En los últimos años el avance de la neurociencia ha proporcionado información muy valiosa para entender el comportamiento humano, las razones por las que es tan frecuente entrar en una espiral de apatía, de intolerancia al dolor, de angustia constante —lo que deriva en una grave crisis de salud mental— y, como corolario final, la sensación de que hemos perdido el control de nuestra vida. La realidad es multifactorial y cualquier explicación breve que hagamos será necesariamente un reduccionismo. Mi intención es proporcionarte nuevas herramientas para que te comprendas mejor y entender qué le está sucediendo a tu mente, para orientarte y ayudarte a tomar decisiones adecuadas.
Lo he repetido y lo seguiré repitiendo: comprender es aliviar. Si comprendes qué te está sucediendo, qué nos está pasando como sociedad, sentirás un gran alivio. Lo siguiente será decidir qué hacer al respecto, pero el primer paso consiste en conocer e interpretar lo que nos ocurre, lo que estamos viviendo, desde el aspecto psicológico y con una base neurocientífica.
Empecemos por conceptos básicos, pero necesarios para poder adentrarnos en el apasionante mundo de la neurociencia de las emociones y la conducta.
La neurona es una célula del sistema nervioso responsable de transmitir información en forma de señales bioquímicas y eléctricas. Esa comunicación por medio de neurotransmisores es clave en el comportamiento, en el estado de ánimo, en el aprendizaje, en la atención e incluso en las relaciones humanas. Al recibir el estímulo externo, produce una descarga eléctrica que va aumentando poco a poco. Llegado a cierto nivel, hay un disparo —potencial de acción— que circula por el axón hasta el final de la neurona, a los llamados terminales sinápticos. Una vez allí, el neurotransmisor se libera al espacio sináptico a través de esos terminales.

Partes de una neurona
Este espacio de unos treinta nanómetros es la base de la neurociencia. Hasta el descubrimiento de don Santiago Ramón y Cajal se creía que las neuronas eran una maraña de hilos. Sin embargo, él reveló que estaban separadas por ese espacio, muy pequeño, pero fundamental en las emociones, la conducta, la cognición y el estado de ánimo. Esa molécula, el neurotransmisor, una vez en el espacio, se une al receptor de la siguiente neurona. Esa unión se denomina sinapsis.
Cuando la neurona receptora interpreta el mensaje, este puede ser de estimulación o de inhibición. Ambas funciones son importantes para que el cerebro funcione adecuadamente. Cada decisión, cada pensamiento, cada actividad, genera torrentes de neurotransmisores en milisegundos.

Sinapsis
Existen unos sesenta tipos de neurotransmisores y cada uno tiene un cometido. Todos ellos cuentan con una estructura química específica diseñada para acoplarse a determinados receptores. Según el mensaje que la neurona quiera enviar, esta decide liberar un neurotransmisor u otro.

Los neurotransmisores actúan como mensajeros químicos enviando señales entre las neuronas.
Probablemente conozcas o te resulten familiares algunos neurotransmisores como la adrenalina, la serotonina, las endorfinas, el GABA, la dopamina o el glutamato. En mis libros anteriores traté ampliamente sobre dos de ellos: el cortisol y la oxitocina —ambos hormonas y también neurotransmisores—; en este voy a desarrollar el funcionamiento de la dopamina.

Sinapsis
Se la denominó dopamina porque deriva del aminoácido tiroxina y su precursor sintético es la L-DOPA (L-3,4-dihidroxifenilalanina). Fue descubierta a finales de los años cincuenta por dos investigadores que llegaron a ella de forma independiente: Arvid Carlsson y Kathleen Montagu.
Ya hemos dicho lo que es la sinapsis, la manera en que los impulsos nerviosos viajan por las rutas neuronales. Esa comunicación es fundamental, entre otras cosas, para el aprendizaje y la memoria. Hablaremos de esto y del espacio sináptico en las próximas páginas, de momento quiero que entiendas que los niveles de dopamina en esos espacios interneuronales van a ser determinantes para la conducta, las emociones o el desarrollo de adicciones. Pero vayamos despacio, por ahora solo me interesa que te quedes con un concepto sencillo: las sinapsis comunican unas neuronas con otras a través de los mensajeros —los neurotransmisores—.
El mensaje se transmite a través de redes que comunican diferentes áreas cerebrales —voy a emplear con frecuencia el concepto de carreteras neuronales para explicar los hábitos, las rutinas, las adicciones y el sistema de recompensa—. La dopamina se produce principalmente en el área tegmental ventral (VTA) y en la sustancia negra del cerebro. Cuando llega el estímulo placentero o la anticipación del placer, determinadas neuronas sueltan la dopamina, que se une a los receptores específicos postsinápticos y surge la actividad neuronal. Esta dopamina se libera en el circuito de recompensa del cerebro y se queda en la sinapsis unos cincuenta microsegundos antes de ser reciclada por el transportador de dopamina. En casos de estímulos normales, esos receptores (a), que son numerosos, aprovechan ese chispazo que llega de disfrute avisando: «Atento, viene algo bueno».

La dopamina es una hormona muy importante en la conducta humana, diría que incluso para nuestra supervivencia como especie. Es el neurotransmisor que se encarga del placer, pero que en niveles inadecuados provoca infelicidad y sensación de vacío. También está presente en la ilusión; y en la motivación, nos ayuda a arrancar y a alcanzar las metas marcadas. Influye poderosamente en el estado de ánimo y está muy relacionada con el sistema de recompensa y la formación de los hábitos. Durante muchos años se pensó que el placer dependía únicamente de la dopamina; hoy en día sabemos que no es así, es algo más complejo, pero al ser su principal componente nos centraremos en esta hormona.
Quiero recalcar una cosa: la dopamina se libera no solo a través del objeto o estímulo placentero, sino simplemente con imaginarlo, anticiparlo o mirarlo. Esto es clave para entender cómo funciona la mente. He insistido en muchas ocasiones en la idea de que mente y cuerpo no distinguen lo real de lo imaginario. Así funciona también lo concerniente a la dopamina. Fantasear con una cena familiar, con la relación sexual de esta noche, con la compra de unos zapatos, con el concierto que tengo en unos días, con el partido de fútbol que voy a disfrutar con amigos… todo ello provoca la liberación de dopamina antes de que eso que deseamos y esperamos ocurra.

