CAPÍTULO DOS
Montgomery

No era un río, porque no había ríos en el fino suelo del norte de Yucatán. En su lugar, siguieron una laguna que se adentraba en la selva, como si fueran dedos que se abrían paso y se deslizaban tierra adentro. No era un río y, sin embargo, se parecía mucho a uno; los mangles daban sombra al agua y entrelazaban sus raíces, a veces tan cerca que amenazaban con ahogar la vida de los visitantes incautos. El agua parecía de color verde profundo en la sombra y luego se volvía más turbia, teñida de un marrón oscuro por las exuberantes hojas y la vegetación muerta.

Creía estar acostumbrado a los brezales del sur y a la aglomeración de la selva, y sin embargo aquel lugar era diferente a lo que había visto antes, cerca de Ciudad de Belice.

Fanny habría odiado este lugar.

Los barqueros movían sus pértigas con rapidez, como los gondoleros de Venecia, alejándose de las rocas y los árboles. Hernando Lizalde se sentó junto a Montgomery, con aspecto sonrojado e incómodo a pesar de que la barca había sido equipada con un toldo para protegerlos del sol. Lizalde vivía en Mérida y no se aventuraba lejos de su casa, aunque poseía varias haciendas por toda la península. Aquel viaje también le resultaba extraño y Montgomery dedujo que no le gustaba visitar al doctor Moreau con frecuencia.

Montgomery no sabía exactamente a dónde se dirigían. Lizalde se había mostrado reacio a compartir cualquier coordenada. Se había mostrado reacio en muchos aspectos, pero el dinero que le había ofrecido sirvió para mantener a Montgomery interesado en aquella aventura. Había trabajado para hombres viles, por migajas. Lizalde era otro trabajo molesto más.

Además, estaba el tema de su deuda.

—No debemos estar lejos de Yalikin —dijo Montgomery, tratando de construir un mapa en su cabeza. Pensó que habría cubanos allí, extrayendo palo de tinte y huyendo de la guerra en su isla.

—Estamos en el límite del territorio indio. Malditos sean esos bastardos impíos. Se apoderan de las costas —dijo Lizalde, y escupió al agua como para subrayar su opinión.

En Bacalar y Ciudad de Belice había visto a muchos mayas libres, «macehuales», como se llamaban a sí mismos. Los británicos comerciaban con ellos con regularidad. Los mexicanos blancos de las tierras occidentales, hijos de españoles que habían conservado su pureza de casta, no los querían y no era de extrañar que Lizalde estuviera predispuesto en contra de aquella gente libre. No era que a los británicos les agradaran los mayas por sí mismos, ni que se mantuvieran siempre en términos amistosos, pero los compatriotas de Montgomery pensaban que los rebeldes mayas podían ayudarles a quedarse con un trozo de México para la corona. Después de todo, un territorio en disputa podía convertirse en un protectorado con un poco de negociación.

—Nos libraremos de esa lacra pagana, haremos pedazos a esos cobardes sarnosos algún día —prometió Lizalde.

Montgomery sonrió, pensando en cómo los «dzules» como Lizalde habían huido hacia la costa, se habían subido a un barco y habían escapado a la seguridad de Isla Holbox o bien llegado a trompicones hasta Mérida a toda prisa durante las escaramuzas anteriores contra los rebeldes mayas.

—Los macehuales creen que Dios les habla en forma de cruz parlante. No son exactamente paganos —contestó, simplemente porque quería ver cómo el rostro sonrojado de Lizalde se ponía aún más rojo. No le agradaba el hacendado, aunque el hombre le pagara. No le agradaba nadie. Todos los hombres eran para él peores que los perros, y vilipendiaba a la humanidad.

—Es una herejía de todos modos. Supongo que usted no rinde culto propiamente al Señor, señor Laughton. Pocos de su clase lo hacen.

Se preguntó si se referiría a los hombres en su línea de trabajo o a los ingleses y se encogió de hombros. La piedad no era necesaria para cumplir las órdenes de su patrón, y había perdido cualquier fe que hubiera tenido mucho antes de tocar la costa de las Américas.

