—Lo siento, capitán —se disculpó Keynes—. Cualquier imbécil corto de entendederas es capaz de vendar una herida de bala y lo más probable es que en mi lugar os asignen a un imbécil corto de entendederas, pero no puedo quedarme con el dragón más saludable de Gran Bretaña cuando los cobertizos de la cuarentena están llenos de animales enfermos.
—Lo entiendo a la perfección, señor Keynes, y no necesita usted decir nada más —repuso Laurence—. No va a volar usted con nosotros a Dover, ¿verdad?
—No. Victoriatus no va a pasar de esta semana y tengo intención de quedarme para asistir a la autopsia con el doctor Harrow —respondió con ese carácter práctico que tanto desconcertaba a Laurence—. Confío en que aprendamos algo acerca de la enfermedad. Algunos dragones mensajeros siguen volando. Uno me llevará a partir de ahora.
—Bueno, ojalá volvamos a vernos pronto —deseó el capitán mientras estrechaba la mano del cirujano.
—Espero que no —repuso el médico con su mordacidad habitual—. No tendré muchos pacientes si eso ocurre, y por cómo va la cosa eso significaría que han muerto todos.
Laurence tenía los ánimos por los suelos, así que sintió aquella marcha casi tanto como una baja. En cualquier caso, lo sentía. Los cirujanos del aire no eran ni de lejos unos zoquetes tan incompetentes como los de la Armada, y a pesar de las palabras de Keynes no albergaba miedo alguno sobre el eventual sucesor. Sin embargo, jamás era agradable perder a un buen hombre cuyas rarezas ya te sabes y cuyo valor y sentido común están probados. A Temerario no iba a gustarle nada.
—¿No está herido ni enfermo? —insistió el dragón.
—No, pero lo necesitan en otra parte —le explicó Laurence—. Es un cirujano experimentado y estoy seguro de que tú no vas a negarles los servicios de Keynes a tus compañeros, aquejados de esta enfermedad.
—Bueno, si Maximus o Lily lo necesitan… —repuso el Celestial de malas pulgas y abrió zanjas en el suelo con las uñas—. Pero voy a verlos pronto, ¿a que sí? No pueden estar muy mal, estoy seguro. Maximus es el dragón más grande que he visto, y eso incluye a los de China. Se va a recobrar enseguida, estoy convencido.
—Nada de eso, amigo mío —lo contradijo Laurence, lleno de inquietud, y soltó lo peor de la noticia—: Ninguno se ha recuperado de esa enfermedad. Debes poner todo el cuidado del mundo en no merodear cerca de las zonas en cuarentena.
—No lo entiendo —repuso el dragón—, si no se han recuperado, eso quiere decir… —Temerario dejó la frase inconclusa.
Laurence desvió la mirada. Resultaba perfectamente comprensible que el Celestial no captara de inmediato las implicaciones de la enfermedad, pues los dragones eran criaturas duras como piedras y la mayoría de las razas vivían más de un siglo. En buena ley, siempre que los azares de la guerra no los apartasen de su lado, era lógico que Temerario tuviera la expectativa de convivir con Maximus y Lily más tiempo del que abarcaba la vida un hombre.
—Pero yo tengo muchas cosas que contarles, he regresado por ellos —dijo al fin, todavía sin salir de su asombro—, para que sepan que los dragones son capaces de leer, escribir, tener propiedades y hacer otras cosas además de luchar.
—Les escribiré una carta en tu nombre y así podrás saludarlos. Saber que estás sano y a salvo les hará más felices que tu compañía —le aseguró Laurence, pero el Celestial no respondió, permaneció inmóvil y con la cabeza pegada al pecho—. Vamos a estar muy cerca —continuó el capitán—, así que podremos escribirles todos los días si así lo deseas… al final de cada jornada…
—Que consistirá en patrullar sin parar, seguro —replicó Temerario con una inusual nota de amargura en la voz— y realizar más estúpidas maniobras de formación. Ellos están enfermos y no podemos hacer nada.
Laurence bajó los ojos hasta su regazo, allí descansaba el fardo envuelto en hule con todos sus papeles, y en ellos, bien lo sabía él, no iba a hallar ningún posible consuelo para Temerario, solo escuetas instrucciones de ir a Dover, donde lo más probable era que las predicciones del Celestial se cumplieran hasta el último detalle.
Nada más aterrizar acudió a las oficinas del nuevo almirante en el cuartel general de Dover y el hecho de que le dejaran pelarse de frío durante media hora en la sala de espera resultó de lo más desalentador. Allí escuchó los gritos de Jane Roland, mas no fue capaz de identificar por la voz quién contestaba a la almirante. Laurence se puso de pie en posición de firmes cuando se abrió de golpe una puerta por la que salió un hombre alto uniformado con la casaca de la Marina; salía con las ropas desajustadas, las facciones desencajadas y las mejillas encendidas debajo de las pobladas patillas. No se detuvo, pero fulminó a Laurence con la mirada antes de abandonar la estancia como una exhalación.
—Entra, Laurence, entra —lo llamó Jane, y él así lo hizo.
La almirante se hallaba en compañía de un hombre de más edad ataviado de una forma excéntrica cuando menos: una levita negra, unos pantalones bombachos hasta las rodillas y unos zapatos con hebillas.
