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La puerta de la biblioteca se cerró, dejando a Brink solo. Todo su cuerpo temblaba y, al alargar el brazo hacia su bandolera, se dio cuenta de que le temblaba la mano. ¿Qué demonios me está ocurriendo? Su encuentro con Jess Price le había dejado mareado y desequilibrado, el corazón le latía con fuerza, su mente llena de preguntas. Se sentía como si recién hubiese acabado una competición extenuante —diez horas de puzles numéricos o ajedrez—, con el cerebro estimulado y frito.

Miró alrededor de la biblioteca, buscando un rincón privado. Las estanterías se habían distribuido para eliminar la privacidad, permitiendo que las cámaras de vigilancia tuvieran una visión sin obstáculos de toda la sala. Se colgó la bandolera al hombro, agarró la chaqueta del respaldo de la silla, se limpió el sudor de las cejas y caminó hacia la fila de ventanas. Volviéndose de espaldas a las cámaras, desplegó el papel que le había dado Jess. Estaba manchado y cubierto de rastros de sangre. Alisándolo lo mejor que pudo, descubrió cinco líneas garabateadas en el centro de la página. Jess Price había escrito un mensaje:

Thus we eat red apples, every

Wonderful kind,

Pink Lady,

Hokuto, Earlygold, Liberty,

McIntosh. 2

Eso era todo. Cinco líneas de… ¿qué? ¿Poesía? Las volvió a leer, intentando captar su significado. No tenían ningún sentido. Esa mujer no se había comunicado con nadie en años, y cuando lo hace, ¿escribe un poema críptico sobre variedades de manzanas? Sintió la necesidad urgente de arrugarlo y tirarlo a la papelera, pero sabía que había algo más. Jess había tenido miedo de que la oyesen y también había tenido miedo de que pudieran interceptar un mensaje escrito. Este poema podía ser una adivinanza.

Normalmente, una adivinanza se basa en un cuerpo de conocimientos compartidos, algunos puntos de referencia comunes que las dos personas comprenden. Pero Jess Price y él no tenían ninguna historia en común, y desde luego nunca habían hablado sobre manzanas. Miró por la ventana, como si pudiera haber manzanos en el patio, pero no había nada más que un camino polvoriento.

Metiendo la mano en el bolsillo izquierdo, buscó su dólar de plata. Era un dólar Morgan, acuñado en 1899, una moneda de coleccionista que valía unos cientos de dólares. El árbitro había lanzado esa misma moneda antes de empezar el partido del campeonato estatal, solo minutos antes de la lesión de Brink. Era una tradición que el equipo ganador se quedase con la moneda. Su equipo había ganado sin él y votó unánimemente entregársela a él.

Había adquirido la costumbre de acariciarla entre el pulgar y el índice mientras pensaba, un hábito que había dejado el borde tan liso como un canto rodado. Aunque habitualmente le ayudaba a centrarse, ahora no le estaba sirviendo de nada. Pronunció las sílabas que había escrito Jess, con la esperanza de que pudiera aparecer alguna pista en el ritmo, pero no había una cadencia regular. Colocó las palabras juntas en una línea, eliminando los espacios, intentando ver si podía surgir un mensaje. No apareció. No tenía ningún sentido, ni siquiera como adivinanza.

Entonces, se dio cuenta de algo inusual: las manchas de sangre estaban colocadas en puntos diferentes sobre el papel. No estaban distribuidas al azar, como había pensado al principio, sino ordenadas, cada gota de sangre ubicada sobre una letra. Jess había apretado la punta del dedo sobre ocho letras en la primera fila, cuatro en la segunda, y así seguía. De esta manera había marcado 28 letras.

Al instante recorrió las variadas posibilidades matemáticas del número 28: es el segundo número perfecto, un número divisor armónico, un número triangular. Es un número Størmer y el cuarto número mágico en física. Pero, al volver a leer el acertijo, vio que el número 28 no tenía ningún significado en este contexto.

Y entonces, de repente, todo encajó. Por supuesto, los números no tenían nada que ver. Jess Price era una escritora y se comunicaría con palabras, no con números. No era una adivinanza, sino un lenguaje cifrado, un texto de escritura codificada, y en realidad una bastante clara. Ella había marcado letras con sangre y esas letras eran la clave para descifrar un mensaje.

El desafío desencadenó algo elemental en Mike Brink, un ansia primaria, mezclada con curiosidad y deseo. Quería hacerse cargo del misterio y domarlo, conservarlo solo para él y descubrir sus secretos uno a uno hasta que su dificultad se deshiciera en sus manos. En definitiva, el puzle lo había atrapado. No tenía más alternativa que resolverlo.

Devolvió el dólar de plata al bolsillo, tomó el bolígrafo de la bandolera y apuntó las letras marcadas al final de cada línea:

Era obvio que las letras estaban mezcladas. Tendría que ponerlas en orden para comprender su significado. A Brink no le llevó más de unos segundos recolocar las letras en su imaginación, moviéndolas de un lado para otro hasta que formaron patrones de palabras. Apuntó las palabras en una tercera columna al lado del texto cifrado y las volvió a leer.

Escribió la frase y la leyó: Dr. Raythe knew, and they killed him. 3


2. Así comemos manzanas rojas, cada/maravillosa variedad,/Pink Lady,/Hokuto, Earlygold, Liberty,/McIntosh. (N. del T.)

3. El Dr. Raythe lo sabía y lo mataron. (N. del T.)