CAPÍTULO I

ADOLF HITLER, EL ORIGEN DEL «REICH DE LOS MIL AÑOS»

 

La llegada del Anticristo

VIENA, 1907. Un joven de mirada turbia, incipiente bigote y lacio cabello negro, vestido con una ropa incapaz de ocultar su humilde procedencia, camina solitario por las calles de la gloriosa aunque decadente ciudad imperial; absorto en sus pensamientos de grandeza acaso imposible, sin apenas un chelín en el bolsillo, vive como un bohemio, casi un vagabundo, alojado en una pensión de mala muerte, sobreviviendo con un pequeño subsidio de orfandad y el escaso dinero que le reporta la venta de algunos cuadros pintados de su mano. El éxito se muestra esquivo con él; la realidad, implacable, le muestra su peor cara. Pero bajo esa apariencia mediocre duerme un monstruo difícil de reconocer a primera vista.

No podía imaginar entonces la historia adónde la conduciría aquel fútil personaje, por qué extraños y terribles vericuetos de sangre caminaría el hombre moderno bajo su letal yugo apenas dos décadas después de sus paseos solitarios por las calles vienesas. Su nombre, sesenta y cinco años después de su muerte, aún provoca recelo y dilatado temor: Adolf Hitler, el «Anticristo» moderno.

Nacido un 20 de abril de 1889 en Braunau am Inn, una ciudad fronteriza cerca de Linz, en lo que entonces todavía era el glorioso Imperio austrohúngaro, pertenecía a una familia respetada de clase media baja; su padre, Alois Hitler, era un agente de aduanas, y su madre, Klara Pölzl, ama de casa, no solo era la tercera esposa de este, sino su propia prima, lo que les obligó a pedir una dispensa papal para poder contraer matrimonio. Nunca la endogamia haría tanto daño al devenir del hombre.

Adolf era el tercero de cinco hermanos (de los cuales solo sobreviviría él, hasta 1945, y su hermana Paula, que fallecería en Berchtesgaden en junio de 1960) y su infancia transcurriría entre constantes cambios de domicilio (vivió en Braunau, Passau, Lambach, Leonding o Linz) y palizas de su padre, dado al alcohol, lo que explica su constante enojo para con el mundo pero no es suficiente para justificar la mentalidad depravada que acabaría caracterizándolo y causando espanto en los corazones de millones de personas. No obstante, las agresiones de su progenitor dejaron honda huella en su personalidad; muchos años después confesaría a su secretaria que un día, cansado de las palizas, «tomé la decisión de no llorar nunca más cuando mi padre me azotaba. Unos pocos días después tuve la oportunidad de poner a prueba mi voluntad. Mi madre, asustada, se escondió en frente de la puerta. En cuanto a mí, conté silenciosamente los golpes del palo que azotaba mi trasero».

El propio nombre con el que fue bautizado ya apuntaba las reminiscencias mitológicas que siempre lo obsesionarían, ya que «Adolf» significa en alemán antiguo «Lobo noble», algo de lo que Hitler siempre se sentiría orgulloso, bautizando algunos de sus cuarteles generales en la Europa del Tercer Reich con este sobrenombre, como el Führerhauptquartier Wolfsschance o «Guarida del Lobo» (Prusia Oriental) —su mayor búnker—, el Werwolf (Ucrania) o el Wolfsschlucht (Francia), además de insistir, a principios de los años veinte, en que le llamaran «Herr Wolf» en su círculo más íntimo.

Si su nombre, Adolf, remite al lobo, no está tan claro el origen de su apellido. Este, según Giuseppe Mayda, tendría su origen en la palabra «Hütte», cuyo significado es «la cabaña del agricultor pobre», o en «Huot», que en alemán antiguo significa «guardián» y que casa más con las futuras aspiraciones del líder nazi. Lo más controvertido del apellido es que no es frecuente en Austria, cuna del futuro dictador, y hay que remontarse curiosamente a los judíos orientales de Bucovina y Galitzia, según el citado autor, para hallarlo, lo que indicaría un posible mestizaje en la sangre del mayor antisemita de la historia. Hasta hoy, no obstante, no se ha podido demostrar que Hitler tuviera ancestros judíos.

Pero aún faltaba mucho tiempo para que Adolf Hitler se convirtiera en el lobo más temible del Viejo Continente. Pésimo estudiante de primaria, como desafío a su progenitor —quien deseaba para él un puesto de funcionario— afirmaba querer convertirse en pintor. En 1903, tras grandes sufrimientos causados a su familia, murió Alois, a los sesenta y cinco años —probablemente de un derrame pleural— y la familia Hitler se mudó a un modesto apartamento en Urfahr, un suburbio de la ciudad de Linz. Con quince años Hitler cayó enfermo de pulmonía, y abandonó sus estudios de secundaria durante un año; después, ya con dieciséis años, decidió no volver a estudiar, y durante los tres años siguientes se mantuvo sin trabajo, en muchas ocasiones en compañía de August Kubizek, su amigo de adolescencia, devorando obras de historia y mitología germánicas que lo convirtieron, muy joven, en un ardiente nacionalista.

Curiosa imagen de Adolf Hitler cuando era apenas un bebé. Nadie podía adivinar entonces que bajo la inocente mirada de aquel niño se escondía uno de los mayores criminales que ha dado la historia.

En la ciudad a orillas del Danubio, según las memorias que el propio Kubizek publicaría en 1951 bajo el título de El joven Hitler que conocí, el futuro líder nacionalsocialista descubrió las óperas de Richard Wagner —acudía al gallinero del Teatro de la Ópera—, que serían una constante fijación en su devenir vital. Presenciando su ópera Rienzi, siempre según Kubizek, sufrió una transformación cuasi mística. La obra, que contaba la epopeya de un líder medieval, Cola di Rienzi, que tras vencer a la aristocracia entregaba el poder al pueblo, dejó una profunda huella en su carácter. Entonces comenzó a soñar que él mismo podría ser un héroe capaz de devolver el poder a un pueblo «puro», cuya autoridad le había sido arrebatada por «indeseables».

Hitler era entonces un joven pálido, delgado, solitario, tímido y de pocas palabras. Su amigo recordaría sus extrañas poses y su absorta mirada, el ensayo de discursos —en el que acabaría siendo un auténtico maestro— y sus palabras siniestramente proféticas, cuando le espetó que un día también él recibiría un mandato del pueblo para sacarlo de la servidumbre y llevarlo «a las más altas cotas de libertad», deliberado eufemismo teniendo en cuenta que su régimen se caracterizaría precisamente por privar a las gentes brutalmente de ella. «Nunca antes y nunca después de aquel momento —escribía August— oí hablar a Adolf Hitler de aquella manera»; el futuro Canciller alemán había abierto su corazón a Kubizek en la montaña de Freinberg, desde cuya cima se dominaba toda la ciudad de Linz. Nunca volvería a ser el mismo.

Por fin llegó el momento de viajar a Viena, en septiembre de 1907, donde comenzó nuestro relato, una ciudad en plena ebullición a principios del siglo pasado. Allí, su vocación artística se vería truncada al no superar las pruebas de acceso para ingresar en la Academia de Bellas artes de la capital imperial, su principal aspiración vital. Quizá el mundo sería otro si aquel año ese desconocido joven de mirada desafiante, lleno de ira contenida, hubiese realizado su sueño creativo. Nunca lo sabremos. Al año siguiente volvería a intentarlo, de nuevo sin éxito, al parecer porque carecía, según los profesores que lo evaluaron, del talento creativo para ello —su rencor aumentó, y culpó al intrusismo «judío» en las universidades de su fracaso—.

