada de loros salió disparada. Los pájaros chillaron y graznaron, lo que distrajo por un momento a las diáfanas. Sin miedo, se abalanzaron sobre ellas como gatos. Cada loro parecía llevar una flor en el pico.
Wendell arrojó otra piedra. Cuando se rompió, unos estandartes rutilantes escritos en la lengua de las hadas **** se desplegaron sobre las paredes del museo. De repente, el techo quedó pintado de frescos de hadas holgazaneando junto a manantiales en el bosque rodeados de una fronda verde. Unos jarrones con flores que me eran desconocidas aparecieron sobre cada superficie junto a botellas de vino en cubos de hielo y el espacio quedó inundado por el sonido ahogado de los violines, como si proviniese de la sala de al lado.
—¡Wendell! —grité—. ¡Nada de esto es útil!
—Bueno, ¿qué esperabas? —La tercera piedra de hada solo contenía la canción de algún tipo de banda de hadas ruidosa y enérgica, que se mezcló con los violines para formar una cacofonía. La cuarta era la más asombrosa de todas: un globo aerostático entero salió despedido; estaba hecho con sedas de una docena de colores llamativos distintos. Se elevó unos cuantos metros del suelo, meciéndose suavemente sobre los expositores.
—¿No puedes intuir qué encantamientos guardan las piedras? —pregunté.
—¡No!
Hice un ademán de frustración.
—Entonces ¿por qué las sigues rompiendo?
—¡Porque me lo has pedido tú, lunática!
Lo agarré de la mano y tiré de él para adentrarnos más en el museo mientras buscaba algo más entre los expositores de cristal, cualquier cosa, que pudiera resultarnos útil. Las diáfanas salieron disparadas tras nosotros lanzando dentelladas. Rose aullaba algo desde la esquina donde se había retirado —o gritaba instrucciones inútiles o rogaba por su vida; no me molesté en escucharlo.
—¡Allí! —gritó Wendell y corrió hacia la barquilla de cuero feérica. Trepamos para subir al pecio, lo cual fue tan ridículo como suena, ya que más bien parecíamos niños saltando tras un fuerte hecho de mantas y cojines.
—¿Te quedan fuerzas para invocar otro río? —dije esperanzada al tiempo que uno de los loros cayó en picado sobre una diáfana. Los pájaros parecían sentirse bastante ofendidos por la presencia de las criaturas.
—No, pero el barco tiene su propio hechizo. Solo es cuestión de liberarlo… ¡Ah!
Una cuerda apareció atada al mástil. Estaba segura de que antes no había una cuerda ahí. Wendell la cortó con la espada y el barco se impulsó hacia delante.
Sí, se impulsó. De alguna manera, se impulsó. Podía escuchar el agua correr bajo nosotros, sentir la sal salpicarme la cara, pero no había nada…, nada salvo una ondulación plateada en movimiento. Wendell movió la vela de un tirón y la barquilla salió disparada hacia las diáfanas que, en ese momento, estaban distraídas por los loros; sin quererlo, estaban siendo de ayuda. La diáfana más cercana comenzó a aullar una advertencia, pero el sonido quedó acallado con brusquedad cuando la barquilla impactó contra ella y la mandó de cabeza al… ¿agua? Porque había agua debajo de la barquilla; era lo que nos arrastraba por el museo, aunque no pudiera verla. Wendell volvió a tironear de la vela y chocamos contra el nudo de diáfanas que quedaban, que corrieron la misma suerte que la primera. Sus gritos produjeron un sonido burbujeante antes de quedar en silencio.
Wendell intentó ajustar la vela de nuevo —creo que intentaba frenarnos—, pero se le escapó el agarre y aumentamos de velocidad.
—¡Emily! —gritó y se lanzó sobre mí justo antes de que nos estrellásemos contra uno de los expositores. Una lluvia de cristal roto cayó sobre él y ambos quedamos empapados por una ola que, invisible, rompió contra la barquilla.
—¿Estás bien? —quiso saber acunándome el rostro. Estaba tan aliviada de que hubiésemos dejado de movernos que solo pude asentir, aunque sentía unas náuseas horribles en el estómago. Él se sacudió el cristal del pelo y me ayudó a salir del bote.
Las diáfanas estaban tiradas en el suelo… o lo que quedaba de ellas. Se habían deshecho en luces diminutas que flotaban donde se habían encontrado sus cuerpos, chisporroteando de manera intermitente. Una a una se extinguieron. Una permaneció encendida, pero Wendell dio una palmada como si aplastase a un insecto.
—¡Qué desastre! —dijo inspeccionando lo que quedaba del museo, que ahora tenía el aspecto de una alucinación provocada por la fiebre, o quizá varias. El globo aerostático había flotado sin rumbo hasta una esquina, donde se balanceaba con suavidad entre la pared y la maqueta de un pueblo de hadas en miniatura.
Wendell se dejó caer en el trono élfico de nuevo, que se había movido un poco, y descansó la cabeza sobre las manos. Llegué a su lado en un abrir y cerrar de ojos, salpicando en los charcos de la marea que nos había arrastrado en el bote. La barquilla de cuero se mecía entre crujidos tras de mí.
—Vamos a llevarte a casa —dije—. Por favor, dime que tienes conocimientos prácticos de antídotos para los venenos elaborados en tu reino.
Él alzó la cabeza y me dedicó una sonrisa.
—Estaré bien, Em.
Le aparté el pelo de sus ojos oscuros y los escruté.
—Puede que haya algo en las publicaciones —murmuré, pensando en voz alta.