La dopamina se encarga no solo del placer, también del deseo de experimentarlo. Es un motivante que nos impulsa a actuar para conseguir los objetivos planteados.
Por otro lado, tiene un papel fundamental en el sistema de recompensa. Esto es esencial para comprender qué está sucediendo en tu estado de ánimo y en tu sistema de gratificación. Vivimos en la era de la gratificación instantánea; recibimos múltiples estímulos y sensaciones dopaminérgicas a cualquier hora del día. Esa lluvia fina, pero constante de emociones, caprichos y sensaciones está modificando la forma de disfrutar, de experimentar dolor, de relacionarnos y de relajarnos.
Había quedado con mi familia y unos amigos para visitar Ávila. Desayunamos poco y alrededor de las dos de la tarde todos teníamos hambre. De repente, de alguna de las chimeneas de los asadores abulenses, nos llegó un aroma a cordero y cochinillo intenso. Nos miramos a la vez, empezamos a salivar y se nos abrió el apetito y con él el deseo de cambiar las murallas por una buena comida; y ahí comenzó a liberarse dopamina.
Llegamos al restaurante, pero al ser los últimos en sentarnos, íbamos viendo cómo servían a otros comensales, lo que acrecentaba nuestra sensación de hambre. En cuanto nos pusieron el rico manjar delante, nos lanzamos todos a probarlo. Tras unos bocados, aperitivos, vino y postres, la señal de placer había disminuido y fue reemplazada por saciedad y empacho.
Hubo liberación de dopamina cuando olimos el aroma del asador, cuando acudimos raudos con ganas al restaurante y también al comenzar a comer cada plato.
Voy a hablarte de pantallas, drogas, alimentación, y actividades y conductas dopaminérgicas. Es importante aclarar que las drogas o los alimentos que consumimos no introducen dopamina en el organismo —no nos comemos la dopamina—, sino que esas acciones activan su liberación en el sistema de recompensa del cerebro. Veamos brevemente situaciones y estímulos que liberan esta hormona:
— El placer y las recompensas naturales. La comida, la vida social, las relaciones sexuales y, en general, al realizar actividades que generan sensación de bienestar.
— El deporte. Seguro que lo has sentido en más de una ocasión. Tras un partido de tenis, una tarde en el gimnasio, una maratón, una competición de fútbol… te encuentras en un estado de euforia (al final del libro, en las rutinas vitamínicas, hablaré de sus efectos).
— La novedad. La dopamina está muy relacionada con el sistema de recompensa variable. Gran parte del poder adictivo de TikTok, Instagram o el porno se encuentra en la novedad constante, en la necesidad de experimentar y observar a través de la pantalla cosas nuevas, cada vez más emocionantes e intensas.
— La sorpresa. Todo aquello que es inesperado. Por ejemplo, si te llaman para ofrecerte un ascenso, el bonus o la propina que recibes es mayor de lo que esperabas, si te ponen una mejor nota en un examen o vas a tu médico y, contra todo pronóstico (esta es la clave), te comunican que estás mejor de lo que parecía por las analíticas.
— Alcanzar los objetivos. Puede ocurrir en diferentes parcelas de la vida, desde aprobar una oposición, conseguir perder peso o terminar la tesis doctoral, hasta cumplir alguna meta que te hayas propuesto.
— Las drogas. Este es el componente más peligroso y dañino de la dopamina. No solo se libera ante estímulos propios de la vida, también al consumir estupefacientes u otras sustancias: tabaco, alcohol, marihuana, cocaína, anfetamina, fentanilo… Cualquiera de ellas provoca un aumento de dopamina en el cerebro. Cuando la activación es demasiado intensa y rápida, el poder se incrementa y llega la adicción.
Llegados a este punto, quiero presentarte a la doctora Anna Lembke, psiquiatra y especialista en adicciones en la Facultad de Medicina de la Universidad de Standford. Ha participado en varios documentales sobre estos temas, entre otros el conocido El dilema de las redes sociales. Es también autora de un libro muy recomendable, Generación dopamina, donde trata las adicciones. En sus páginas expone un cuadro con los niveles de liberación de dopamina, extraído de varios experimentos realizados con ratas. Recurro a él para darte una idea de cómo influye según las conductas y adicciones. Para entenderlo mejor, pongo un ejemplo: una rata que «consume» cocaína incrementa su liberación basal de dopamina cerebral un 225 %.
— Chocolate: 55 %.
— Sexo: 100 %.
— Nicotina: 150 %.
— Heroína: 200 %.
— Cocaína: 225 %.
— Anfetamina (fármacos tipo metilfenidato): 1.000 %.
Para avanzar en la compresión del funcionamiento de esta hormona necesitamos un concepto esencial: el sistema de gratificación. Este neurotransmisor estimula el circuito de recompensa, susurrándote: «Esto pinta bien, quiero más». Es un mecanismo muy diferente al de la serotonina —hormona de la felicidad, satisfacción o plenitud en términos más amplios—, que te dice: «Esto pinta muy bien, pero lo disfruto una vez y no necesito más». Este matiz es muy importante, ya que si tuviéramos que identificar una sustancia cerebral encargada del equilibrio interior y el estado de ánimo, esta sería la serotonina.

