Mis recuerdos ya no me pertenecen. Lo que aprendí en viajes y jornadas, en días y noches, en masateadas que se extendían hasta la madrugada, en balsas y canoas, en las trochas asoleadas del Gran Pajonal o bajo la verde penumbra del bosque, se va confundiendo con lo cultivado en lecturas, en libros, en diálogos con sabios indígenas y académicos, y con amigos de aventuras intelectuales y de esperanzas revolucionarias. De modo que escribir sobre un tema tan complejo como la Amazonía andina se vuelve un ejercicio delicado de honestidad intelectual en el que tengo que asumir el riesgo del error y del préstamo indebido.




Las laderas y estribaciones orientales de los Andes del Perú, Colombia, Ecuador y Bolivia, entre los 2300 y los 700 metros de altura sobre el nivel del mar, constituyen un complejo sistema montañoso e hidrológico de gran diversidad biológica que anuncia las vastas tierras bajas de la Amazonía que se extienden al este: la selva tropical más grande del mundo. En cada país, este territorio liminal del bosque nublado recibe un nombre vernáculo diferente: «montaña» en el Perú y Ecuador, «yunga» en Bolivia, «ceja de selva» en la mayoría de estos países, o simplemente «selva alta» y «el oriente». Esta gran área geocultural, a la cual nos referiremos libremente en este libro con el término montaña, se extiende desde las cabeceras del departamento de Caquetá, en el sur de Colombia, hasta las cabeceras de la provincia de Mamoré, en el sur de Bolivia1.

Esta partición ecológica entre los Andes y la Amazonía ha constituido históricamente una barrera natural y, al mismo tiempo, una puerta para el movimiento de pueblos, y prácticas culturales de producción, circulación y consumo. Al norte, desde Caquetá hasta la provincia de Napo, en Ecuador, la montaña tiene una superficie relativamente suave de colinas onduladas surcadas por valles, como Sucumbíos y Baeza, que facilitan el camino de los comerciantes entre los Andes y la baja Amazonía. Estos callejones transversales cortan la estrecha cordillera andina al oeste, en donde las cabeceras de los ríos que fluyen hacia el oriente, hasta el Amazonas, se encuentran a menos de setenta kilómetros de la costa del Pacífico. Siguiendo más al norte, y aún en Ecuador, las laderas de la sierra occidental se vuelven más empinadas hasta caer en el fértil valle de los ríos Zamora y Upano, que corren a lo largo de las cadenas secundarias de montañas de Cutucú y la cordillera del Cóndor, que comparten Ecuador y el Perú. Al sur, la cordillera de los Andes pierde altitud y se convierte en una red de colinas que corren en diferentes direcciones y crean una variedad de microzonas ecológicas. Aquí nuevamente se forma un corredor natural de acceso relativamente fácil entre la costa del Pacífico y la cuenca del Amazonas, se trata de un pasaje que ha sido utilizado durante milenios por pueblos, animales y plantas para el intercambio biocultural y la dispersión. A finales del siglo XVI y principios del XVII, los misioneros y colonizadores españoles utilizaron este valle fluvial para establecer misiones y asentamientos en el río Marañón. Desde este punto hacia el sur, ambos flancos de la cordillera se vuelven cada vez más altos y escarpados, áridos en el lado occidental y cubiertos por un bosque nublado de densa vegetación en el frente oriental, a medida que una serie de cañones se precipitan hacia la Amazonía. Desde aquí hasta la región más meridional del Perú, los pasajes que conectan los Andes con la cuenca del Amazonas se vuelven casi impenetrables. Las fuentes del río Madeira en el área de Madre de Dios y el Alto Beni boliviano constituyen otra área de valles de tierras cálidas –las yungas–, separadas del piedemonte por una barrera de montañas que controla las inundaciones estacionales de los llanos.

El duro clima de esta región del piedemonte, cubierta por un manto de niebla que es bañada por el sol tan solo durante unas pocas horas todos los días, explica por qué la mayor parte de la montaña, aunque colonizada desde el siglo XVI, ha permanecido escasamente poblada por comunidades no nativas. La humedad extrema, las fuertes lluvias y la niebla permanente –como consecuencia del aire cálido ascendente del Amazonas aplastado contra la fría y seca cordillera andina– crearon un ambiente hostil para los colonos euroamericanos y los mestizos. Los pueblos indígenas andinos, sin embargo, durante milenios han conocido, viajado y se han establecido en estas áreas, integrando una red de comunidades multiétnicas. El piedemonte andino es también la frontera ecológica del principal cultivo amazónico: la yuca. Por encima de los 1500-2800 metros, este alimento, básico para la mayoría de los pueblos indígenas amazónicos, experimenta dificultades para crecer. Sin embargo, bananos, plátanos y otros árboles frutales neotropicales siguen siendo viables a estas alturas, al igual que el maíz y la coca, una de las primeras plantas domesticadas por los antiguos pueblos de la región costera del Perú hace miles de años.

Los primeros invasores españoles que atravesaron estas áreas en su camino hacia las tierras bajas –entre los años 1540 y 1560– no dieron cuenta en sus crónicas sobre la dura realidad de la montaña. De hecho, durante los primeros cien años, las laderas orientales de los Andes, especialmente en la región sur, al este de Cusco, fueron relativamente habitadas, urbanizadas y administradas por el poder colonial. El término utilizado generalmente por los españoles para designar a los habitantes de la montaña central y sur de lo que hoy es el Perú fue la palabra quechua antis2, además de una serie de términos hispanizados provenientes del quechua y otras lenguas indígenas locales como camparitas, amages, piros, jíbaros, etcétera. El término geográfico montaña aparece mucho más tarde en el español ecuatoriano y peruano. El misionero jesuita Juan Font, por ejemplo, a principios del siglo XVII escribió informes al virrey y a la Corona, en los cuales describió a los camparitas indígenas de la selva central y a los antis como anfitriones pacíficos y generosos que lo recibieron con música de flautas, abundante comida y una invitación abierta para establecer su residencia en el territorio3. La crónica de Gaspar de Carvajal, el capellán dominico que acompañó al conquistador Francisco de Orellana a su primera expedición por el río Amazonas, no da cuenta de agresiones por parte de ninguno de los pueblos nativos de la montaña al este y al sur de Quito; solo cuando llega al río Coca y al río Napo inferior, en la cuenca amazónica propiamente dicha, narra que los omaguas (también conocidos como cambebas) amenazan a los españoles, y una serie de escaramuzas obligan a la expedición a construir un barco mejor y más sólido para la navegación fluvial4.