Dieron muchas vueltas a través de los manglares hasta que el agua se hizo poco profunda y divisaron dos solitarios postes de madera. En uno de ellos había un sencillo esquife atado. Debía ser el equivalente a un embarcadero. Desde allí partía un camino de tierra de color amarillo rojizo brillante. En época de lluvias se convertiría sin duda en una trampa lodosa. Pero por ahora estaba seco y había un camino despejado a través de los densos matorrales y la maleza.

Un hombre caminaba delante de ellos y detrás había otros dos que llevaban las pertenencias de Montgomery. Si decidía quedarse, tendría unos pocos artículos de aseo; el resto podría enviarse más tarde, aunque no había mucho más que llevar. Tendía a viajar ligero siempre. Las posesiones de las que no podía prescindir eran su rifle, que llevaba colgado del hombro izquierdo, la pistola en la cadera y la brújula en el bolsillo. Este último objeto había sido un regalo de boda de su tío. Le había servido para atravesar Honduras Británica, los pantanos, los arroyos, los puentes desvencijados y las crestas puntiagudas. A través de la humedad y los enjambres de mosquitos. A través de tierras ricas en piedra caliza y repletas de caoba, pasando por ceibas con contrafuertes tan robustos como las torres de un castillo, con sus ramas engalanadas de orquídeas.

Ahora lo había traído aquí, a México.

Caminaron hasta llegar a dos ceibas que daban sombra a un alto arco morisco. A lo lejos se veía una casa blanca. Toda la propiedad de Moreau estaba rodeada por un enorme y alto muro y estaba anclada por aquellos arcos. La casa y los demás edificios (detectó los establos a la izquierda) se encontraban en medio de ese largo rectángulo amurallado en el que las plantas crecían de forma salvaje y descuidada.

No era una gran hacienda propiamente dicha ni por asomo (pensaba que era demasiado pequeña para eso; la propiedad podría pasar por un rancho), pero aun así era un espectáculo. Lizalde le había dicho que los propietarios anteriores habían pensado en poner una planta azucarera. Si lo habían hecho, sus esfuerzos habían sido mediocres; no pudo ver las chimeneas reveladoras. Tal vez hubiera un trapiche en la parte trasera, pero no podía ver tan lejos. Había un muro divisorio más corto atrás. Estaba pintado de blanco, como la casa. Las viviendas de los trabajadores debían estar detrás de aquel muro divisorio, junto con otras estructuras.

La forma mexicana de construir casas, heredada de los españoles, implicaba muros detrás de muros y más muros. Nada quedaba fácilmente expuesto a los ojos curiosos de los transeúntes. Apostaba que había un encantador patio interior tras la robusta fachada de la casa, un refugio enclaustrado de hamacas y vegetación en medio de una hilera de arcadas. El propio portón de la casa era alto, de tres metros de altura, de madera tan oscura que casi parecía negra, contrastando con la blancura de la casa. Había un postigo que permitía el paso de personas a pie, de modo que las puertas dobles no tuvieran que abrirse.

Cuando una mujer abrió el postigo para recibirlos y atravesaron el patio interior quedó demostrado que Montgomery se había equivocado. No había exuberantes jardines ni perezosas hamacas. Se encontró con una fuente seca a la sombra de un árbol de ya’axnik1 y macetas vacías. Las buganvilias sin podar abrazaban los muros de piedra. Unos elegantes arcos conducían a la casa propiamente dicha, y las ventanas con rejas de hierro daban al patio. A pesar del carácter enclaustrado de las viviendas mexicanas, el interior y el exterior también parecían mezclarse libremente, y sobre los arcos había imágenes talladas de hojas y flores que evocaban la presencia de la naturaleza. Era una paradoja de la cual disfrutaba: aquel encuentro de piedra y plantas, oscuridad y aire.

La mujer dijo a los hombres que llevaban las cosas de Montgomery que esperaran en el patio y luego pidió a los caballeros que la siguieran.

