
La tarjeta no era para mí.
Apoyé el codo en la barra y bebí un sorbo de sidra. Era la «hora feliz» en el bar Jackson’s, pero yo no me sentía feliz. No estaba feliz en absoluto. Y esa copa no cambiaba nada. La tarjeta seguía en la barra. Todavía era para mi hija, Caitlin, y todavía era de su padre. El hombre que no había querido saber nada de ella desde el día en que nació… ni en ninguno de los dieciocho años posteriores. Costaba creer que, incluso después de todo ese tiempo, su letra pudiera removerme las entrañas de aquella manera. En su momento, aquella letra había llenado páginas y páginas de cartas de amor. O notitas que nos dejábamos pegadas en el espejo del baño o cerca de la cafetera.
Luego nos falló el método anticonceptivo cuando apenas llevábamos un año casados. El matrimonio se rompió no mucho después. La última vez que había visto la letra de Robert fue cuando firmó el acuerdo de divorcio con el que puso fin a sus derechos como padre. Derechos que cedió libremente y casi entusiasmado.
¿Por qué diablos le escribía ahora a Caitlin?
Como si hurgara en la herida, abrí la tarjeta de nuevo.
Caitlin:
Sé que he estado ausente todos estos años. Pero quiero que sepas lo orgulloso que estoy de ti. Terminar el instituto es un logro muy importante en la vida. Ahora que empiezas a descubrir cosas nuevas, quiero que sepas que si alguna vez necesitas algo de mí solo tienes que pedírmelo.
De tu padre con amor,
Robert Daugherty
Casi me dio la risa. «Si alguna vez necesitas algo de mí…». ¿Qué tal dieciocho años de manutención? Para empezar no estaría nada mal. Ni siquiera había sido capaz de meter en el sobrecito un miserable billete de veinte dólares.
Nuestra hija se había convertido en una persona maravillosa, y no gracias a él. Caitlin era una joven educada, inteligente y divertida, y yo no podría estar más orgullosa de ella. Pero eso no tenía absolutamente nada que ver con Robert, que a fin de cuentas había sido poco más que un donante de esperma. ¿En qué demonios estaba pensando al ponerse en contacto ahora e intentar colgarse la medallita de padre? Ni hablar. Que se fuese a la mierda.
Me quedé mirando su nombre, deseando que mis ojos pudieran quemar un agujero en aquella tarjeta barata. Yo había sido April Daugherty durante aproximadamente un año y medio de mis cuarenta años. Y, si hubiéramos seguido casados, mi hija habría sido Caitlin Daugherty en lugar de Caitlin Parker. No era la primera vez que pensaba en esas dos hipotéticas mujeres Daugherty y en la vida que habrían llevado.
¿Habría tenido las cosas más fáciles Caitlin Daugherty? ¿Se habrían preocupado un poco menos April D. y Caitlin D. por los gastos de la universidad y habrían necesitado menos becas y subvenciones? Me quedé muchas noches con Caitlin P., con nuestros portátiles en la mesa del salón, codo con codo, rellenando formularios hasta altas horas de la noche. Por aquel entonces, la forma en la que habíamos pasado la mayor parte de nuestra vida juntas me parecía muy feminista, muy «nosotras contra el mundo». Pero Caitlin Daugherty habría tenido la aportación de un padre. Quizá habría tenido que pelear un poco menos. Tal vez…
—¿Qué bebes?
¡Ah! Levanté la vista y miré hacia la derecha con los ojos entornados; había un chico vestido con un traje gris que se había apropiado del taburete que tenía al lado. No me resultaba familiar y en un pueblo como Willow Creek, en Maryland, todo el mundo, al menos, resulta familiar. Probablemente, iba de camino a Washington D. C., porque tenía pinta de político: pelo canoso con un corte caro, ojos claros, sonrisa amable. Por supuesto, el punto negativo era que acababa de intentar ligar con una desconocida en un bar.
Le devolví una sonrisa amistosa, pero no demasiado.
—No quiero otra copa, gracias. —Eso es. Amable, pero sin darle pie a nada.
No lo captó.