Escuché un ruido tras nosotros. Me di la vuelta, pero solo era Rose. Esperaba que nos dijese algo, pero se limitó a quedarse de pie, quieto, paseando la mirada de aquí a allá sin fijarse en nada en concreto. Tenía el cabello pegado a la cabeza; estaba claro que una ola errante lo había golpeado. Al menos, había dejado de chillar.
Me volví hacia Wendell.
—¿Qué hacemos con él?
Wendell compuso una mueca.
—¿Por qué debemos hacer algo? A él no lo envenenaron en su cumpleaños.
Me parecía mal, pero como no se me ocurrió otra alternativa —el hombre no respondía ni a su nombre— dejamos a Rose entre los restos sin sentido del Museo de Driadología, inmóvil como una estatua. Un loro se posó sobre su hombro y empezó a limpiarle el pelo, de lo que no pareció darse cuenta. Estaba bastante claro que ya no suponía una amenaza para Wendell o para mí… no en un futuro inmediato, en cualquier caso.
De camino a la salida, me detuve junto a uno de los expositores rotos.
—Ja —murmuré. Alargué la mano y saqué el artefacto que me interesaba pedir prestado para Shadow y que la curadora me había negado: un simple collar de cuero a simple vista. Me sentí un poco culpable, pero no mucho; estaba nerviosa por la adrenalina y por el efecto del miedo y, de todas formas, deduje que lo devolvería.
Entonces me di cuenta de que la galería principal del museo, sobre todo donde había tenido lugar la batalla, estaba plagada de lucecitas. No eran como las que habían utilizado las diáfanas, sino más parecidas a las ascuas, que flotaban por el aire como movidas por una brisa errante.
—¿Qué es eso? —dije extendiendo el brazo para atrapar una de ellas. La sentía fría contra la palma, pero tan pronto abrí los dedos, salió volando de nuevo.
—¿Eh? Ah. Magia vertida —murmuró Wendell. Estaba casi dormido de pie y se dejaba caer con pesadez sobre mí—. Parte de ella es mía… El resto, de los artefactos.
—¿Vertida? —repetí incrédula. Nunca había oído referirme a la magia de esa manera, como si alguien hubiese volcado una botella de leche.
Wendell murmuró algo más que sonó como «pelusa», aunque debí de oírlo mal. Rebusqué en el bolsillo y saqué uno de los saquitos de terciopelo con una especie de red de anillos como revestimiento que utilizaba para recopilar artefactos de las hadas. Recogí un puñado de ascuas diminutas de magia en el saquito y me pregunté si se extinguirían como había pasado con las luces de las diáfanas. Entonces me guardé el saco en el bolsillo junto al collar prestado y ayudé a Wendell a salir por la puerta.
** Esto es en parte debido al rumor de que de Grey, cuya inteligencia era notable desde una temprana edad, dirigía un mercado de ensayos ilegal durante sus años de universitaria tan rentable que financió su educación al completo. En una entrevista tras su jubilación, el doctor Marlon Jacobs de Durham admitió haberle pagado a de Grey una suma considerable por un ensayo que se publicó en Driadología moderna en 1839, la cual solo admite la entrega de un alumno por cuatrimestre, un logro que catapultó su larga carrera. Muchos ven a de Grey como una especie de Robin Hood dado su origen humilde y su costumbre de cobrar a sus compañeros ricos sumas desorbitadas por su ayuda. Como nadie, además de Jacobs, ha admitido jamás haber participado en dicho engaño, sigue perteneciendo al mundo de las leyendas. La frase «hacer un de Grey», que ha llegado a referirse a varias formas de plagio académico, tiene su origen en esta fuente.
*** La teoría de que el País de las Hadas está conformado cultural y físicamente por capas de historias, las cuales Rose divide en dos categorías: externas, en las que entra cualquier relato contado por los mortales y las hadas de reinos no relacionados, y las domésticas, las historias que las hadas cuentan de sí mismas.
**** A nivel visual, el faie es como una combinación extraña de la escritura humana de una región particular y algo parecida al alfabeto ogámico. Es mucho más complicado que el faie hablado; Alistair Holywood argumenta en Diccionario del folclore que puede que siga siendo imposible para los humanos comprenderlo y alcanzar un nivel que les resulte útil. Primero, es mucho menos consistente que el faie hablado; se han documentado quince variedades tan solo en el sur de Inglaterra. Algunas se parecen más al alfabeto romano con tan solo unas florituras adicionales, mientras que otras no se parecen siquiera a un sistema de escritura, sino a un patrón aleatorio formado por procesos naturales. Segundo, el faie escrito parece poseer elementos semasiográficos, es decir, que ciertas palabras existentes en la lengua escrita no tienen equivalente hablado, lo cual la hace más rica, compleja y menos conocida que su equivalente oral. Y, como si esto no fuera poco, la escritura no es invariable y puede que alguien traduzca el texto de una página entera solo para, momentos después, descubrir que se ha reorganizado por sí misma en algún tema no relacionado. Ya sea esto un encantamiento ideado por las hadas para que sus escritos sean menos comprensibles para los mortales o una cualidad intrínseca del lenguaje en sí, se desconoce. El estudio del faie escrito puede ser peligroso; en la década de 1800 tuvieron que ingresar a varios académicos en psiquiátricos después de sufrir crisis psicológicas. La más famosa fue Harriet Fairfax-Walton, quien afirmó haber descubierto y descodificado un tratado de paz entre dos reinos de las hadas que estaban en guerra en Escocia solo para recomponerse en una receta de bannock de frutas. El documento está expuesto en el Museo del Folclore Británico de Londres, donde en la actualidad muestra la letra de una canción marinera extremadamente indecorosa.