—Me parece que no conoces al doctor Wapping —dijo Jane—. Señor, le presento al capitán Laurence, de Temerario.
—Señor —saludó al tiempo que hacía la venia para ocultar el desconcierto y desconsuelo.
Supuso que si todos los dragones se hallaban en cuarentena, poner el cobertizo entero a cargo de un médico era una decisión muy sensata a juicio de hombres de tierra firme, exactamente igual que lo que le ocurrió en una ocasión cuando un amigo de la familia buscó su influencia para, gracias a ese poco afortunado trato social, pasar de cirujano, ni siquiera cirujano naval, a jefe de un buque hospital.
—Encantado de conocerlo, capitán —saludó el médico—. Debo marcharme, almirante. Lamento haber sido la causa de tan desagradable escena, le ruego que me disculpe.
—Tonterías, esos granujas de la Oficina de Avituallamiento son una pandilla de pícaros sin escrúpulos y estoy encantando de meterles en cintura. Que tenga buen día —lo despidió Jane.
Cuando Wapping hubo cerrado la puerta, la capitana se volvió hacia Laurence: —Los pobres animales comen menos que un pajarito, y no contentos con eso, los muy canallas nos envían reses enfermas y en los huesos, ¿puedes creértelo, Laurence?
»Menuda forma de darte la bienvenida a tu vuelta, ¿eh? —Roland le tomó por los hombros y le plantó un sonoro beso en cada mejilla—. Tienes un aspecto horroroso. ¿Qué le ha pasado a tu cara…? ¿Te apetece un vaso de vino? —preguntó mientras servía uno para cada uno sin esperar su respuesta, un comportamiento que el recién llegado interpretó como una muestra de inexpresividad causada por el agobio—. He recibido todas tus cartas, Laurence, así que me he hecho una idea razonable de tus andanzas. Perdona que no te haya respondido, pero me resultaba más fácil no contarte nada que expurgarlo todo y contarte solo cosas sin importancia.
—No, es decir, sí, por supuesto —dijo él, y se sentó con ella junto al fuego. Jane había dejado la casaca sobre un brazo de la silla y al posar los ojos en la prenda Laurence pudo ver en la manga las cuatro barras de almirante y el magnífico alamar hecho de galón en la pechera. El rostro de su interlocutora también había cambiado, aunque no para mejor: había perdido una stone2 de peso por lo menos, calculó, y unos brotes grises habían aparecido en su pelo corto siempre tan negro—. Bueno, lamento estar hecha un adefesio —observó, pesarosa, e impidió las disculpas de Laurence a carcajadas–. Todos estamos bastante desmejorados, Laurence, carece de sentido negarlo. Ya has visto al pobre Lenton, supongo. Aguantó el tipo como un jabato las tres semanas siguientes a la muerte de su dragona, pero luego lo encontramos en el suelo de sus aposentos, víctima de una apoplejía. La semana siguiente fue incapaz de hablar sin arrastrar las palabras. Después de eso ha ido a mejor, pero todavía es una sombra de sí mismo.
—Lo lamento mucho —repuso él—. Tenía pensado brindar por tu ascenso —logró decir sin tartamudear, pero hasta eso le exigió un esfuerzo hercúleo.
—Gracias, querido amigo. Supongo que en otras circunstancias estaría muy orgullosa… o si no fuéramos de traspiés en traspiés. Capeamos el temporal razonablemente bien mientras nos las arreglamos por nuestra cuenta, pero no tanto cuando debo tratar con estas criaturas descerebradas del Almirantazgo. Lo saben, porque se les ha dicho por activa y por pasiva, y aun así, ahí están con sus sonrisitas y sus arrullos, como si yo no fuera capaz de ponerme a lomos de un dragón en lo que ellos tardan en desvestirse y se me quedan mirando como si les estuviera echando una bronca injustificada por querer montarme el numerito del besamanos.
—Les cuesta adaptarse, imagino —respondió Laurence, compareciendo a aquellos bobos para sus adentros—. Me pregunto si tal vez el Almirantazgo no debería… —Y se mordió la lengua, aunque no a tiempo, y tuvo la sensación de que había pisado un terreno peliagudo y peligroso. Resultaba imposible discrepar con la necesidad de hacer todo lo posible por contar con el favor de los Largarios, tal vez la raza inglesa más mortífera, y como estos alados solo aceptaban cuidadoras, era necesario dárselas. Laurence deploraba profundamente que la necesidad obligara a mujeres de buena cuna a perder su legítimo sitio en la sociedad y adentrarse en un camino de dolor, pero al menos las habían educado para ello y en caso de ser necesario, se hallaban perfectamente cualificadas para desempeñar el papel de líderes de formación y transmitir las maniobras a las alas, pero el rango de Roland no era un oficial superior de medio pelo, era almirante, y eso por no hablar de que estaba al frente del mayor cobertizo de toda Gran Bretaña y tal vez también el de mayor importancia.
—No me han dado el cargo de buen grado, pero la elección era una patata caliente —le reveló Jane—. Portland no iba a venir desde Gibraltar, pues Laetificat ya no está para soportar un viaje por mar, así que la cosa quedaba entre Sanderson y yo, y él hizo el ridículo con un numerito de ir lloriqueando por las esquinas de lo preocupado que estaba, como si eso sirviera de algo. No sé si creerás eso de un veterano con nueve acciones conjuntas con la flota. —Roland recorrió su pelo corto con los dedos y suspiró—. No importa, no me hagas caso, Laurence. Soy impaciente y Animosia, su dragón, se encuentra bastante mal.
