Estamos en Jinbocho, Tokio. Un barrio un poco particular, en el que la mayoría de los establecimientos comerciales son librerías. En las librerías de segunda mano que se suceden una tras otra encontramos libros de arte, libretos de teatro, libros de historia, de filosofía, o incluso artículos más infrecuentes, como libros japoneses arcaicos en formato de pergamino enrollado o mapas antiguos. En cualquier caso, la selección confiere a cada establecimiento un sabor particular. Dicen que sumando todas esas tiendas la cifra supera las ciento setenta. Lo cierto es que el hecho de que a lo largo de toda la calle se alinee una gran cantidad de establecimientos compuestos en su mayor parte por librerías es un panorama que merece la pena ver.
A pesar de que en la acera contraria de la avenida comienza un barrio de edificios de oficinas, lo que se encuentra en el territorio de este lado son construcciones de gustos variados donde es posible evitar con facilidad las injerencias de alrededor. Entrar ahí es como rodearse de una atmósfera confidencial, algo así como vivir dentro de unas coordenadas espaciotemporales diferentes. Por eso, si se camina por ese sitio hasta que deje de apetecer, es normal que se pierda la noción del tiempo transcurrido.
El lugar al que me dirijo ahora se halla en esa zona. Avanzando por la calle que alberga a las librerías de segunda mano, hay que torcer por una calle que queda casi a la salida del barrio y entonces el punto de destino aparece enseguida a la vista. Es una librería de segunda mano llamada Morisaki, especializada en literatura de comienzos de la Modernidad japonesa.
—Eh, Takako-chan, aquí, aquí.
Al doblar la esquina oí que una voz vibrante me llamaba por mi nombre. Entonces vi que un hombre de mediana edad y escasa corpulencia, con gafas de montura negra, miraba hacia mí agitando exageradamente la mano.
—Pero si ya te dije por teléfono que no salieras a esperarme… Que no soy una niña, ¿eh?
Me acerqué acelerando el paso y protestando en voz baja. Este hombre siempre igual, tratándome como a una niña. Pero si ya soy una mujer de veintiocho años… Lógicamente, a esta edad me da vergüenza que me llamen por mi nombre a voces en plena calle.
—Es que tardabas en llegar. Pensaba si no te habrías perdido y me preocupaba.
—Pero eso no es motivo para estar esperando fuera de la tienda. Para empezar, ya he venido docenas de veces. ¿Cómo iba a perderme?
—Bueno, sí, eso es cierto. Pero es que como a veces se te va un poco la cabeza, pues claro…
Furiosa ante el comentario, le respondí como una centella.
—Eso será a ti. ¿Por qué no pruebas a mirarte al espejo? Te encontrarás con que te devuelve la mirada un vejete alelado y sin fuerzas, que no es otro que tú.
Su nombre es Morisaki Satoru. Es mi tío por parte de madre y su profesión consiste en dirigir esta librería Morisaki en calidad de propietario de tercera generación. En realidad, la primera librería que hizo construir su bisabuelo en la era Taisho * ya ha desaparecido y el establecimiento que la aloja hoy es un edificio de hace unos cuarenta años.
El tío Satoru, empezando por su aspecto, produce la impresión de ser una persona bastante rara. Siempre se viste con ropas desgastadas, calza unas sandalias a la antigua y lleva el pelo tan revuelto que se diría que no ha pasado nunca por la peluquería. Encima, no solo dice cosas estrambóticas sino que, como los niños, suelta tal cual lo que le pasa por la cabeza. En suma, que es un sujeto bastante indomable. Aun así, curiosamente, en este barrio un tanto especial que es Jinbocho, por lo visto ese aire y esa personalidad tan extravagantes ejercen un influjo beneficioso, ya que en general cae bien y resulta bastante difícil encontrar a alguien que no se trate con él.
