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La vida en un mundo inmaterial: emociones, salud y la unidad cuerpomente

Si no podemos medir algo, la ciencia no admitirá que existe; es por eso que la ciencia se niega a tratar «no cosas», como las emociones, la mente, el alma o el espíritu.

Candace Pert, Ph. D., Molecules of emotion

«Tenía treinta y seis años cuando me diagnosticaron un cáncer de mama muy temprano», decía Caroline, residente en los montes Pocono de Pensilvania (EE. UU.). Eso ocurrió hace más de tres decenios, en 1988. Le trataron el tumor con cirugía y radiación. Al cabo de unos años, cuando se le manifestó otro cáncer en la cadera y el fémur izquierdos, Caroline necesitó una sustitución de emergencia de la articulación; los cirujanos también tuvieron que extirparle gran parte del hueso del muslo. «Entonces me dieron dos años de vida —recordaba—. Mis hijos eran muy pequeños; solo tenían ocho y nueve años. Acabo de cumplir cincuenta y seis, así que he roto todos los récords».

En los años transcurridos trataron a Caroline varias veces con quimioterapia. Cuando hablé con ella, el cáncer había alcanzado la etapa de paliativos, ya que se había extendido a la cadera y al muslo derechos, y no esperaba superar el pronóstico********; aun así, esta madre de dos hijos irradiaba una profunda satisfacción con la forma en que habían marchado las cosas: a fin de cuentas, había ganado dos décadas imprevistas para educar a sus hijos.

«¿Sabes? —dijo, pensativa—. Al enfrentarme a mi propia mortalidad y decirme que me quedaban de doce a veinticuatro meses […] me puse extremadamente grosera con el médico y le dije: “Mira, lo siento, pero necesito diez años para criarlos y convertirlos en hombres. Haré cuanto esté en mi mano para criarlos hasta que se conviertan en hombres”».

«Grosera —repetí—. ¿Qué le dijiste exactamente?».

«Me puse a soltar tacos. Le dije: “Que les den por culo a tus estadísticas”».

«Bien por ti —comenté—. Probablemente eso contribuyó a prolongarte la vida».

«Bueno, esto fue lo que le dije. —Caroline se echó a reír—. Le dije: “Que les den por culo a tus estadísticas. Necesito esos años para criarlos y convertirlos en hombres”. Salió de la habitación; no le había hecho gracia mi lenguaje. Le parecí una loca y una arrabalera. Muchas veces he tenido ganas de buscar a ese médico, que desde entonces se ha mudado a California, y decirle que ahora mis hijos tienen veinticuatro y veinticinco años. Uno está haciendo un posgrado en Princeton. El otro pasó una mala racha, se repuso y ahora es un alumno de matrícula; pronto se graduará con tres títulos».

La salida de tono de Caroline ante el incauto médico fue impropia de ella. Toda su vida había encajado en el perfil de una persona amable que evita el enfrentamiento. «Siempre había sido la que cuidaba, a la que necesitaban, siempre acudiendo al rescate de alguien y en muchos casos a expensas propias —me dijo—. Nunca quería tener conflictos con nadie. Y siempre quería estar a cargo, asegurarme de que todo marchaba bien». Caroline mostraba lo que se denomina autosuficiencia superautónoma********, que significa exactamente lo que parece: una aversión exagerada y gigantesca a pedirle nada a nadie.

Una nota rápida: nadie nace con estos rasgos de carácter. Surgen invariablemente de estrategias de afrontamiento de traumas durante el desarrollo, empezando por la autorrenuncia en la niñez temprana. Esa supresión acarrea un precio considerable, un proceso que explicaremos más detenidamente en el capítulo 7.

«He llegado a convencerme de que prácticamente todas las enfermedades, si no son psicosomáticas de entrada, tienen un indiscutible componente psicosomático», escribió en 1997 la puntera neurocientífica Candace Pert en su libro Molecules of emotion («Moléculas de emoción»). Con «psicosomático» Pert no se refiere a la moderna y frecuentemente despectiva forma de negar la enfermedad achacándola a «neuras», sino que emplea el término en su acepción estrictamente científica: relacionado con la unidad de la psique (mente y espíritu) y el soma (el cuerpo), una unidad que se esforzó enormemente por medir y registrar en el laboratorio. Sus descubrimientos, como afirma en justicia, ayudarían a impulsar «una síntesis de conducta, psicología y biología» 32.