—¿Y qué hay de Excidium? —se aventuró a preguntar Laurence.
—Es un pajarraco con la piel muy dura que se las sabe todas y administra bien sus fuerzas; además, tiene el sentido común de comer aun sin apetito. Puede apañárselas bastante bien una larga temporada, y ya sabes, lleva casi un siglo en el servicio activo, muchos de su edad ya han abandonado del todo el negocio y se han retirado a los campos de cría. —Roland esbozó una sonrisa poco entusiasta—. Venga, he sido valiente… Ahora pasemos a cosas más agradables. Me has traído veinte dragones y por Dios que voy a sacarles el máximo partido. Vamos a echarles un vistazo.
—Es de armas tomar —admitió Granby, hablando lentamente mientras los tres examinaban la anatomía enroscada de Iskierka, cuya piel estaba salpicada por púas punzantes como alfileres por las cuales se escapaban débiles chorros de vapor—. Aún no la he amansado, lo siento, almirante.
La dragoncilla se había asentado por su cuenta y a su propia satisfacción, aunque no a la de los demás; había excavado con las garras una fosa profunda en el claro contiguo al de Temerario, y luego había procedido a acomodarla, rellenándola con una suerte de harina gris hecha con madera de fresno: había desenraizado una docena de árboles y, ni corta ni perezosa, los había quemado dentro del pozo. Por último, había elegido piedras redondeadas y las había caldeado antes de echarlas a ese lecho de arena gris y entonces ya pudo tenderse a dormir cómodamente sobre un lecho templado.
El fuego y su persistente rescoldo resultaban visibles a varios kilómetros a la redonda, incluso desde las granjas más próximas al cobertizo, y las primeras quejas, así como un considerable pánico, se produjeron a las pocas horas de la llegada de la dragoneta.
—Lo ha hecho bastante bien enjaezándola en un país extranjero y sin ganado a su disposición —comentó Jane, palmeando el lomo de la adormilada dragoneta—. Por mí, ya pueden quejarse cuanto gusten por la presencia de un dragón lanzafuego, la Armada va a corear su nombre cuando se enteren de que al fin tenemos uno a nuestra disposición. Bien hecho, de veras que sí. Me alegra poder confirmarle en su rango, capitán Granby. ¿Le gustaría hacer los honores, Laurence?
La mayoría de la tripulación de Temerario había estado atareada en el claro de Iskierka, extinguiendo a palos el fuego de las chispas que saltaban del pozo y amenazaban con prender fuego a todo el cobertizo en caso de no sofocarlas. Ahora, estaban cansados y cubiertos de polvo de los pies a la cabeza, pero ninguno de ellos tenía ganas de marcharse, se demoraban adrede sin necesidad de ninguna orden hasta que el teniente Fenris les chivó entre dientes el momento de acercarse para poder ver cómo Laurence colocaba un par de barras doradas en los hombros de Granby.
—Caballeros —les invitó a acercarse Roland una vez que Laurence hubo terminado.
Los soldados lanzaron tres hurras en honor de Granby, rojo como un tomate a causa del entusiasmo, aun cuando se portó con comedimiento. Ferris y Riggs se adelantaron para felicitarle con un apretón de manos.
—Pronto nos pondremos a buscarle una tripulación, caballeros, aunque Iskierka todavía es muy pequeña —comentó la almirante al término de la ceremonia mientras se dirigían a presentarle a los dragones salvajes—. Ahora no andamos escasos de hombres, por desgracia. Aliméntela dos veces al día, a ver si dándole bien de comer logramos recobrar el tiempo perdido en lo que a crecimiento respecta y cuando despierte comenzaré con ustedes las maniobras a lomos de un Largario. No sé si puede hacerse daño con su propia habilidad, como les ocurre a los Lanzadores de ácido, pero tampoco necesitamos averiguarlo durante los entrenamientos.
Granby asintió; al menos, no parecía desconcertado en presencia de Jane, y otro tanto podía decirse de Tharkay, a quien habían convencido para quedarse un poco más, pues era uno de los pocos con algo de mano entre los montaraces. A su manera furtiva y secreta, casi parecía divertido después de haber lanzado una mirada inquisitiva a Laurence. Este no había tenido ocasión de advertirle en privado acerca del encuentro, dado el interés de Roland por hacerse cargo de los dragones ipso facto. Empero, no mostró sorpresa alguna y se limitó a hacer una amable inclinación antes de proceder con las presentaciones.
El grupo de Arkady había provocado menos caos en sus claros respectivos que Iskierka a pesar de que habían optado por derribar los árboles existentes entre los calveros y permanecer todos agrupados. El frío aire de diciembre no les perturbaba lo más mínimo, acostumbrados como estaban a las temperaturas glaciales de la cordillera del Pamir, pero la humedad levantaba comentarios de desaprobación.
En cuanto se percataron de que estaban en presencia del mandamás del cobertizo, le exigieron de inmediato el cálculo exacto de las vacas prometidas, una al día, oferta por la cual se habían incorporado al servicio de buen grado.