La librería Morisaki de mi tío es una construcción de madera a la antigua, de dos pisos, un lugar vetusto al que el calificativo de «librería de viejo» le viene que ni pintado. Además, el interior es angosto y como mucho pueden entrar cinco personas a la vez. Por si fuera poco, hay tantos libros que no solo ocupan las baldas de las estanterías, sino que también hay volúmenes encima de cada fila o sobre el tope, o colocados en el suelo arrimados contra la pared o detrás del mostrador de venta, formando un conglomerado tal que en todo el establecimiento flota ese olor a moho tan característico de los libros viejos.
En general, los libros que se venden aquí son ejemplares baratos, con un precio entre los cien y los quinientos yenes, pero también hay algunos volúmenes valiosos, como primeras ediciones de obras de autores de renombre. Comparado con los tiempos del abuelo, el número de gente que busca libros de segunda mano ha disminuido y, según escuché más de una vez, el negocio ha pasado por momentos difíciles. Pero aun así, el hecho de que pueda continuar su actividad a día de hoy es gracias a que muchos clientes siguen apreciando esta librería y acuden regularmente a comprar.
La primera vez que vine a este establecimiento fue hace ya tres años. En aquel entonces, mi tío me dejó vivir en una habitación vacía del segundo piso de la librería e incluso me dijo: «Puedes quedarte todo el tiempo que quieras».
Todavía hoy recuerdo con total claridad los días en que mi vida transcurrió aquí. Visto desde ahora, el motivo fue un asunto sin mayor importancia, pero lo cierto es que en esa época me encontraba en un estado de continua irritación y me dedicaba a pagarlo con todo el que tuviera delante. Al principio fue mi tío el blanco de mi estado de ánimo, y yo, sintiéndome como la protagonista de algún drama, me encerraba en la habitación a solas y me pasaba el día llorando. Pero a pesar de ese comportamiento, mi tío continuaba dirigiéndome la palabra con enorme paciencia y frases amables, una y otra vez. Me decía cosas como que la lectura era una experiencia estimulante que me haría vibrar de emoción o que mirar cara a cara mis propios sentimientos era algo muy importante para salir adelante en la vida. Ponía toda su energía en enseñarme este tipo de cosas.
Ni que decir tiene que también fue mi tío quien me enseñó todo lo relativo al barrio de Jinbocho. Cuando vine por primera vez me quedé sumida en un profundo asombro al ver una calle donde, una puerta tras otra, la inmensa mayoría de las edificaciones eran librerías.
—Este barrio siempre ha sido muy querido por los literatos de todas las épocas y esta es la calle con mayor concentración de librerías del mundo.
Mi tío, curiosamente, me dijo esto no solo con orgullo, sino como si en cierto modo estuviera presumiendo acerca de sí mismo.
A decir verdad, en aquel momento no comprendí en absoluto en dónde podría residir el motivo de semejante orgullo. Pero ahora, con todo lo vivido desde aquel día, entiendo ya muy bien lo que quiso decir mi tío. Efectivamente, este barrio es único en el mundo, un lugar estimulante que rebosa de atractivos.
—¡Eh, vosotros! ¿Pero qué estáis haciendo ahí?
Mi tío y yo continuábamos discutiendo sin parar delante de la tienda cuando un vozarrón salió del interior. Al girarnos en esa dirección, vimos a una mujer con el pelo corto y bien arreglado que, sentada tras el mostrador, nos miraba con rostro malhumorado. Era Momoko.
—¿Qué hacéis ahí perdiendo el tiempo? Pasad dentro de una vez.
Con ademán impaciente, nos hacía gestos con la mano para que entrásemos. No le debía hacer ninguna gracia que ella fuese la única que estuviera sola esperando allí.
Momoko es la esposa del tío Satoru. Tiene un carácter sencillo y directo, como un tronco de bambú cortado limpiamente de un tajo. No había grandes diferencias ni en aspecto ni en edad con el tío Satoru y sin embargo ella daba la impresión de ser mucho más joven. Ante una mujer así, hasta el tío Satoru era incapaz de sacar los colmillos, y he visto infinidad de veces cómo se vuelve tan dócil como un perrito faldero. De hecho, ver a mi tío en ese estado es una situación que solo se da cuando está junto a ella.
