Quizá porque el negocio trata con ese tipo especial de libros, entre sus clientes hay muchos individuos un tanto extravagantes, de marcada personalidad.
Ahora ya estoy por completo acostumbrada, pero al principio también yo me sentía muchas veces desconcertada. No es que me resultara difícil tratar con ese tipo de clientes. Más bien todo lo contrario, puesto que casi siempre son personas que no causan el menor problema. Lo único que pasa es que son «raros», solo eso. A menudo son gente de pocas palabras que parecen buscar los libros en estado de trance y, al terminar, se marchan. Ciertamente, la gran mayoría son hombres de avanzada edad y todos sin excepción vienen solos. Debido a que resulta del todo imposible imaginar qué tipo de vida llevan, emanan una aureola tal que si alguien dijera que en realidad no se trata de seres humanos sino de trasgos inofensivos o de algún otro tipo de seres sobrenaturales, extrañamente, quizá no me sorprendería demasiado.
Cuando en días como este vengo a entretenerme un tiempo en la librería, me asalta un inusitado interés por preguntarme si ese o aquel cliente de entonces andará bien de salud. Aun cuando no mantuviera ningún trato especial con ellos, me digo «ojalá se encuentre bien». En mi calidad de persona a quien le gusta la misma librería, siento hacia ellos una especie de afinidad, y como muchos son ancianos, me preocupan cosas como que hayan podido caer enfermos.
Por eso, cuando estoy echando una mano en la librería y llega uno de esos clientes peculiares que conozco, en el fondo de mi corazón me digo con secreto alivio «ah, parece que sigue bien de salud».
Uno de los personajes que más ocupa mis pensamientos es un anciano cargado de bolsas grandes de papel que venía en los tiempos en que yo vivía en el segundo piso de la librería y trabajaba en ella a diario.
«El anciano de las bolsas de papel», tal y como indica su apodo, venía siempre trayendo una vieja bolsa de papel en cada mano. Podían ser bolsas de las que dan en los grandes almacenes o también de las que llevan la marca de alguna importante cadena de librerías, como Sanseido. Por lo visto, antes de entrar aquí pasa por otras librerías, porque casi siempre tiene ya bastantes libros de segunda mano metidos en las bolsas. Sus brazos son flacos, por lo que la carga debe resultarle bastante pesada. Y siempre viste camisa con un jersey gris por encima. Si solamente se tratara de eso, no produciría una impresión demasiado rara, pero el problema está en ese jersey gris. Y es que decir que estaba un tanto deshilachado es quedarse corto, porque su estado era tan lamentable que más bien era un milagro que pudiera usarlo para vestirse. El anciano en cuestión no daba la menor impresión de suciedad, e incluso podría calificársele de pulcro, pero ese jersey suyo estaba en una condición tan increíble que parecía haber sido encontrado en una excavación arqueológica.
La primera vez que lo vi me causó un impacto tremendo. De vez en cuando dirigía vistazos disimulados a ese hombre que se movía escogiendo libros mientras le gritaba mentalmente «caballero, en lugar de libros tiene usted que comprar ropa» y poco me faltó para decírselo. Pero el anciano no daba muestras de advertir mis pensamientos, y tras comprar unos diez libros los metió en sus bolsas de papel y se marchó sin pronunciar palabra.
Desde entonces, cada vez que el hombre volvía, me veía incapaz de apartar la vista de él. En ocasiones venía varias veces por semana y en cambio podía pasar un mes sin que apareciera. Pero siempre vestía la misma ropa. Con una bolsa de papel en cada mano y libros dentro. Aunque no era algo frecuente, podía llegar a gastar solo en nuestra librería más de diez o veinte mil yenes. Sin embargo, su jersey lucía cada vez más ajado. No podía evitar preguntarme qué clase de persona sería, pero me faltaba valor para dirigirle la palabra, así que me quedaba en silencio mirando su figura vuelta de espaldas mientras se marchaba.
En cierta ocasión le pregunté a mi tío:
—Ese hombre que compra tal cantidad de libros, ¿no será que tiene una librería de segunda mano en otro barrio o ciudad y luego los revende?
