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Chico

Nos conocimos por internet, mi primera vez en una aplicación de citas, mi primera vez saliendo con alguien como persona trans. Después de haber cenado en el Meatpacking District, subí a un tren hacia Midtown para reunirme con Sara y sus amigas. Estaba nervioso, pero lleno de energía; esas aventuras espontáneas eran nuevas para mí.

El bar era hortera, pero me gustó. Mientras la buscaba a ella, mi mirada se posó en un grupo de mujeres. Estaban sentadas en una mesa alta con taburetes y ya llevaban unas cuantas copas. Odio los taburetes elevados, no se llevan bien con mis piernas cortas. Las mujeres me saludaron con amabilidad, me dieron la bienvenida, acercaron otro asiento.

Todas eran preciosas, todas rondaban el metro ochenta. Dudé sobre mi match con Sara. ¿Quizá habían estado cotilleando la aplicación borrachas y les había hecho gracia mi presencia en ella? El chiquillo trans. ¿Ojearon a todos los hombres cis, los productores musicales buenorros, los atletas profesionales, los médicos, y entonces se detuvieron en mi foto, en un instante de asco, alegría o ambos?

Pedí tequila con soda, hielo y lima. La tele estaba puesta, había restos de comida esparcidos por la mesa. Me bebí de un trago la copa y pedí otra.

—De Nueva Escocia —dije, la respuesta al obligatorio «¿De dónde eres?»—. Está en Canadá —añadí.

—¿En serio? Pensaba que estaba en Escandinavia o por ahí —contestó una de las chicas.

Me terminé la segunda copa y salí a fumarme un porro. Sara me siguió.

—¿Cuándo lo supiste? —preguntó mientras estábamos fuera, apoyados contra una pared. Sara se cernía sobre mí. Durante un segundo, no supe a qué se refería. Me lo preguntan con frecuencia y no es algo que quiero que ocurra en una noche informal de fiesta. He sufrido esa pregunta como mujer queer, pero como hombre trans es perpetua. Un código para «no te creo».

Lo supe cuando tenía cuatro años. Fui a preescolar en un centro de la YMCA situado en el centro de Halifax, en South Park Street, delante de los Public Gardens. El edificio tenía una fachada de ladrillo oscuro y lo han demolido y reemplazado desde entonces. Ante todo, entendía que no era una niña. No de un modo consciente, sino en un sentido puro, sin contaminar. Esa sensación es uno de los primeros recuerdos más claros que poseo.

En preescolar, el baño se hallaba en el mismo pasillo que mi aula, en uno de los extremos. Allí intentaba orinar de pie, pensando que eso me iría mejor a mí. Me presionaba la vulva, la sujetaba, la pellizcaba y la apretaba con la esperanza de poder apuntar. Ensuciaba el cubículo, pero, de todos modos, el baño solía oler a orina.

Mi experiencia me desconcertaba, alejada de lo que vivían otras chicas, y cada vez que las miraba sentía un nudo en el estómago. Recuerdo a una en concreto, Jane, con su largo pelo castaño, su forma de dibujar, la mirada fija e inmóvil por la concentración. Sentía celos por su habilidad artística. Cuando yo dibujaba a una persona, le salían extremidades de la cabeza, los brazos eran como ramas, unas finas líneas pasaban por dedos. Hacía piernecitas de gallo con zapatillas de deporte extragrandes. Jane, sin embargo, dibujaba un cuerpo, una barriga, un ombligo. Me fascinaba. Fue mi primer amor, pero sabía que no era como ella.

—¿Puedo ser un chico? —le pregunté a mi madre a los seis años.

En esa época vivíamos en Second Street, tras habernos mudado a unos minutos a pie de nuestro antiguo ático en Churchill Drive. Era una planta baja en una calle flanqueada de árboles, con dos dormitorios, suelos de madera y una sala de estar pequeña y encantadora con grandes ventanales. Me pasaba horas sentado delante del televisor para jugar a la Mega Drive (Aladdin, NHL 94, Sonic) y le rezaba a Dios cuando acababa con la espalda contra la pared y necesitaba una fuerza todopoderosa que me ayudase a ganar el juego. No hay ateos en las trincheras.

—No, cariño, no puedes, eres una niña —respondió mi madre. Hizo una pausa, sin apartar la mirada de los secamanos que doblaba de forma metódica, antes de añadir—: Pero puedes hacer lo mismo que un chico.

Uno a uno, fue amontonando los secamanos con cuidado en su sitio.