A finales del siglo XVI, las expediciones españolas en busca de El Dorado o Sevilla del Oro, ciudades míticas llenas de tesoros, supuestamente ubicadas en la profundidad de la selva amazónica, se hicieron menos frecuentes, y la región del piedemonte –ahora conocida por los españoles como «la montaña»– se convirtió simplemente en otra ocupación colonial con débil atractivo económico. Asimismo, el Estado colonial y los empresarios privados evitaron establecerse activamente en nuevas áreas de la región, al ser consideradas insalubres e inapropiadas para grandes haciendas o plantaciones ganaderas. En cambio, el virreinato delegó a los misioneros católicos la tarea de «civilizar y cristianizar» a los pueblos indígenas que habitaban la montaña. Franciscanos, dominicos y jesuitas fueron asignados a diferentes zonas de la selva alta –y a menudo rivalizaron entre sí por el control de estos territorios y sus pobladores indígenas–. Sin embargo, en la mayor parte de la alta Amazonía, las misiones se convirtieron pronto en encomiendas y más tarde en haciendas, donde comunidades enteras de nativos fueron esclavizadas y obligadas a trabajar. Ya a mediados del siglo XVI tuvo lugar una serie de levantamientos indígenas y se creó una resistencia organizada en la montaña central y meridional del Perú, donde los incas derrotados habían establecido un «reino» independiente bajo el gobierno de Manco Inca. Más tarde, a mediados del siglo XVII, los viajeros españoles mencionaron haber encontrado canoas de indios yines (piros) navegando río arriba por el Urubamba, llevando tributos para los incas rebeldes de Vilcabamba5.

Durante los siglos siguientes, y especialmente en la segunda mitad del siglo XVIII, las rebeliones indígenas se extendieron a lo largo de los Andes y la montaña. En 1742, el cusqueño Juan Santos Atahualpa movilizó a docenas de naciones indígenas amazónicas y andinas, y aunque su plan de restablecer el Imperio incaico no prosperó, logró mantener tanto a los españoles como al resto de los ciudadanos de lo que más tarde sería el Perú fuera de la selva central durante más de cien años6. Las sangrientas rebeliones de Túpac Amaru –cuarto y último inca de Vilcabamba– y Túpac Katari –cacique de origen aimara– a finales del siglo XVIII amenazaron con derrotar al virreinato español y revivieron las aspiraciones de independencia de los pueblos indígenas andinos, así como un sentido de identidad que se extendió por todo el territorio conquistado7.

El movimiento de rebelión y resistencia que inició Juan Santos Atahualpa en la montaña central fue uno de las más importantes de la historia de la región. En la pequeña misión franciscana de Quisopango, reunió a los pueblos asháninka y yanesha, que exigieron la expulsión de los misioneros y sus sirvientes negros, mestizos y españoles. Toda la selva central –desde los principales afluentes del Ucayali, al norte, hasta el Urubamba y Apurímac, al sur– fue movilizada, y cientos de caseríos y comunidades asháninkas, yaneshas, machiguengas, nomatsiguengas, yines, shipibos, mochobos y konibos tomaron las armas contra el poder virreinal. Después de diez años de escaramuzas y batallas, las autoridades coloniales decidieron aislar a los rebeldes en la selva, prácticamente reconociendo la victoria de los pueblos indígenas sobre las milicias españolas, limitándose a fortificar las regiones centroandinas de Jauja y Tarma para evitar la propagación de la rebelión en la sierra. Las fuerzas de Juan Santos Atahualpa, sin embargo, lograron ocupar durante tres días la ciudad de Andamarca, en Junín, en una demostración de fuerza destinada a convocar a más pueblos quechuas a levantarse contra el poder colonial. Aunque nadie sabe con certeza qué le sucedió, es probable que Juan Santos Atahualpa haya muerto en territorio asháninka y yanesha, tal vez por el cerro de la Sal –cerca de los pueblos de Paucartambo o Quimirí– o en el Gran Pajonal, alrededor de 1755 o 1756. El gobierno colonial y la posterior república peruana tardaron más de cien años en reabrir la montaña, especialmente el Gran Pajonal, a los misioneros y colonos, y el reasentamiento del territorio indígena liberado tuvo que hacerse con la ayuda del Ejército en 18488.

Las décadas de levantamientos indígenas en la Amazonía bajo el liderazgo de Juan Santos Atahualpa y el poder de convocatoria que tuvo sobre los indios andinos en todo el virreinato son indicadores de que el mundo y las comunidades indígenas de la sierra y selva estaban vinculadas y entrelazadas en una lucha común por recuperar su soberanía. Más de 250 años de colonialismo, en lugar de haber logrado el desmantelamiento de estas relaciones interétnicas, consolidaron los diferentes pueblos indígenas en un objetivo común de independencia cultural y social. Este antiguo lenguaje común recién redescubierto se puede presenciar hoy en las diversas narrativas locales: para el pueblo yanesha, Yompor Santo (Juan Santos Atahualpa) es la encarnación del nieto de la divinidad cósmica, enviado al hogar indígena para salvarlos a ellos y a su mundo9. La memoria de Juan Santos Atahualpa está viva entre los asháninkas10 y también entre los shipibos de Ucayali. Palabras, conceptos y referencias cosmológicas quechuas se pueden encontrar en las lenguas arawak y pano habladas por los pueblos indígenas de la montaña y la selva baja. El principal héroe cultural de los asháninkas del Gran Pajonal es Pachacamaite, una divinidad transfigurada del dios quechua preinca Pachacámac, cuya representación física es una pequeña isla rocosa y un santuario en la costa central del Pacífico, en Lima11. Como en el caso de los yaneshas, que al igual que los asháninkas hablan una lengua arawak, los préstamos lingüísticos quechuas son frecuentes, así como un conocimiento geográfico altamente refinado y un manejo de terminología de áreas de la costa y la cordillera del Perú, lo cual podría indicar la existencia de antiguas rutas de migración o de comercio desde la costa a través de la cordillera y hacia el este hasta la selva alta12.