—Su posición es la siguiente: se les prometió una vaca por día y aun cuando no se la hayan comido, el cómputo ha corrido, luego ese ganado acumulado es suyo y, por tanto, les asiste el derecho de pedir su entrega más adelante —les explicó el mestizo.
La ocurrencia provocó las carcajadas de Jane.
—Dígales que van a tener tanta comida como deseen en cualquier momento y si son demasiado desconfiados como para quedarse contentos con eso, les haremos una cuenta: que tomen uno de esos troncos y hagan una marca cada vez que visiten el redil del ganado —contestó Roland, más feliz que ofendida por verse envuelta en semejantes negociaciones—. Pregúnteles si estarían de acuerdo con este intercambio: dos cerdos por una vaca, o dos ovejas. Eso nos permitiría ofrecerles algo más de variedad.
Los dragones salvajes unieron las cabezas y empezaron a farfullar entre ellos en una cacofonía de siseos y silbidos; la conversación era privada solo porque nadie entendía su lenguaje. Al final, Arkady se dio la vuelta y se declaró dispuesto a alcanzar un acuerdo sobre el intercambio, salvo en lo referido a las cabras, donde insistió en que deberían ser tres ejemplares a cambio de una vaca, pues los cápridos les producían poca apetencia: en su lugar de origen los habían comido a menudo y por lo general solían estar en los huesos.
Roland le hizo la venia en señal de asentimiento y él cabeceó hacia atrás con una expresión altamente satisfecha que acentuó todavía más ese aspecto de pirata que le daba el parche de color azafranado que le cubría un ojo y le salpicaba todo el cuello.
—Son una pandilla de rufianes, de eso no cabe duda —sentenció Jane mientras abría la marcha de regreso a sus oficinas—, ni tampoco su papel durante un vuelo: esas constituciones tan nervudas son perfectas para volar alrededor o encima de un peso pasado, así que estoy encantada de llenarles la panza.
—No, señor, no habrá problemas —dijo el maestresala del cuartel general cuando se le pidieron habitaciones para Laurence y sus oficiales a pesar de que habían salido de la nada y llegaban sin avisar.
Había espacio de sobra por una razón simple: la mayoría de los capitanes y oficiales prefería estar junto a los dragones enfermos en los territorios afectados por la cuarentena, donde acampaban a pesar del frío y la lluvia. Por eso, el edificio se hallaba extremadamente vacío y sumido en un silencio ni siquiera comparable al del lento discurrir de los días previos a Trafalgar, cuando la práctica totalidad de las formaciones se habían marchado al sur como apoyo para derrotar a las flotas francesa y española.
Todos juntos bebieron a la salud de Granby, pero el grupo se disgregó enseguida y Laurence no se hallaba dispuesto a remolonear mucho más por allí. Unos cuantos tenientes de rostro abatido permanecían sentados en las sombras de un rincón sin decir palabra, un capitán entrado en años roncaba con la cabeza apoyada sobre el brazo de su sillón y una botella vacía apoyada en el '¡codo.
Laurence cenó solo en sus habitaciones; lo hizo junto al fuego para combatir el frío, pues las estancias cerradas facilitaban la formación de una corriente que pasaba de un cuarto a otro.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos y el capitán abrió pensando que podría tratarse de Jane o de alguno de sus oficiales con noticias de Temerario, pero se sorprendió al encontrarse al mestizo en su umbral.
—Entre, por favor —lo invitó Laurence, y ya un poco tarde añadió—: Espero que sepa disculpar el desorden.
La estancia estaba todavía revuelta, así que había optado por tomar prestadas las ropas de dormir de un colega descuidado que las había olvidado en el armario. Tenían muchas arrugas y le quedaban un poco anchas a la altura de cintura.
—He venido a despedirme —anunció Tharkay y negó con la cabeza cuando Laurence hizo un torpe intento de interrogarle—. No, no tengo queja alguna, yo no formo parte de vuestra compañía y tampoco me interesa quedarme solo como traductor. Iba a aburrirme enseguida.
—Me encantaría hablar con la almirante Roland, tal vez haya algún encargo… —aventuró el militar, pero dejó la frase colgando al no saber qué iba a poder hacer ni qué acuerdos podían alcanzarse con el Cuerpo, ni sobre qué materias, salvo que los imaginaba menos formales que en la Armada o en el Ejército, pero no deseaba prometer nada que tal vez fuera inviable.
—Ya he hablado con ella y me ha dado uno —repuso el mestizo—, aunque tal vez no del tipo al que usted se refería. Voy a volver a Turkestán en busca de más dragones salvajes a ver si puedo persuadirlos de que se enrolen en términos similares a los del grupo de Arkady.
Laurence habría sido mucho más feliz si los montaraces ya enrolados fueran mínimamente disciplinados, una cualidad difícilmente alcanzable tras la marcha de Tharkay, mas no cabía efectuar objeciones por su parte. Resultaba difícil imaginar que alguien tan orgulloso como él fuera capaz de permanecer en una posición de simple comparsa, incluso aunque no hubiera descontento por su parte.
—Rezaré porque regrese sano y salvo —le deseó Laurence.
Y a continuación le ofreció un vaso de oporto y una cena.