Eso me recordó a cómo me solía mirar cuando pedía un Happy Meal en McDonald’s. Yo insistía en el «juguete para chicos» cada vez, un soborno maravilloso y simpático. La incomodidad de mi madre al pedir el juguete era palpable; soltaba una risita tímida que dejaba entrever una pizca de vergüenza. De todas formas, en muchas ocasiones me daban el de las niñas.

Cuando tenía diez años, la gente empezó a tratarme como a un chico. Tras ganar una batalla que abarcó todo un año para cortarme el pelo, empecé a oír «gracias, muchacho» cada vez que sujetaba la puerta a alguien en el centro comercial de Halifax.

Para mí era incomprensible no ser un chico. Me revolvía en cualquier ropa que fuera ligeramente femenina. Todo el mundo a mi alrededor veía una persona distinta a la que yo percibía, así que, durante gran parte de mi infancia, preferí la soledad. Jugaba mucho a solas. «Juego en privado», lo llamaba.

—Mamá, ahora me voy a jugar en privado —decía mientras subía las escaleras hacia mi habitación. Luego cerraba la puerta a mi espalda.

Me encantaban los muñecos de acción: Batman y Robin, Garfio y Peter Pan, Luke Skywalker, dos Barbies de los Happy Meals a las que les había cortado el pelo. El «juguete para chicas» había acabado en casa, a pesar de haber pedido el «de chicos». Yo era un estereotipo andante, pero no el que mi madre quería.

Desaparecía para jugar en privado durante horas y construía fuertes en mi litera. Era de metal, con barrotes a los pies de la cama superior, de donde colgaba sábanas y toallas para crear habitaciones. Una cocinita, un dormitorio en miniatura. Me desvanecía en cuentos complejos y apasionados en los que acechaba el peligro; me colgaba de la litera superior como si me aferrase al borde de un precipicio y me enfrentaba a la muerte, hasta que usaba todas mis fuerzas para auparme a un lugar seguro.

Allí los romances imaginarios florecían. Le escribía cartas de amor a mi novia falsa desde el otro lado del suelo de lava y siempre firmaba «Con amor, Jason». Le narraba mis aventuras en el extranjero, le decía que la echaba de menos, que me preocupaba por ella, que la necesitaba en mis brazos.

Esos fueron algunos de los mejores momentos de mi vida, en los que viajaba a otra dimensión donde era… yo. Y no solo un chico, sino un hombre que se enamoraba y era correspondido. ¿Por qué perdemos esa habilidad, la de crear todo un mundo? Una litera era un reino, y yo era un chico.

Mi imaginación fue un salvavidas. Era donde más ilimitado me sentía, más desinhibido, más real. No era una visión, sino algo más natural. No era un deseo, sino un entendimiento. Cuando estaba presente conmigo mismo lo sabía, sin excepción. Era entonces cuando veía con una claridad cristalina. Lo echo de menos.

Jugar en solitario se asemejaba a actuar, como una especie de paradoja. Confiar en mi imaginación es lo que me ha ayudado a seguir adelante. Quizá llevo buscando ese sentimiento desde mi infancia. «Actuar, encontrar a un personaje, es como estar poseído», dijo Samantha Morton en una ocasión. Más tarde, cuando tenía dieciséis años, su interpretación en Morvern Callar, de Lynne Ramsay, se convertiría en una de mis mayores inspiraciones. La calma, la sutileza, el poder del silencio.

Antes de que mi gusto en cine me llevara a ver películas como Ratcatcher y Morvern Callar, me quedé estancado en las películas de catástrofes. Alquilé Anaconda por mi undécimo cumpleaños. No va sobre una catástrofe, pero casi. Anna, una chica de mi clase, había venido a quedarse a dormir. Dimos un paseo corto y frío desde casa y tomamos un atajo por el bulevar hasta Isleville Street, donde la hierba estaba dura, congelada y crujía bajo nuestros pies. El videoclub se hallaba en un pequeño edificio de ladrillo. Recorrimos los pasillos examinando las cubiertas. Tras la muerte de las cintas de vídeo y los DVD, lo convirtieron en una peluquería. Después de eso, no sé. El edificio ya no existe.

Regresamos a casa cansadas, aferrando nuestro premio, con ganas de ver cómo JLo, Ice Cube y Owen Wilson se enfrentaban a la serpiente más grande y letal del mundo.