No hay nada de nuevo en la noción de que mente y cuerpo están intrincadamente entrelazados; lo nuevo es la creencia, sostenida tácitamente y en consecuencia de la cual han actuado en exceso muchos médicos bienintencionados, de que son separables. Las prácticas de curación tradicionales, aunque carezcan de la asombrosa tecnología y de los conocimientos científicos desarrollados en el oeste, entienden desde hace mucho esta unidad de forma implícita. Pese a la artificiosa separación de lo uno y lo otro de la medicina occidental, casi todo el mundo sabe, aunque solo sea de forma instintiva, que la forma de pensar y la forma en que alguien se siente van de la mano. Es habitual, por ejemplo, hacer conjeturas sobre qué tensiones vitales han contribuido a la úlcera de alguien, qué desasosiego está detrás de un dolor de cabeza o qué miedos sin procesar han provocado ataques de pánico. El mismo principio se aplica cuando no contemplamos solo síntomas aislados, sino la mayoría de las enfermedades. Las perturbaciones emocionales que surgen de problemas de relaciones, las preocupaciones económicas o cualquier otra fuente de desasosiego crónico imponen cargas fisiológicas que pueden resultar en enfermedades.

Pert acuñó el término bodymind («cuerpomente») para describir esta unidad. El sitio web oficial dedicado a su trabajo y su legado se ocupa de aclarar que el término se escribió intencionadamente sin guion, que suele usarse en inglés para componer palabras, con el fin de resaltar la unidad de las partes que lo componen. El cuerpo y la mente, aunque no sean idénticos, no se pueden entender separados entre sí. Podemos ignorar o negar esta paradoja, pero no podemos escapar a ella. Desde el revolucionario trabajo de Pert, el impacto biológico de las emociones —esas «no cosas» cuya falta de reconocimiento lamentaba— se ha investigado y documentado ampliamente en miles y miles de ingeniosos estudios. Vale la pena examinar unos cuantos, teniendo en cuenta que cada uno es tan solo la punta de un iceberg de hallazgos igualmente persuasivos.

Un estudio realizado en Alemania en 1982, presentado en Londres en el IV Simposio Internacional sobre Prevención y Detección del Cáncer, determinó que ciertos rasgos de personalidad están fuertemente asociados al cáncer de mama. Se evaluó a cincuenta y seis mujeres ingresadas en el hospital para una biopsia en características como la supresión emocional, la racionalización, el comportamiento altruista, la huida del conflicto y la autosuficiencia superautónoma que vimos personificada en Caroline. Basándose exclusivamente en los resultados de las entrevistas, los entrevistadores y los calificadores «ciegos», que no habían tenido contacto directo con las mujeres, fueron capaces de predecir el diagnóstico hasta en un 94 % de las pacientes de cáncer y aproximadamente un 70 % de los casos benignos 33. En un estudio británico realizado anteriormente, en el King’s College Hospital de Londres, se determinó que las mujeres con tumores de mama malignos exhibían característicamente una «extremada supresión de la ira y de otros sentimientos» en «una proporción significativamente más elevada» que el grupo de control, compuesto por mujeres a las que se había ingresado a la vez para biopsia pero habían demostrado tener tumores de mama benignos 34.

En el año 2000, la publicación Cancer Nursing estudió la relación entre la supresión de la ira y el cáncer, observada con frecuencia por el personal de enfermería oncológica, entre otras personas. «De algún modo, los enfermeros tenían la noción intuitiva de que la “amabilidad” era perjudicial. Ahora la investigación sustenta esta visión» 35. La perspicacia del personal de enfermería me recordó un artículo científico presentado por dos neurólogos de la Cleveland Clinic en un congreso celebrado en Baviera en la década de 1990 36. Los sanitarios también habían descubierto que los pacientes con ELA******** eran extraordinariamente amables; tanto es así que en la mayoría de los casos podían predecir con precisión a quiénes se diagnosticaría esta enfermedad y a quiénes no. «Me temo que esta persona tiene ELA, es demasiado amable», apuntaban en el expediente del paciente. O «Esta persona no puede tener ELA, no es suficientemente amable». Los neurólogos estaban patidifusos. «A pesar de la brevedad del contacto [del personal] con los pacientes, y del método evidentemente acientífico con que se formaba sus opiniones, resultaba estar en lo cierto de forma casi invariable», comentaron.