—Qué extraño compañero nos has conseguido —le dijo Roland a la mañana siguiente en sus oficinas—. Le habría dado su peso en oro si el Almirantazgo no hubiera puesto el grito en el cielo: veinte dragones salidos de la nada, como si los hubiera conjurado Merlín, ¿o fue cosa de san Patricio?
»Lamento privarte de la colaboración de Tharkay y te pido que no me consideres desagradecida. Estás en tu derecho a quejarte, ya es un milagro que hayas logrado traernos a Iskierka y un huevo intacto considerando la facilidad con que Bonaparte está campando por toda Europa, y eso no por habar de nuestra banda de amistosos bribones. Pero no puedo renunciar a la posibilidad de conseguir más dragones, por mezquinos y esqueléticos que sean, eso da igual mientras aguanten de pie.
En lo alto de la mesa se desplegaba el mapa de Europa lleno de indicadores que representaban dragones. Las banderas marcaban un trayecto desde los confines occidentales del antiguo territorio de Prusia hasta Rusia.
—De Jena a Varsovia en tres semanas —resumió ella mientras uno de los servidores les escanciaba los vasos de vino—. No habría dado un penique falso por esas noticias si no las hubieras traído tú, Laurence, y te habría enviado al médico si luego no las hubiera confirmado la Armada.
El capitán asintió.
—Tengo muchas cosas que contarte acerca de las tácticas aéreas de Bonaparte: las ha cambiado por completo de un tiempo a esta parte. Las formaciones ya no sirven de nada frente a él. A los prusianos les pasó por encima en Jena, les dio una verdadera paliza. Debemos empezar a idear tácticas para contrarrestar de inmediato esos nuevos modos de batallar.
Pero ella ya estaba sacudiendo la cabeza.
—¿Sabes, Laurence? Dispongo de menos de cuarenta dragones aptos para el vuelo y a menos que Napoleón esté mal de la cabeza, y no lo creo, cruzará el canal con más de mil. No va a necesitar ninguna táctica soberbia para derrotarnos. Y en lo que a nosotros respecta, no hay nadie a quien enseñar algo nuevo. Nadie. —El alcance de la debacle acalló a Laurence: disponían de cuarenta dragones para patrullar toda la línea costera del canal y dar cubertura a los barcos del bloqueo—. Todo cuanto queremos en este momento es tiempo —prosiguió Jane—. Ha habido una docena de eclosiones en Irlanda, un territorio preservado de la enfermedad hasta el momento, y tenemos allí muchos huevos a punto de eclosionar en los próximos seis meses. De ahí van a salir muy buenos dragones en cualquier momento. Las cosas pintarían bastante mejor si nuestro amigo Bonaparte fuera tan amable de concedernos un añito. Todo tendría otro cariz en ese momento: estarían emplazadas todas las nuevas baterías de la costa, los dragonetes ya estarían educados y los montaraces serían capaces de dar una a derechas, y eso por no mencionar a Temerario ni a nuestro nuevo dragón lanzallamas.
—¿Y nos lo va a dar?
—Como se entere del lamentable estado de nuestras fuerzas, ni un minuto —replicó Roland—, pero dejando eso a un lado… Bueno, hemos sabido que tiene una nueva amiguita, una condesa polaca de una belleza arrebatadora, según se dice, y le gustaría casarse con la hermana de Zar.
»Le deseamos buena suerte en su cortejo, y también que se lo tome sin prisa. Si es razonable, va a querer una noche invernal para franquear el Canal de la Mancha y los días empiezan a durar más…
»Puedes estar seguro de que Napoleón se nos planta aquí raudo como un rayo si llega a saber que estamos en cuadro… y al infierno con las damas. Por eso, nuestro trabajo en estos instantes consiste en mantenerlo bien sumido en la ignorancia. En un año vamos a tener algo con que trabajar, pero hasta entonces, todo cuanto debes hacer es…
—Patrullar —repitió Temerario con desesperación cuando Laurence le transmitió sus órdenes.
—Lo siento mucho, amigo, lo lamento de veras, pero al final… Nuestros amigos han sido relevados de una serie de tareas y si de verdad queremos ayudarles, vamos a tener que asumirlas nosotros. —Temerario guardó silencio y se puso a rumiar el asunto con desconsuelo. En un intento de animarlo, Laurence añadió—: Pero eso no significa que debamos renunciar a tu causa, ni lo más mínimo. Voy a escribir a mi madre y a todos mis conocidos capaces de dar buenos consejos para saber cómo debemos proceder…
—¿Qué sentido puede tener eso cuando todos nuestros amigos están enfermos y no podemos hacer nada por ellos? Poco importa que a uno de ellos no se le permita visitar Londres cuando ni siquiera es capaz de volar una hora, y a Arkady le importa un bledo la libertad, solo quiere vacas. Sí, podríamos patrullar y también hacer formaciones.
Echaron a volar alicaídos con una docena de dragones salvajes posicionados a sus espaldas, más ocupados en reñir entre ellos que en prestar atención a sus alrededores. Temerario no estaba por la labor de hacerles entrar en razón y ahora que Tharkay se había ido, el puñado de infelices oficiales montados a lomos de los montaraces albergaban muy poca esperanza de ejercer algún tipo de control sobre ellos.