Placer: dopamina. Plenitud y estado de ánimo adecuado: serotonina.
El sistema de recompensa es necesario. Si no recibiéramos ciertos incentivos en el día a día, no nos levantaríamos de la cama. Lo hacemos para ir a trabajar, para ver a nuestra familia, para alimentarnos, para que nos paguen, para aprender en el instituto o en la universidad… Es decir, algo que nos estimula de alguna manera. Se han realizado experimentos en animales transgénicos, modificados genéticamente a los que se alteraba o incluso privaba de su sistema de gratificación. El resultado era que morían, pues no tenían una razón por la que vivir. Necesitamos el circuito de recompensa para la supervivencia.
Por otro lado, gracias a este sistema se forman los hábitos. El cerebro no entiende ni distingue entre buenos o malos. Sí entiende de conductas repetidas que generan esa rutina. Pueden ser mejores o peores, que perjudiquen la salud o que potencien el organismo. Entender esto va a ser clave.
Los hábitos y las rutinas
Al recibir un estímulo externo percibido a través de los sentidos, este puede generar una respuesta que en ocasiones estará condicionada por nuestros hábitos, las conductas que hayamos repetido muchas veces ante el mismo estímulo. Te doy un ejemplo. Si cuando llegas a casa cansado después de trabajar te abres una cerveza y te tomas unas patatas fritas —acción que, por supuesto, te alivia y libera dopamina—, tu cerebro, a lo largo del día, querrá sentir esa sensación. La reiteración de esa conducta, unida al placer que experimentas, harán que tu mente quiera revivir esa impresión siempre. Si estás saliendo del trabajo tarde, tu cerebro —ante el deseo de tener esa sensación placentera— empezará a liberar dopamina.
Fátima me reconoció un día que quedaba con sus clientes en un bar cerca de su despacho para poder pedirse un vino.
—Creo que soy alcohólica, me paso la jornada esperando ese vinito —me dijo—. Si no tengo reuniones, me bajo sola. Lo necesito, me alivia y me da fuerzas para seguir trabajando.
Fátima había generado ese hábito en su conducta y su cerebro le recordaba todas las mañanas que llegaba «su hora de alivio».
La dopamina consolida esa conexión neuronal que intensifica las ganas de repetir esa conducta en el futuro. Y ese bucle se retroalimenta. Cuanto más lo reitere, más necesitaré sentir y repetir el hábito. Poco a poco se irá forjando una carretera neuronal, conexión vinculada a esa emoción o conducta concreta, a ese hábito dopaminérgico.
Cómo interviene el circuito de recompensa en el cerebro
Ya sabes que cuando hay placer o deseo de placer se libera dopamina en el sistema de recompensa a través del área tegmental ventral, que envía su mensaje a otras zonas del cerebro —amígdala, hipocampo, núcleo accumbens, corteza prefrontal…—. Veamos otro ejemplo y fíjate en los actores neurológicos que participan en cada instante: sales de trabajar y al volver pasas por una pastelería cerca de casa. Entras y compras un pastel, un helado o un sándwich. Se produce lo siguiente:
— La amígdala es la responsable del sentir (hambre, ansiedad, miedo…).
— El hipocampo guarda la información, memoriza (me he comido la magdalena, estaba rica, la he tomado con un café…).
— La neurotensina es la encargada de que el cerebro almacene los recuerdos en el «departamento» positivo o negativo. A través de este neuropéptido, el cerebro es capaz de asignar un valor emocional a la información. Se la compara al maquinista del tren que transporta esas experiencias hacia la selva de lo complicado o hacia la isla paradisíaca del bienestar.
— La corteza prefrontal piensa y analiza, ejerciendo de contrapeso (el sitio está bien, no me vale la pena engordar por esto, es mejor que vaya al gimnasio, están más ricas las magdalenas caseras de mi madre...).
Después de repasar cada uno, mira ahora los pasos que la mente da para que entiendas su funcionamiento:
— Estímulo (señal).
— Ganas.
— Conducta (respuesta).
— Recompensa (consecuencia).
— Posrecompensa.
Te pongo varios casos:
1. Estímulo. Estoy saturado de trabajar.
2. Ganas. Tengo ganas de sentirme bien y con claridad de ideas.
3. Conducta. Me marcho al gimnasio.
4. Recompensa. Libero dopamina endógena «buena».
5. Posrecompensa. Me encuentro mejor, más conectado, menos saturado.
1. Estímulo. Llego un viernes a casa y me siento solo.
2. Ganas. Tengo ganas de estar con alguien, de compartir la noche (se empieza a liberar dopamina).
3. Conducta. Me descargo Tinder y comienzo a chatear (más y más dopamina, hay novedad, gente nueva, dos conversaciones abiertas interesantes).
4. Recompensa. Me invita a su casa a tomar una copa. Sé que pasará algo más. ¿Cómo sucederá? (más novedad, más incertidumbre y ganas…). Allí voy. Mantengo relaciones sexuales.
5. Posrecompensa. Al día siguiente me dice que no ha significado nada, que espera que me vaya bien. Vuelvo a casa (sensación de vacío, de tristeza. ¿Ha valido la pena?). O bien: Me siento a gusto ya que cuando me siento solo puedo encontrar a alguien con quien pasar un rato.
1. Estímulo. Me llama mi jefe y me dice que me baja el sueldo porque no cumplo con los objetivos (sensación de desamparo, tristeza y miedo). No puedo perder el trabajo.
2. Ganas. Tengo ganas de sentir algo positivo, pero me he quedado sola en la oficina llorando con ansiedad.
3. Conducta. Me meto en Glovo y pido comida rápida (novedad, dopamina). Busco algo que tenga sal y azúcar (es una respuesta instintiva. En ese momento el cerebro no pide judías verdes ni brócoli, me pide una subida de dopamina para paliar esa sensación de miedo e incertidumbre).
4. Recompensa. Me llega una hamburguesa con patatas fritas, helado de postre con brownie y una bebida azucarada. Me lo tomo todo (se libera mucha dopamina).
5. Posrecompensa (bajón anímico). Me duele la tripa. Me siento hinchada. Más triste aún (se ha inflamado más el cuerpo). No soy consciente de lo que me está sucediendo en el organismo, pero algo está pasando y mi voz interior me machaca más.
Si el estímulo «me siento solo, con ansiedad, triste, angustiado, con hambre, etc.» es frecuente y lo trato siempre con la misma recompensa, se generará un hábito mediante cambios neurobioquímicos. Voy acostumbrando al organismo y a la mente a recompensas fuertes. Si se repiten esos estímulos, el cerebro querrá repetirlos.