Durante estos años de agitación, violencia y desplazamiento de personas, el límite entre la montaña, la alta Amazonía y los Andes se volvió étnicamente permeable, como probablemente lo fue durante milenios antes de la invasión europea. Se renovaron las antiguas relaciones comerciales, así como las alianzas de parentesco y de comunidad. Los pueblos andinos quechuahablantes buscaron refugio en los cañones y valles de la montaña, cercanos a los ríos Tarma, Apurímac, Ene, Perené, Tambo, Ucayali y Huallaga; así como en la zona más inaccesible del alto Amazonas, como el Gran Pajonal, la cordillera de Vilcabamba y algunos de los afluentes de los ríos Purús, Juruá, Madre de Dios y Madeira. También se puede suponer que algunos de los rebeldes andinos o mestizos desarraigados habrían buscado refugio entre las comunidades quechuas amazónicas de Lamas, en la selva alta, y de los ríos Napo, Tigre y Pastaza, en la selva baja. Todavía hoy permanece abierto a debate académico si estas comunidades quechuahablantes de la baja Amazonía y de la montaña de Lamas y Tarapoto son descendientes de mitimaes13 –poblaciones reubicadas a la fuerza por el Estado inca, tras haber sido derrotadas militarmente– o el resultado de antiguos procesos migratorios que tuvieron lugar incluso antes de la expansión del Imperio inca. Lingüísticamente, el quechua amazónico –hablado en la montaña y la cuenca baja del Amazonas– es una variante que se adaptó a los «nuevos» ecosistemas y paisajes de la selva tropical, mediante la incorporación de términos bioculturales neotropicales y de préstamos de las principales familias lingüísticas de tierras bajas: arawak, pano, guaraní, chibcha, caribe, e incluso formas vernáculas del dialecto amazónico español-portugués14. Los gobiernos civiles y religiosos coloniales también son parcialmente responsables de la difusión de las dos principales lenguas nativas de los Andes y la Amazonía: el quechua y el guaraní. Estas fueron utilizadas como lenguas francas para evangelizar a los pueblos indígenas y para administrar la «justicia civil y penal colonial» en vastas regiones de América del Sur.

Antes del Estado inca

Desde las primeras investigaciones sobre las sociedades andinas llevadas a cabo en Bolivia, Perú, Chile y Argentina en la década de 1940, académicos como Arthur Posnansky, Julio C. Tello, Alejandro Lipschutz y José Imbelloni abrieron un espacio académico para estudiar y tratar de comprender los restos arqueológicos de las culturas «antiguas» y sus relaciones con otras regiones de las Américas y de ultramar (a través del Pacífico y el Atlántico). Julio C. Tello propuso que algunas de las sociedades preincaicas de los Andes central y septentrional del Perú mostraban claramente un origen amazónico. Sin embargo, la hipótesis de Tello tendría que esperar más de treinta años para ser comprobada por nuevos estudios arqueológicos llevados a cabo en la región del alto Amazonas por Donald Ward Lathrap, así como por investigaciones etnológicas de comunidades indígenas que habitan en la selva alta de Ecuador y del Perú15. Lathrap demostró que, desde 1500 a. C. hasta 650 d. C., la cuenca superior del río Pachitea fue ocupada por pueblos arawak que habían emigrado desde el río Amazonas central hacia el Ucayali, y desde allí hacia el sur y río arriba, hacia el Pachitea. Alrededor del año 650 d. C., la parte superior del río Pachitea fue invadida por los naneinis, uno de los pueblos más grandes de la familia lingüística pano, que en ese momento ocupaba toda la cuenca del río Ucayali. Según los datos arqueológicos y etnohistóricos presentados por Lathrap, los naneinis abandonaron el lugar después de algunas décadas, y los datos estratigráficos indican una presencia importante de cerámicos de estilo nazaratequi y enoqui que duró todo el periodo previo al contacto con los españoles. El complejo arte cerámico nazaratequi y enoqui aparece en el área del actual territorio yanesha, el eje Pachitea-Palcazu. Además, el estilo enoqui es morfológicamente similar a la cerámica yanesha actual16.

Si la arqueología nos cuenta la historia de los pueblos amazónicos que habitan la selva alta, los recientes mapas etnohistóricos y los análisis de la «escritura topográfica» –es decir, los signos culturales que los grupos humanos dejan en el terreno: caminos, rocas removidas o marcadas, canales de riego, murallas, restos de viviendas, etcétera– nos muestran la continuación de esa historia: la expansión de las rutas mercantiles de los yaneshas y posiblemente de otros pueblos de habla arawak en los Andes y en la costa del Perú, que duró al menos hasta finales del siglo XVIII17. Esta relación entre la alta Amazonía y la región montañosa y costera se da también en Ecuador. Las montañas bajas al sur de Loja han sido ocupadas desde el siglo VII por comunidades de la familia lingüística jíbaro, conocidas como paltas y culturalmente cercanas a los vecinos bracamoros de los valles Zamora y Chinchipe. Actualmente, todas estas áreas están ocupadas por los pueblos indígenas shuar, awajún y wampis, que consideran esta porción de los Andes como su territorio ancestral18.

El capitán español Pedro Cieza de León dio cuenta de otro ejemplo de relaciones económico culturales entre los Andes y la Amazonía. En su Crónica del Perú (1553) describió los estrechos lazos sociales y políticos que mantuvo el cacicazgo de Quijos del alto Napo con los pueblos de la familia lingüística panzaleo alrededor de Latacunga, en los Andes ecuatorianos. De hecho, fue gracias a las relaciones amistosas que sostenían ambas comunidades étnicas que los españoles pudieron afianzarse en el valle superior del Napo y proceder hacia la exploración de la Amazonía19. Relaciones similares entre las comunidades de la cordillera y de la Amazonía existían también al norte de la actual Colombia: la federación quillacinga incluía pueblos amazónicos de Sibundoy, comunidades andinas de Pasto y grupos costeros de la familia chibcha-barbacoa20.

Nuestra comprensión de las estrechas relaciones entre los pueblos amazónicos y andino-costeños durante la época preinca e incluso colonial tiene que enmarcarse en términos de lo que podría llamarse «relaciones étnicas y ecosistémicas»: una perspectiva metodológica desarrollada a partir de las investigaciones especialmente sobre el mundo andino del antropólogo norteamericano John Victor Murra y del geógrafo francés Olivier Dollfus, entre las décadas de 1960 y 1980. Según este planteamiento, durante milenios, los pueblos andinos y altoamazónicos estuvieron claramente separados espacial y socialmente, aunque, al mismo tiempo, desarrollaron dos sistemas complementarios de ocupación, uso, consumo, intercambio y producción de la tierra. Un sistema vertical en la sierra y uno horizontal en la Amazonía.