El elevado número de dragones enfermos dejaba en tierra a sus tripulaciones; por eso había disponibles muchos jóvenes suboficiales. Quienes ahora montaban en los montaraces habían sido elegidos por su habilidad con los idiomas. Todos los silvestres tenían demasiados años para aprender otra lengua con facilidad, así que los oficiales debían aprender la de los alados. Tener que oírles intentar silbar y chasquear la lengua para farfullar las primitivas sílabas del idioma Durzagh se hizo pesado enseguida y acabó por convertirse en una molestia considerable, pero resultó preciso soportarlo, pues nadie lo hablaba con fluidez, salvo Temerario y el puñado de jóvenes oficiales que habían aprendido a chapurrearlo en el curso de su viaje a Estambul.
Laurence ya había perdido a otros integrantes de su ya reducida oficialidad: el fusilero Dunne y el ventrero Wickley habían asimilado los rudimentos suficientes de Durzagh para realizar unas señas básicas comprensibles para los dragones salvajes y no eran tan jóvenes como para dar órdenes absurdas. Habían puesto a ambos a bordo de Arkady en una alta posición de autoridad que era pura teoría, al no existir ese lazo natural generado por el primer enjaezado y, por descontado, el líder de los montaraces estaba más dispuesto a seguir sus caprichosos impulsos que las órdenes que ellos pudieran darle, máxime cuando el dragón ya había expresado su opinión acerca de las patrullas sobre el océano, eran absurdas al tratarse de una zona sin valor por la que ningún dragón razonable iba a interesarse. A juicio de Laurence, las probabilidades de que virara bruscamente en busca de algo más divertido eran elevadas.
La derrota elegida por Roland para la primera expedición del grupo discurría junto a la línea costera, donde había poco o ningún peligro de que se produjera una acción bélica. Iban demasiado cerca de la tierra, pero al menos los acantilados despertaron el interés de los montaraces, eso y el bullicio de los barcos alrededor de Portsmouth, adonde se hubieran dirigido alegremente a investigar si Temerario no los hubiera llamado al orden. Volaron cerca de Southampton para luego dirigirse hacia el oeste, en dirección a Weymouth. Los alados se aburrieron del ritmo tranquilo de vuelo así que para entretenerse empezaron a hacer todo tipo de acrobacias alocadas, bajando en picado desde tanta altura que deberían haber resultado mareados y con el estómago revuelto, cosa que no sucedía debido a su antiguo hábitat, uno de los lugares más altos de la tierra. Por esa razón realizaban peligrosas y absurdas maniobras en barrena que les llevaban a levantar surtidores de espuma cuando rozaban la cresta de las olas antes de remontar el vuelo. Era un triste desperdicio de energía, pero, bien alimentados como estaban ahora y en comparación con su anterior aspecto famélico, tenían un exceso de energía y a Laurence no le importaba que la gastasen de una forma tan controlada mientras los oficiales subidos aferrados a los respectivos arneses no estuvieran en desacuerdo.
—Quizá deberíamos probar a ver si pescamos algo —sugirió Temerario, volviendo hacia atrás la cabeza para mirar a Laurence.
Pero entonces, de pronto, Gherni gritó por encima de ellos y el Celestial se ladeó, evitando a un Pêcheur-Rayé que pasó muy cerca de él. Los fusileros a lomos del alado francés abrieron fuego. Los disparos sonaron como el descorche simultáneo de varias botellas de champán.
Los hombres empezaron a moverse de forma alocada cuando Ferris gritó:
—¡A sus puestos de combate!
Los ventreros dejaron caer un puñado de bombas sobre el peso medio francés, que ya empezaba a remontar mientras Temerario viraba y ganaba altura. Arkady y los montaraces se llamaban unos a otros con gritos estridentes y girando sobre sí mismos con entusiasmo antes de abalanzarse de buena gana sobre el enemigo, una patrulla de reconocimiento integrada por seis alados, o eso pudo distinguir Laurence entre las nubes de baja altura. El Pêcheur era el mayor del grupo; el resto eran dragones ligeros o correos. Los franceses se hallaban en inferioridad numérica y de peso, y a pesar de todo se la jugaban acercándose tanto a las costas inglesas.
¿Era una imprudencia o se trataba de una temeridad llevada a cabo con toda la premeditación del mundo? El capitán de Temerario se preguntó con preocupación si no había trascendido la noticia de que durante el último encuentro no había habido reacción alguna desde los cobertizos.
—Voy tras ese Pêcheur. Arkady y los otros se encargarán del resto —anunció el Celestial, volviendo la cabeza para mirar a Laurence mientras descendía en picado.
Este estimó más seguro dejar que los montaraces se encargaran de los alados más pequeños, pues eran cualquier cosa menos tímidos, y a raíz de sus juegos se habían convertido en consumados escaramuzadores.
—No efectuéis un ataque sostenido —voceó a través de la bocina—. Basta con echarles de la costa cuanto antes y…
Le interrumpió el sonido hueco de las bombas al detonar debajo de ellos.
Bum. Bum.