La dopamina es la responsable de consolidar y reforzar las conexiones neuronales que nos llevan a repetir conductas en el futuro.
Nuestra atención está muy condicionada por la suma de todas las recompensas que vamos experimentando a lo largo de la vida.
Te presento uno de los conceptos más importantes del libro: el cerebro recuerda lo que te calmó. La mente tiene una memoria prodigiosa para saber cuáles son las sensaciones que te alivian, que te quitan tensión o que puntualmente te alegran.
Quiero que pienses en tus hábitos y rutinas. Qué conductas y recompensas traes a tu cabeza y a tu cuerpo cuando te ves envuelto en emociones que no puedes gestionar. El cerebro relaciona y asocia en el tiempo el estímulo con la recompensa posterior, y esto impacta de manera directa en las neuronas dopaminérgicas. Las dendritas crecen en respuesta a las recompensas con mucha liberación de dopamina —esa plasticidad se estudia en la neurociencia de las adicciones—. Es un proceso muy importante porque los cambios de la neurona perduran años después de haber dejado la droga o el comportamiento adictivo.
Se cree que algunas sustancias, como la cocaína, los opioides, el cannabis o el alcohol, pueden modificar el cerebro para siempre. Esto explica por qué pacientes que han pasado décadas sin consumir recaen un día y vuelven a hacerlo de forma compulsiva. Es como si el cerebro de estos sujetos se hubiera quedado tocado e incluso el simple recuerdo de lo que fue reabriera las puertas de la adicción. Esa es la razón por la que no debes tontear ni una sola vez si estás dejando, por ejemplo, el tabaco.
Si te ves envuelto en un hábito negativo y pretendes liberarte de él, necesitas analizar el estímulo o señal que lo desencadena, y observar la recompensa que le das al cerebro cuando pasas por esos momentos. Sé sincero contigo mismo. Muchas de tus rutinas las tienes incluidas en tu día a día sin darte cuenta desde hace mucho tiempo. Observa cuáles de esos hábitos potencian tu ansiedad, malhumor o irritabilidad. Durante la observación, tu mente se rebelará con excusas. No pasa nada, acepta la resistencia al cambio como parte del punto de inflexión en tu vida —al final del libro desarrollaremos mecanismos para ayudarte a salir de esos hábitos negativos y generar lo que a mí me gusta llamar rutinas vitamínicas—.

Ejercicio. Analiza la emoción y qué recompensa sueles asociar con ella.
Te cuento algo que me sucede a mí. Me apasiona el chocolate, en todas sus vertientes, texturas y mezclas. Durante el embarazo de mi segundo hijo, me prohibieron el dulce, y solo podía tomar negro con más del 80 % de cacao. Al principio no me gustaba, pero al ser el único que me permitían, acabó por encantarme. Tengo muy identificado cuándo lo quiero por placer, cuándo por vía de escape y cuándo es por terminar una comida con mi onza —¡aunque suele ser más de una!—.
Me chiflan las palmeras de chocolate de Morata de Tajuña. De vez en cuando me escapo para visitar a las pasteleras y llevarme una cajita. Veamos qué sucede en mi cerebro cada vez que entro en la tienda —ahora, en frío, soy capaz de analizarlo, pero en ese momento no tengo tanta conciencia—. Entro a la pastelería. Loli de la Torre, la dueña, me saluda, me da un abrazo y veo en el mostrador las palmeritas de chocolate y glaseadas recién horneadas. Empieza a activarse la dopamina en el cerebro —«Va a llegar algo rico al paladar, es de mis dulces preferidos»—. Se pone en marcha el circuito de recompensa. En este instante, la amígdala cerebral —centro de las emociones— se alegra ante la posibilidad de lo que está por llegar. El hipocampo —zona de la memoria— recuerda las veces que he estado ahí y he tomado esas palmeras deliciosas. La corteza prefrontal va calibrando el momento según mi fuerza de voluntad. Déjame que te adelante aquí un concepto fundamental que trataré después, pero crucial para entender muchos temas de la mente: la batería mental. Es la energía que tenemos para gestionar los impulsos según el cansancio, la saturación, el estado de ánimo o la fuerza de voluntad de un determinado momento.
«No debes, acabas de desayunar, vas a comer en poco rato, vas con los niños, si tomas ellos también querrán, si comes una te costará no tomarte dos o tres…».
La corteza prefrontal nos ayuda a gestionar los impulsos, planifica porque ve el largo plazo —volveremos más adelante a ella para entender su funcionamiento—. Si cada vez que entro en la pastelería me tomo la palmera, mi cerebro asocia mi presencia ahí con probarlas. Si yo empiezo a tomármela, se activa el núcleo accumbens, que me recuerda lo muchísimo que me gusta y me muestra de forma intensa y obsesiva el resto de palmeritas para comerme otra. Se libera mucha dopamina, siento placer y por eso me cuesta frenar. Seguramente, esa activación del núcleo accumbens te ha sucedido al ingerir alguna comida procesada, con abundantes hidratos de carbono y con mucho azúcar o mucha sal. De hecho, el azúcar y la sal son dos de los ingredientes más comunes de prácticamente cualquier alimento que compres en un supermercado.

La dopamina es la sustancia que hace que relacionemos el estado de ánimo con la conducta y la recompensa buscada.
No soportamos el aburrimiento y el estrés
Si hay algo que influye y altera el sistema de recompensa, además de los hábitos, es el estrés. Hemos acostumbrado al cerebro a que ante la mínima sensación de angustia, ansiedad o tensión interna active un mecanismo fácil como vía de escape.