Aprovechando la diversidad biológica ofrecida por los diferentes niveles de altitud de la cordillera de los Andes, los pueblos andino-amazónicos ocuparon diferentes ecozonas o nichos ecológicos: desde la frígida puna a gran altitud, pasando por la zona quechua de clima templado, hasta las áridas llanuras costeras en el lado oeste, y el bosque nublado y la selva alta en los valles orientales. Esta ocupación y utilización «vertical» del paisaje, llamado también sistema archipiélago, permitió a las comunidades indígenas ampliar y diversificar su producción agrícola y ganadera, al crear y nutrir una red de reciprocidad y complementariedad multiétnica.

De manera paralela, en la Amazonía se desarrolló un sistema de relaciones étnicas y ecosistémicas análogo que puede definirse como «horizontal», debido al uso eficiente que se hizo de los diversos ecosistemas existentes en un territorio de altitud relativamente homogénea: la selva tropical superior e inferior de la Amazonía. Las orillas de los ríos de suelos fértiles que sufren inundaciones estacionales –las várzea– fueron utilizadas durante milenios como zona permanente de policultivos de árboles frutales, yuca, plátanos, bananos, frijoles, maíz y pimientos. Los igapós –las tierras inundadas– circundantes eran espacio de pesca y caza; mientras que el interior y la tierra interfluvial de la selva alta, con un suelo de baja calidad, era el espacio reservado para el forrajeo y la caza menor21.

Ambas prácticas, la «vertical» y la «horizontal», permitieron el crecimiento demográfico de las civilizaciones andinas y amazónicas, llegándose a contar millones de pobladores hacia el siglo XVI, cuando tuvo lugar la invasión española. Sin embargo, lo más notable es que durante milenios se desarrolló una red multiétnica mediante la coexistencia de los pueblos indígenas, y que esta red biocultural fue la base de un paisaje civilizatorio avanzado que apenas estamos empezando a redescubrir en las últimas tres décadas22.

La coca, por ejemplo, que es una planta sagrada esencial para todos los pueblos andinos y amazónicos, se puede cultivar con éxito tanto en la montaña baja como en la alta. Los cocales o campos de coca, manejados por comunidades andinas –a menudo alejados entre sí por días de caminatas–, se encuentran salpicados a lo largo de las laderas de la selva alta. Por su parte, los cultivos tropicales, como el banano, el plátano, el tomate y ciertas variedades de ajíes, probablemente fueron introducidos en la montaña por agricultores andinos en campos comunitarios23. Otros rasgos culturales que revelan la estrecha asociación histórica entre estas dos regiones son la presencia masiva en la alta y baja Amazonía de hachas de piedra precolombinas que se fabricaron en canteras ubicadas en la parte sur de los Andes, al este de Cusco, y se intercambiaron hasta la baja Amazonía central y oriental; las plumas de guacamayo en manufacturas preincas e incas; el achiote utilizado como pintura corporal; la sal de roca de la selva alta central; y la madera dura y la de palma de la selva tropical que se encontraron en construcciones andinas. A estos elementos de la cultura material se suman otros simbólicos e intangibles, como las deidades y los héroes culturales, y los principios ontológicos y éticos que han sido identificados por cuidadosos estudios de antropología etnohistórica.

La verticalidad en los Andes y la horizontalidad en la Amazonía implican la construcción histórica de conceptos sociocosmológicos duraderos que favorecen la coexistencia de los principios de reciprocidad, complementariedad, diversidad, oposición y armonización entre las mitades24 de una misma comunidad y entre los diferentes grupos étnicos y pueblos. En los Andes, estos principios de coexistencia pacífica y productiva se ponen en marcha en el tinku, batallas rituales que simbolizan un sacrificio a la tierra, y en el que participan mitades, comunidades o grupos de parentesco. El tinku actúa como una válvula de escape que proporciona una forma de liberación controlada de la frustración acumulada por la competencia entre facciones duales de la sociedad (hurin y hanan). Estos encuentros –que se siguen practicando hasta la actualidad en ciertas comunidades, especialmente en la sierra sur, en Cusco y en Puno– suelen tener lugar en «tierra de nadie», en una zona fronteriza que puede ser renegociada por dos ayllus (comunidades andinas). Los encuentros también pueden tener lugar entre delegaciones comerciales de grupos amazónicos y comunidades de la sierra. Por su parte, algunas de las danzas andinas actuales, como Los Chunchos, representan estos eventos periódicos y los circuitos comerciales que unían comunidades distantes y grupos étnicos de la Amazonía y los Andes. La baja Amazonía conectaba una serie de grupos especializados en el comercio fluvial de larga distancia: yine-piros, konibos y omaguas, que transportaban mercancías entre el piedemonte colombiano, la región oriental de Cusco y la Amazonía central (Tapajós-Madeira, en Brasil), el cual se encontraba al final de otro circuito comercial que cruzaba la Guyana y el norte de la Amazonía25. La amplia distribución de palabras tupíes para designar artículos culturales, instituciones y lugares geográficos a lo largo de toda la cuenca del Amazonas indica que otro circuito puede haber conectado a los pueblos de la cordillera costera de Brasil (de la familia lingüística tupí-guaraní), los pueblos de la selva tropical paraguaya y la árida región del Chaco con el resto de la cuenca amazónica.

En la selva central del Perú, por su parte, hasta fines de la década de 1960, los asháninkas del Gran Pajonal todavía practicaban una lucha ritual entre dos grupos de diferentes linajes. Los contendientes usaban dos o tres cushmas (túnicas tradicionales de algodón) para proteger sus cuerpos, se alineaban con sus parientes frente al otro grupo y comenzaban a lanzar flechas, sin puntas afiladas, al bando contrario. El receptor debía desviar la flecha con un movimiento rápido de la cushma o atraparla con la mano y dispararla al rival. Las mujeres y los niños se sentaban detrás de las filas de hombres, con abundante masato (bebida de yuca fermentada26), listos para celebrar con los guerreros. Algunos de los jóvenes resultaban heridos e incluso podían perder un ojo, aunque las muertes eran poco comunes. Sin embargo, los misioneros católicos y evangélicos, así como las pocas autoridades mestizas de la zona, terminaron prohibiendo la parawa con el argumento de que incitaba a la violencia, cuando el efecto que producía el ritual era justamente el contrario: disipaba los conflictos y liberaba la tensión social. El objetivo de esta parawa (traducido libremente como ‘duelo’) era renegociar las asociaciones de trueque (ayumparii en asháninka), así como los derechos territoriales.