En el archivo de la institución se conserva aún la copia de una disposición que dice: «En la prueba han obtenido resultados insuficientes y no han sido admitidos los siguientes candidatos (…) Hitler Adolf de Aloïs, nacido en Braunau am Inn el 20 de abril de 1889, alemán, católico. Padre: funcionario público. Cuatro años de enseñanza media. Escasas aptitudes. Prueba de dibujo: insuficiente».

Tampoco accedería a la Facultad de Arquitectura, otra de sus pasiones, porque tenía notas muy bajas. Durante un tiempo acompañó a su madre en Linz, que agonizaba por un cáncer de mama y murió el 21 de diciembre de 1908. Aquel fue un duro golpe para él; por medio de su tutor, solicitó la pensión que le correspondía como huérfano de un funcionario público, y se marchó de Linz (adonde no regresaría hasta treinta años después, convertido ya en el líder indiscutible de Alemania).

Tras la muerte de su principal nexo de unión con el mundo real, el joven y fracasado Adolf viajó de nuevo a la capital imperial, alojándose en el barrio de Mariahiff, en el número 31 de la Stumpergrasse, y allí comenzó a leer con avidez publicaciones antisemitas, muchas de ellas elaboradas por círculos pseudoesotéricos que tendrían una gran importancia en la época de Entreguerras y en la mentalidad de algunos de los futuros nazis, como Heinrich Himmler, Alfred Rosenberg o Rudolf Hess.

Autores como el «conspiranoico» Trevor Ravenscroft señalan que Hitler leía entonces con pasión la publicación Ostara, un compendio de antisemitismo y ultranacionalismo nostálgico con el pasado germánico sobre el que volveré más adelante, aunque algunos historiadores opinan que Adolf nada tuvo que ver con la revista creada por el ocultista George Lanz von Liebenfels, a pesar de que el mismo editor señalase en una ocasión que recibiera la visita de un joven que respondía al nombre de Adolf Hitler y que pretendía comprarle números atrasados de la publicación (al parecer Liebenfels se los regaló ante la apariencia miserable del muchacho).

Fuese cierta o no la influencia de Ostara en la conformación de su ideología, la verdad es que sus lecturas de aquellos años, heterogéneas y sin unidad concreta, incluyen numerosos libros de pasado mítico, ocultismo y antisemitismo que se mezclarían en su mente hasta desembocar en un pensamiento sesgado y racista, más peligroso de lo que aparentaba en un principio. Alan Bullock, otro de los biógrafos del líder nazi, señala que por aquel entonces pasaba mucho tiempo en bibliotecas públicas leyendo textos sobre la Antigua Roma (una y otra vez el glorioso Imperio romano que acabaría por servir de clara inspiración a su propia parafernalia nacionalsocialista), religiones orientales, yoga, ocultismo, astrología… Aun así, nunca mostraría una obsesión tan marcada por lo oculto, ni mucho menos, que uno de sus hombres fuertes, Heinrich Himmler, uno de los principales protagonistas de este libro, cuya excentricidad sería origen de mordaces comentarios del mismo Hitler, quien, sin embargo, le encomendó las tareas más delicadas de su aparato de terror.

Aunque el joven Adolf vislumbraba la decadencia grandiosa de Viena con entusiasmo, llegando a definir el edificio del Parlamento como «una maravilla helénica en suelo alemán», odiaba a aquella clase alta y burguesa a la que anhelaba pertenecer, pero que no tenía en cuenta a un joven sin futuro ni dinero.

Imbuido del nacionalismo reinante en la Alemania de principios de siglo, odió tempranamente a los judíos, a los que culpaba de su fracaso académico, y que convertiría en los enemigos milenarios de su mundo ideal y grotesco. De 1908 a 1913, en palabras de Ian Kershaw, uno de sus mejores biógrafos, vivió la existencia de un excluido social en la capital imperial. Era un personaje solitario y poco sociable que prefirió no buscar trabajo fijo, vagando sin objetivo por las calles. La mera idea de trabajar diariamente ofendía, en palabras de Joaquim C. Fest, sus aspiraciones artísticas. Aunque en 1908 encontró gracias a varios amigos —los pocos que tenía— un trabajo como obrero de la construcción, lo perdió al rechazar inscribirse en los sindicatos; ya en una fecha tan temprana, odiaba todo lo que tuviera que ver con el proletariado. A mediados de 1909, su escasez de dinero le obligaría prácticamente a mendigar, a recurrir al asilo nocturno de Meidling y a comer algo de sopa que los Hermanos de la Caridad de Grunpendorfstrasse servían en su comedor social. Entonces, según la descripción de varios biógrafos, vestía un capote largo y sucio que —según algunos— le había regalado un vagabundo judío —algo inconcebible años después— y se cubría la cabeza con un bombín negro que tapaba la «áspera cabellera» que le había crecido considerablemente. Entonces pintaba pequeños cuadros, reproducciones de zonas conocidas de la ciudad, que se encargaba de vender su compañero Reinhold Hamisch a los comerciantes de los barrios judíos.

Más tarde, el propio Hitler recordaría en su testamento político, Mein Kampf, que «Viena (…) representa para mí el periodo más triste de mi existencia. Su solo nombre me hace recordar cinco años de miseria y desolación (…)». No obstante, la ciudad imperial, uno de los mayores centros industriales del Viejo Continente, sería —según el propio Adolf— el lugar decisivo en la forja de su mentalidad. Escribe: «En aquellos tiempos se formó en mí una visión del mundo y de la vida que se convirtió en el fundamento dramático de mi actitud de hoy. No tuve que añadir después gran cosa a lo acumulado por aquel entonces, ni tuve que cambiar una pizca de ello».

Apunta también que durante meses no había tomado una sola comida caliente y que se había alimentado con pan y leche, fumando hasta cuarenta cigarrillos diarios. Pronto se daría cuenta de que con ese dinero podía comprar mantequilla y «entonces tiré los cigarrillos al Danubio». Al contrario que aquellos que regentaban los mismos lugares marginales y asilos nocturnos que él, Hitler no bebía, no jugaba, ya no fumaba y parece que evitaba el contacto con mujeres (al igual que Himmler, con los años promulgaría entre sus allegados una forma de vida sana que en muchos casos estaba directamente relacionada con la práctica de terapias alternativas y la creencia en la «pureza» del cuerpo). Prefería pasar la noche devorando libros como en los tiempos de Linz, desde la prensa nacionalista a opúsculos antisemitas, pasando por libros de historia, mitología, economía…

El antisemitismo, del que me ocuparé detenidamente en el próximo capítulo, por ser una de las bases ideológicas del movimiento nacionalsocialista, campaba a sus anchas en el antiguo Imperio austrohúngaro y las confusas teorías del austríaco Georg Ritter von Schönerer [1], fundador de un partido nacionalista pangermánico, entre otros, ya habían influido en el carácter del joven Hitler, acrecentando su odio. En Viena comenzaría a ver ya a los judíos como responsables del mal absoluto, corruptos que pretendían mantener la hegemonía mundial mediante mentiras. En Mein Kampf señala: «Poco a poco comencé a odiarlos (…). Aquella fue para mí la época de mayor elevación espiritual que jamás haya vivido; dejé de ser un incierto cosmopolita y me convertí en un antisemita»[2].

El 1 de enero de 1910, a punto de cumplir los veintiún años, Adolf debía presentarse en un centro de reclutamiento para realizar el servicio militar obligatorio. No lo hizo, según él mismo explicaría más tarde, por su negativa a servir con las armas al Estado de los Habsburgo, a quienes consideraba —como a los judíos o al Vaticano— enemigos de Alemania, y de quienes llegaría a escribir: «Esa mezcla de bohemios, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas (…) y, sobre todo, esos hongos que prosperan en todas las grietas de la humanidad: los judíos, siempre los judíos».