La sala de estar a la que Lizalde y Montgomery fueron conducidos tenía altas puertas francesas y estaba amueblada con dos sofás rojos que habían visto días mejores, tres sillas y una mesa. No era la mejor morada, ni el orgullo del hacendado más rico, sino más bien una casa de campo mantenida al azar, pero tenían un piano. Había una enorme araña de hierro forjada a mano dramáticamente suspendida de las vigas de madera, atrayendo la mirada e indicando además una cierta cantidad de riqueza.

De forma absurda, se había colocado un delicado reloj sobre la repisa de una chimenea. Estaba pintado con una escena de cortejo que mostraba a un hombre con librea francesa de un siglo anterior besando la mano de una mujer. Los querubines servían de adorno adicional, y la parte superior estaba pintada de azul pálido. No hacía juego con nada más en la habitación. Era como si el dueño de la casa hubiera saqueado otra propiedad y luego hubiera arrojado apresuradamente el reloj en esta sala.

Había un hombre sentado en una de las sillas. Cuando entraron, se levantó y sonrió. El doctor Moreau era más alto que Montgomery, y Montgomery solía sobresalir por encima de los demás, con un buen metro y noventa de altura. El doctor también era de complexión poderosa, con una frente fina y una boca decidida. Aunque su pelo estaba encaneciendo, tenía un entusiasmo, una vitalidad, que no daban en absoluto la impresión de un hombre que se acercaba a sus años dorados. En su juventud, el doctor Moreau podría haber sido un púgil, si hubiera querido.

—¿Ha tenido un buen viaje? ¿Y le gustaría un vaso de licor de anís? —preguntó el doctor Moreau una vez que Lizalde les hubo presentado—. Me parece que lo refresca a uno.

Montgomery estaba acostumbrado a cosas más fuertes, al aguardiente. Aquel dedal de licor no era su bebida preferida. Pero nunca rechazaba un licor. Era su maldición. Así que se lo bebió de un trago con un rápido giro de muñeca y dejó el vaso en una bandeja circular de cerámica.

—Estoy encantado de conocerlo, señor Laughton. ¿Me han dicho que es usted de Manchester? Una ciudad importante, muy grande hoy en día.

—No he estado en Manchester desde hace mucho tiempo, señor. Pero sí —dijo Montgomery.

—También me han dicho que tiene usted cierto interés y experiencia en ingeniería y que también domina las ciencias biológicas. Si me permite decirlo, parece usted un poco joven.

—Tengo veintinueve años al presentarme hoy ante usted, lo que quizá le parezca joven, aunque podría protestar por tal afirmación. En cuanto a mi experiencia, me fui de casa a los quince años con la intención de aprender un oficio y tomé un barco hacia La Habana, donde mi tío mantenía varios tipos de maquinaria. Me hice maquinista, como lo llaman allí.

Omitió la razón por la que había abandonado Inglaterra: las insidiosas palizas de su padre. El viejo también poseía una afinidad por el licor. A veces Montgomery pensaba que era una dolencia vil que le había transmitido a través de la sangre. O una maldición, aunque él no creía en las maldiciones. Pero si fuera así, su familia también le había transmitido su facilidad con la maquinaria. Su padre había entendido la maquinaria del algodón, las correas y poleas y las calderas. Su tío también conocía el funcionamiento de las máquinas, y de pequeño a Montgomery le fascinaba más el movimiento de una palanca que cualquier juguete o juego.

—¿Cuánto tiempo estuvo en Cuba?

—Nueve años en el Caribe, en total. Cuba, Dominica, varios otros lugares.

—¿Le fue bien allí?

—Bastante bien.

—¿Por qué se fue?

—Me mudo con frecuencia. Honduras Británica me sentó bien durante unos años. Ahora estoy aquí.