Los conjuntos de redes transandinas y transamazónicas construidas durante siglos de formación del Estado inca jugaron un papel fundamental en la creación de una cultura panindígena –en realidad, una civilización– basada en los principios cosmológicos, éticos y ontológicos de reciprocidad, complementariedad, diversidad biocultural, y la dinámica etnopolítica de oposición cooperativa entre comunidades –el tinku, del que hablamos más arriba–, aldeas, mitades, clanes, linajes y etnias. En el corazón de esta cosmología se encuentra la idea –expresado en la mayoría de las cosmogonías indígenas– de que todos los seres en la Tierra somos parientes: los humanos, los animales, las plantas, las entidades físicas y los espíritus están todos relacionados entre sí por vínculos de parentesco. Esta «ontología ecológica» presupone una conducta ética estricta y un comportamiento social e individual altamente ritualizado en todas las actividades de producción, circulación y consumo, como el cultivo; la caza; la pesca; el forrajeo; el comercio; la construcción de casas, puentes o canoas; el compartir comidas y bebidas. Y es que todas las actividades sociales implican un acto de comunión con el resto de los parientes cósmicos27.

Relaciones andinas y amazónicas bajo el Estado inca

La historiografía oficial inca –basada principalmente en quipus, ceremonias, danzas, iconografía, pictografía; así como en registros escritos por cronistas españoles, administradores civiles y religiosos, y algunos indígenas quechuas y mestizos– indica que la conquista militar de la montaña y la Amazonía se intentó solo en los últimos años del gobierno de Huayna Cápac, alrededor de 1493-1527. A pesar de la política expansionista de la administración imperial inca, el Tahuantinsuyo no implementó una asimilación sistemática de los pueblos de la Amazonía. Durante los aproximadamente 150 años de gobierno inca, restringieron su expansión política y militar a partes del valle superior del Marañón en el norte; mientras que el alto y bajo Huallaga, en el centro del Perú contemporáneo, el piedemonte al este de Jauja y Tarma, y al este de Cusco, y parte del piedemonte yunga de Bolivia y las tierras bajas de los moxos en realidad estaban «integrados» en el imperio. Algunos mitimaes o mitmakuna fueron ubicados por el Gobierno en las estribaciones superiores para supervisar los vínculos entre las diversas ecozonas verticales y horizontales que sostenían el sistema tributario del imperio, así como la red comercial intercomunal. Contrariamente a lo que existía en la Mesoamérica indígena anterior a la invasión europea, donde el sistema de mercado se convirtió muy pronto en el mecanismo central de integración social, económica y cultural de muchas naciones étnicas diferentes, incluso bajo el Imperio azteca, en el caso de los Andes, el comercio directo entre comunidades y el sistema tributario estatal en bienes y mano de obra –la mita– eran las principales formas de vinculación entre las diversas etno y ecozonas de la cordillera y la montaña. Junto a esta red de relaciones tributarias, comerciales y rituales, el Imperio inca parece haber favorecido también lo que los españoles llamaron «rescate»: trueque directo entre unidades domésticas fuera de un mercado más formal28.

En la región de antis, en la montaña central, los asháninkas y los yaneshas establecieron una frontera bien custodiada de aldeas y pequeñas comunidades en la tierra de nadie del bosque nublado alto. Posiblemente, una situación similar debe haberse dado al este de Cusco, donde los machiguengas interactuaban con los súbditos incas quechuas, ya sea a través de ayllus históricamente establecidos o de mitmakuna andinos reubicados por el Imperio. Algunas fuentes mencionan la presencia de enclaves de personas de la baja Amazonía, como un grupo cashinahua en el área de Opatari, en la región sureste de Madre de Dios. La etnóloga francesa Anne-Christine Taylor afirma que la estructura dualista general de la civilización andina permitió un proceso de expansión geosocial de las comunidades quechuahablantes en diferentes regiones del Tahuantinsuyo, creando de esta manera una serie de dicotomías de pueblos que interactuaban en una dinámica de complementariedad antagónica: collas/chunchos y palta-chachapoyas/bracamoros29. Esta complementariedad dicotómica hostil y agresiva, especialmente importante en la organización social interayllu, fue posiblemente malinterpretada por los invasores españoles que, desde su propia estructura mental eurocéntrica, no podían comprender completamente el sentido de instituciones como el tinku o la parawa, así como la pacífica –aunque tensa– coexistencia de naciones indígenas multiétnicas. Lo que quedó claro después de la invasión española y el colapso del Imperio inca fue que los pueblos de la baja Amazonía, que habían sido intencionalmente marginados por el Tahuantinsuyo, fueron transformados y conceptualizados por los españoles como los verdaderos bárbaros, los salvajes, los «otros» –indios genéricos híbridos– sin ningún vínculo con las formas «superiores» de vida social que existían en los Andes. Estos eran los «indios bravos sin ley ni rey». En las crónicas y los escritos españoles posteriores a Francisco de Orellana, el Inca Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala30, se describe a los indios de la baja Amazonía en términos negativos como la brutal «otredad», y se asimilan a las primeras descripciones pos-Colón de los salvajes caribeños como caníbales: las canibas o caribas de las Antillas, con la desafortunada coincidencia de que algunos de los pueblos panos de la baja Amazonía peruana y boliviana practicaban un tipo de ritual funerario que implicaba la ingesta de una bebida fermentada que se mezclaba con los huesos triturados de los antepasados.

Del colonialismo a la modernidad

El desmembramiento de las sociedades y civilizaciones indígenas precolombinas comenzó inmediatamente después de la llegada de los primeros invasores españoles a principios del siglo XVI. Las enfermedades que trajeron consigo del otro lado del Atlántico se extendieron rápidamente por América del Sur –desde las islas del Caribe, la costa del golfo, Mesoamérica y América Central, hasta las afueras de Panamá–, incluso antes de que los acarreadores europeos y africanos pudieran llegar a los Andes y la Amazonía. Para cuando las fuerzas coloniales se afianzaron en las estribaciones andinas orientales y la alta Amazonía, entre 1538 y 1580, la mayor parte de la población de la cordillera y el piedemonte oriental, desde Colombia hasta el sur del Perú y Bolivia, había sido infectada por enfermedades no endémicas transmitidas por los extranjeros o por los animales que trajeron con ellos.