Durante dos años poco se sabe de él, salvo que estuvo alojado en un desolado asilo nocturno de la Wurlitzergrasse; siguiendo Mein Kampf, el 24 de febrero de 1912 se trasladaría a Alemania, el país que vería su gloria y su caída, concretamente a Múnich, cuna del futuro partido que lo encumbraría al poder absoluto años después. En la capital bávara se alojó en el número 34 de la Schleissheimerstrasse, viendo pasar el tiempo sin nada concreto que hacer, vagabundeando de un café a otro cada día.

Desde Múnich escribiría al mando austríaco que le reclamaba cumplir el obligado servicio militar; al parecer, alegaba en tono lastimero enfermedad e indigencia ¡el mismo individuo que años más tarde pondría en jaque a toda Europa con su guerra total pretendía eludir sus obligaciones en el ejército de su país!

La Gran Guerra: el despertar de la Bestia

En aquellos tiempos, el comunismo y los movimientos sindicales eran cada vez más fuertes, tanto en Viena como en Baviera, y Hitler llegaría a afirmar que tenía miedo del futuro y veía enemigos por todas partes. Además de la opulencia de las clases altas, la capital imperial era un núcleo heterogéneo de razas y nacionalidades en el que los judíos eran muy numerosos; y en algunas mentes asustadas, marcadas por una tradición racista, surgieron imágenes fantásticas de asesinatos y violaciones perpetrados por éstos, imágenes atávicas que todavía permanecían profundamente asentadas en las mentes de las gentes de una Europa a medio camino entre el mundo del pasado y una era a las puertas de la modernidad.

Aquella distorsión de la realidad (que como descubrirá el lector en las próximas páginas estaba muy extendida en el Viejo Continente desde la Edad Media), sería funesta para millones de personas en un futuro cercano. Dichos miedos raciales —irracionales en todo caso— acabaron convirtiéndose en una peligrosa ideología que recorría escritos, panfletos políticos y esotéricos e incluso obras de teatro y óperas, que influirían trágicamente en la ya de por sí trastornada mente de Hitler. Mientras su amigo Kubizek obtenía un creciente éxito en el conservatorio de música, él caminaba absorto, solitario y decepcionado por su imprevisible camino, sin importarle demasiado lo que ocurría a su alrededor.

El 5 de enero de 1914 Hitler sería declarado «inútil para el servicio militar», pero unos meses después tuvo lugar un acontecimiento crucial en su vida y en la de millones de europeos: el estallido de la Primera Guerra Mundial. El 28 de junio tiene lugar el casus belli, cuando es asesinado en Sarajevo el archiduque austríaco Francisco Fernando y su esposa, la condesa Sofía, por el extremista serbio Gavrilo Princip, vinculado a la organización terrorista La Mano Negra. Los acontecimientos se precipitan. El 1 de agosto vemos a un veinteañero Adolf Hitler, entusiasmado en la Odeonplatz de Múnich, cuando se declara la guerra en Alemania y la muchedumbre canta «La guardia del Rin». Una fotografía para la historia.

En la conflagración, Hitler, que en Mein Kampf vería la paz como algo nocivo para la humanidad y glorificaría la guerra, encontró la oportunidad anhelada de convertirse en un hombre y salir del estado de abandonamiento en el que se hallaba. Tenía veinticinco años y el 3 de agosto enviaba una súplica al rey de Baviera para enrolarse como voluntario, ya que no poseía la nacionalidad alemana[3].

El mando del regimiento bávaro, que lo convocó al día siguiente, le declararía «inútil para el servicio»; sin embargo, el día 16, ante el desarrollo de los acontecimientos, sería destinado al depósito de reclutas del 16.º Regimiento de reserva List, donde presta servicio un joven llamado Rudolf Hess, que acabaría convirtiéndose en su mano derecha y secretario personal tiempo después, pero con el que no cruzaría palabra en el frente. Su batallón se trasladará hasta Lille, al norte de Francia, y en el frente oeste su compañía será lanzada a la última batalla de Flandes; su sección sería diezmada —morirán dos mil de sus tres mil hombres—, entre ellos el mismo coronel List y el comandante del batallón, el conde von Zech-Berkesrode.

Aunque algunos historiadores señalan que el soldado Adolf se comportaría como un cobarde, lo cierto es que la mayoría de estudiosos y las últimas investigaciones parecen apuntar a que, más bien al contrario, Hitler se mostró intrépido en el frente de batalla, protegiendo cuando tuvo la ocasión a sus compañeros de armas, de lo que da fe su hoja de servicios conservada en los archivos estatales bávaros. Entre sus compañeros era conocido como «Adi», y el 1 de noviembre de 1914 (según algunas fuentes contradictorias porque capturó a quince —o a doce— prisioneros ingleses —o franceses—, depende de la versión) es ascendido a cabo, y el día 9 nombrado Meldegänger, ciclista portaórdenes del mando del regimiento, puesto muy peligroso al tener que moverse en primera línea del frente para transmitir los mensajes y al que al parecer Hitler se ofreció voluntario.

Por ello, el teniente coronel Enselhardt le propuso para la Cruz de Hierro de segunda clase, que le fue concedida el 2 de diciembre, algo muy poco usual teniendo en cuenta su nacionalidad austríaca. Parece que en la guerra continuaría con sus hábitos casi monacales, sin fumar, ni beber, ni jugar como solían hacer el resto de compañeros, que lo recordarán como un singular personaje convencido de tener una trascendente misión que cumplir.

Unos de ellos, Hans Med, lo recordaría como un tipo extraño, taciturno, siempre en actitud de profunda contemplación que aducía que «pese a nuestros enormes cañones la victoria nos será negada porque los enemigos visibles del pueblo son más peligrosos que el mayor de los cañones enemigos». Aquellos enemigos, claro, eran los judíos y los comunistas, a los que el cabo solía meter en el mismo saco. Según esgrimía en sus habituales discusiones políticas, para salvar a Alemania era necesario acabar con los Habsburgo, luchar contra la socialdemocracia y oponerle un nuevo movimiento nacionalista dirigido por un único jefe —führer— responsable del pueblo y de la nación. Nadie entonces —ni siquiera él mismo— podía imaginar que aquel jefe supremo que llevaría al país a la locura y al desastre (eso sí, después de convertirlo en una de las grandes potencias de su tiempo casi a partir de cenizas) sería un simple soldado y además extranjero. La historia, con mayúscula, está llena de hechos asombrosos y, a veces, casi más increíbles que la propia ficción.

El 5 de octubre de 1916, durante la larga y sangrienta batalla del Somme (que provocaría más de un millón de bajas entre ambos bandos), Hitler fue herido en un muslo e internado en el hospital de Beelitz, cerca de Postdam. El 2 de diciembre fue dado de alta, ascendido al grado de cabo y destinado a un batallón de reserva. De nuevo en el frente tomaría parte en las terribles batallas del Chemin-des-Dames —Camino de las Damas— y Soissons. En mayo de 1918 recibió el diploma de «valor excepcional» y el 4 de agosto de ese año era condecorado con la Gran Cruz de Hierro de primera clase, al parecer por utilizar su propio cuerpo como escudo para proteger la vida de su coronel; pocos eran los soldados de tan baja graduación que obtenían tan alta condecoración. No obstante, nunca pasó a una categoría mayor en la filas del ejército porque sus superiores lo consideraban «incapaz de hacerse respetar».