No era el único que había emprendido aquella travesía. Había un grupo variopinto de europeos y americanos que se agolpaban en aquella parte del mundo. Había visto a exconfederados que habían huido al sur tras el fin de la Guerra Civil en Estados Unidos. El grueso de esos confederados estaba ahora en Brasil, intentando establecer nuevos asentamientos, pero otros se habían reunido en Honduras Británica. Había alemanes que se habían quedado allí tras los fallidos esfuerzos imperiales de Maximiliano y mercaderes británicos que navegaban con sus mercancías. Había caribes negros de San Vicente y otras islas que hablaban un francés excelente, peones mulatos que extraían chicle y otros que cortaban caoba, los mayas que se aferraban a los asentamientos de la costa y los dzules como Lizalde. Los mexicanos de la clase alta, los Lizalde de la península, solían reivindicar una ascendencia blanca y pura, y algunos de ellos eran, de hecho, más blancos que Montgomery, de ojos azules y verdes, y estaban sumamente orgullosos de este hecho.

Montgomery había elegido Honduras Británica y luego México no por sus riquezas naturales, aunque había oportunidades en ese aspecto, y no porque aquel vibrante collage de gente le atrajera, sino simplemente porque no deseaba volver al frío y a los fuegos que crepitaban por la noche en pequeñas habitaciones que le recordaban a la muerte de su madre y después también al fallecimiento de Elizabeth. Fanny no podía entenderlo. Para ella, Inglaterra significaba civilización, y su aversión por los climas más fríos le parecía antinatural.

—Háblele de los animales —dijo Lizalde, agitando perezosamente la mano en dirección a Montgomery, como quien ordena a un perro que haga un truco—. Montgomery es cazador.

—¿Lo es, señor Montgomery? ¿Disfruta del deporte? —preguntó Moreau, sentándose en la silla que había estado ocupando antes de que entraran. Torció la boca en una leve sonrisa.

Montgomery se sentó también en uno de los sofás (todos los muebles necesitaban un buen retapizado), con un codo apoyado en el reposabrazos y el rifle apartado pero al alcance de la mano. Lizalde permaneció de pie junto a la repisa de la chimenea, examinando el delicado reloj que había allí.

—No lo hago por deporte, pero me he ganado la vida con ello durante los últimos años. Consigo especímenes para instituciones y naturalistas. Luego embalsamo los ejemplares, los preparo y los envío a Europa.

—Entonces está familiarizado con cuestiones biológicas y con ciertos artículos de laboratorio, ya que la taxidermia lo requiere.

—Sí, aunque no pretendería instruirme formalmente en esta materia.

—Sin embargo, ¿no disfruta con ello? Muchos hombres cazan por la mera emoción de ver un hermoso animal montado y disecado.

—Si lo que quiere preguntar es si prefiero tener diez pájaros muertos que diez vivos, entonces no, no disfruto de los especímenes muertos. No busco plumas para desplumar, y prefiero dejarlas sobre el pecho de una tángara escarlata que verlas en el fino sombrero de una dama. Pero siendo las ciencias biológicas lo que son, necesitas esos diez pájaros y no solo uno.

—¿Y a qué se debe eso?

Montgomery se inclinó hacia delante, inquieto. Su ropa estaba arrugada y un hilillo de sudor le corría por el cuello. Lo único que deseaba era remangarse hasta los codos y echarse agua fría en la cara, y sin embargo estaba siendo entrevistado para el trabajo sin la cortesía de concederle cinco minutos para asearse.

—Cuando se trata de echar un vistazo al mundo hay que hacerlo a fondo. Si capturara un espécimen y lo enviara a Londres, la gente podría tomarlo como el único modelo del organismo, lo que sería incorrecto, ya que, como mínimo, los machos y las hembras de las aves suelen diferir en un grado sorprendente.

»Así que debo enviar especímenes machos y hembras, más pequeños y más grandes, escuálidos y regordetes, e intentar proporcionar una muestra variada de su morfología para que los zoólogos lleguen a comprender la especie en cuestión. Siempre y cuando haya hecho bien mi trabajo y haya ofrecido especímenes precisos y las notas que deben acompañarlos. Busco la esencia del ave.

—Qué espléndida encapsulación de todo —dijo Moreau, asintiendo—. ¡La esencia del ave! Eso es precisamente lo que intento encontrar aquí con mi trabajo.