Entrevisté al Dr. Asa J. Wilbourn, director del artículo. «Es casi universal —me dijo—. Es del dominio común en los laboratorios donde se evalúa a un montón de pacientes con ELA, y nosotros procesamos muchísimos casos. Creo que cualquiera que trate con la ELA sabe que se da este fenómeno». Desde entonces, estas observaciones anecdóticas se han reafirmado en investigaciones más formales, tal como se ve en el título de un reciente artículo científico publicado en una revista sobre neurología: «Los pacientes con esclerosis lateral amiotrópica (ELA) suelen ser inusitadamente amables: cómo ven los médicos con experiencia en ELA las características de la personalidad de sus pacientes» 37.

En un estudio realizado en hombres con cáncer de próstata, la supresión de la ira se asoció a una eficacia reducida de los linfocitos grandes granulosos (células NK), una defensa de primera línea del sistema inmunitario contra las células cancerosas y los invasores externos. Estas células desempeñan un papel crucial en la resistencia a los tumores 38. En una investigación anterior, la actividad de las células NK se veía reducida en jóvenes sanos en respuesta a situaciones estresantes de relativa poca importancia, en especial en el caso de las personas aisladas emocionalmente, una significativa fuente de estrés crónico.

El dolor también tiene una poderosa dimensión fisiológica. Un esclarecedor estudio de la revista británica Lancet Oncology describió el impacto de los factores psicológicos en las intrincadas rutas que enlazan el sistema inmunitario, las hormonas y el sistema nervioso en, por ejemplo, el fallecimiento de un ser querido. Entre los padres que habían perdido a un hijo adulto en un accidente o un conflicto militar, los autores observaron una mayor incidencia de cánceres linfáticos y hematológicos —sangre, médula ósea y ganglios linfáticos—, además de cáncer de piel o de pulmón 39. La guerra mata, y también, por lo que se ve, la profunda pérdida emocional también puede matar. De cáncer o de otras enfermedades. En un estudio realizado a nivel nacional en Dinamarca, los padres que habían perdido hijos habían duplicado el riesgo de esclerosis múltiple 40.

(Pese a estas pruebas tan convincentes, no creo que la pérdida de un ser querido, por trágica que resulte, suponga por sí sola un riesgo para la salud. Creo que esto último depende de la forma en que la gente sea capaz de procesar la pérdida, lo que incluye el apoyo que busque y reciba. No son solo los sucesos en sí mismos los que afectan a nuestra fisiología, sino también nuestras respuestas emocionales y nuestra forma de procesarlas).

Hubo un estudio, publicado en 2019 en Cancer Research, que impulsó a todos los médicos a explorar a marchas forzadas la medicina del cuerpomente. Se estableció que las mujeres con trastorno por estrés postraumático (TEPT) grave presentaban el doble de riesgo de sufrir cáncer de ovarios que las mujeres sin exposición conocida al trauma 41. La publicación Daily Gazette, de la Universidad de Harvard, donde se realizó el estudio, decía: «Los hallazgos indican que los niveles elevados de síntomas de TEPT, como la facilidad para sobresaltarse por ruidos no desacostumbrados o la evitación de cosas que recuerden la experiencia traumática, pueden asociarse a un aumento del riesgo de cáncer de ovario incluso décadas después de que las mujeres experimenten el suceso traumático». Cuanto más marcados eran los síntomas del trauma, más agresivo resultaba ser el cáncer.

Esta investigación de Harvard proporcionó más pruebas fehacientes de que el estrés emocional es inseparable del estado físico de nuestro cuerpo, en la salud y en la enfermedad. Ya en un trabajo previo, la depresión se había asociado a un aumento del riesgo de cáncer de ovario. También se había estudiado el impacto del estrés: entre ratones de laboratorio a los que se había inyectado células de cáncer de ovario en la cavidad abdominal; los sujetos a problemas emocionales, como la inmovilización física o el aislamiento, presentaban una incidencia mucho mayor de desarrollo y propagación de tumores que los animales con libertad para moverse y sociabilizar 42. Los científicos de Harvard aventuraron que el estrés podía «fomentar el desarrollo de cáncer de ovario al inhibir las defensas clave contra la proliferación celular descontrolada». Dicho de otra forma, es posible que el estrés nos inhiba la capacidad del sistema inmunitario para controlar y eliminar el cáncer.