—No, en serio. —Acercó el taburete al mío, sin invadir mi espacio personal, pero lo bastante cerca. Metí la tarjeta dentro del sobre y la dejé al otro lado. Miró mi bebida—. ¿Qué es? ¿Cerveza? Seguro que es light, ¿no? Creo que me apunto. —Hizo señas para llamar a la camarera. No soy una persona que salga mucho de bares, pero iba bastante a ese como para saber que la camarera se llamaba Nikki y para que ella supiera que me gustaba la sidra de barril.
—No es cerveza —dije.
No me escuchaba.
—Otra para la señorita. Una cerveza light. Yo también tomaré una. —Esa voz autoritaria era insoportable. A lo mejor resultaba imponente en un edificio del gobierno en Washington, pero en un sitio como este parecía un auténtico cretino.
Nikki me miró con las cejas enarcadas y yo negué con la cabeza mientras tapaba el vaso con la mano.
—Yo no quiero nada más. Pero él que beba lo que quiera. —Quizá tendría que haberme sentido halagada. No estaba mal para alguien que acababa de cumplir cuarenta, ¿no? Pero quería estar sola. Quería volver a mi madriguera, sumida en mis pensamientos, y no tener que esquivar los intentos de aquí don Trajeado.
Nikki le sirvió la bebida y él la levantó hacia mí, expectante. ¡Qué demonios…! Levanté la mía también y chocamos los vasos en un brindis sin demasiado entusiasmo.
—Bueno, entonces dime… —Se acercó, y yo hice un gran esfuerzo por no echarme hacia atrás. Había puesto mi cara de pocos amigos, pero aquel tipo no captaba la indirecta—. Seguro que este no es tu típico viernes por la noche. ¿Tú sola, en un bar así?
Empezar una conversación con él era una mala idea, lo sabía, pero no se marchaba.
—No hay nada de malo en un bar así.
—Ya, claro, pero seguro que hay otras cosas que preferirías estar haciendo, ¿no? —Alzó una ceja con aire provocativo y yo apreté los labios. Por Dios, ese hombre era insufrible.
—¡Hola, April! ¡Aquí estás! —Otra voz, profunda y masculina, surgió de mi izquierda, pero esa vez mi enfado desapareció. Conocía esa voz. Todo el mundo en Jackson’s la conocía. Mitch Malone era una institución, no solo en el bar, sino en todo el pueblo. Los chicos del instituto de Willow Creek, donde impartía gimnasia y entrenaba prácticamente todo, lo adoraban, y era alguien querido por la mayoría de los adultos, que disfrutaban viéndolo en falda escocesa cada verano en la feria medieval de Willow Creek. Mitch era un buen amigo de mi hermana pequeña, Emily, así que, por defecto, se había convertido también en amigo mío.
—Mitch, hola… —No me había girado del todo hacia él cuando me agarró por la cintura, acercándome a él y haciendo que dejara medio taburete libre.
—¿Qué pasa, bombón? ¿Todavía no me has pedido la cerveza? —Siguió la pregunta con un beso en algún lugar entre la mejilla y la sien, y yo no sabía a qué responder primero: si al beso o al hecho de que me hubiera llamado «bombón». Levanté la mirada, con los ojos entornados, a punto de insultarlo por al menos una de esas dos cosas, cuando sus ojos se cruzaron con los míos, entrecerró uno de ellos y lo guiñó de una forma casi imperceptible. ¡Ah! Vale, sí, le seguiría el juego.
—No sabía cuándo llegarías, «cariño». —Puse énfasis en esa última palabra al tiempo que dejaba caer la mano sobre su mejilla, con más fuerza de lo estrictamente necesario. No fue una bofetada, pero sí una advertencia. «Mantén las manos donde pueda verlas, señorito»—. Se habría calentado, y sé el asco que te da la cerveza caliente.
—Eres demasiado buena para mí, ¿lo sabías? —Los ojos azules de Mitch brillaban con un aire burlón, y la sensación de la comisura de su sonrisa bajo la mano era muy agradable. Bajo mi pulgar apareció incluso un hoyuelo, y aparté la mano rápidamente, pero sin que fuera demasiado evidente. Estuve a un suspiro de acariciar ese hoyuelo, pero habría sido meterse demasiado en el papel.