Tres semanas antes del fin de la guerra, el 16 de octubre de 1918, la artillería inglesa bombardearía las líneas enemigas con proyectiles de gas venenoso, utilizado de forma masiva en el conflicto —principalmente el gas mostaza—, y Adolf Hitler fue herido en los ojos e ingresado en el hospital de Passewalk, en Pomerania, con ceguera transitoria. Giuseppe Mayda señala que en el centro los médicos elaborarían un informe en el que un médico militar y un psiquiatra recomendaban que fuese sometido a tratamiento psiquiátrico por ser, al parecer, «peligrosamente psicótico»; un documento que, como tantos otros, desaparecería de los archivos del Tercer Reich.

El 10 de noviembre de 1918 llegó a Passewalk la noticia de que tras la huida del Káiser a Holanda, se había proclamado en Berlín la República de Weimar, y al día siguiente sus dirigentes, a los que los nacionalistas de derechas odiarían siempre por ello, surgiendo la leyenda de la «puñalada por la espalda»[4], habían firmado en Compiègne el armisticio que reconocía la derrota de Alemania en la Guerra.

Cuando Hitler lo supo quedó ciego de nuevo por el choque, y durante ese tiempo de convalecencia sufrió una especie de transformación cuasi mística; él mismo diría que, al quitarse la venda que cubría sus ojos, descubrió que debía dedicarse por completo a la política para frenar a los «enemigos de Alemania». Su objetivo era salvar a la nación, una nación que, no lo olvidemos, no era la suya. En Mein Kampf escribiría más tarde: «Creció en mí el odio hacia los responsables del acontecimiento (…). ¡Miserables, degenerados criminales! Supe entonces cuál era mi destino: decidí entrar en la política». Y con la entrada en los intrincados vericuetos de la política de aquel hombrecillo de bigote a la vieja usanza y mirada esquizoide, que en sus tiempos en Viena mendigaría por un plato caliente de sopa, el mundo nunca volvería a ser el mismo…

La historia a partir de aquí es bastante conocida; no es la intención, además, de este trabajo realizar una exhaustiva retrospectiva biográfica del Führer, sería sin duda pretencioso, pues son magníficos los ensayos que existen a este respecto, textos fruto de años y años de investigación de los mejores historiadores de ese periodo, desde John Tolland a Alan Bullock, pasando por Joaquim C. Fest, Roger Manvell o Ian Kershaw, entre muchos otros, por lo que remito al lector a la extensa bibliografía que existe sobre el «Anticristo del siglo XX». Aunque es necesario comprender al artífice del nacionalsocialismo para poder entender en su totalidad la Orden Negra y a su creador.

Sin Hitler, y sin los numerosos y complejos acontecimientos que se desarrollaron en Alemania en el periodo de entreguerras —y por extensión en todo el Viejo Continente—, sería imposible que un individuo como Heinrich Himmler, personaje que más adelante presentaré al lector, un hombre algo mediocre, temeroso y nada violento en su juventud, se hubiese erigido en el policía más temible de la historia europea. Cuando este entre en escena en los acontecimientos políticos, el ascenso al poder del Partido Nazi, así como el devenir vital del propio Adolf Hitler —a grandes rasgos— los veremos a través de su propia biografía, lo que es más acorde con un trabajo dedicado a la Orden Negra. No obstante, hasta mediados y casi finales de los años veinte Himmler pasaría prácticamente desapercibido al resto de nacionalsocialistas, por lo que es necesario conocer los momentos previos a su ascenso en el aparato represor del «Reich de los mil años».

NSDAP: la gesta de un partido político

Volviendo a los tiempos en que la rendición alemana puso en jaque a los grupos völkisch, al ejército y a toda una nación, las asfixiantes reparaciones de guerra a las que los aliados someterían a Alemania a través del denominado Tratado de Versalles[5] convirtieron al país en un polvorín en el que se enfrentaban fuerzas políticas antagónicas; Múnich era un campo de batalla entre comunistas y grupos de ultraderecha, la miseria y el paro campaban por doquier mientras los especuladores hacían su agosto con el estraperlo y la compra de empresas arruinadas por una ínfima cantidad de su valor.

El marco se devaluaba cada día, cada hora, casi cada minuto y, según escribiría Otto Strasser, uno de los primeros líderes del Partido Nazi, más tarde enfrentado a Hitler, las compras debían concertarse al momento, porque cualquier mercancía podía, apenas en cuestión de minutos, duplicar o triplicar su precio. Frescaroli apunta que «al anochecer se regresaba al hogar con millares de millones de marcos con los cuales se intentaba afanosamente comprar una caja de cerillas», aumentado, evidentemente, la indignación, el rencor y el odio del pueblo, ingredientes indispensables para alimentar cualquier tipo de revolución, en la que acabaría triunfando finalmente el nacionalsocialismo.

En aquella carrera desenfrenada tras el dinero, donde abundaban el lucro y la especulación, se abría un camino oportunista para los que se aventuraban en política o querían hacerse con un importante auditorio de desencantados. Hitler, con la sagaz intuición que le caracterizaba, se encargaría de devolver a los alemanes su antigua grandeza y de recuperar los valores que la especulación —que él achacaba a la ambición judía— y la corrupción política —comunistas y socialdemócratas— habían lapidado.

Era su gran oportunidad de emular las gestas heroicas de sus admirados antepasados. Y no iba a dejar escapar la oportunidad. Y de esto se trató, de oportunismo, porque su ascenso poco tendría que ver con la valentía de los héroes de las sagas de Wagner, con las gestas de un Sigfrido o un Tristán.

Friedrich Ebert, jefe de Gobierno entonces de la República de Weimar, veía cómo estallaban revoluciones casi a diario, y ante el avance de formaciones espartaquistas —obreros y grupos revolucionarios de inspiración marxista— tuvo que recurrir a los militares y a los reservistas, entre ellos los Freikorps —«cuerpos francos» o «cuerpos de voluntarios»—, grupos paramilitares ultraderechistas que aparecieron en toda Alemania tras la derrota del 18 y que se nutrieron de soldados desmovilizados, jóvenes desempleados y fervientes anticomunistas que tomaron poco a poco las calles del país con la policía, equipados en secreto por un ejército temeroso del avance comunista y en los que militarían algunos de los primeros nazis.

Ebert nombró a Gustav Noske, un ex carnicero y ex sindicalista amante de la violencia, ministro de Defensa, y en una semana aplastó la insurrección bolchevique de la Liga Espartaquista con los mismos métodos que años después usarían los nazis. Y eso que Noske se autodefinía como socialdemócrata…

Pero volviendo un poco atrás, dos meses después de la rendición alemana en la Gran Guerra, concretamente el 5 de enero de 1919, una fecha crucial para la historia por las nefastas consecuencias que tendría, el periodista deportivo Karl Harrer y el cerrajero ferroviario Anton Drexler —que habían creado en 1918 el «Círculo de los Trabajadores Políticos»—, probablemente empujados por los grupos völkisch vinculados a la Sociedad Thule —episodio que analizaré detenidamente en el siguiente capítulo—, fundaban en Múnich un pequeño partido político bajo el nombre de Deutsche Arbeiterpartei o «Partido Obrero Alemán» —DAP—, germen del futuro Partido Nazi, que contaba con una treintena de miembros de la extrema derecha, entre ellos el frustrado dramaturgo Dietrich Eckart —futuro mentor ideológico de Hitler—, el capitán del ejército Ernst Röhm, jefe de los Freikorps, el ingeniero Gottfried Feder, el futuro editor del Völkischer Beobachter Hermann Esser y Emil Maurice, que sería uno de los poquísimos amigos íntimos que tendría Hitler. Este grupo se reunía una vez por semana en los salones de la cervecería bávara Sternecker.