Por su parte, la ideología del Imperio inca se había construido sobre una concepción jerárquica y estratificada del orden cósmico y social, que privilegiaba a Cusco como el centro del universo y a la élite quechua cusqueña como un pueblo superior a todos los demás. Su concepción cosmológica y su práctica social y política fueron implícitamente adoptadas por el sistema colonial, con la élite española desplazando a la nobleza inca hacia abajo en la nueva sociedad jerárquica multiétnica y racialmente estratificada, en cuya base se encontraban los indígenas amazónicos, considerados salvajes más allá de la salvación. Los salvajes y bárbaros de la Amazonía nacieron en la imaginación colonial ibérica, y sus narrativas sobrevivieron durante siglos, en contraste con una imagen mucho más moderada de los habitantes andinos, quienes, al menos hasta la gran rebelión de Túpac Amaru II a finales del siglo XVIII, fueron tratados como súbditos de un imperio derrotado.

Es sobre la base de esta mentalidad colonial e imperial que los españoles comenzaron la exploración y ocupación de las estribaciones orientales de los Andes y la Amazonía, desde Colombia a través de Ecuador, el Perú y Bolivia. Durante los primeros cuarenta años de ocupación española, varios capitanes intentaron repetidas expediciones hacia el corazón de la Amazonía, por las puertas norte, centro y sur. La razón principal para llevar a cabo de estas expediciones fue el descubrimiento de yacimientos de oro en el subsuelo y de otros supuestamente ubicados en lo profundo de los afluentes del río Amazonas. Sin embargo, muy pronto la frontera recién abierta fue ocupada por la emergente sociedad multiétnica de mestizos, españoles pobres, esclavos africanos e indígenas andinos desposeídos que se establecieron en el área, creando pueblos a lo largo del piedemonte. Tales poblados fronterizos, sujetos a un control administrativo español relativamente débil, fueron también el punto de partida de numerosas encomiendas otorgadas a conquistadores y capitanes, así como la base de las misiones jesuitas y franciscanas.

Los indios amazónicos se acercaron a estos poblados fronterizos para intercambiar bienes con los colonos, especialmente, productos del bosque tropical, por hachas y machetes, que aún no se fabricaban en las fraguas indias que los misioneros instalarían unos años más tarde. No obstante, el comercio justo entre indios y colonos no duró mucho; pocos años después del primer contacto, el saqueo y la piratería se convirtieron en la forma habitual de interacción. Los indígenas eran siempre los subordinados, explotados y esclavizados o «encomendados» a los capitanes españoles. Pero los abusos no se daban únicamente de colonos hacia indígenas, sino que algunos de los grupos panos y arawak de la selva central aprendieron también el oficio de la piratería, llevando a cabo correrías para capturar a miembros de otras comunidades y venderlos como esclavos a los colonos, encomenderos y misioneros31. Dado que las encomiendas ubicadas en la montaña producían pocos ingresos y requerían más mano de obra que las de las tierras altas, esta demanda difícilmente podía ser satisfecha por la población local mestiza y serrana, lo cual creó un incentivo perverso para correrías cada vez más profundas al interior de la baja Amazonía.

Esta modalidad de trata de personas continuó sin cesar incluso después de que la institución de la encomienda fuera oficialmente prohibida por la Corona española en 1721, lo que resultó en profundas modificaciones de la demografía y el mapa étnico de la Amazonía. La mayoría de los grupos indígenas de la montaña y el noroeste de la Amazonía adoptó la forma de vida de hábitat disperso, en el que familias extendidas, linajes o clanes independientes abrían un claro en el bosque, construían una maloca u hogar nuclear más pequeño, y labraban una chacra de policultivo que se rotaba cada pocos años dependiendo de la calidad del suelo. De igual modo, la dislocación de las comunidades indígenas de las fértiles orillas de los ríos hacia el interior menos productivo de la selva alta (el hinterland interfluvial) implicó un cambio tecnológico (de involución) en el sistema de producción agroforestal, el cual fue posible debido a la adopción de herramientas metálicas. De este modo, la rotación de cultivos de ciclos cortos de tala y quema, y la deforestación intensiva de pequeñas superficies se convirtió en la práctica común de los indígenas en la parte alta de la Amazonía, y se empezó a extender por la selva baja. La antigua práctica civilizatoria de crear «tierra negra» (terra preta de índio) y cultivar plantaciones a largo plazo de árboles frutales, combinados con campos de policultivo de yuca, maíz, frijoles, tabaco y ajíes, se hizo cada vez menos común, y finalmente se abandonó por completo32. La rotación a corto plazo de las parcelas cultivadas –la chacra– fue adoptada por los colonos mestizos y españoles, y ha sido desde entonces la práctica hortícola más utilizada de la montaña y la baja Amazonía, diferenciándose muy claramente de las tecnologías de las tierras altas andinas, con la única excepción de que la hoja de coca era y sigue siendo tratada como un monocultivo por los agricultores andinos. El algodón, por su parte, se convirtió en uno de los pocos cultivos de los indígenas amazónicos que se usaba como moneda de cambio, junto con los tejidos derivados de este material. Los textiles, por otro lado, elaborados en telar de cintura, telares verticales y horizontales, permanecieron bajo el control de los grupos amazónicos, mientras que los telares españoles de pedaleo fueron parte de la producción de la encomienda33.

Para 1630 y 1650, debido al fracaso comercial y económico, y a la ausencia de un mercado externo que pudiera absorber la producción agrícola y manufacturera, la mayor parte de la frontera norte del Marañón y el Napo se derrumbó: los colonos regresaron a las tierras altas de los Andes, se abandonaron las encomiendas y se redujeron o simplemente se suspendieron las incursiones a la Amazonía. A mediados del siglo XVII también se dio inicio a la resistencia activa de los indígenas amazónicos y los levantamientos a lo largo de la frontera de la montaña. A medida que la administración colonial fue relajando su control sobre los criollos –los colonos españoles nacidos en América–, quienes ocupaban cada vez más posiciones de poder económico y político en el sector «privado», la Corona se confrontó con el creciente deterioro y disminución de sus ingresos y con la consecuente pérdida de poder militar con respecto de otros países europeos.

Habrían de pasar otras cinco décadas para que el Imperio español transfiriera la Corona a los borbones, tras una larga guerra de sucesión (1701-1715), e iniciara finalmente una serie de reformas estructurales de «modernización» del Estado monárquico y sus colonias en todo el mundo. Uno de los efectos sociales de dichas reformas fue el ensanchamiento de la brecha que dividía a indios, mestizos y criollos, en una sociedad colonial que no había alcanzado ninguna forma sustancial de integración desde su fundación en la década de 1530. La continuidad física y étnica entre los Andes y la Amazonía, que había existido desde tiempos preincas hasta las primeras décadas de la conquista, estaba ahora totalmente desmantelada; la brecha entre las regiones se amplió, creando espacios vacíos y nuevos nichos de refugiados indígenas de la sierra y la selva. Asimismo, se fueron formando nuevos grupos étnicos, y la polarización cultural y «racial» se convirtió en parte del discurso colonial, lo que alejó cada vez más a los indios amazónicos del grueso de la sociedad, relegándolos a estos y sus tierras a un limbo cultural incomprensible.