—Nada de eso, los compra para leerlos él —me contestó con absoluta seguridad.
—Vaya… Imagino que lo notas por el tiempo que llevas en el oficio, ¿no?
—Claro, ¿cómo no? Esas cosas te las dice la experiencia.
¿Será verdad? Yo soy incapaz de ver la diferencia. Por cierto, mi tío dice que es capaz de juzgar de un solo vistazo si un cliente nuevo que entra en la librería realmente quiere comprar o está dejando correr el tiempo en medio de un paseo. Al parecer es un sexto sentido que se pule con la experiencia.
Muerta de curiosidad, seguí preguntando.
—Pues entonces, ¿a qué crees que se dedica ese anciano? ¿No intuyes también esas cosas? No creo que no se compre ropa porque invierte todo el dinero en libros, ¿verdad?
De pronto mi tío se enfadó y contestó como quien reprende a un niño.
—¡Calla! No debes andar intentando averiguar cosas de los clientes. Una librería es un lugar que vende libros a la gente que los necesita. Nosotros no debemos preguntarnos a qué se dedica tal o cual cliente o qué forma de vida lleva. Además, si un cliente como ese anciano notase que estamos tratando de indagar acerca de ello, no le sentaría nada bien.
Puesto que las palabras de mi tío eran la impecable opinión de alguien cuyo principal interés era el negocio, me arrepentí de mi comentario. Aunque por lo general dijera bobadas, se notaba que se tomaba muy en serio su trabajo de librero y, como es natural dada su experiencia, cuando tenía que ser estricto en algo, hablaba sin rodeos. En momentos como ese, mi tío resultaba fascinante.
Bueno, sea como fuere, el caso es que todo lo relativo a la identidad de aquel anciano continuó siendo un misterio.
Los motivos por lo que este tipo de clientes peculiares buscan libros pueden nacer también de la característica personalidad de cada uno. La verdad es que eso también constituye un campo de profundo interés y resulta sorprendente que en el mero hecho de adquirir un libro de segunda mano puedan influir factores tan diversos.
Por ejemplo, hay quienes acuden llevados por el objetivo en sí mismo de reunir libros muy difíciles de encontrar, y no les importa si son occidentales u orientales ni tampoco el género, sino que son simplemente coleccionistas de ejemplares raros. Cuando cierto coleccionista de libros famoso entró en esta librería, parece que quedó insatisfecho con nuestro repertorio y tras soltarnos que «por muy buen libro de que se trate, si no es una rareza, para mí es igual que un bodrio», se marchó dejándonos boquiabiertos.
Luego están los llamados sedori ***, que buscan libros valiosos a precio bajo y luego los revenden por un importe mayor a otra librería para obtener un beneficio. Es decir, gente cuyo negocio es comprar libros de segunda mano. También para este tipo de personas la calidad de la obra en cuestión es lo de menos y, de hecho, probablemente ni la han leído ni lo harán. Aparte, están aquellos a que no les interesa la novela en sí, sino las ilustraciones que realizó para ella algún dibujante poco conocido y, basándose en alguna información fragmentaria, se afanan en localizar alguna. Otro tipo de clientes son los que quieren llenar la estantería únicamente con primeras ediciones, y aunque se trate de un libro que les interesa, no lo compran hasta que no encuentran esa primera publicación.
Y luego, ya como campeón, cierto anciano que vino solo una vez, en los tiempos en que yo vivía en la librería.
Aquel anciano entró en la librería al atardecer, como por casualidad; fue directo a la estantería del fondo, donde están los libros de mayor valor, y comenzó a sacar uno tras otro. Entonces, los abría por la página de los créditos (es decir, la última) y, tras haber visto solo esa página, los iba devolviendo a su sitio para tomar el siguiente. Así, de vez en cuando sus dedos se congelaban, se quedaba mirando fijamente la página en cuestión, movía la cabeza un par de veces asintiendo con un sonido nasal aprobador y sonreía. Para ser sinceros, ese hombre me pareció bastante inquietante.
Pasado un tiempo, una vez que el anciano terminó de examinar todos los volúmenes que había en aquella estantería, se dio media vuelta y salió del establecimiento sin mediar palabra. Tiré de la manga a mi tío, que se encontraba a mi lado, y le pregunté:
—¿Qué demonios estaba haciendo ese hombre?