Tras la guerra, Hitler, ya recuperado, pasaría a trabajar para la Reichswehr (el ejército, rebautizado por los nazis en 1935 como Wehrmacht) como reservista y durante un invierno sería enviado como vigilante de un campo de prisioneros aliados en Traunstein, en la Alta Baviera. A su regreso a Múnich, entró en el departamento político del ejército con la misión de espiar a los partidos políticos y descubrir si entre sus filas se hallaban «elementos subversivos», comunistas, socialistas o pacifistas. Parece ser que su trabajo como espía militar fue del agrado de sus superiores, quienes lo emplearon a tiempo completo y le asignaron al departamento político de asuntos de prensa del ejército en un distrito muniqués.

Al parecer, en aquel tiempo participó también como oficial educador en el «pensamiento nacional», cursos organizados por el Departamento de Educación y Propaganda de la Reichswehr; su principal misión era erradicar «ideas peligrosas» de las filas del ejército y hallar una cabeza de turco que justificase la derrota alemana en la Gran Guerra, que no podía ser otra —a sus ojos— que el judaísmo internacional, además del comunismo y la socialdemocracia. Pronto los políticos de Weimar, principal objetivo de sus enconados ataques, pasaron a ser conocidos como «los criminales de noviembre», mes en el que se firmó el armisticio que sacó a Alemania de la guerra. En julio de 1919, Hitler pasó a ser un V-Mann (Verbindungsmann) o espía de la Policía al servicio del Comando de Inteligencia del ejército, con el objetivo de atraerse a otros soldados de ideología similar.

Entonces pululaban en Baviera más de cien agrupaciones políticas de diverso signo, a cuál más radical. Aquello fue lo que llevó a Adolf a asistir a las reuniones del recién creado DAP, pues sus superiores creían que podía ser un «nido» de comunistas y socialistas —se le ordenó que lo hiciera en septiembre—. Pero como el lector puede imaginar, la agrupación era todo lo contrario: su nacionalismo feroz y su antisemitismo cautivaron a Hitler, que no tardaría en pronunciar exaltados discursos en la sede del Partido y en formar parte de sus filas. Se le entregó un carné con el número 555 (Harrer y Drexler habían comenzado la numeración por el 500, una artimaña habitual para otorgar mayor importancia a una organización).

El 16 de octubre de 1919, el cabo Adolf Hitler ofreció su primer discurso durante un acto público del DAP celebrado en la cervecería Hofbräukeller. Según el acta de sesión, en la sala se encontraban 110 personas, individuos que asistirían a la primera demostración de fuerza de aquel ser aparentemente insignificante, un lobo con piel de cordero. Durante una hora de discurso daría rienda suelta a su incipiente capacidad para la oratoria, para la verborrea contundente que le haría célebre ante el mundo, conmoviendo a un auditorio que se sentía traicionado por sus políticos tras el armisticio. Implacable, se referiría a dos cuestiones fundamentales: las intolerables exigencias del Tratado de Versalles y el «problema» de los judíos, cabezas de turco que justificaran la derrota alemana en la Gran Guerra y que se convertirían en el objetivo principal de la virulenta propaganda nazi a partir de entonces.

Drexler y Harrer quedaron estupefactos ante la capacidad innata de su nuevo miembro para atraer a las masas. Cada vez eran más los que acudían a inscribirse al Partido. Pronto se inscribieron soldados, que eran reclutados principalmente por Ernst Röhm como representantes de lo que se dio en llamar la «Reichswehr negra», entre ellos un as de la aviación de la escuadrilla de Manfred von Richthofen, el célebre «Barón Rojo», llamado Herman Göring. También se unirían a la asociación política los hermanos farmacéuticos de Landshut Otto y Gregor Strasser, el universitario Rudolf Hess —que había coincidido con Hitler en la guerra, como ya señalé— y el arquitecto balticoalemán Alfred Rosenberg, que sería uno de los principales pensadores del futuro Partido Nazi. La caja de Pandora había sido abierta.

Hitler siguió un ascenso imparable en las filas del Partido y a comienzos de 1920 desarrollaría un pronunciado sentido de lo que dio en llamar «misión nacional», consistente en nacionalizar a las masas, apoderarse del Estado, destruir a los «criminales de noviembre», con judíos y marxistas a la cabeza, llevar a cabo la expansión «por la espada de Alemania» para superar la escasez de tierra (Raumnot) y adquirir nuevos territorios en el Este, puntos vitales del que acabaría siendo su programa y que desarrollaría, aunque de forma confusa y rimbombante, en su testamento político, Mein Kampf. En 1920, la caja del Partido, que solo tenía un capital de 7 marcos y 50 pfenning cuando fue fundado, ascendía ya a 1 300 marcos. Adolf Hitler, con apenas treinta años, se alojaba en Múnich en dos habitaciones alquiladas en la Tierschastrasse, cerca de Isaar, y aunque disponía de dinero —por primera vez en su vida—, en ocasiones pedía préstamos a Göring, que recientemente había contraído matrimonio con la rica divorciada sueca Karin von Kantzow; aunque acomodado, no abandonaría su idea fija de que tenía, cual elegido, una «misión» que cumplir.

Cuando el DAP alcanza en diciembre los treinta mil afiliados, Adolf Hitler cambia el nombre al de Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei); el Partido Nazi comienza así su andadura —discreta— en la historia. Sus siglas son NSDAP y el antiguo cabo elige como emblema para su organización, claramente influido por los movimientos ariosofistas de principios de siglo como Thule o la Orden de los Nuevos Templarios, la cruz gamada o esvástica —de la que hablaré más adelante—, dibujando él mismo la bandera del Partido: una esvástica negra dentro de un círculo blanco sobre fondo rojo. Según explicaría el propio Hitler: «Es un verdadero símbolo. En el rojo tenemos el trasfondo social del movimiento, en el blanco la idea nacionalsocialista y en la esvástica nuestra misión de luchar por la victoria del hombre ario». Readaptaba así un símbolo milenario que bajo su cetro y el del nacionalsocialismo se convertiría en el más temible de la toda la historia humana.

El 7 de diciembre de 1921, con un empréstito de 1 000 dólares, compró una publicación bisemanal antisemita que había pertenecido a la Sociedad Thule, el Völkischer Beobachter (El Observador Popular) gracias a la ayuda proporcionada por los representantes de las clases dirigentes conservadoras, temerosas del avance del movimiento obrero.

Los acontecimientos políticos se precipitan. En febrero de 1921, Alemania deja de enviar a Francia las partidas de madera en concepto de reparaciones de guerra y su consecuencia, la ocupación militar del Ruhr, provocará una nueva caída del marco, que termina por hundirse; un huevo que en 1918 valía 25 céntimos de marco vale en 1923 80 000 millones, una jarra de cerveza, 150 000 millones; la situación era insostenible. La inflación era tan descomunal que el historiador Richard Hauser señala que «el número de marcos necesarios para las compras cotidianas se hizo tan grande que la gente se habituó a llevar el dinero primero en mochilas y luego en carretillas». La sociedad se había polarizado entre comunistas y nacionalistas de derecha, que ponían en jaque a la cada vez más debilitada República de Weimar.

Tras fundar el NSDAP, Hitler había creado las Sturmabteilungen o SA —«tropas de asalto»—, que fueron enmascaradas bajo el nombre de «formación gimnástica y deportiva del Partido», pero que en realidad eran un cuerpo de antiguos y virulentos soldados retirados que militaban en los Freikorps y otras organizaciones, dedicadas a la violencia callejera y a la protección del los mítines del Partido, organizadas por Ernst Röhm. En otoño de 1923, en medio de una crisis económica insostenible de la que sin duda se benefició, el Partido Nazi contaba ya con 50 000 hombres de la derecha nacional bávara.