Las repercusiones se extienden mucho más allá del TEPT, ya que, en nuestra cultura, el estrés y el trauma afectan a muchas personas que no encajan en ese diagnóstico. Unos científicos finlandeses escribieron en el British Journal of Psichyatry, en 2005, que, notablemente, personas que pasan por «sucesos vitales» —estrés y pérdidas emocionales relativamente habituales, como problemas de pareja o laborales que no las cualifican para un diagnóstico formal— sufrían más síntomas similares a los del TEPT, como pesadillas o abotargamiento emocional, que personas más evidentemente traumatizadas, que habían soportado guerras o desastres 43.

El artículo científico de Harvard sobre el cáncer de ovario apuntaba a posibilidades de tratamiento prometedoras al indicar que las mujeres cuyos síntomas de TEPT habían remitido, posiblemente gracias a la psicoterapia eficaz, corrían menos riesgo de contraer cáncer que aquellas con síntomas activos. Es emocionante considerar los potenciales de prevención y curación, así como las repercusiones sociales, de una perspectiva del bienestar que trate las emociones como las «cosas» reales y relevantes que son.

Aunque todo esto es reciente y la ciencia ha empezado a estudiarlo hace poco, los principios no son nuevos. En una conferencia pronunciada en 1939 ante una promoción que se licenciaba en Medicina, publicada en el Journal of the American Medical Association (JAMA), el Dr. Soma Weiss informaba a su público de que «los factores sociales y psíquicos desempeñan un papel en todas las enfermedades, pero en muchos trastornos representan influencias dominantes» 44. El reputado facultativo hungaroestadounidense añadía que «los factores mentales representan una fuerza tan activa en el tratamiento de los pacientes como los agentes químicos y físicos». No hacía estos comentarios como teórico del psicoanálisis, sino como respetado patofisiólogo y farmacoterapeuta, especializado en el tratamiento de enfermedades mediante fármacos. En la Escuela de Medicina de Harvard se recuerda a Weiss con una jornada investigativa celebrada anualmente en su honor, pero su perspectiva integradora, así como la amplia literatura científica que ahora la sustenta, siguen fuera del pensamiento médico tradicional. «La relación entre mente y cuerpo es, históricamente, algo cuyo estudio puede hacer peligrar la trayectoria en Harvard —me dijo hace poco un importante médico y académico de esa reverenciada institución—. Eso está empezando a cambiar, pero es muy difícil» 45.

Difícil, desde luego. Cuando doy una charla, muchas veces pido al público que levante la mano si, a lo largo de los cinco años anteriores, han visitado a un neurólogo, a un cardiólogo, a un neumólogo, a un reumatólogo, a un gastroenterólogo, a un dermatólogo, a un inmunólogo… «A cualquier “ólogo”», digo. Se levantan muchas manos. «Sigan con las manos levantadas —continúo— si esos especialistas les han preguntado por el estrés o los traumas de su infancia, por su relación con sus padres, por la calidad de sus relaciones actuales, por su grado de soledad o compañía, por su satisfacción laboral y la forma en que se refleja en su trabajo, por lo que sienten hacia su jefe o el trato que reciben de este, por su experiencia de alegría o de ira, por cualquier estrés actual o por lo que sienten de sí mismos como personas». En salas con centenares de asistentes, lo más frecuente es que el número de manos que continúan levantadas se pueda contar con los dedos de una. «Y sin embargo —añado—, esas preguntas que no se plantean están intrínsecamente relacionadas con los motivos por los que, en la mayoría de los casos, tuvieron que buscar ayuda médica».

Una imagen muy clara está emergiendo a medida que la investigación moderna confirma la sabiduría popular. Una ciencia (relativamente) reciente, la psiconeuroinmunología, traza la miríada de rutas de la unidad entre cuerpo y mente; su campo de estudio incluye las conexiones entre las emociones y los sistemas nervioso e inmunitario, y la forma en que el estrés puede provocar enfermedades. Incluso conexión es una palabra que induce a equívoco: solo las entidades distintas entre sí pueden conectarse, mientras que la realidad solo conoce una unidad. Esta nueva disciplina, en ocasiones denominada con el término aún más cercano a un trabalenguas psiconeuroinmunoendocrinología, se basa en la unidad de todas y cada una de las partes que nos constituyen: mente, cerebro, sistemas nervioso e inmunitario, además del aparato hormonal (de ahí la endocrinología). Las piezas se pueden estudiar por separado, pero no se puede entender plenamente ninguna de ellas sin hacerse una imagen de conjunto. Desde la corteza cerebral hasta los núcleos emocionales del cerebro, pasando por el sistema nervioso autónomo; desde los aspectos líquidos o sólidos del sistema inmunitario hasta los órganos y secreciones hormonales; desde el sistema de estrés-respuesta hasta las vísceras… Todo es uno.