¿Cuándo cogemos el móvil? Cada vez que estamos aburridos o estresados.
Nuestra carretera se ha consolidado con estas dos emociones: el aburrimiento y el estrés. Ambas tienen que ser eliminadas en cuanto aparecen y la dopamina de la pantalla tiene la capacidad de aliviarlas en cuestión de segundos.
Quizá me hayas escuchado decir en alguna ocasión que tener constantemente el teléfono en la mano es como llevar un minibar a cuestas. Cada vez que te sientes mal, raro o incómodo, un chupito. El cerebro funciona con el mecanismo use it or lose it, o lo usas o lo pierdes. Cuanto más se utiliza una zona cerebral, más se potencia, y las conexiones neuronales aumentan. En cambio, cuando dejas de emplearla, esa zona baja de intensidad. Si cada vez que sientes tensión facilitas al cerebro dopamina a través de la pantalla, el alcohol o las drogas, vas a desarrollar una baja tolerancia a la frustración. El cerebro perderá la capacidad de gestionar el sufrimiento por vías normales, puesto que lo habrás habituado a recurrir a «chutes» dopaminérgicos para escapar de lo negativo sin afrontarlo. Ese recurrir a conductas adictivas tendrá también otra consecuencia negativa: una necesidad cada vez mayor de emociones o sustancias intensas, puesto que le habrás habituado y vuelto insensible a las más suaves.
Si ante cualquier atisbo de aburrimiento, huyes de él con la pantalla, evitas activar el flow, el aburrimiento sano, tu divagación mental o la capacidad de contemplar. Aunque te parezca contradictorio, pronto entenderás la razón por la que aprender a aburrirse puede ser una gran herramienta para mejorar las capacidades cognitivas.
¡Cuidado con los cazarrecompensas!
Se ha descubierto que en las personas que viven en relativa paz y con una buena autoestima las concentraciones de dopamina basal en la amígdala son bajas, a diferencia de las que sufren mucho estrés o miedo, con tendencias a niveles más elevados de dopamina. Esta hormona, por lo tanto, está involucrada en muchos temas de desarrollo, placer, sexualidad, alimentación y, cómo no, educación.
Paloma era incapaz de gestionar el conflicto y la tensión en casa. Es PAS —persona altamente sensible— y no soportaba ver sufrir a sus hijos. Su padre fue muy duro con ella y se crio en un ambiente exigente y sin apenas afecto. No quería replicar ese modelo. Recuerda que cuando era pequeña en muchos momentos acudía a sus padres para pedirles cualquier cosa —afecto, cariño, celebrar el cumple con sus amigas…—, pero la respuesta era siempre negativa.
—Tienes que hacerte fuerte, no queremos una hija consentida.
Como consecuencia, Paloma arrastraba una herida y desde que fue madre, como reacción ante lo que sufrió, intentó cubrir las necesidades de sus hijos desde críos.
Hace dos años, su marido le fue infiel y su matrimonio se rompió, lo que le hizo sufrir enormemente. Como no quería que los niños detectaran su vulnerabilidad, les cubrió de atenciones. Cualquier capricho era satisfecho. «Toda mi clase tiene cromos de Pokémon», Paloma salía a buscarlos; «No me gusta la verdura», hacía patatas fritas; «No quiero ir a fútbol», les recogía antes del colegio…
Álvaro, uno de sus hijos, comenzó a bajar en las calificaciones, y para animarle le dijo que si sacaba más de un notable le daba cinco euros.
Ahora solo estudiaba porque con ese dinero que ahorraba se iba al supermercado cerca de su casa para darse cualquier capricho.
Un día Paloma me reconoció que su hijo era un consentido y que se había convertido en un tirano.
—Ayer fue su cumpleaños y me dijo que la comida no estaba rica y que había pocos regalos.
En esa sesión hablé a Paloma acerca del circuito de gratificación en los niños. Álvaro tenía su sistema de recompensa alterado. Necesitaba picos de dopamina a todas horas y cualquier estado de malestar lo quería paliar con alguna sensación, regalo, comida o dinero que liberara su dopamina.
En la educación es muy importante —¡y nada fácil!— intentar que los niños vayan diseñando este sistema no solo basado en premios y castigos, sino porque van interiorizando lo que está bien y mal. Soy consciente —y más siendo madre de cuatro niños— que en muchas ocasiones es casi imposible, pero al menos debemos tener claro lo que funciona para sus cerebros y luego ir adaptándonos lo mejor que podemos según sus personalidades, circunstancias y necesidades. No niego que existen épocas en la vida de un niño en las que los castigos son necesarios, o en las que los premios pueden ser un arma que nos permita sacar a los pequeños del bucle negativo en el que se encuentran. El problema es adoptar esa conducta binaria, premio-castigo, como sistema educativo por defecto, porque los convertimos en unos cazarrecompensas sin responsabilidad.
El dolor ha estado muy presente en la cultura desde que el hombre es hombre. En las películas nos sorprendemos al ver imágenes que, con nuestros ojos y mirada de hoy, parecen una barbarie. Cuántas veces visualizamos escenas recreadas en tiempos pasados y nos resultan increíbles las condiciones en las que se vivía. En pleno siglo XXI hemos cambiado nuestra tolerancia al dolor. Queremos creer que cualquier asunto susceptible de generarlo o sufrirlo debe tener solución, nos cuesta entender y aceptar que el dolor forma parte de la vida. No podemos huir constantemente de él porque el sufrimiento sigue siendo y será siempre una realidad.
El origen del dolor puede ser externo o tener razones endógenas. En estas últimas influyen la personalidad, las heridas psicológicas y la manera en que afrontamos el conflicto y las decisiones que tomamos. Es cierto que en la actualidad huir de él es relativamente sencillo. Vivimos en un mundo en el que muchos tenemos un acceso fácil e ilimitado al placer instantáneo en sus múltiples variantes. Por muy puntual e insustancial que sea, ese pico de dopamina nos hace disfrutar por un período corto de tiempo y nos abstrae de los problemas reales, pero cuanto más explosiva sea la subida, más vertical será la caída, y concluido el efecto dopaminérgico acabaremos confrontando el mismo problema al que hemos añadido la sensación de vacío y, quizá, la semilla de una adicción.
Una sociedad adicta al placer —y con adicta me refiero a que consume productos dopaminérgicos de modo constante, inconsciente e ilimitado— tendrá serias dificultades para gestionar el dolor, el sufrimiento o el malestar. En nuestro entorno, desde la publicidad y las redes sociales nos llega un mensaje: ¡consume este producto y serás más feliz! Pero el organismo no funciona así. Cuanto más estimules la dopamina, más difícil te resultará llegar a conseguir la ansiada felicidad. Al contrario, te provocará una búsqueda constante de placeres, a diferencia de lo que podría generarte la serotonina.
Todas esas realidades negativas nos van a afectar tarde o temprano. Cuando lleguen, huir de ellas recurriendo a satisfacciones puntuales —y, además, cada vez más adictivas— no será la solución. La táctica del avestruz no ha dado buenos resultados desde el punto de vista evolutivo. La tristeza, la tensión interna, la angustia, la incertidumbre y el miedo son inevitables y, en muchas ocasiones, puntos de inflexión que, si se superan, nos pueden hacer crecer como personas. No existen los tratamientos instantáneos e infalibles. No nos vamos a curar de todo dolor en minutos.