El fracasado putsch y la prisión

Hitler pretendía dar un golpe de Estado —putsch— en Múnich y estaba convencido de que el comisario general del Reich, Gustav von Kahr, en torno al que se agrupaban los monárquicos bávaros, apoyaría la acción militar, pero se equivocó. El 8 de noviembre por la tarde —sobre las 20.30 horas—, Adolf Hitler entraba armado en la cervecería Burgerbräukeller de Múnich, donde se encontraban 3 000 burgueses, entre ellos miembros del Gobierno —incluido el propio von Kahr—; unos 600 camisas pardas bloquearon las salidas y el líder del NSDAP, acompañado de Göring, Hess y Rosenberg, tras disparar un tiro al techo gritaba ¡la revolución nacional ha estallado! Proclamaba la caída del Gobierno bávaro y la formación de otro provisional bajo su mando.

Pero su desafío no contó con el apoyo esperado y enteradas las autoridades locales, declararon disuelto el Partido Nazi. Al día siguiente, a las 11 de la mañana, una manifestación de protesta con 30 000 personas partía de la cervecería en dirección al centro de Múnich ondeando banderas y entonando himnos de lucha. A la cabeza de la marcha, junto a Hitler, armado con una pistola, desfilaban su guardia personal Ulrich Graf, Erich Ludendorff, Hermann Göring, Alfred Rosenberg y Rudolf Hess.

La columna avanzaba hacia el centro protegida por un camión en el que habían colocado una ametralladora pesada, llegando hasta el Ludwigsbrücke, donde se había apostado una patrulla de Policía. A esas alturas, los miembros del Gobierno habían sido ingenuamente liberados por los encargados de su retención, y no tardarían en dar la voz de alarma. Göring amenazaba con matar a dos rehenes que había llevado consigo —von Lossow y von Seisser, los hombres de confianza de von Kahr—, y el grupo de nazis consiguió cruzar el cordón policial. Mientras tanto, Ernst Röhm y sus fuerzas formadas por camisas pardas y Freikorps, se encontraban, siguiendo órdenes de Hitler, apostados frente al Ministerio de Defensa. El portaestandarte, que ondeaba orgulloso la bandera imperial alemana, era un desconocido y enclenque joven de veintitrés años que lucía un fino bigotillo y quevedos sin montura: su nombre era Heinrich Himmler y nadie imaginaba entonces lo que le depararía el destino bajo la égida nacionalsocialista.

Cuando la comitiva encabezada por Adolf Hitler llegó a la Marienplatz, por la Zweibrückestrasse, le esperaban más de un millar de personas que escuchaban una arenga de Julius Streicher. Al ver aproximarse a la comitiva, el «rey sin corona de Franconia» descendió del estrado y se unió a la columna. Los manifestantes, cada vez más exaltados, invadieron la Weinstrasse, la Perusastrasse y la Residenzstrasse y a las 12 y 30 entraban en la estrecha Feldherrnhalle, que desembocaba en la Odeonplatz, cortada por un segundo cordón policial.

Esta vez sonó un disparo que casi con seguridad fue realizado por Streicher y se produjo un fuego cruzado que se saldaría con catorce nazis muertos y dos miembros de la liga paramilitar nacionalista Reichskriegsflagge —Bandera Imperial de Guerra—, más tarde mártires del movimiento, y cuatro policías abatidos. Göring fue herido en un muslo (durante su recuperación en un hospital italiano se convertiría en adicto a la morfina, lo que le generaría no pocos problemas) y el propio Hitler derribado por la caída de uno de sus «guardias de corps» herido de muerte, se dislocó el hombro. Se levantó presto (después sería acusado de haber huido el primero del lugar de los hechos) y en un taxi llegó hasta la residencia de su amigo, el periodista, rico editor y músico Ernst Hanfstaengl, donde afirmaría querer suicidarse, amenaza que haría en varias ocasiones a lo largo de su vida y que finalmente cumpliría en los estertores de un Reich moribundo en su búnker de Berlín veintidós años más tarde.

Dos días después del fallido putsch, Hitler, que había pasado dos días escondido en el ático de Hanfstaengl, era detenido cuando acababa de escribirle unas líneas a Rosenberg para encargarle la dirección del NSDAP y trasladado a la prisión de Landsberg, a orillas de Lech, una cómoda fortaleza cuyo único recluso era el conde Antonio Arco-Valley, asesino del jefe de la República Soviética de Baviera y escritor judío, Kurt Eisner, que gozaba de la veneración de los nazis, quienes veían en el aristócrata a un auténtico héroe nacional.

El proceso contra Hitler se desarrollará en el tribunal popular de un cuartel de infantería bávaro en medio de una gran expectación pública, el 26 de febrero de 1924. Aunque se le acusará de alta traición, cuya pena según el código penal alemán era la reclusión perpetua, en el juicio Hitler, que reconoce su culpabilidad, se erigirá en acusador, defendiendo su actuación y ganándose la simpatía de gran parte de la opinión pública. Sin duda, el antiguo cabo sabía que el juez que presidía el tribunal, el doctor Neidhart, así como los dos jueces tocados y los tres jurados, eran simpatizantes nazis.

Las palabras de Hitler conmovieron al auditorio: «Yo soy el único responsable, pero no por ello soy un criminal. Si ahora me encuentro aquí, acusado de ser un revolucionario, es porque soy un revolucionario enemigo de la revolución. Contra los traidores de 1918 no se puede cometer ninguna traición». El 1 de abril su sentencia fue la pena mínima: cinco años recluido en Landsberg, con la posibilidad de solicitar a los seis meses la libertad condicional. De haber sido condenado a la pena máxima, el mundo no hubiera conocido el terror que se avecinaba; pero el destino es así de caprichoso.

Hitler junto al resto de acusados por el intento de golpe de Estado en Múnich en 1923 en un momento previo al juicio. Entre ellos se encuentran el general Ludendorff y Ernst Röhm, líder entonces de los Freikorps y más tarde las SA, el «ejército» de camisas pardas del NSDAP.

En Landsberg permanecería apenas ocho meses en medio de todo tipo de comodidades, ocupando la celda número 7, una estancia en la que no faltaban flores frescas, periódicos diarios, té y chocolate. Junto a él se hallan dos ayudantes voluntarios: Rudolf Hess en calidad de secretario y Emil Maurice, comandante de las escuadras nazis y reo de delitos comunes. En su reclusión le visitaron personalidades muniquesas —sobre todo señoras, que sentían gran admiración y atracción por el ex cabo— y varios políticos, entre ellos el profesor Karl Haushofer[6], que había dado clases a Rudolf Hess y que era uno de los impulsores de una nueva disciplina científica conocida como geopolítica —o geografía política—, que le sirvió para desarrollar las teorías del «espacio vital» —Lebensraum— justificando la expansión territorial alemana hacia el Este, siguiendo las teorías del geógrafo alemán Friedrich Ezequiel Ratzel, quien había establecido a finales del siglo XIX la relación entre espacio y población, postulando que la existencia de un estado quedaba garantizada en tanto en cuanto dispusiera del suficiente espacio para atender a sus necesidades.

Con las teorías de Haushofer por bandera, los postulados antisemitas y antimarxistas heredados por su partido de organizaciones pseudosecretas como la Sociedad Thule o la Armanenschaft, además de la reinterpretación del darwinismo social y de la filosofía —también manipulada— de Nietzsche, y conceptos como el de la «puñalada por la espalda» de los demócratas de Weimar, Adolf Hitler comenzó a dictar su testamento político, primero a Maurice y luego a Hess, que se encargaron de mecanografiarlo. Aunque el líder del NSDAP habría querido que se publicara bajo el título Cuatro años y medio de lucha contra la mentira, la estupidez y la cobardía, su editor, el nazi Max Amman, sargento de Hitler en el regimiento List durante la Gran Guerra, lo reducirá a dos palabras que golpearían con virulencia al rostro de la diosa de la historia: Mi Lucha (Mein Kampf).