El Pêcheur-Rayé se supo claramente superado al no contar con el factor sorpresa, pues el Celestial era mucho más rápido y de una clase más pesada. Él y su capitán se la habían jugado con el ataque sorpresa y habían fallado, y parecía obvio que no estaban dispuestos a probar suerte de nuevo. Temerario apenas había logrado detenerse antes de que el alado francés estuviera a punto de estamparse contra las olas y batiera las alas en retirada mientras los fusileros abrían un fuego cerrado con el fin de despejar el repliegue.
El capitán se volvió hacia lo alto, de donde venían las voces y gritos feroces de los montaraces, a los cuales apenas conseguía ver, pues los muy tunantes habían obligado a los franceses a ganar altura, donde su mayor facilidad para respirar aire con poco oxígeno podía concederles una ventaja.
—¿Dónde diablos está mi catalejo? —clamó, y tomó el de Allen.
Los dragones salvajes habían reducido la riña a un juego de provocación, acercándose y alejándose de los alados galos a toda velocidad, sin que, por ahora, se viera mucha pelea. Aquella táctica habría provocado la desbandada de cualquier grupo en su mundo, supuso Laurence, en especial con una diferencia numérica tan notoria, pero dudaba mucho que los disciplinados franceses se dejaran distraer así como así y, de hecho, mientras él estaba mirando, los cinco enemigos, todos salvo el pequeño Pou-de-Ciel, volaban en formación cerrada y enseguida iban a cruzar la nube de montaraces.
Estos siguieron escenificando su bravata y algunos de sus gritos fueron reales, ya que se dispersaron demasiado tarde para eludir el fuego de fusilería y se llevaron más de un balazo.
Temerario aleteaba para ascender; había tomado aire y tenía los costados henchidos como la lona de las velas; aun así, no le resultaba fácil subir tan arriba, y a esa altura iba a estar en desventaja frente a los dragones franceses, más pequeños que él.
—Llámelos enseguida y enseñe el banderín de descenso —voceó Laurence a Turner sin demasiada esperanza, pero los montaraces descendieron en picado cuando este hizo las señales, y ninguno pareció reacio a situarse al amparo del Celestial.
Arkady profería un clamor sordo e indignado mientras empujaba ansiosamente a su lugarteniente Wringe, la dragona que había salido peor parada: su piel de color gris oscuro estaba veteada por arroyos de sangre aún más oscura, pues se había llevado varios balazos en el cuerpo y un golpe desafortunado en el ala derecha que le había cortado al bies, haciéndole una herida bastante fea entre el patagio y el costillar. La malherida se escoraba en el aire cada vez que intentaba moverla.
—Que descienda a la costa —ordenó Laurence, que apenas necesitaba la bocina para hacerse oír: los dragones estaban tan apretados que podía dirigirse a ellos como si estuvieran en un claro y no en cielo abierto—. Haced el favor de decirles que deben mantenerse bien lejos de los fusiles. Lamento que hayan tenido una jornada tan movida… Escuchadme ahora, vamos a mantenernos juntos y…
Pero el consejo llegaba demasiado tarde: los franceses se habían formado en uve y se les echaban encima desde lo alto. Los montaraces siguieron la primera instrucción al pie de la letra y permanecieron todos juntos, quizá demasiado, pero luego se desbandaron por el cielo.
Los franceses también se separaron de inmediato. Ni siquiera juntos eran rival para Temerario, a quien seguramente habían reconocido, y volaron cerca de los montaraces como forma de protegerse frente al ataque de un Celestial. Debió de ser una experiencia de lo más extraña para ellos. Los Pou-de-Ciel formaban parte de la raza gala más liviana y ahora se descubrían siendo una suerte de pesos pesados cuando trababan batalla contra los alados salvajes, que, aun cuando tuvieran su misma longitud y envergadura, eran más delgados y de vientres cóncavos, un agudo contraste frente a los pechos amplios y musculados de sus oponentes.
Los montaraces se mostraron bastante más cautos en esta ocasión, pero también más despiadados, enfurecidos por la herida de su compañera y el escozor de sus propias lesiones. Empezaron a embestir como rayos y pronto aprendieron cómo amagar un ataque para provocar una descarga de fusilería y un instante después lanzar el ataque de verdad. Gherni, la más pequeña de todos, y Lester lanzaron un asalto conjunto contra el Pou-de-Ciel al tiempo que Hertaz, el más artero de los montaraces, se le echaba encima con las garras ennegrecidas por la sangre. El resto se enzarzaron en combates singulares en lugar de preocuparse por defender a los suyos, pero Laurence se percató enseguida del peligro casi antes de que el Celestial gritara:
—Arkady, Bnezh s’li taqom… —Temerario se detuvo en mitad de la frase para decir—: No están escuchando, Laurence.
—Ya, y dentro de un momento van a verse en un apuro —convino el capitán. —Los alados franceses aparentaban luchar en un uno contra uno, como los montaraces, pero en la práctica estaban maniobrando para acabar quedando lomo contra lomo; en realidad, solo se estaban dejando arrinconar para quedar en formación y entonces abrirse paso gracias a una embestida demoledora—. ¿Puedes separarlos una vez que se hayan reunido?
—No veo el modo de lograrlo sin hacer daño a nuestros amigos. Están muy cerca unos de otros y algunos son muy pequeños —contestó el Celestial sin dejar de azotar el aire con la cola mientras permanecía suspendido en el aire.