En realidad, debido a ciertas circunstancias, Momoko se separó de mi tío hace unos cinco años y estuvo viviendo así durante largo tiempo, pero hará un mes regresó sin mayor problema. Desde entonces, el manejo de la librería lo llevan entre mi tío y ella.
—Bueno, Takako-chan, ¿qué tal te va? —me dijo Momoko con una sonrisa de simpatía.
Como de costumbre, sabía mantener el cuerpo en una postura admirablemente correcta y, gracias a eso, aunque fuera vestida solo con un sencillo jersey y una falda larga, transmitía un aire de distinción. Por lo que a la personalidad respecta, no creo que me gustase tener su vigorosa vehemencia, pero sí que envidio un poco su elegante presencia.
—Bien, sin nada en particular. El trabajo también va sobre ruedas. ¿Y tú, Momoko?
—Yo, pues bien sana, como puedes ver.
La mujer alzó los brazos y los dobló para sacar músculo, imitando la pose de Popeye el marino.
—Ya veo. Entonces no me preocupo. Me alegro mucho.
Su actitud me descargó las preocupaciones. Hace unos años Momoko sufrió una dolencia grave y todavía continuaba en observación sobre la evolución del pronóstico. El tío también se preocupaba por la salud de Momoko, pero lo demostraba con exceso, hasta el punto de que, por el contrario, resultaba cargante a ojos de ella.
—Hay pastelillos daifuku de judías y arroz, ¿te apetecen?
—Ah, pues sí, me tomaría uno.
Al ver que la mujer se metía en la trastienda, el tío me susurró:
—Cuando Momoko está en la librería, me siento asfixiado sin remedio. Es mucho más cómodo estar solo.
—Pero si te quedaras realmente solo, la echarías de menos, ¿no? —le respondí para hacerle rabiar.
Ante eso, el tío contratacó tomándoselo en serio, como los niños.
—No digas tonterías. De entrada, con esa todo el día sentada en el mostrador, ¿dónde me meto yo? Últimamente me paso el día entrando y saliendo de la tienda, como si fuera un perro guardián.
—Ah, entonces, ¿no será por eso que estabas esperándome fuera?
—Lo dejo a tu imaginación —dijo con semblante serio y un tanto lastimero.
Entonces, como cuchicheando, cambió de tema y añadió:
—Bueno, dejemos eso. Verás…
—¿Qué?
—En la última subasta conseguí un artículo bastante bueno. Todavía no lo he sacado a la venta pero, haciendo una excepción, te lo podría mostrar antes.
A pesar de sus palabras, en realidad se moría de ganas por enseñármelo. Pero no pude evitar verme arrastrada por su entusiasmo y me sentí presa de la expectación. Creo que quizá sea algo de familia, que llevamos en la sangre. El hecho de que todavía hoy en los días libres me acerque cada dos por tres a esta librería es, entre otras cosas, porque espero ese tipo de novedades.
—¡Sí, quiero verlo!
Sin darme cuenta, levanté bastante la voz.
—Pero ¿qué hacéis? Precisamente ahora que voy a servir el té.
Momoko apareció con una tetera en la mano y nos miró con expresión de hastío.
—Esto es una librería. Lo natural es ver libros. ¿Verdad, Takako?
El tío habló con firmeza.
—¡Sí! Eso es, eso es.
Mostré mi acuerdo con él mientras me reía. Momoko nos miró con reprobación y farfulló:
—Sois odiosos, los dos.
Así es la librería que adoro. La librería Morisaki.
Desde aquellos días, este establecimiento se ha convertido en una parte inseparable de mi vida cotidiana. Y, aunque cada una de ellas sean poca cosa, es una librería repleta de pequeñas historias. Seguramente por eso continúo viniendo aquí una y otra vez.
* N. del T.: Periodo de la cronología japonesa que va de julio de 1912 a diciembre de 1926.