En su «Biblia Nazi», de 782 densísimas páginas que muchos comprarían pero pocos leerían —incluso aquellos nazis de mayor rango—, Hitler establecería los fundamentos de su peligrosa ideología: la inmediata abolición del Tratado de Versalles, la reconstrucción de un gran ejército y una poderosa marina que convirtieran Alemania en «la señora de la Tierra y del mundo», la «rendición de cuentas definitiva» con Francia y los judíos, la reunión de minorías alemanas diseminadas por la Europa de Posguerra (Austria, Checoslovaquia, Polonia…) que sería la excusa para llevar a cabo su política de ocupación en el marco de la citado Lebensraum y cumplir el designio —que acabaría siendo fatal— del «Drang nach Osten» de los caballeros teutónicos, que serían fuente de inspiración fundamental para la Orden Negra: «Alemania debe expandirse hacia el Este —principalmente a expensas de Rusia—» que llevaría a cabo a cualquier precio. Aquella inflexible determinación acabaría convirtiéndose en los años cuarenta en la mayor sangría humana de la historia moderna.

El historiador William L. Shirer escribía décadas más tarde, cuando ya no había remedio, en referencia a Mein Kampf, que «si muchos alemanes no nazis lo hubiesen leído antes de 1933 y hubiesen hecho otro tanto los estadistas extranjeros, cuando aún se estaba a tiempo, tanto Alemania como el resto del mundo habrían podido ser salvados de la Segunda Guerra Mundial». Nadie predijo entonces la desgracia que se cerniría sobre los hombres cuando Hitler vomitó su visceral odio acumulado a lo largo de años de miseria e incomprensión en unas páginas que todavía hoy destilan un tufillo esquizoide y que disfrazan el miedo entre la confusa diatriba de la arenga política y la discusión típica de sobremesa. No obstante, el antiguo cabo sería no pocas veces directo y duro y en su libro se hallan envenenadas sentencias antisemitas que anunciaban la futura política de terror.

En diciembre de 1924, Hitler salía de la prisión de Landsberg y se encontraba con un NSDAP casi destruido: habían sido embargados sus periódicos, sus dirigentes se habían exiliado o ingresado en prisión, Göring se recuperaba en Italia, Ludendorff, enojado, se había retirado voluntariamente de la política para dedicarse a una vida marcada por las terapias alternativas y las creencias paganistas, y Anton Drexler, según sus propias palabras, no quería oír ni hablar de aquel «ex enlace ciclista».

El camino imparable hacia el poder

Aunque el Partido fue pronto de nuevo legalizado, al igual que sus periódicos, gracias a una argucia de Hitler, que aseguró al primer ministro de Baviera, Heinrich Held, que se comportaría. Held, demasiado optimista, le diría al ministro de Justicia, Franz Gürtner, en referencia al líder nazi: «La bestia salvaje está bajo control, podemos permitirnos aflojar las cadenas». Pero la bestia salvaje no estaba controlada, solo, astutamente, había cambiado de estrategia. Ahora aprovecharía las ventajas del sistema democrático para alzarse con el esquivo poder. La violencia de los «camisas pardas» y los discursos envenenados serían sustituidos por una imagen más familiar y amable del futuro dictador.

En los tiempos en los que salió de prisión, el hecho de que hubiese mejorado la situación económica hizo que los postulados revolucionarios nazis fueran apartados, pero Hitler no se rindió. Cualquier otro hubiera abandonado para siempre la política, pero al ex cabo esa idea no se le pasaba por la cabeza. El 26 de febrero de 1926 el Völkischer Beobachter vuelve a publicarse y Adolf falta a su palabra ante Held: el día 27 reaparece ante 4 000 seguidores en la Burgerbräukeller atacando con virulencia al gobierno de Weimar: «El enemigo pasará sobre nuestros cuerpos o nosotros pasaremos sobre el suyo». A los pocos días el Gobierno bávaro le prohibirá hablar en público durante los siguientes dos años, mientras la Policía busca alguna argucia legal que le permita expulsarle de Baviera y devolverle a Austria. Aquel fue un golpe durísimo para el Partido Nazi. Pero Hitler seguía en sus trece, manteniendo la férrea convicción de que tenía una misión por cumplir.

Con energía, tomó de nuevo la dirección del NSDAP, que entonces contaba con menos de 27 000 miembros, reorganizándolo: reconstruye su estructura interna, forma organizaciones especiales para los jóvenes, las mujeres, los estudiantes y los intelectuales. Nadie da un duro por él, pero misteriosamente el dinero comienza a afluir de nuevo y en 1925, a causa de la falta de disciplina y el amor por la violencia y el desorden de las SA, Hitler funda en el seno de estas las SS o «Schutzstaffel» —Escuadras de Protección—, que actuarán como un cuerpo de guardaespaldas personal para los líderes del Partido en mítines y concentraciones —adoptando el uniforme negro a imitación de los fascistas italianos—, y que tendrá una importancia capital en el futuro desarrollo de los acontecimientos. La semilla de la Orden Negra había sido plantada.

En aquella época la vida privada de Adolf Hitler era un desastre, según algunos historiadores, incapaz de mantener relaciones sexuales regulares —algunos señalan que a causa de una tuberculosis contraída en su juventud o bien por una infección luética contraída durante el servicio militar—, se rodeó de bellas mujeres pero se obsesionó con su sobrina de diecisiete años, una joven vivaracha e inteligente, Geli Raubal, que acabaría suicidándose a causa de la actitud autoritaria —y quizá algo más— del tío, con su propio revólver. Hitler, hundido, sopesó de nuevo la oscura posibilidad del suicidio.

Parece mentira que un personaje tan inestable alcanzara las más altas cotas de poder conocidas en un margen de tiempo tan breve, de apenas unos pocos años, pero lo cierto es que el líder de un partido ultranacionalista de pocos miembros en 1920 acabaría convirtiéndose en 1933, tras varias elecciones y luchas internas, nada menos que en el Canciller de Alemania. ¿Y cómo fue posible? Pues por muchos factores que convergieron a un mismo tiempo. Entre ellos, la traumática caída de Wall Street en 1929 y la consiguiente crisis financiera mundial —situación que el mundo ha vuelto a vivir, con diferencias, recientemente— hicieron que el voto nazi volviera a crecer de forma apabullante.

Las épocas de grandes crisis siempre aceleran los extremismos y generan animadversión hacia los extranjeros y los diferentes. Alemania se había recuperado en los últimos tres años gracias a los créditos americanos que permitían pagar las reparaciones de guerra. Pero todo fue un espejismo; el «jueves negro», 24 de octubre de 1929, frenó el esfuerzo recuperador alemán cuando los EE. UU. reclamaron sus créditos: la producción se redujo a la mitad, el paro alcanzó los cinco millones y medio de personas y miles de empresas quebraron.