—Ah, ¿ese? Solo estaba mirando los sellos de inspección —contestó él como si fuese lo más natural del mundo y sin apartar los ojos del cuaderno de cuentas.
»Es un coleccionista de sellos de inspección. Aquí entra muy raras veces, pero es bastante conocido en el barrio. Se llama Nozaki, si no recuerdo mal.
—Coleccionista de sellos de inspección…
Ladeé la cabeza ante aquel término que no había escuchado nunca.
—Eso es. Verás, los sellos de inspección son unas marcas que se ponen en la página de los créditos.
Mi tío extrajo un volumen de encuadernación muy antigua y me mostró la última página. Era Indigno de ser humano, de Dazai Osamu. Entonces me fijé que cerca de la esquina izquierda de esa página había un sello de color rojo que rezaba «Dazai». A mi lado, el tío me explicó que en los libros antiguos, cuyo trabajo de confección era preeminentemente manual, por lo general el autor ponía su sello personal en una pequeña etiqueta como muestra de que había comprobado el número de ejemplares impresos y daba su autorización para la publicación. Lo más normal era que, como en este caso, el sello indicase el apellido del autor, pero al parecer existían algunos de trabajado diseño, con dibujos.
En resumen, que por lo visto lo que le interesaba al anciano de antes eran estas minúsculas etiquetas. Las personas como yo, si no nos explican esas cosas como acababa de hacer mi tío, ni siquiera nos fijaríamos en esos sellos ni les daríamos importancia. Pero ¿de qué sirve interesarse por ello? No creo que la gente como ese hombre se dedique a recortarlos y guardarlos en un álbum igual que si fueran sellos de correos y todas las noches los contemple mientras se le escapa una sonrisita de satisfacción. ¿O quizá sí?
Mi tío, con expresión indiferente, volvió a sacarme de dudas.
—No, no se trata de eso. Más bien, creo que como no quieren recortar las etiquetas, coleccionan los libros enteros.
—Me parece ya el colmo del coleccionismo…
Así que igual que en este mundo hay gente cuya afición es la observación de los astros y su cuerpo vibra de emoción al contemplar el firmamento, hay otro tipo cuyo interés es coleccionar esas minúsculas y raras etiquetas llamadas «sellos de inspección», tan incómodas de conservar… Me quedé boquiabierta.
—Uy, uy, uy… Me parece que para tu poco acostumbrada mente ha sido una impresión demasiado fuerte.
El tío me echó una mirada de reojo y soltó una risita al ver mi desconcierto.
—¿Qué hay? Con permissoo…
Sabu, un habitual del negocio, irrumpió con tan brioso saludo y, tras asomar primero la cabeza, entró para luego cerrar la puerta ruidosamente con la mano sin volverse. Acto seguido, comenzó a decir cosas sin demasiado sentido.
—Qué buen tiempo hace hoy, ¿eh? Dan ganas de leer algo de Takii Kosaku.
Después, como lo más natural del mundo, se dejó caer sobre la silla colocada delante del mostrador. El tío Satoru, como ya estaba acostumbrado, comenzó a preparar té.
—¿Qué, te tomas un té?
De entre todos los clientes habituales de la librería Morisaki, Sabu es, probablemente, el más frecuente. Pero, a pesar de ello, eso no significa que haga una gran contribución a las ventas de la tienda. Solo que es el que viene con mayor frecuencia. El tipo de cliente que prácticamente se limita a mirar. Tiene aspecto de buena persona, es bajo y regordete y no sabría precisar su edad, pero debe andar por los cincuenta y tantos. Aparte de las zonas parietales, su cabeza está totalmente calva, hecho que a veces el propio interesado utiliza como material para sus chistes.
—¿Eh? ¿No está hoy Momoko-san? —preguntó Sabu al tío mientras recorría la librería con la mirada.