—Señor —intervino Ferris. El capitán se volvió a mirarle—. Siempre nos dicen, como regla general, que más vale llevarse un moratón que un balazo. Eso no les va a doler mucho e incluso si se quedan un poco atontados por algún golpe, estamos lo bastante cerca para ayudarles a amerizar si las cosas se torcieran más de la cuenta.
—Muy bien, gracias, señor Ferris —contestó Laurence, poniendo énfasis en la aprobación.
Se alegraba mucho de ver a Granby en compañía de Iskierka, y más desde que sabía lo escasos que estaban de dragones, pero le echaba muchísimo de menos, sobre todo cuando quedaba expuesto a lo escaso de su adiestramiento como aviador. Ferris se había apresurado a aprovechar las ocasiones con un entusiasmo rayano en la heroicidad, pero solo era un tercer teniente cuando salieron de Inglaterra, hacía apenas un año, y no podía esperar a sus diecinueve primaveras imponerse a su capitán con la convicción de un oficial veterano.
Temerario bajó la cabeza, respiró hondo para llenar de aire los pulmones y descendió en picado hacia el menguante puñado de dragones. Al atravesarlo causó un efecto superior al de un gato cuando caía sobre una bandada de palomas desprevenidas. Salieron dando volteretas amigos y enemigos por igual; los montaraces, todavía más entusiasmados, volaron de forma caótica por los alrededores en medio de un enorme griterío y, entretanto, los alados enemigos se enderezaron y, a una orden señalizada por el líder de formación, el Pou-de-Ciel dio media vuelta y se alejó. Huían.
Los dragones salvajes no les persiguieron, pero acudieron junto al Celestial para chincharle: o bien se quejaban por el golpazo o bien se pavoneaban de la victoria obtenida y la fuga del enemigo. Arkady llegó a insinuar que eso había sucedido a pesar de la interferencia del Celestial, que había realizado aquel movimiento impelido por los celos.
—Eso es totalmente falso —saltó Temerario, ultrajado—. Os habrían hecho picadillo sin mí.
Y se volvió de espaldas a ellos para luego echarse a volar hacia tierra con la gorguera erizada de pura indignación.
Localizaron a Wringe sentada en medio de un campo, lamiéndose la herida del ala. Unos vellones de lana manchados de sangre sobre la hierba y un cierto olor a matanza flotando en el aire sugerían que la dragona había encontrado una forma de consolarse discretamente, pero Laurence optó por hacer la vista gorda. De inmediato, Arkady se presentó ante ella como un héroe y se puso a caminar de un lado para otro, recreando el encuentro. Hasta donde el capitán británico fue capaz de entender, la batalla parecía haberse prolongado durante quince días y en ella habían participado cientos de enemigos, pero Arkady los había derrotado a todos él solito. Temerario soltó un bufido y agitó la cola con desdén, pero los demás dragones salvajes estuvieron más que dispuestos a aplaudir esa visión revisada de la historia, aunque de vez en cuando metían baza para intercalar la historia de sus propias hazañas, también muy heroicas.
Entretanto, Laurence había desmontado junto a su nuevo cirujano, un débil joven de lentes gruesas, muy nervioso y propenso al tartamudeo, para examinar las heridas de Wringe.
—¿Se recobrará lo suficiente como para volar de vuelta a Dover? —inquirió Laurence.
El ala herida tenía un aspecto repulsivo, o al menos la parte que era posible ver, pues ella cerraba el ala con inquietud para evitar el examen médico, aunque, por fortuna, las payasadas de Arkady la distraían lo bastante como para que Dorset pudiera ocuparse de la extremidad.
—No —contestó el médico con despreocupación y sin sombra de su habitual tartamudez—. Necesita mantener el ala inmóvil y con una cataplasma. Y debo extraerle esas balas de inmediato, aunque no ahora. Hay un terreno habilitado para los correos a las afueras de Wyemouth, que es de donde salen todas las rutas. Está libre de cuarentena. Debemos encontrar un modo de llevarla allí.
Soltó el ala y se volvió hacia el capitán, bizqueando con esos ojos suyos de color deslavazado.
—Muy bien —contestó Laurence con desconcierto, pues el cambio de su porte iba más allá de un mayor aplomo—. Señor Ferris, ¿tiene a mano esos mapas?
—Sí, señor, pero, si me permite decirlo, hay más de treinta kilómetros de vuelo directo sobre el agua de aquí al cobertizo de Weymouth.
Laurence asintió y lo despidió.
—Temerario puede soportar más que eso, estoy seguro.
El peso de Wringe presentaba menos problemas que su inquietud con la solución encontrada y el repentino ataque de celos por parte de Arkady, que le llevó a proponerse como sustituto de Temerario, algo bastante ilógico, pues Wringe pesaba varias toneladas más que él y no habría sido capaz de levantarla del suelo ni un metro.
—Haz el favor de no portarte como una tonta —le replicó Temerario cuando la dragona expresó sus reservas a ser transportada—. No voy a soltarte a menos que me muerdas. Solo debes quedarte quieta. Además, es un trayecto muy corto.
2 N. del T.: El stone («piedra» en español) equivale a 6,35 kilos; se usó en la Inglaterra imperial como unidad de masa y para pesar los artículos agrícolas, aunque perdió validez oficial en 1985.