El NSDAP, con un líder ya convertido prácticamente en «salvador» de Alemania para muchos, se aprovecharía de los obreros descontentos y de aquellos que vivían prácticamente en la miseria para incrementar sus votos. En las elecciones del 14 de septiembre de 1930 (ya dije que Hitler había cambiado su estrategia y ahora se aprovechaba de las ventajas que le brindaba el sistema democrático que tanto odiaba), el Partido Nazi obtuvo 6 490 000 votos y 107 escaños en el Reichstag, pasando del noveno puesto al segundo en importancia nacional. Hitler, además, contaba con importantes inversores de la industria y las finanzas que apoyaban su campaña y su programa político: el «barón del carbón», Emil Kirdorf, Albert Vögler, jefe de la Vereinigten Staerke, el industrial Wolff y el banquero Kurt von Schröder, Fritz Thyssen, jefe del trust del acero, George von Schnitzler, de la IG Farben —empresa que sería la responsable de fabricar en cantidades industriales el gas Zyklon B, utilizado en los campos de concentración para acabar con la vida de los judíos y los «indeseables»—, y Gustav Krupp, conocido como «el rey de los cañones».

Nada más salir de Landsberg, Hitler había dejado clara su nueva estrategia: «En vez de orientarnos hacia la conquista del poder mediante la revolución armada, habremos de permanecer tranquilos combatiendo a los diputados católicos y marxistas en el seno del Reichstag. Si bien es cierto que derrotarles con el arma de los votos requiere más tiempo que eliminarles con las armas, el éxito está garantizado al menos por su propia Constitución (…). Antes o después dispondremos de la mayoría (…) y, a continuación, de Alemania».

Tras obtener la ciudadanía alemana con una artimaña legal (en 1932 Dietrich Klagges lo convirtió en funcionario público del gobierno de Braunschweig), Hitler movió todos los recursos del Partido, tanto financieros como organizativos, para enfrentarse a un octogenario Paul von Hindenburg, segundo presidente de la República, en las nuevas elecciones, que tuvieron lugar el 13 de marzo de 1932. Llegados a este punto, la eficiente propaganda que caracterizaría a los nazis por su efectividad comienza a materializarse por primera vez cuando, durante la campaña electoral, Hitler recorre en avión el país de punta a punta, participando en dos o tres mítines diarios, lo que incrementa sorprendentemente su popularidad. Una campaña propagandística sin precedentes en el país que ya manejaba el maestro de la palabra, Josef Goebbels: 3 000 mítines diarios del NSDAP, millones de carteles y opúsculos distribuidos, películas, discos…

Hitler obtuvo cinco millones de votos más, pero no consiguió arrebatar la presidencia a Hindenburg. En la segunda vuelta, el 10 de abril, el líder nazi obtiene otros dos millones más, pero su antiguo oponente vuelve a derrotarlo. Sin embargo, en las elecciones nacionales de julio los nazis, vencedores, obtienen 230 escaños en un parlamento que cuenta con 608 diputados y Göring, el héroe de guerra, es elegido presidente del Reichstag. Finalmente, y tras no pocas intrigas tanto dentro del NSDAP como fuera, el líder nazi pacta con Franz von Papen[7], que acepta ser vicecanciller mientras Adolf Hitler es nombrado canciller.

Hitler ya como líder indiscutible de Alemania en una fotografía tomada en su despacho de la Cancillería del Reich. Desde su ascenso al poder en 1933 hasta su suicidio el 30 de abril de 1945, el Führer impuso su voluntad con mano de hierro y sumió a Europa en la guerra más sanguinaria de la historia.

Así que el mediodía del lunes 30 de enero de 1933 sucede aquello que nadie esperaba que pasara jamás: el miserable huésped de la «Casa de los Solteros» de Viena, el pintor frustrado, el austríaco que rehusó servir a su ejército, el joven cargado de odio, se convertía en canciller del Estado alemán. Será el líder del nuevo Reich desde el 2 de agosto de 1934 —muerto ya Hindenburg— hasta el 30 de abril de 1945, tiempo suficiente para que el mundo se asome al abismo.

Tras las elecciones, los mítines, las luchas por el poder entre los miembros del propio NSDAP, imbuidos por un marasmo de intereses creados, envidias varias y traiciones, había algo fundamental que contribuyó a que el Partido Nazi cautivara a millones de personas en una nación culta en pleno siglo XX. Más allá del sentido político de su discurso y de las refriegas en las calles, veamos cómo Hitler y sus acólitos «vendieron» a las masas un movimiento en cierta manera de corte místico, utilizando conceptos mucho más profundos que los políticos. Adolf Hitler, que como sabemos estaba convencido de que tenía que cumplir una «misión» de corte providencial, presentó su movimiento valiéndose de las ancestrales armas de la religión. Gracias a ello, alcanzó un poder casi inconcebible. Veamos cuáles fueron esas «armas» sagradas…

 

1 Este político decimonónico había fundado el Partido Pangermánico y era el ideólogo del movimiento «Lejos de Roma», que pretendía desvincular a las iglesias alemanas de la Santa Sede. Su antisemitismo era también feroz e influiría en los nacionalistas alemanes y también en Hitler.

 

2 Algunos historiadores señalan que su odio hacia los judíos se hallaba en un trauma psicológico de su adolescencia, cuando descubrió a su madre en los brazos del comerciante hebreo Sachs en un prado cercano a su casa.

 

3 Según una ley del siglo XVII, el súbdito austríaco que prestaba servicio en un ejército extranjero perdía la nacionalidad y se convertía en apátrida, algo que no pareció importar demasiado a Hitler.

 

4 Dicha teoría atribuía falsamente la derrota de Alemania en la Gran Guerra a una serie de asuntos internos del país, en especial que el pueblo alemán no supo responder a la llamada patriótica en el momento más crucial de la conflagración porque hubo una serie de «elementos» que habrían saboteado el esfuerzo bélico debido a distintos intereses. Muchos de los veteranos de la Primera Guerra Mundial eran cercanos a dicha idea, y Hitler se valió de ello para aumentar el número de votantes de su partido. El líder nazi pronto identificó a los culpables de aquella traición como los judíos y los comunistas.

 

5 El 7 de mayo se hicieron públicas en Berlín las cláusulas del tratado de paz —conocido despectivamente por los alemanes como «diktat» (dictamen)— que los aliados imponían en Versalles a la nueva república alemana, que tomaba el nombre de la ciudad industrial en la que fue proclamada, Weimar: la devolución de Alsacia y Lorena a Francia y la devolución de otras regiones conquistadas anteriormente a otros países; el establecimiento del «corredor de Dantzig» bajo control internacional. Además, el ejército alemán quedaba reducido a cien mil voluntarios y no podía rearmarse. El orgulloso país quedaba así acorralado y avergonzado.

 

6 Este político, geógrafo e historiador alemán tendría vital importancia en la justificación nazi de expandirse hacia el Este conquistando territorios mediante la fuerza y sería uno de los principales ideólogos de los primeros años del Reich; no obstante, tanto él como su hijo, Albrecht, tendrían una importancia fundamental en el extraño vuelo que Rudolf Hess realizaría a Inglaterra en 1941; al parecer, los Haushofer estaban relacionados con la inteligencia británica. Apasionado de las religiones orientales y del Tíbet, Karl serviría a Louis Pauwels y Jacques Bergier como uno de los protagonistas de su fantástica epopeya sobre el nazismo, El retorno de los brujos, afirmando que era un iniciado perteneciente a una logia japonesa conocida como El Dragón Verde —lo que es posible— que poco menos que habría «embrujado» a un joven Adolf Hitler. Los mismos autores apuntan que Karl se suicidó haciéndose el harakiri en 1946 tras saber que su hijo, involucrado en la «Operación Valkiria», había sido asesinado por la Gestapo, pero lo cierto es que se quitó la vida con cianuro en un bosque.

 

7 Representante de los varones del Herrenclub expulsado de su propio partido —los católicos de centro—, que era el benjamín del anciano Hindenburg y, por tanto, tenía una enorme influencia sobre él.