Lo que cura de verdad requiere tiempo, y en lo psicológico, espacio para el silencio; parar y entender que el organismo necesita reposo para recuperarse.
De alguna forma, todos vamos por la vida huyendo de cualquier tipo de malestar. Sin embargo, la realidad es tozuda, el dolor existe —en ocasiones es ineludible—, y conviene mirarlo a la cara, analizarlo para ver qué información nos proporciona. Surge en respuesta a algo y es un indicador que nos avisa de que algo no funciona correctamente. Si huimos a toda velocidad de cualquier molestia o dolor, incluso el psicológico, si los aplacamos y enterramos sin estudiarlos antes, estaremos volando a ciegas, prescindiendo de un mecanismo fisiológico que nos puede proporcionar información esencial sobre el estado del cuerpo.
Durante mi residencia, acudí a una conferencia en Londres sobre las redes neuronales que conectaban el dolor y el placer. Me impresionó mucho, pero no ha sido hasta ahora cuando he sido capaz de comprender el impacto tan importante que esto tiene en nuestra salud física y psicológica.
El organismo busca constantemente alcanzar una armonía interior gracias a complejos sistemas de control y de autorregulación —presión arterial, temperatura y balance de pH, glucosa, oxígeno, proteínas o electrolitos—. A esto se denomina homeostasis. Si el organismo se encuentra en equilibrio, cualquier intento de modificación genera una resistencia, y esto sucede inconsciente e involuntariamente por parte de la persona en cuestión. Al alterarse alguna condición interna, el cuerpo envía una señal para reaccionar frente a ese cambio y volver al equilibrio natural, que es cuando se funciona de forma más optimizada. Existen tres factores necesarios en este proceso:
— El receptor, el sensor que percibe los cambios y modificaciones que se producen en algún parámetro del cuerpo.
— El centro de control, puede ser el sistema de glucosa, de sodio/potasio, del pH o de la temperatura.
— El efector, el órgano o glándula que genera la reacción contraria a la percibida por el receptor para así mantener la situación anterior al estímulo o cambio.

Este sistema de autorregulación existe también en la esfera de la dopamina y el placer. ¿Con qué se regula el exceso de placer? ¿Cuál es la reacción fisiológica que se genera para contrarrestar ese exceso? El dolor.
Cuando le intentaba explicar este concepto a mi marido, se me ocurrió un símil que quizá puede ayudarte a ti también a comprenderlo mejor. Le comparaba el equilibrio del placer-dolor con una cuerda. La clave es saber que el organismo busca que esa cuerda tenga estabilidad, esté centrada, por lo que tanto el dolor como el placer no deben alejarse demasiado de los extremos.

P: placer. D: dolor.
Pongamos un ejemplo. En un momento determinado sentimos un intenso placer que libera gran cantidad de dopamina en una cena abundante con amigos y mucho alcohol. Al experimentar todos esos placeres combinados, la P tira con fuerza hacia su lado, pero el organismo quiere evitar a toda costa ese desequilibrio y para ello empieza a segregar sustancias del dolor —pequeñas d— que tiran hacia el lado contrario, el de la D, para centrar la cuerda.

Cuanto más placer, más sensibles al dolor.

El dolor surge para recuperar el equilibrio tras un exceso de placer. Necesitamos sentir dolor y placer para tener mente y cuerpo en armonía.
Un apunte sobre la cuerda. No todos nacemos con la misma capacidad de buscar el equilibrio y encontrarlo. La genética influye. Vamos avanzando en comprender cómo funciona el organismo. No solo es necesario tener ciertas nociones de fisiología y medicina, aquí la antropología es fundamental.
La evolución del ser humano ha estado muy ligada a evitar el dolor y acercarnos al placer. Nuestra fisiología tiene un diseño inteligente, un sentido, no se creó por azar. El organismo posee circuitos muy perfeccionados con una finalidad. Encontramos placer en actividades relacionadas con la sexualidad —reproducción, sin la cual habríamos fracasado como especie— y la nutrición —alimentación y bebida, ambos necesarios para la supervivencia—. El circuito del placer ha sido de ayuda a lo largo de la historia para sobrevivir en épocas de escasez en las que resultaba difícil conseguir comida —guerras, pandemias, sequías…—.
Ha sido una constante en la evolución humana la carrera por mitigar el dolor y proporcionarnos placer. Actualmente, la medicina, la farmacología, la química y la tecnología han logrado en gran parte ese objetivo. Cada vez es más sencillo esquivar el dolor y acceder a actividades o estímulos placenteros. El cerebro se adapta progresivamente para vivir en ese mundo de sobreabundancia de placeres instantáneos.
Las redes neuronales del placer y del dolor se encuentran íntimamente relacionadas. Nuestro instinto de supervivencia explica por qué es fundamental sentir placer y dolor de forma intensa para poder sobrevivir. La intensidad en el placer es fácil de comprender y a ninguno se nos escapa. Del mismo modo, el dolor tiene que activarse con fuerza, por ejemplo, para que así seamos capaces de percibir el peligro y huir. Si tu pie pincha algo que duele, hay que salir corriendo, hay que sacar el pie de ahí. Si bebes agua ardiendo, los receptores de la lengua y la garganta reaccionan con fuerza para evitar que te abrases. ¿Y cómo se activa ese dolor? Cuando llega la señal, las vías del dolor detectan el malestar y en ese momento segregan neurotransmisores para mitigarlo. Esto funciona gracias a que existen opioides endógenos (b) —endorfinas, encefalinas y dinorfinas— que alivian esa molestia. Al mismo tiempo, al activarse el dolor, el cerebro envía un mensaje al organismo para que luche o se aleje del peligro.