«Atacan y se enroscan a tu alrededor. Te abrazan más fuerte que tu amor verdadero. Y tú tienes el privilegio de oír cómo tus huesos se rompen antes de que la fuerza del abrazo te haga estallar las venas».

A todos los chicos les gustaba Anna, incluso a mí. Amigos desde primaria, fuimos al instituto juntos y jugamos en el mismo equipo de fútbol, el Halifax City Celtics. Ella era defensa, en general en el lateral derecho. Pasábamos horas jugando al Aladdin en la Mega Drive. Brincábamos en su cama y cantábamos canciones de Aqua al unísono.

I’m a Barbie girl, in the Barbie world

Life in plastic, it’s fantastic

You can brush my hair, undress me everywhere

Imagination, life is your creation**

A veces soñaba que era Aladín. Pero no por la alfombra o los deseos, ni siquiera por el monito, sino para saber lo que se sentía al tocar con delicadeza a una chica. Una chispa de romance. Recuerdo haberme sentado sobre un muro con Anna después de clase mientras esperaba a que mi madre me recogiera. Nos colgaban las piernas por el borde y mirábamos la calle tranquila y frondosa. Acerqué mi cuerpo más al suyo, apenas un roce; el hormigón me arañaba la piel. Fui a apoyar la mano en su muslo.

—¿Qué haces?

Apartó el cuerpo como si la hubiera rozado con un soldador. Después de eso no se movió ni habló, y yo tampoco. Luego llegó su madre y la recogió. Anna y yo nos distanciamos. Ella se volvió muy popular y yo, como os imaginaréis, no.

Aun así, no tardé en experimentar sexualmente, pero siempre con chicos. Mi primer beso fue con un joven que se llamaba Justin. Parecía un personaje sacado de El señor de los anillos, el hijo elfo de Cate Blanchett o algo así. Había construido un fuerte alrededor de su cama y, como pequeños espeleólogos, nos arrastrábamos por dentro y nos enrollábamos al son de Kenny G. El perro de su familia era pequeño, blanco y lo peor; se portaba fatal conmigo. En secreto, le daba comida por debajo de la mesa, depositando todas mis esperanzas en una patata frita blanda, y suplicaba que me amase o, al menos, que me tolerara.

En clase intercambiábamos notas. Un nuevo sentimiento, un aleteo en la parte baja de la espalda; ¿cómo podía un trozo de papel con unas cuantas frases escritas alterarme de esa forma? El riesgo y la emoción añadían una nota poética a mi día a día hasta trascender de lo mundano. A lo mejor no era exactamente bueno, pero no podía dejar de seguir ese camino. Un profesor interceptó una nota:

Reúnete conmigo en la esquina del campo de fútbol y te daré otro masaje.

Me ardían las mejillas de la vergüenza, estaba paralizado, pero Justin, que era un maldito genio, dijo que quería decir «mensaje», aunque lo había escrito mal. El profesor se lo tragó.

Estaba con Justin la primera vez que me llamaron «maricón». Nos habíamos acurrucado entre los árboles del parque Fort Needham. Ese sitio arde en mi memoria. El Fuerte Needham se creó durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos. Daba a lo que es ahora el North End de Halifax, donde me crie. En la actualidad, hay un campanario sobre la colina, construido en recuerdo de la Explosión de Halifax, una gran catástrofe olvidada por gran parte del mundo, pero que literalmente dio forma a todo el paisaje de mi infancia; allá donde mirase, había pruebas de esa tragedia.

La Explosión de Halifax ocurrió el 6 de diciembre de 1917. Estuvieron implicados el Imo, un barco de socorro belga, y el Mont-Blanc, un carguero de armas que transportaba 250 toneladas de TNT, 62 de nitrocelulosa, 246 de benceno y 2366 de ácido pícrico. El cargamento pesaba más de dos millones de kilos. Trece veces más que la Estatua de la Libertad.

Como detalla John U. Bacon en su libro The Great Halifax Explosion, los barcos que transportaban munición a Europa solían izar una bandera roja para comunicar su cargamento, pero como los submarinos alemanes estaban hundiendo cientos de barcos militares, el Mont-Blanc no lo hizo. Solo cinco personas en la ciudad sabían lo que había en ese navío. Mientras el Mont-Blanc entraba con discreción en el puerto de Halifax al amanecer, el Imo se preparaba para su partida. Se había retrasado un día, a la espera de un cargamento tardío de carbón, y su capitán salió a toda prisa, furioso por haber perdido tiempo. Aceleró por el lado incorrecto mientras se acercaba a la parte más estrecha del puerto. Y entonces comenzó el juego de la gallina. Un capitán decidió girar en el último minuto. El otro también. Y chocaron.