Esa evolución nos ha dotado de instintos, emociones y conductas complejas, y los órganos y sistemas individualizados no merman en modo alguno esa unidad. Por sofisticada que sea nuestra mente, el hecho es que su contenido básico —lo que pensamos, creemos consciente o inconscientemente, sentimos o no podemos sentir— influye en gran medida en nuestro cuerpo, para bien o para mal. De igual forma, es inevitable que lo que experimenta nuestro cuerpo desde el momento de la concepción influya en nuestra forma de pensar, sentir, percibir y comportarnos. Esta, en definitiva, es la lección central de la psiconeuroinmunología.

Un ejemplo fascinante es la conexión demostrada entre la amígdala, el centro del miedo del cerebro, y las enfermedades cardiovasculares. Cuanto más estrés perciba o experimente una persona, mayores serán la actividad de la amígdala durante el descanso y el riesgo de dolencias cardiacas. La ruta de la sobreactivación de la amígdala a los problemas del corazón pasa por un aumento de la actividad de la médula ósea y por la inflamación arterial 46. El estrés emocional también afecta al corazón de formas más generales. En 2012, un estudio de la Escuela de Medicina de Harvard mostró que las mujeres sometidas a una gran tensión laboral tienen un 67 % más de probabilidad de experimentar un ataque cardiaco que las que tienen trabajos menos estresantes 47. Un estudio canadiense de la Universidad de Toronto, realizado el mismo año, determinó que los hombres que habían sufrido abusos sexuales de niños tenían una probabilidad tres veces mayor de ataque cardiaco 48. Los investigadores partían de la base de que los hombres que habían sufrido abusos serían más propensos a los comportamientos de alto riesgo, como el tabaquismo y el alcoholismo, lo que se reflejaría en la mayor proporción de ataques cardiacos. Para sorpresa del equipo, los impactos del abuso resultaron ser más directos, al margen de los factores conductuales.

La maquinaria del estrés

Entender el estrés y sus mecánicas puede permitirnos apreciar mejor la forma en que la unidad cuerpomente se desarrolla en tiempo real y tejidos reales.

Al igual que su prima la respuesta al dolor, el estrés es una función imprescindible para la supervivencia en cualquier ser vivo. Cuando se activa, el aparato del estrés nos confiere de inmediato la capacidad de enfrentarnos o escapar ante amenazas contra nuestra existencia, o contra la existencia o el bienestar de nuestros seres queridos. Es un impresionante suceso que abarca todo el cuerpo y prácticamente todos los órganos y sistemas.

El estrés puede manifestarse de dos formas: como una reacción inmediata a una amenaza o como un estado prolongado inducido por presiones externas o por factores emocionales internos. Aunque el estrés agudo es una reacción necesaria que nos ayuda a mantener la integridad física y mental, el estrés crónico, continuado y sin descanso, socava la una y la otra. El enfado dependiente de una situación, por ejemplo, es un episodio de estrés agudo con una finalidad positiva, como la autodefensa o el establecimiento de límites interpersonales. Hace que nuestra mente esté más alerta, y nuestro cuerpo, más rápido y fuerte. La ira crónica, en contraste, inunda el sistema con hormonas de estrés durante mucho más tiempo del recomendable. A largo plazo, esta sobrecarga hormonal, independientemente de lo que la haya instigado, puede:

El centro de nuestro sistema corporal que gestiona el estrés fluida y económicamente se denomina eje HHS. Esta sigla describe las rutas y los bucles de información que enlazan el hipotálamo —la pequeña y crucial área del centro de nuestro cerebro cuyo cometido consiste en mantener el cuerpo en un estado sano y equilibrado— con la glándula pituitaria junto a la parte superior del tronco del encéfalo y las glándulas adrenales encima de los riñones. Piensen en una ajetreada autopista que conecta tres grandes centros urbanos, llena de carriles de incorporación y salida y de intercambiadores, y empezarán a hacerse a la idea.