—Mucho más de lo que te mereces. Lo sé. —Nuestras sonrisas estaban llenas de falso afecto, pero, aun así, todo era muy… cómodo. Algo muy distinto a como era con don Trajeado.
Mitch se acercó a mí, apoyando su cuerpo en el mío, y miró a don Trajeado como si acabara de percatarse de su presencia.
—¿Qué tal? ¿Necesitas algo? —Su voz era suave, pero el brazo con el que me agarraba de la cintura era un claro mensaje para el tipo: «Aléjate».
Don Trajeado captó el mensaje.
—No, esto…, estaba… Bueno, que paséis una buena noche. —Rebuscó en la cartera y se dirigió al final de la barra, donde Nikki esperaba para cobrarle. Ella nos miró y negó con la cabeza. La entendía. Yo también negaba mucho con la cabeza cuando tenía que vérmelas con Mitch.
Hablando de eso, ahora que estábamos solos, me zafé de su abrazo.
—¿Qué ha sido todo esto?
—¿Qué? —Agarró mi vaso, lo olió y lo dejó poniendo una mueca—. Te estaba ayudando. Ese tipo te estaba babeando la camiseta.
Resoplé.
—Lo tenía controlado. No necesito tu ayuda.
—No es cuestión de necesitarla. —Se encogió de hombros—. Necesitar y querer son dos cosas distintas, ¿sabes? Puedes querer algo y no necesitarlo.
—Vale. —Eché la cabeza hacia atrás para apurar la sidra—. A lo mejor tampoco la quería.
Mitch me miró a través de las pestañas, y por una fracción de segundo se me olvidó respirar. Mierda. ¿Era eso lo que veían las mujeres cuando él se interesaba de verdad por ellas? Yo no pensaba en él de aquella manera. A ver, era guapo, claro. Medía más de un metro ochenta, por su físico estaba claro que se empleaba a fondo en el gimnasio, y con ese pelo rubio dorado y sus impresionantes ojos azules parecía alguien al que le había tocado la lotería de la genética. Tenía una sonrisa seductora y una mandíbula que invitaba a acariciarla para comprobar que estuviera tan cincelada como parecía.
Supongo que me vio algo en la cara, porque le cambió la expresión. Enarcó una ceja, nada que ver con cómo lo había hecho don Trajeado un rato antes. Me mordí el labio inferior y se le ensombrecieron los ojos.
—Mentirosa —dijo, pero no le había oído usar un tono tan grave y rasgado en la vida. El ambiente estaba cargado de electricidad y, durante unos segundos, no pude respirar. Peor aún: no quise. Me mordí el labio inferior con más fuerza para no acabar haciendo alguna estupidez. Como morderle el labio inferior a él.
Entonces, simulé una carcajada y el hechizo se rompió.
—Vale, lo que tú digas. —Agarré el vaso y… ¡mierda! Estaba vacío. Lo dejé de nuevo en la barra.
—De todas formas, ¿qué haces aquí? —Apoyó un codo en la barra—. No eres el tipo de persona que bebe sola en bares.
—¿Cómo sabes qué tipo de persona soy? —Pero se limitó a mirarme con ambas cejas enarcadas y tuve que reconocer que tenía razón. No era ese tipo de persona. Coloqué la mano sobre la tarjeta y, tras un profundo suspiro, la deslicé a través de la barra hacia él. La abrió, y se le fue ensombreciendo el rostro conforme la leía.
—¿Su padre? —La cerró y me la devolvió—. No sabía que estaba presente.
—Y no lo está. —Metí la tarjeta en el bolso; ya había tenido bastante de Robert por una noche.
—Pero él quiere, ¿no? —Me dirigió una mirada interrogante—. ¿Qué piensa Caitlin de todo esto?
—No lo sé —dije sin energía—. Se lo está pensando. Por eso me ha enseñado la tarjeta, creo que quiere mi opinión. —Él asintió, y me molestó ver ese brillo de compasión en su mirada. No quería darle pena—. Voy a pedirte esa cerveza. —Me incliné sobre la barra intentando captar la atención de Nikki para pedirle una cerveza a él y una segunda sidra para mí—. Es lo menos que puedo hacer por librarme de ese baboso.
Mitch aceptó la cerveza con una expresión pensativa.