—Si me permite decirlo, no sé en qué consiste su trabajo. Me han dado pocas indicaciones de lo que podría hallar en Yaxaktun.

Montgomery había preguntado un poco, pero los detalles habían sido terriblemente escasos. El doctor Moreau era un francés que había llegado al país en algún momento de la Guerra de Reforma. O tal vez poco después de la guerra entre México y Estados Unidos. México era constantemente azotado por fuerzas conquistadoras y luchas internas. Moreau no era más que otro europeo que había llegado con un poco de capital y una gran ambición. Pero Moreau, a pesar de ser médico, no abrió ninguna consulta y no permaneció mucho tiempo en una gran ciudad, como cabía esperar de cualquier tipo que quisiera establecerse en la sociedad mexicana. En lugar de ello, estuvo en la selva dirigiendo un sanatorio o una clínica de alguna clase. Dónde, exactamente, era una incógnita.

—Yaxaktun es un lugar especial —dijo el médico—. No tenemos un gran personal, ni mayorales, ni caporales, ni vaqueros, ni luneros, como podría haber en una hacienda propiamente dicha. Tendrá que hacer un poco de todo.

»Si toma el puesto de mayordomo, deberá encargarse de una serie de tareas. La vieja noria es inútil. Tenemos un par de pozos, por supuesto, pero sería bueno contar con verdaderos jardines y riego. La casa y los edificios auxiliares, así como los terrenos y su mantenimiento, lo tendrán bastante ocupado. Pero también está el asunto de mi investigación.

—El señor Lizalde dijo que usted le está ayudando a mejorar sus cultivos.

Hernando Lizalde había mencionado los «híbridos» de pasada, pero solo una vez. Montgomery se preguntó si Moreau era uno de esos botánicos a los que les gustaba injertar plantas, de los que obligaban a un limonero a producir naranjas.

—Sí, hay algo de eso —dijo Moreau, asintiendo—. La tierra puede ser obstinada aquí. Suelos finos y pobres. Estamos asentados sobre un bloque de piedra caliza, señor Laughton. Aquí crecen la caña de azúcar y el henequén, pero aun así no es fácil cultivar. Sin embargo mis actividades son mucho más extensas, y antes de llegar a los detalles de mi trabajo debo recordarle, como sin duda el señor Lizalde le habrá dejado claro, que su puesto aquí implicaría un voto de silencio.

—Firmé papeles a tal efecto —dijo Montgomery. De hecho, prácticamente había cedido por escrito toda su vida. Se había endeudado por Fanny, le había comprado todos los vestidos y sombreros que había podido. Aquella deuda se había vendido y vuelto a vender, acabando en el regazo de Lizalde.

—El chico ha sido investigado a fondo —dijo Lizalde—. Es capaz y discreto.

—Puede ser, pero se necesita cierto temperamento para permanecer en Yaxaktun. Estamos aislados, el trabajo es arduo. Un joven como usted, señor Laughton, podría ser más adecuado para una gran ciudad. Ciertamente su esposa podría preferir eso. Ella no lo acompañaría, ¿verdad?

—Estamos separados.

—Lo sé. Pero no se le ocurriría volver a ponerse en contacto con ella, ¿verdad? Ya lo hizo en el pasado.

Montgomery trató de mantener un rostro impasible, pero aun así clavó los dedos en el brazo del sofá. No era una sorpresa que Lizalde hubiera incluido aquella información en el expediente que le había enviado al doctor Moreau, pero aun así le escocía responder.

—Fanny y yo hemos dejado de mantener correspondencia.

—¿Y no tiene más familia?

—El último pariente que me quedaba vivo era mi tío y falleció hace años. Tengo primos en Inglaterra a los que nunca he conocido.

También había tenido una hermana, una vez. Elizabeth, dos años mayor que él. Habían sido compañeros de juegos hasta que él se había ido a hacer fortuna. Prometió que volvería a buscarla, pero Elizabeth se había casado un año después de su partida. Ella le escribía a menudo, sobre todo para contarle la miseria de su matrimonio y sus esperanzas de que pudieran volver a reunirse.