Aunque nuestra especie puede sobrevivir en una amplia variedad de entornos externos, muchos más que casi cualquier otro animal, nuestro entorno interno debe mantenerse en una gama relativamente estrecha de estados fisiológicos. La temperatura, la acidez de la sangre, la tensión arterial o las pulsaciones cardiacas, junto con muchos otros parámetros corporales, vienen impuestas por la naturaleza, que las obliga bajo pena de muerte a mantenerse dentro de determinados límites innegociables.

El reputado investigador estadounidense especializado en estrés Bruce McEwen******** popularizó el término alostasis para referirse al intento por parte del cuerpo de mantener un equilibrio interno en circunstancias cambiantes. Se trata de una combinación de las palabras griegas alo, «variable», y stasis, «estabilidad» o «detención»; juntas vienen a significar «estabilidad dentro del cambio». No podemos pasarnos sin ella, por lo que nuestro cuerpo hace todo lo posible por mantenerla, incluso hasta el punto de ocasionar un desgaste a largo plazo si no se palia el estrés. Esta sobrecarga de los mecanismos reguladores de nuestro cuerpo, que McEwen denomina carga alostática, provoca una liberación excesiva y prolongada de las hormonas adrenalina y cortisol, relacionadas con el estrés, y por tanto, tensión nerviosa, disfunción inmunitaria y, en muchos casos, agotamiento del propio aparato del estrés.

Ahora sabemos que la infraestructura del eje HHS se establece en etapas tempranas de la vida, empezando en el útero y a lo largo de los primeros años de la infancia. El estrés o el abuso sufridos durante este periodo tan delicado pueden distorsionar el sistema de estrés y hormonas durante toda la vida. Una y otra vez vemos «no cosas» supuestamente inmateriales con un impacto decidida y decisivamente material.

La reducción del estrés en la medida de lo posible, atendiendo a las emociones abiertas o reprimidas, y el cuidado del bienestar psíquico, pueden tener profundos efectos en la salud física; esto es obvio, de forma intuitiva, para muchas personas. Pero pese a todos sus apabullantes conocimientos fisiológicos y técnicos, la inmensa mayoría de los médicos no recibe la menor formación en la sabiduría ancestral y la reciente ciencia de la unidad cuerpomente. Con frecuencia, los profesionales de la medicina hacen poco por fomentar —e incluso pueden resistirse— a las personas que confían en sus corazonadas, que tienden a sintetizar las señales de mente y cuerpo.

El recuerdo en llamas: la historia de Glenda

Ese fue el caso de Glenda, una mujer de Montreal que ahora cuenta con cincuenta y ocho años y a quien, hace treinta, extirparon partes del intestino a causa de complicaciones de la enfermedad de Crohn, una dolorosa inflamación ulcerativa del sistema digestivo. En 2010, Glenda recibió otra mala noticia cuando le diagnosticaron un agresivo cáncer de mama de fase 2. Fue mientras se recuperaba de esto último cuando recordó una violación sufrida en la infancia, que había reprimido. «A lo largo del proceso de mantenimiento del diario de sueños —me dijo— empezaron a emerger recuerdos subconscientes de mi niñez, junto con sentimientos de pánico y terror». Temerosa de conocer la verdad, intentó mantener a raya los recuerdos, pero no se dejaron reprimir. «Cada vez que los recuerdos del trauma salían a la luz —continuó—, llegaban acompañados de sentimientos emocionales muy viscerales y de síntomas digestivos físicos como indigestión, náuseas y dolor abdominal».

Estos recuerdos son suficientemente duros para revolver el estómago incluso a alguien que escucha desde fuera. Cuando Glenda tenía ocho años, a ella y a una joven amiga las violaron cuatro adolescentes de su barrio. La primera en acudir fue su madre, que se llevó a Glenda corriendo a la casa: «y me metió en la bañera. Me dijo que nunca se lo contaríamos a nadie ni volveríamos a hablar de ello. Mi madre dijo que sería “nuestro secretillo” y me llevó a la cama».

Cuando recuperó los recuerdos a los cincuenta y tres años, le llegaron como «una visión de claridad intensa» de sí misma en la bañera, con su madre agachada en el suelo a su lado «intentando lavar la violación». Pregunté a Glenda con delicadeza si tenía alguna prueba independiente de esos recuerdos recuperados. Asintió. «Mi hermana mayor recuerda que ese día entró en el cuarto de baño. Al llegar a casa y oír a mi madre deshecha en sollozos, entró y abrió la puerta. Dice que yo estaba de espaldas. “¿Qué le pasa a Glenda?”, preguntó. “Nada; se pondrá bien. Sal de aquí”, contestó mi madre. Dice [mi hermana] que yo estaba muy alterada, aunque mi madre nunca nos dejaba alterarnos, y que temblaba de pies a cabeza».