Momoko es muy popular entre los clientes habituales masculinos de cierta edad. Al parecer a ellos les gusta que sepa escuchar y que diga las cosas sin rodeos, por lo que se gana su corazón. Debido a ello, últimamente se produce el anormal fenómeno de que estén aumentando los clientes que acuden a la librería con el principal objetivo de verla. Sabu, por supuesto, es uno de ellos y Momoko sabe controlarlo hablándole de manera que se vaya contento.
—Esa anda ahora en el restaurante de ahí —contestó el tío con una sonrisa amarga mientras hacía un gesto con la barbilla señalando hacia la puerta.
Al instante Sabu pareció desinflarse.
—Vaya hombre, qué pena.
Desde hace un tiempo Momoko ha empezado a echar una mano al atardecer en una pequeña casa de comidas que está a apenas diez pasos de la librería. Uno de los cocineros dejó el trabajo de repente y el apurado propietario enseguida pensó en Momoko por dársele bien la cocina y por su buena mano para tratar con los clientes. No sé si sería verdad o no, pero según Momoko el local tenía ahora muchísimos más clientes que antes. Cuando le comenté que me preocupaba un poco que su salud pudiera aguantar un trabajo con bastante más trajín que el de la librería, se rio de mi inquietud.
—Bah, pero si eso no es nada. Lo que pasa es que Satoru y tú siempre os preocupáis demasiado por todo.
Viendo que Sabu no tenía aspecto de hacerme el menor caso, decidí saludarle por mi cuenta.
—Buenas tardes.
—Ah, Takako-chan, no te había visto…
Sabu me miró como si efectivamente se hubiera dado cuenta por primera vez de mi presencia, a pesar de que en todo momento estuve dentro de su campo de visión. Desde que Momoko volvió a trabajar en la librería, la actitud de Sabu hacia mí cambió de un modo descarado. Antes parecía encantado conmigo e incluso a veces me ponía en una situación incómoda con comentarios del tipo de «anda, hazme el favor de casarte con mi hijo».
—He venido hoy para echar una mano.
—Ya, echar una mano. Los jóvenes de hoy pasan el día por ahí, deambulando de un lado a otro. ¿Tú tienes un trabajo como es debido?
—Qué grosero. Lo que pasa es que yo trabajo en un sitio donde es fácil pedir descanso en días laborables.
El tono de mi respuesta denotaba la irritación que sentía, pero él soltó una risita. Sabu es así, aunque sea buena persona es un impertinente.
Pero, por otra parte, Sabu es un buen conocedor de las incidencias que suceden por estos lares y además suele presumir de ello. Por eso cuando viene empieza a preguntarle a mi tío cosas sobre los clientes regulares de la librería Morisaki. Son charlas como esta:
—¿Qué tal le va últimamente al abuelillo de Takigawa?
—Ah, pues hace tiempo que no viene. Y eso que antes siempre se lo veía una vez cada dos semanas.
—Esperemos que no esté enfermo o algo por el estilo.
—Si aparece de pronto por aquí será un alivio, desde luego.
—¿Y el maestro Kurisu? Ese hombre desgrava el importe de los libros en concepto de material de investigación, ¿verdad? Menudo listillo.
—Kurisu sí que vino hace un par de días.
—¿Y qué es el del viejo Yamamoto? La última vez que le vi no paraba de presumir de que ya había alcanzado la cifra de cincuenta mil libros en casa y me dio mucha envidia. Aunque, bueno, seguro que exageraba.
Y siempre, sin falta, la conversación acaba así.
—El caso es que los años pasan para todos. Esta librería mismo, si no vienen clientes nuevos, no podrá continuar mucho tiempo.
—Pues sí, tienes toda la razón.
Y después, sin que se sepa muy bien dónde está la gracia, mi tío y él se echan a reír. Esta pareja repite siempre el mismo teatro. Me parece incomprensible que no se cansen de una vez.
Ahora bien, por lo que a Sabu respecta, hace tiempo que en secreto me pregunto algunas cosas acerca de él. Este hombre, ¿de dónde ha salido?