El reagrupamiento de los indígenas amazónicos en nuevas comunidades –producto de un proceso de etnogénesis–, las alianzas regionales más grandes y la presencia de cimarrones africanos e indios (forajidos) propiciaron un ambiente social y político para el surgimiento de una cultura de resistencia y rebelión que finalmente se diluyó a mediados del siglo XVIII, cuando las naciones indígenas se dieron cuenta de que ni siquiera las misiones podían protegerlas de las incursiones, la esclavitud, la muerte, la pérdida de sus territorios ancestrales y la destrucción cultural. Cuando Juan Santos Atahualpa se levantó en armas en 1742, en la selva central, contra las misiones españolas y el virreinato, estaba hablando por los indígenas amazónicos y andinos, y por docenas de naciones originarias que reclamaban el fin de la opresión colonial racial, social y cultural, y la explotación económica. Estas demandas, sin embargo, nunca fueron satisfechas por los españoles, ni por las nuevas repúblicas independientes que se crearon, ni por las llamadas democracias liberales del siglo XX; aún hoy están en el centro de la lucha actual del movimiento indígena que está reuniendo a los pueblos andinos y amazónicos en busca de soberanía étnica y autonomía.


Notas

1 Las principales fuentes de este capítulo son el artículo de Anne-Christine Taylor, «The Western Margins of Amazonia from the Early Sixteenth to the Early Nineteenth Century», en The Cambridge History of the Native Peoples of the Americas, vol. III, South America, parte 2, ed. por Frank Salomon y Stuart B. Schwartz (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), 188-256; el libro de Charles C. Mann, 1491. New Revelations of the Americas Before Columbus (Nueva York: Vintage, 2011); el texto clásico de la introducción de Julian Steward a la parte 3 del vol. III, The Tropical Forest Tribes, de la serie de libros Handbook of South American Indians, ed. por Julian Steward (Washington D. C.: Smithsonian Institution, 1948); y la revisión bibliográfica de Taylor («Ensayo bibliográfico») al final de su artículo «The Western Margins…», posiblemente una de las listas más completas de referencias etnohistóricas sobre la montaña disponible hoy.

2 El término anti designó el eje oriental de los cuatro puntos cardinales de la cosmovisión inca: el Antisuyu. Por extensión, los pueblos que vivían al este de los Andes, en el Antisuyu (piedemonte, montaña, Amazonía), fueron llamados «antis» por los guías andinos y porteadores reclutados por los capitanes españoles.

3 Stefano Varese, La sal de los cerros. Resistencia y utopía en la Amazonía peruana (Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2006).

4 Gaspar de Carvajal escribió la crónica del viaje: Relación del nuevo descubrimiento del famoso río Grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana desde su nacimiento hasta salir a la mar, con cincuenta y siete hombres que trajo consigo y se echó a su ventura por el dicho rio, y por el nombre del capitán que la descubrió se llamó el rio de Orellana. El texto fue reproducido parcialmente por Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1542). La crónica de Carvajal fue finalmente publicada por José Toribio Medina en 1894 como parte de su libro Descubrimiento del río de las Amazonas (Sevilla: Imprenta de E. Rasco, 1894).

5 Varese, La sal de los cerros (2006). Ver los capítulos I y II.

6 Ibid., capítulo III.

7 Charles F. Walker, The Tupac Amaru Rebellion (Cambridge: The Belknap Press of Harvard University Press, 2014).

8 Varese, La sal de los cerros. Para una vívida memoria histórica sobre Juan Santos Atahualpa en la narrativa cosmológica contemporánea yanesha, ver el registro audiovisual producido por Richard Chase Smith, Donde una vez pisaron nuestros antepasados. Mapeo del espacio histórico-cultural del pueblo yanesha (Lima: Instituto del Bien Común, 2014).

9 Richard Chase Smith, «Where our Ancestors Once Tread: Amuesha Territoriality and Sacred Landscape in the Andean Amazon of Central Peru», en Étre Indien dans les Amériques. Spoliations et résistance, ed. por Christian Gros y Marie Claude Stigler (París: Institut des Amériques/IHEAL-CREDAL/Université Paris III, 2006), 69-84.

10 Pablo Macera y Enrique Casanto, El poder libre asháninca. Juan Santos Atahualpa y su hijo Josecito (Lima: Fondo Editorial de la Universidad de San Martín de Porres, 2009).

11 Varese, La sal de los cerros.

12 Smith, «Where our Ancestors Once Tread». También ver el registro audiovisual de Smith, Donde una vez pisaron nuestros antepasados.

13 Los mitimaes o mitmakuna (del verbo quechua mitay, que en castellano quiere decir ‘expatriarse’ o ‘enviar al exilio’) eran grupos de familias y comunidades desarraigadas de sus tierras originarias y enviadas por el Estado inca a «colonizar» nuevos territorios adquiridos. Esta política estatal produjo una reorganización demográfica y étnica masiva de los Andes y la alta Amazonía, desde el extremo sur de Colombia, pasando por Ecuador, el Perú, Bolivia, e incluso llegando a partes del norte de Chile y Argentina.

14 Para obtener más información sobre los dialectos quechua y las variaciones regionales, consulte Alfredo Torero, «Los dialectos quechuas», Anales Científicos 2, n.° 4 (1964): 446-478. Sobre las lenguas indígenas en América del Sur, ver Bernard Pottier (ed.), América Latina en sus lenguas indígenas (Caracas: Unesco y Monte Ávila Editores, 1983). Ver también el estudio clásico de Čestmír Loukotka, Classification of South American Indian Languages (Los Ángeles: Latin American Center, University of California, 1968); y John Alden Mason, «The Languages of South America», en Handbook of South American Indians, vol. 6, ed. por Julian Steward (Washington D. C.: Government Printing Office, Smithsonian Institution Bureau of American Ethnology bulletin n.° 143, 1950), 157-317.