—Mira, si me quieres devolver el favor, me podrías ayudar con una cosa.
—¿Ah, sí? —Levanté mi vaso de sidra. Ese primer sorbito helado siempre era el mejor—. ¿Con qué?
Evitó mirarme a los ojos.
—Sé mi novia.
El sorbo de sidra me salió disparado de la boca.
—¿Que sea tu qué? —Esperé a que rompiera esa expresión seria, que me sonriera y todo eso no fuera más que una especie de insinuación.
Sin embargo, se limitó a agarrar una carta del bar.
—Pidamos algo de comer. ¿Quieres una pizza u otra cosa? Yo invito.
Mi primera reacción fue decir que no. Llevaba una hora o así fuera y empezaba a tener ganas de estar en casa. Ya había sociabilizado bastante por una noche. No obstante, había algo en Mitch que hacía que quisiera quedarme. No estaba como de costumbre y no quería dejarlo solo.
—Venga —contesté—. Siempre y cuando no lleve piña.
Él resopló.
—Como si yo fuera a hacerle algo así a una pizza.
Sonreí y me incliné sobre su hombro para ver la carta que sostenía, en vez de agarrar otra para mí. Decidimos pedir una con mucha carne y nos cambiamos a una mesa con las bebidas. Nos quedamos sentados en silencio durante un momento, mientras le daba margen para que me detallara un poco más todo ese asunto de ser «su novia»; aun así, él no parecía muy dispuesto.
—Bueno… —dije.
—Bueno… —Dio un trago a la cerveza y luego carraspeó—. ¿Cómo va… tu pierna?
—¿Mi pierna? —Menudo cambio de tema. El accidente de coche había sido tres años antes; no lo había olvidado, claro, pero había pasado tiempo suficiente como para no tenerlo ya en la cabeza. En su momento, tuve la pierna casi destrozada. Por aquel entonces, me dolía un poco solo cuando iba a llover y ya.
—Bien —contesté al final—. Tuve que dejar de correr, pero ya estoy bien. Esto… ¿Por qué necesitas que sea tu novia? —Si él no se atrevía a arrancar la tirita, ya lo haría yo.
Mitch se rio mientras le daba otro sorbo a la cerveza.
—Me he expresado mal.
—Así que no quieres que sea tu novia.
—No, sí quiero. —Ladeó la cabeza, pensativo—. Es una larga historia.
—Bueno, la pizza no ha llegado aún, así que ¿por qué no empiezas?
Esbozó una sonrisa, pero no era la de siempre. Hasta en sus peores días, Mitch siempre estaba extremadamente alegre, pero la sonrisa de ese día era distinta. Era una sonrisa vacilante, no parecía él en absoluto. Y eso era lo que me mantenía sentada a la mesa.
—La cosa es… —dijo al fin—. Hay un… asuntillo.
Suspiré. Eso tenía más sentido.
—Vale…
—Mis abuelos. Va a haber una gran celebración familiar para el aniversario de mis abuelos.
—¡Ay! —Apenas podía contener el entusiasmo—. ¡Qué bonito, por favor! ¿Cuánto tiempo llevan casados? —Debía de ser un gran hito en la familia Malone para que organizaran una celebración semejante.
Pero Mitch entrecerró los ojos y torció la boca mientras pensaba.
—¿Cincuenta y… siete? ¿Cincuenta y seis? Por ahí. Pero esa no es la cuestión.
Ah. No era una cifra tan redonda, entonces.
—¿Cómo que esa no es la cuestión?
La pizza llegó, y él se encargó de servir una porción a cada uno antes de volver a la historia.
—La cuestión es que, en las últimas reuniones familiares, he tenido que soportar los típicos comentarios: «¿Cuándo vas a sentar la cabeza, casarte y tener hijos?». No era un problema grave al principio, pero parece que al superar los treinta empieza a cundir el pánico. Se convierte en un interrogatorio.
—¿Tienes más de treinta? —Las palabras me salieron de la boca sin querer. Siempre había asociado a las personas mayores de treinta con personas asentadas, incluso un poco aburridas. Pero, claro, por aquel entonces yo ya tenía una niña que iba a la escuela y un trabajo de oficina, así que tal vez estaba condicionada. Mitch, por el contrario, todavía se comportaba como un adolescente en un cuerpo musculado de hombre, por lo que pensaba que estaba en esa franja incierta de los veintitantos.