El dolor y el placer nos ayudan a detectar posibles amenazas o bien a satisfacer una necesidad.
Voy a explicarte este concepto placer-dolor con un término cuyo origen se remonta al siglo XIX y que tenía que ver con la percepción visual. Seguro que te ha sucedido en alguna ocasión. Estás mirando de forma intensa algo de color verde, cambias la vista hacia una pared o superficie blanca y ves algo parecido a una mancha roja. Este hecho fue descrito por el fisiólogo alemán Ewald Hering. En 1978, Richard Solomon y John D. Corbit denominaron esta teoría como proceso oponente para poder aplicarla en otros aspectos de la vida, a las emociones y motivaciones.
Uno ingiere una droga y ello provoca sensación de alegría y felicidad, euforia y cierta desinhibición. ¿Qué sucede al cabo de unos instantes o de unas horas? Surgen el dolor de cabeza, el malestar, las náuseas, la tristeza y la ansiedad. Una comida copiosa en un restaurante de comida rápida con bebida gaseosa, patatas, postre edulcorado… y después de no mucho tiempo será inevitable un bajón anímico, probablemente acompañado de ardor de estómago y una incómoda sensación de saciedad. A veces serás más consciente y otras menos, pero si te observas en ese tipo de ocasiones, notarás ese proceso oponente: cuanto más intenso y puntual sea el placer, más rápido y peor será el bajón y el malestar posterior.
Siguiendo con el ejemplo de la cuerda, el placer libera dopamina y esta se lanza hacia P. Pero mi interior, mi organismo, mi mente, están en constante búsqueda del equilibrio. Entonces D, dolor, tira y va en busca de refuerzos para equilibrar la cuerda. Es decir, con el consumo constante de una droga o sustancia dopaminérgica la cuerda se inclina hacia la D.
Si estás enganchado al porno, las primeras semanas habrá un gran aporte de dopamina —cuerda tirando hacia el placer—. Si los meses siguientes repites el mismo contenido —no hay novedad, pero sí activación de dopamina—, no tendrás la misma sensación que al inicio, más bien terminarás con sensación de bajón y cierto malestar. Querrías revivir la emoción que sentiste al ver en los primeros vídeos —la mente recuerda lo que te hizo sentir bien—, pero no serás capaz y por ello tu cerebro te pedirá novedad. Buscarás maneras diferentes de ingerir la misma droga notando una intensidad similar a la primera vez.

Al vivir enganchados al placer dopaminérgico «malo» de forma crónica, la sensibilidad al dolor se modifica.

Cómo evita el organismo el desequilibrio entre placer y dolor.
En el momento en el que aparece el estímulo, los neurotransmisores realizan su función. Al cabo de un tiempo surge la reacción antagónica/oponente, que puede prolongarse, aunque el estímulo inicial haya desaparecido. Ello es debido a dos factores:
— Empieza a disminuir el primer estímulo.
— Comienza a surgir ese proceso oponente para lograr el equilibrio.
Un ejemplo: te tomas un gin-tonic, el alcohol te llena de una sensación positiva, de alegría, relajación, desinhibición y mayor sociabilidad. Pasadas unas horas aparece la sensación de bajón, dolor de cabeza o malestar.
Otro ejemplo. Las patatas fritas de bolsa. ¿Quién no ha dicho en alguna ocasión «es mejor no abrir la bolsa»? Es casi imposible tener un bol de patatas delante y tomar solo una. La primera está deliciosa, el placer es inmenso. Las siguientes no generan el mismo, pero no puedes dejar de tomarlas.
Un ejemplo más: te fumas el primer cigarrillo. Este quizá sea placentero, pero en muchas ocasiones se combina con tos, malestar, mareo y náuseas. En ese contacto no existe la adicción. El proceso oponente no será grande. Cuando una persona lleva años fumando y no puede dejarlo, si un día intenta hacerlo de la noche a la mañana, el proceso oponente será fuerte y le generará un malestar importante.
En algunos casos de adicciones agudas ese proceso oponente puede ser considerado como craving. Este estado se define como el deseo imperioso y compulsivo de consumir una sustancia. Incluye pensamientos intensos que acompañan a esa necesidad de consumir. Es un factor relevante en sustancias de abuso y va acompañado de ansiedad, tristeza, irritabilidad y malestar importante.
El craving también está presente en el síndrome de abstinencia, cuando alguien cesa de consumir de golpe o se encuentra en fase de desintoxicación, no solo de drogas, también de algunos fármacos.
Cuanto más tiempo se ha consumido una droga, más durará el efecto oponente al dejar de tomarla —un día, unas horas o unas semanas, variará según el tiempo que se ha estado enganchado a la droga—. Por ello, las terapias enfocadas a dejar una adicción pueden ser radicales —dejarlo de golpe— o paulatinas —poco a poco y/o alternándola con un fármaco que ayude a reducir la necesidad de consumir—.
Te dije al principio del capítulo que hablaríamos de esto, y ha llegado el momento. Me gustaría explicarte el símil de las carreteras y la dopamina. Creo que puede ser una manera interesante para entender mejor los hábitos y las adicciones.
La mente va consolidando sus vías, sus caminos, según lo que vamos experimentando y nos gusta, nos disgusta, nos genera placer o alivio. Como hemos visto, aquí nacen los hábitos. Una zona del cerebro —el cuerpo estriado— valora las sensaciones y el placer que estas producen. Es como si puntuara y recordara lo que nos va sucediendo y el impacto que tiene en el sistema de placer y recompensa. ¿Qué tendrá más valor en nuestra escala de placeres? Lo que nos libere más dopamina. Tenderemos a repetir aquello que nos haya hecho segregar mayor cantidad de esa hormona y esa carretera se irá asentando, es decir, seremos más susceptibles de recurrir a ella, a ese hábito o actividad. Cuanta más dopamina se segrega, más ganas tendremos de repetir y perderemos interés en otras actividades menos dopaminérgicas —¡que muchas veces son más saludables!—. Te pongo ejemplos. Un día te pones a jugar con tus hijos al parchís. Todos lo pasáis bien: «Hay que comerse al rojo», «seis que son doce», «hay que comerse a papá que si no gana», «no me sale el cinco y sigo con mis fichas en casa»… Quién no ha tenido una partida divertida, con risas, hasta quizá con algún llanto, pero de gran disfrute familiar. Imagina que por esa carretera circulan siete bolitas de dopamina (c).