15 Ver Donald W. Lathrap, The Upper Amazon. Ancient Peoples and Place (Londres: Thames y Hudson, 1970); Donald W. Lathrap, «The “Hunting” Economies of the Tropical Forest Zone of South America: an Attempt at Historical Perspective», en Man the Hunter, ed. por Richard Borshay Lee e Irven DeVore (Nueva York: Routledge, 1968), 23-29; Donald W. Lathrap, «Los Andes Centrales y la montaña. Investigaciones de las relaciones culturales entre la montaña peruana y las altas civilizaciones de los Andes centrales», Revista del Museo Nacional 32, (1963): 197-202.
Ver también la importante contribución de Fernando Santos-Granero, «Escribiendo la historia en el paisaje: espacio, mitología y ritual entre la gente yanesha», en Tierra adentro. Territorio indígena y percepción del entorno, ed. por Alexandre Surrallés y Pedro García Hierro (Lima: IWGIA, 2004), 187-217.

16 Lathrap, The Upper Amazon; y Santos-Granero, «Escribiendo la historia en el paisaje: espacio, mitología y ritual entre la gente yanesha».

17 Ver Stefano Varese, Witness to Sovereignty. Essays on the Indian Movement in Latin America (Copenhague: IWGIA-Grupo Internacional de Trabajo para Asuntos Indígenas, 2006); Varese, La sal de los cerros; Smith, «Where our Ancestors Once Tread». También revisar el registro audiovisual de Smith, Donde una vez pisaron nuestros antepasados.

18 El enfrentamiento entre el Gobierno peruano del presidente Alan García en 2006, y la masacre por parte de la policía contra los awajún, wampis y mestizos amazónicos que siguió, tuvo lugar en la ladera noreste de la carretera andina de penetración en el río Marañón, un área que ha sido históricamente ocupada por los pueblos indígenas de la familia lingüística jíbara amazónica. Ver Stefano Varese, «Genocide by Plunder: Indigenous People of Peru’s Amazonia Confront Neoliberalism», en Indigeneity. Collected Essays, ed. por Guillermo Delgado-P y John Brown Childs (California: New Pacific Press, 2012), 158-174. Ver también las páginas https://bit.ly/3L1uuin y https://bit.ly/3L1cwgd.

19 Pedro Cieza de León, La crónica del Perú (Madrid: Calpe, 1922).

20 Taylor, «The Western Margins of Amazonia from the Early Sixteenth to the Early Nineteenth Century».

21 Mann, 1491.

22 Mann, 1491. Ver también William Balée, Cultural Forest of the Amazon. A Historical Ecology of People and their Landscapes (Tuscaloosa: University of Alabama Press, 2013); Stefano Varese, Frédérique Apffel-Marglin y Róger Rumrrill (coords.), Selva vida. De la destrucción de la Amazonía al paradigma de la regeneración (Lima: IWGIA, 2013).

23 Estas prácticas agrícolas, que sobrevivieron a siglos de colonialismo y que todavía son completamente funcionales en las comunidades indígenas contemporáneas, crearon una situación caótica cuando en la década de 1970 se promulgó una ley de reforma agraria para que el sistema de tenencia de la tierra en los Andes y la selva alta fuera manejado con justicia para diferentes comunidades.

24 Tradicionalmente, los ayllu, es decir, las comunidades andinas, están divididas en dos mitades: hanan y hurin (‘alto’ y ‘bajo’, respectivamente). Este sistema de organización social se encuentra también en algunas poblaciones indígenas de la Amazonía –en Brasil, Colombia y el Perú–. Este permite el intercambio matrimonial al interior de la comunidad, evitando el problema del incesto entre individuos consanguíneos.

25 Taylor, «The Western Margins of Amazonia from the Early Sixteenth to the Early Nineteenth Century».

26 Masato es el término genérico amazónico para este tipo de cerveza fermentada de yuca, el término asháninka en el Gran Pajonal es piárintzi. Las bebidas fermentadas son comunes en todos los territorios amerindios en todo el continente. Los ingredientes más comunes para producir las bebidas fermentadas son el maíz (llamado chicha en los Andes), yuca, batata y maní; después de la invasión europea también se empezó a utilizar caña de azúcar. En la Amerindia precontacto no había bebidas alcohólicas destiladas.

27 Ver Stefano Varese y Michael Grofe, «Notas sobre territorialidad, sacralidad y economía política bennizá/binigula’/beneshon», Mexican Studies/Estudios Mexicanos 23, n.° 2 (2007): 219-251; Philippe Descola, In the Society of Nature. A Native Ecology in Amazonia (Cambridge: Cambridge University Press, 1994); Philippe Descola, «Constructing Natures: Symbolic Ecology and Social Practice», en Nature and Society. Anthropological Perspectives, ed. por Philippe Descola y Gísli Pálsson (Londres: Routledge, 1996), 82-102.

28 Taylor, «The Western Margins of Amazonia from the Early Sixteenth to the Early Nineteenth Century».

29 Ibid.

30 Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los Incas, versión disponible como El reino de los Incas del Perú, ed. por James Bardin (Boston: Allyn y Bacon, 1918); y Felipe Guamán Poma de Ayala, Letter to a King. A Peruvian Chief’s Account of Life Under the Incas and Spanish Rule, ed. por Christopher Wentworth Dilke (Boston: E. P. Dutton, 1978).

31 Durante los siglos de coloniaje, muchos misioneros aprovecharon su posición de poder y de autoridad moral para incorporar por la fuerza a hombres y mujeres a los pueblos que crearon para los neófitos y los conversos.

32 Mann, 1491; y Stefano Varese, Frédérique Apffel-Marglin y Róger Rumrrill (coords.), Selva vida. De la destrucción de la Amazonía al paradigma de la regeneración (Lima: IWGIA, 2013).

33 El uso de túnicas de algodón por hombres y mujeres de la mayoría de los pueblos indígenas de la Amazonía andina es una cuestión que ha abierto un interesante debate. Los misioneros han afirmado que el uso de la cushma por parte de los asháninkas, yaneshas, yine-piros, shipibo-konibos, cofanes y muchos otros grupos de la montaña fue impuesto por la Iglesia a la llegada de los europeos, ya que los nativos estaban desnudos. Este argumento puede ser disputado mediante el análisis de las narrativas cosmogónicas y mitológicas de los pueblos arawak de la montaña, para quienes hilar y tejer algodón está estructuralmente relacionado con la fertilidad, el ciclo lunar, el cultivo, y es la función fundamental de las mujeres en el mantenimiento del orden y el equilibrio cósmico. Ver Stefano Varese, «Deux Versions Cosmogoniques: Esquisse Analytique».