Como si esa escena no fuera suficientemente intensa, el entendimiento intuitivo de Glenda, que ahora emergía a la consciencia tras toda una vida de supresión autoprotectora, tuvo como resultado otro recuerdo visual. «En cuanto recuperé el recuerdo de estar en el cuarto de baño —dijo— vi mi cuerpo como si fuera transparente […]. Vi todo mi sistema digestivo, desde la boca hasta el recto, todo lleno de ampollas ulceradas de color rojo. Era como una llama que fluía como la lava y añadía leña al fuego. Era furioso, y para mí eso fue como una guía que me decía que esas dos cosas estaban conectadas, la violación y la enfermedad de Crohn». No hace falta ser psicoanalista ni profesor de poesía para ver la imagen del fuego «furioso» como una poderosa analogía de la ira y el dolor que Glenda tuvo que enterrar en las partes más profundas de sí misma, dada la tremenda incapacidad de su madre de prestarle apoyo emocional.

El recuerdo visual de Glenda no solo es adecuado metafóricamente, sino también científicamente. Por citar tan solo una investigación de la creciente avalancha, existe «fuerte evidencia de que los sucesos traumáticos de la niñez tienen un impacto significativo en el sistema inmunitario inflamatorio […] que ofrece una potencial ruta molecular por la que el trauma temprano confiere vulnerabilidad a los trastornos psiquiátricos y físicos que se desarrollan en etapas posteriores de la vida» 49. Ninguno de los numerosos médicos que atendieron a Glenda, ni siquiera su psiquiatra —al que describe como «muy centrado en la ciencia y en la medicina»— le preguntó una sola vez por los posibles antecedentes en la niñez de su desasosiego psíquico.

Candace Pert veía la mente como algo relacionado con el flujo inconsciente de información «entre las células, los órganos y los sistemas del cuerpo […] que se produce por debajo del nivel de la consciencia». Por tanto, afirmaba, «la mente tal como la experimentamos es inmaterial, pero tiene un sustrato físico, a saber, el cuerpo y el cerebro». Con inmaterial no se refería a la connotación habitual de insignificante o irrelevante, sino, por el contrario, a que la mente, a diferencia del cerebro, no es nada material: no podemos atraparla, meterla en un tubo de ensayo ni una placa de Petri, ni siquiera «verla» directamente. Sus impactos y consecuencias, sin embargo, sí que son materiales.

Ahora tenemos la oportunidad de crear un enfoque polivalente de la atención sanitaria que aprecie el impacto de las «no cosas» o de los cuerpos «parecidos a cosas» sobre los que hemos adquirido unos conocimientos tan portentosos. La mente «inmaterial» y su «sustrato físico», el cerebro y el cuerpo, están en una danza constante tan íntima como intrincada.

En un examen más detenido vemos que esa coreografía de psique y soma llega más allá de dos «compañeros» contenidos dentro de una persona: también hay un vital y subestimado componente interpersonal. A fin de cuentas, mente y cuerpo existen ineludiblemente en el contexto de las relaciones, las circunstancias sociales, la historia y la cultura. Si queremos tener una visión clara y precisa de la salud humana, tendremos que ampliar nuestro entendimiento del «cuerpomente» para incluir la miríada de papeles que desempeñan otros cuerpos y otras mentes en la configuración de nuestro bienestar y, de hecho, en nuestro mismísimo sentido del yo. Resulta que la unidad se extiende mucho más allá del individuo unitario.


******** Me entristeció enterarme de su muerte aproximadamente un año después de nuestra entrevista.

******** Expresión acuñada en 1982 por investigadores de la Universidad de Heidelberg (Alemania).

******** Una enfermedad degenerativa y casi siempre mortal del sistema nervioso. También se conoce como enfermedad de la motoneurona y como enfermedad de Lou Gehrig.

******** Durante mucho tiempo, director del Laboratorio de Neuroendocrinología Harold y Margaret Milken Hatch, de la Universidad Rockefeller (fallecido en 2020).