La gente corrió al puerto y a las ventanas a medida que se alzaban gigantescas nubes de humo; no sabían lo del cargamento del barco. El Mont-Blanc ardió durante casi veinte minutos y luego detonó, aplanando por completo todo el North End, más de dos kilómetros y medio cuadrados destruidos. Cerca de mil quinientas personas murieron al instante, desmembradas, con la ropa arrancada del cuerpo. Evaporadas. El barco fue lanzado tan alto hacia el cielo que, cuando aterrizó, causó un tsunami de nueve metros de altura y succionó cadáveres que nunca serían encontrados. El estallido fue tan extremo que se estudió durante el Proyecto Manhattan para crear la bomba atómica, un hecho que se mantuvo en secreto durante décadas.

Los supervivientes gritaron en busca de socorro bajo la enormidad de la destrucción. Heridos y moribundos. Era por la mañana, y había estufas de leña encendidas que prendieron fuego a los escombros. El fuego engulló las ruinas, la gente gritó pidiendo ayuda, las llamas se acercaban a toda velocidad. Según los supervivientes, el peor recuerdo, el que más les atormenta, es el sonido de los chillidos guturales de agonía de aquellas personas atrapadas abajo. La gente se vio obligada a huir, el fuego se expandía. Los padres abandonaron a sus hijos, un amante dejó a su alma gemela. Al menos dos mil personas murieron y más de nueve mil resultaron heridas en lo que fue la explosión artificial más grave antes de la bomba atómica.

Y allí es donde estaba yo besándome con un chico, décadas más tarde.

Juntos, en la base de las coníferas, teníamos al lado una botella de licor que quizá hubieran abandonado otros dos amantes. Nos tocábamos. Besábamos. Abrazábamos. Éramos dos chicos y teníamos el aspecto de dos chicos.

—¿Qué sois, maricones de mierda?

Un grupo de adolescentes se acercaba a nosotros. Maricones. Maricones. Maricones.

Eran más grandes, amenazadores, crueles.

—Maricones. Os vamos a dar una paliza.

—Soy una chica —les dije.

—Ah, entonces ¿tú qué eres? ¿Un extraterrestre?

A Justin le escupieron.

Algo hizo clic en nuestras mentes y echamos a correr. Aquello no se iba a limitar a las palabras. Nos temblaban las piernas mientras bajábamos corriendo la colina. Notábamos electricidad en las entrañas. Cada paso era un Ave María.

Hui hacia la casa de mi niñera, pensando en que era más prudente que ir a la mía. No había tiempo para mirar por encima del hombro, las voces se acercaban. De puro milagro, llegamos a su porche. Oía los ladridos de Bubba, su perro Lhasa Apso. Los adolescentes se detuvieron. Mi niñera acudió a la puerta y captó nuestro evidente pánico. Miró al grupo de chicos y la comprensión se reflejó en su mirada.

—¡Largaos, imbéciles!

Aún puedo verla, gritándoles. Era raro sentirse protegido.

De niño, me enseñaron que la explosión del Mont-Blanc fue un «accidente», un «error». Dos barcos chocaron, uno de ellos contenía explosivos y ya está. Pero no fue un accidente, sino una consecuencia de la guerra.

La explosión creó miles de huérfanos de la noche a la mañana. La gente no tenía hogar y sí mucha hambre. La iglesia de San Pablo sirvió más de diez mil comidas ese mes. El padre de mi madre, que murió cuando ella tenía dieciséis años, fue el pastor durante esos años. La iglesia, obviamente, sobrevivió a la explosión, pero las ventanas se rompieron, igual que todas las ventanas en el resto de Halifax. Muchas personas se habían acercado a ellas para mirar el humo que se elevaba por el cielo.

Me imagino la carnicería, la nieve de un rojo sangre, la masacre apocalíptica. ¿A dónde ha ido ese trauma? Niños que, de repente, se habían quedado sin padres, caminaban en medio de una devastación indescriptible.

¿Qué hizo la gente queer después de la tragedia? Aquellas personas que perdieron amantes secretos. La pena reprimida.


** Soy una chica Barbie en un mundo Barbie

La vida de plástico es maravillosa

Puedes peinarme, desvestirme en cualquier parte

Imaginación, la vida es tu creación