Llega el cumpleaños de uno de tus hijos y su padrino les regala la Play. Al día siguiente la descubren y lo pasan en grande. En la carretera de los videojuegos circulan muchas bolitas de dopamina. Cuando al cabo de unos meses se te ocurre plantear una partida de parchís, tus hijos no quieren, no les apetece. Su mente desea lo nuevo, lo gratificante, y lo otro les resulta completamente aburrido.

Vamos a ver un partido de fútbol con amigos, nos lo pasamos muy bien. Al cabo de unos meses, cada vez que vemos un partido con ellos, apostamos. Ese sistema de recompensa variable genera más dopamina que si realizamos la actividad sin apostar. De esta manera el cerebro nos pide ver fútbol a la vez que apostamos. En la carretera de ver fútbol con amigos circulan diez bolitas de dopamina; si apostamos circulan veinte. Preferimos, por lo tanto, la segunda opción.
Damos a nuestros hijos fruta, les gusta. Empiezan a comer a todas horas caramelos de sabores, galletas y yogures azucarados. Cada vez quieren menos fruta porque su cerebro prefiere el azúcar «sintético». La fruta activa cinco bolitas de dopamina y las chuches y derivados, quince, veinte, treinta… Por ello, un niño que acostumbra su paladar y su cerebro a lo dulce, rechazará mucho más esa manzana, pera o mandarina que le ofreces. Si añadimos que ese caramelo viene para animarle o porque está triste, tenemos el combo hecho: emoción —tristeza—, recompensa —azúcar—, posrecompensa —no quiero fruta para la merienda—.
Podría seguir con ejemplos similares que nos ayudan a entender el funcionamiento de muchas de las conductas hoy en día. Mantenemos relaciones sexuales con nuestra pareja, nos encanta. Un día nos enganchamos al porno y lo vemos de forma constante. Al cabo de unas semanas o meses notamos que tenemos menos libido y que disfrutamos menos de las relaciones —de hecho, el porno es una de las principales causas de disfunción sexual en los hombres—.
Leemos una novela y la disfrutamos. Descubrimos el mundo de las series y alguna de las plataformas se convierte en nuestra mejor amiga. Cada vez nos cuesta más prestar atención a los libros. Antes leíamos y nos deleitábamos en ello, pero ahora no nos llena en absoluto y nos produce desgana.

A las adicciones o aquello con gran poder de enganche las suelo llamar ladrones de dopamina. La carretera del porno, de los videojuegos, de las series, del azúcar… se va haciendo cada vez más ancha, robando la dopamina de las vías más sencillas. A la larga, cuando el consumo se hace crónico, las carreteras pequeñas —las costumbres menos adictivas y más saludables— llenan menos, generan apatía y desgana y el cerebro solo consigue disfrutar de los hábitos más dopaminérgicos y adictivos.
1 + 1 puede ser más de 2
Rubén era consumidor de cocaína y alcohol. Su relación de pareja se había deteriorado, en su trabajo sabían que tenía un problema y había pedido la baja de su puesto. El día que le conocí mostraba gran nerviosismo y se encontraba angustiado.
—Estoy metido en un bucle del que no sé cómo salir. Comencé a tomar cocaína de forma esporádica en la universidad y creía que lo tenía controlado. Una noche, en la despedida de soltero de mi mejor amigo, nos fuimos a un prostíbulo. Bebí mucho, consumí cocaína y acabé con una chica del local. A la mañana siguiente me sentí muy culpable, pero me dije que no iba a volver a suceder. Desde entonces siempre que bebo más de seis copas necesito cocaína, es como que mi cerebro me recuerda que con ello disfruto mucho más, y cuando comienzo me voy a un club o me meto en alguna web y contrato los servicios de una chica. No sé qué hacer. Lo dejé durante una temporada, conocí a mi pareja y estoy enamorado de ella. Hace unas semanas, con amigos, celebrando un cumpleaños, recaí. No entiendo qué me pasa, soy un tipo con voluntad, trabajo mucho y me considero una buena persona.
El caso de Rubén es lo que yo denomino 1 + 1 no son 2. El cerebro liga emociones fuertes y la dopamina asocia sensaciones diferentes y las potencia. Hay personas que tienen estímulos encadenados. Una cosa lleva a la otra. A partir de cierto estímulo, la mente poderosamente pide otro y luego otro —recuerda que mezclando «carreteras» se potencia la liberación de dopamina—.

La mezcla de «carreteras» potencia la liberación de dopamina.
Las personas que desean frenar hábitos tóxicos encadenados necesitan eliminar el primario negativo de raíz. Rubén intentó dejar la cocaína, pero el alcohol en dosis altas le impulsaba a recaer. Tuvimos que hacer antes de nada un tratamiento de desintoxicación de este, porque solo suprimiendo desde el inicio su autopista de consumos fue capaz de frenar el hábito tóxico completo.
a. Los receptores específicos dopaminérgicos —los postsinápticos— pueden ser D1, D2, D3, D4 y D5. Según al que se una, las funciones serán diferentes. Los más conocidos son los D1 —postsinápticos— y D2 —pre y postsinápticos—.
b. Péptidos sintetizados por el sistema nervioso. Su estructura química es similar a la morfina. Alivian el dolor, modulan la temperatura corporal, mejoran el estado de ánimo y disminuyen la ansiedad.
c. Estas cifras son un ejemplo, pero aclaran muy bien el funcionamiento de la dopamina, la conducta y las adicciones.