—Treinta y uno. —Puso los ojos en blanco—. Muy mayor, según ellos, lo que es una estupidez. Los hombres ni siquiera tenemos reloj biológico.
—Cierto. —Conseguí que no se me escapara una mueca. Si él era muy mayor, entonces yo era una vieja decrépita. Era bueno saberlo—. Entonces digamos que está cundiendo el pánico, ¿no?
—Sí. —Asintió con empatía mientras masticaba una porción grande de pizza—. Y he estado pensando que, si llevo a una novia a la fiesta, cerrarán la boca de una vez. Pero no tengo novia.
—Ya. Es una laguna en el plan, claro.
—Sí. —No pareció que le molestara mi comentario—. Tú serías perfecta. —Antes de que pudiera sentirme halagada por el cumplido, siguió hablando—: Ya sabes, eres mayor…
—¡Oye! —Me recosté en el sillón y me crucé de brazos.
—A ver, que estás muy bien para ser madre…
Negué con la cabeza.
—Así no lo estás arreglando. ¿Qué pasa? ¿Que en cuanto tienes hijos dejas de ser atractiva?
—No digo eso. Has oído hablar de las MILF *, ¿no? Significa…
Levanté las manos.
—¡Ya sé lo que significa MILF!
—Bueno, pues tú eres una MILF total.
—Eh… —No tenía ni idea de cómo tomarme eso. Supongo que se me reflejó en la cara, porque él suspiró.
—No me refería a eso. Es decir, eres…, pero yo no… —Resopló, exasperado—. Lo que quiero decir es que eres inteligente, madura. Si vinieras a la fiesta como mi novia, me harías parecer más maduro, ¿sabes? Y, así, a lo mejor me los quitaría de encima.
—Vale… —Entendía lo que quería decir. Acabábamos de fingir que éramos pareja delante de todo el bar, por lo que tenía las cualidades para ello. Pero eso había sido ¿qué? ¿Un minuto y medio? Lo que me proponía sería durante toda una velada, con su familia al completo. Eso era mucho tiempo para mantener un engaño.
Claro que… Eché una mirada al otro lado de la mesa, mientras Mitch hacía señales a Nikki para que nos trajera la cuenta. Llevaba una camiseta ajustada, y esos músculos eran un deleite para la vista. Había formas mucho peores de pasar la tarde que fingiendo ser la novia del soltero más guapo de Willow Creek. Podría perder unas cuantas horas colgada de uno de esos bíceps. Además, Mitch era un buen chico que acababa de salvarme de un baboso con traje. A pesar de no haber pasado mucho tiempo a solas, cuando salíamos juntos nos lo pasábamos bien, siempre en una especie de tira y afloja. No era tontear exactamente, eran… unos piques divertidos. Mitch era bastante divertido. No había ningún motivo real para decirle que no.
Sin embargo, tampoco estaba preparada para decirle que sí. «Gran fiesta familiar», eso había dicho. Sonaba a que habría mucha gente. Y a mí no me hacían ninguna gracia las multitudes. Di otro trago a la sidra.
—¿Puedo pensarlo?
Le cambió el rostro, como si yo ya hubiera aceptado.
—¡Sí, claro! ¡Por supuesto! No es hasta el mes que viene. Hay mucho tiempo.
—De acuerdo —dije—. Lo pensaré. —Intenté pasarle mi tarjeta para pagar la pizza, pero la apartó con una mirada molesta.
—Corta el rollo, mami. Yo me encargo.
Lo dejé pagar, pero suspiré al oír el apodo. Todo el mundo tenía uno cuando estaba con Mitch. «Mami» me molestaba un pelín, la verdad, pero era mejor que MILF.
Me fui de Jackson’s con la tarjeta de mi exmarido en el bolso y las palabras de Mitch resonando en mi cabeza. «Sé mi novia». Tenía mucho en lo que pensar.
* En inglés, el acrónimo MILF significa «mother I’d love to fuck», es decir, una madre o mujer madura a la que me gustaría…, en fin, eso. (Nota del T.)