Habían perdido a su madre cuando eran jóvenes y él recordaba las largas noches en su habitación mientras ardía el fuego. De aquel momento en adelante, se habían tenido el uno al otro. Su padre no era de fiar. Bebía y golpeaba a sus hijos. Elizabeth y Montgomery, eran solo ellos dos. Incluso después de casarse, ella pensó que él era su salvación y Montgomery accedió a enviarle dinero para su pasaje.

Pero para cuando Montgomery se había establecido en una posición sólida, ya tenía veintiún años y su sentido del deber fraternal había disminuido mucho. Había otros asuntos en su mente, sobre todo Fanny Owen, la hija de un pequeño comerciante británico que había construido su hogar en Kingston.

En lugar de gastar sus preciados ahorros enviándolos a su hermana, había utilizado aquel dinero para comprar una casa y casarse con Fanny.

Un año después su hermana se suicidó.

Había cambiado a Elizabeth por Fanny, y por si fuera poco había matado a su hermana.

Montgomery se aclaró la voz.

—No tengo ningún pariente al que escribir sobre su trabajo científico, doctor Moreau, si es eso lo que teme —dijo después de un momento—. Aunque todavía no tengo ni idea de cuál puede ser el trabajo.

Natura non facit saltus —respondió el doctor—. Ese es mi trabajo.

—Mi latín es deficiente, doctor. Puedo anotar los nombres de las especies, no recitar frases bonitas.

El reloj sonó, marcando la hora, y el doctor volvió la cabeza hacia la puerta. Una mujer y una niña entraron a la habitación. Los ojos de la chica eran grandes y de color ámbar y su pelo era negro. Llevaba uno de esos vestidos brillantes que estaban de moda. Era un tono de rosa intenso, poco natural, repleto de adornos y casi reluciente con cierta belleza brutal. El vestido de una pequeña emperatriz que había venido a recibir a la corte. Al igual que el reloj, aquel atuendo estaba fuera de lugar en la habitación, pero Montgomery empezaba a pensar que aquel era precisamente el efecto que quería el doctor Moreau.

—Aquí está el ama de llaves con mi hija. Carlota, ven aquí —dijo el doctor y la muchacha se le acercó—. Caballeros, permítanme presentarles a mi hija, Carlota. Este es el señor Lizalde y este es el señor Laughton.

La hija del doctor tenía una edad en la que aún podía aferrarse a su condición de niña. Sin embargo, pronto imaginó que la harían cambiar sus vestidos juveniles por la madurez del corsé y el peso de las faldas largas. Eso fue lo que le hicieron a Elizabeth: la envolvieron en terciopelo y muselina de colores y la ahogaron hasta matarla.

Elizabeth no se había suicidado. La habían asesinado. Las mujeres eran mariposas para ser prendidas con alfileres contra una tabla. Pobre niña, aún no conocía su destino.

—¿Podrías decirle qué significa natura non facit saltus? —preguntó el doctor, aparentemente intentando bromear. Montgomery no estaba de humor para bromas.

—Significa que la naturaleza no da saltos —dijo la chica.

Su lengua aún tenía un fuerte sabor al anís que había bebido y se preguntó qué pasaría si no conseguía aquel trabajo. Supuso que podría beber hasta la saciedad en Progreso. Beber y luego dirigirse a ciegas hacia otro puerto. Hacia el sur, probablemente a Argentina. Pero tenía deudas que pagar antes de pensar en eso. Deudas que controlaba Lizalde.


1. Árbol de la familia Lamiaceae de hasta 30 m de altura; el diámetro normal del tronco es de hasta 80 cm y tiene la corteza de color café amarillento. Sus hojas están divididas como una mano abierta. Las flores de color morado forman racimos perfumados. Los frutos son de color verde oscuro, globosos y de sabor dulce. Este árbol se encuentra en Belice, Guatemala, Honduras y México (N. T.).