Yo únicamente veo que anda presumiendo de ser buen conocedor de todo lo que pasa en el barrio y que no se trata solo de la librería Morisaki sino que, ya sea por la mañana o por la tarde, se topa una con él por todos los rincones de Jinbocho. Siempre parece estar ocioso y una sola vez le he visto con aire de andar ocupado. Por añadidura, aunque siempre sean ejemplares de bajo coste, compra una buena cantidad de libros desde hace años. Si vive en una casa enorme, bien, pero si no es así, ¿dónde demonios guarda toda esa cantidad de libros? No menos extraño resulta el hecho de que esté casado con una bella mujer a quien le sienta muy bien vestir de kimono. Y entonces, de manera natural, surge la principal pregunta: ¿a qué trabajo se dedica Sabu? Cuanto más lo pienso, más me parece que este personaje es el más misterioso de todos.
A estas alturas, básicamente, Sabu ya ha dejado de ser tratado como un cliente. Por eso pensé que si preguntara acerca de él, lo más seguro sería que mi tío no se enfadara. Así que decidí terciar en la conversación que mantenían desde hacía un rato mientras sorbían su té.
—Sabu-san, ¿puedo interrumpir un momento?
—¿Qué te pasa que preguntas de una manera tan formal?
—Verá… es que quería saber en qué trabaja usted. Antes dijo que si los jóvenes andábamos deambulando por ahí de un lado a otro y tal, pero ¿acaso eso no se aplicaría mejor a usted mismo?
Sabu, como si llevara tiempo esperando que yo le preguntara eso, alzó las comisuras de los labios en una mueca sardónica imitando a los detectives de las novelas policíacas americanas. Me sacó de quicio.
—Te gustaría saberlo, ¿eh?
Sentado en la silla que tenía enfrente, inclinó el cuerpo acercándose a mi rostro. Mi irritación aumentó todavía más.
—Sí.
Mientras que por un lado ya me estaba arrepintiendo de haber sacado el tema, por otro asentí tal como él deseaba. Cuando se trata con Sabu es frecuente verse en este tipo de situaciones incómodas.
—¿Lo quieres saber de todas maneras?
—No, bueno, tampoco hasta ese punto.
—Vaya… Qué respuesta tan desconsiderada.
—Bien, vale, de acuerdo. Sí, sí, me muero de ganas por saberlo. Si no me lo cuenta, seguramente esta noche no podré conciliar el sueño. ¿Le parece bien así?
—¿De verdad?
— Sí, sí, quiero saberlo, quiero saberlo. Bueno, y entonces, ¿a qué se dedica usted?
Harta ya del asunto, repetí la pregunta y Sabu, con rostro de satisfacción, asintió y, manteniendo el rostro cerca de mí, contestó como en un susurro:
—Pues-no-te-lo-voy-a-de-cir.
Abrí y cerré la boca un par de veces como un pececillo de colores. Al verlo, el otro se rio a carcajadas mientras se sujetaba la barriga con ambas manos.
—Pero qué…
Qué tipo tan exasperante. Tomarme el pelo de esa manera…
—¡Qué forma de contestar es esa!
—Ja, ja, qué risa, qué risa.
—Este hombre… Oye, tío Satoru, ¿tú lo sabes?
—Eh, pues… si no me equivoco…
De pronto Sabu, con apariencia de estar muy apurado, comenzó a negar con la cabeza mientras detenía a mi tío.
—Calla, calla, Satoru. Es muy pronto para que Takako-chan lo sepa.
—Uy, lo siento, perdóname.
—¿Eh? Pero bueno, ¿esto qué es?
—Se dice que los hombres, cuanto más misteriosos, más atractivos, ¿no? Por eso no te lo voy a contar. Lo mejor es que te intereses tanto por mí que termines soñando con ello.
—Y un cuerno. Ya ha dejado de interesarme.
—Buf, qué mujer tan terca.
—Lo digo en serio. Ahora ya me importa un comino. No pienso volver a preguntárselo —le dije con sequedad.
—Bien, ya me he reído a gusto de Takako-chan, así que creo que va siendo hora de marcharse.
Sabu se terminó el té de un trago y salió de la librería. Y, mientras lo hacía, todavía soltaba unas risitas.
—Menos mal que se fue de una vez. Menudo sujeto…
Visto lo visto, incluso mi tío tuvo que darme la razón.
—Sí, mira que es un tipo raro.
Es verdad que la mayoría de los clientes de esta librería son gente rara.