Capítulo 1

Una apuesta fallida

Diablero coronó la recta en cabeza por un par de colas. Ágil y poderoso, trotaba a toda pastilla como si tuviera un higo chumbo bajo la cola. El conductor de la carreta no había tenido ni siquiera la necesidad de usar la fusta, se limitaba a sostenerla en la mano derecha mientras arreaba al caballo lanzando grititos de mariquita histérico que se oían hasta en la tribuna. Quizás era realmente un poco marica, el tal Raniero Cortopassi. Pero también era bueno, y cuando asentaba sus posaderas en el sulky a nadie le importaban sus preferencias sexuales. E incluso los colegas de la profesión que se las daban de mujeriegos empedernidos hacía tiempo que habían dejado de cotillear sobre él.

Le pedí los prismáticos al hombretón sentado a mi derecha, un carnicero de Mirafiori que perdía regularmente la recaudación del día apostando por el trotón más lento, y observé cómo Diablero embocaba audazmente la última curva. Siempre en cabeza. Aparté los anteojos y eché incrédulo una ojeada al boleto que había sacado del bolsillo del chaquetón: cien euros a Diablero ganador se pagaban a 11,5 que en caso de victoria habrían supuesto 1.150 euros. Un buen pellizco para mis asfixiadas finanzas. ¿Ves, me dije, cómo esta vez el chivatazo de Marquesini era bueno? Pues sería la primera vez.

Atisbé de nuevo hacia la pista. A mitad de la curva, mi campeón todavía iba primero, pero por detrás estaba remontando Diamond Jim y del grupo de perseguidores se había despegado Duchessa. El carnicero me pidió que le devolviera el artilugio, pero antes de dárselo miré de nuevo a través de las lentes Zeiss y lo que vi no me gustó nada. Diablero había ralentizado la marcha y su boca atenazada por el bocado estaba cubierta por una espuma grisácea. Además, Duchessa había adelantado a Diamond Jim y se le había echado encima.

—Este zorro de Raniero lo está refrenando para soltarlo luego en la recta final —dije guiñándole un ojo al carnicero, que no podía dejar de maldecir porque había apostado por Dufour y su jamelgo navegaba en penúltima posición, excluido del esprint final.

Traté de convencerme de que se trataba de una táctica, pero me daba cuenta de que Duchessa se aproximaba metro a metro y que Diablero avanzaba cada vez más despacio como si tuviera lastre pegado en el culo. Y quizás lo tenía porque, aunque seguía gritando como un pavo y volteaba la fusta como una honda, Cortopassi casi daba la impresión de que frenaba el trote de su caballo. Un gesto imperceptible, que habría pasado desapercibido para la mayoría de la gente. Pero no para el que suscribe, de carreras trucadas y conductores tramposos los había visto a centenares desde cuando, todavía siendo chico, frecuentaba el hipódromo de Palermo, en Buenos Aires. Ese maricón1 a mí no me la daba.

—¡Mueve el culo, Raniero! —grité lleno de rabia.

—¡Dale con la fusta, cabeza hueca! —soltó otro, que también había apostado y perdía con Diablero.

A treinta metros de la meta sucedió lo inevitable. Duchessa flanqueó a mi caballo y Diamond Jim se acercó a medio cuerpo. Cansado y mal dirigido por su conductor, el pobre Diablero comenzó a perder fuelle y poco faltó para que quebrase el trote haciéndose descalificar. Duchessa lo superó con el aire angelical de quien está dando un paseo por el parque y a cinco metros de la llegada se le puso delante incluso aquella alma de cántaro de Diamond Jim. Arrugué el boleto, que apretujaba en la mano como un amuleto. Cien euros tirados por el desagüe.

El carnicero de Mirafiori, que había perdido mucho más, esbozó una sonrisa de conmiseración; mientras Carlìn l’avucàt2 —otro de los anónimos habituales del hipódromo— me lanzaba una mirada de desprecio, exultante por la colocación final de su propio favorito. Quien, por otra parte, ni siquiera era abogado, Carlìn: había hecho tres años de Jurisprudencia, habiéndose examinado cuatro veces en total, y al final se había empleado en una agencia de seguros. Pero ese apodo ya no se lo quitaba nadie y él lo llevaba incluso con orgullo. Hasta había quien le pedía consejo para evitar un desahucio o recurrir una multa. Aunque él, en plan honesto, se escudaba en que había estudiado con el Código antiguo y sacaba rápidamente de la chaqueta la tarjeta de visita de un compañero de curso que había conseguido graduarse. Al parecer éste le largaba cincuenta euros por cada cliente que le mandaba. Dinero que todas las semanas, con inflexible regularidad, acababa engullido en el totalizador de apuestas del hipódromo. Esta vez, sin embargo, se había salvado. Gracias a la guarrada de Cortopassi, Carlìn terminó poco más o menos a su par.

Mientras la emprendía a patadas con los periódicos hípicos abandonados en la grada, vi a Raniero recorriendo la pista dirigiéndose hacia los boxes. No pude contenerme.

—¡Maricón, hijo de puta!3 ¿Cuánto te han dado por frenar a Diablero?

El cabronazo me miró sonriendo, frunciendo los labios como quien manda un beso de lejos.

—No te lo tomes así, Héctor. Ya sabes cómo funcionan las carreras de caballos: a veces se gana, a veces se pierde.

—Sí, pero lo normal es que quien conduce un caballo no trate de perder. Y no me vengas con que no, porque sabes que entiendo de esto. De caballos y de sinvergüenzas como tú.

—¡Déjalo ya! No sigas. Ven la próxima semana y verás cómo te hago recuperar lo que has perdido, con intereses.

Le hice un gesto con la mano, como diciéndole «Vete al carajo», y me dirigí a la salida. No hacía frío todavía, pero en esta zona había siempre humedad, y en ese final de octubre al caer la tarde, en el campo alrededor de la ciudad ya habían aparecido las primeras nieblas.

Me monté en el Alfa 147 de segunda mano comprado a plazos a un vendedor de coches de la avenida Moncalieri, y arranqué pensando que la jugarreta de Raniero me había costado la mitad de uno de los plazos. Y puesto que me había ventilado otros cien euros la semana anterior, aquel mes tendría dificultades para pagar mis deudas. Enfadado, dejé atrás el hipódromo y luego los campos de entrenamiento de la Juventus. Estaba oscureciendo y, mientras me dirigía hacia el pabellón de caza de Stupinigi, flanqueando el bosque, vi a una media docena de prostitutas africanas esperando clientes en las explanadas al lado de la carretera.

Despreciando los primeros rigores otoñales, subidas en unos botines negros con tacones altísimos, exhibían escotes como para ser excomulgadas y minifaldas que las hacían dignas de ser detenidas en flagrante delito. Y puesto que la publicidad es el alma del comercio, ofrecían a los coches que pasaban un anticipo de lo que podrían conseguir por unas pocas decenas de euros. Una se había sacado las tetas del top amarillo y las balanceaba al ritmo de quién sabe qué danza tribal, otra estaba inclinada noventa grados y mostraba su generoso trasero, surcado solamente por la fina tira del tanga. Reían con descaro e intentaban parar a los conductores con un gesto de la mano.

Me vinieron a la cabeza dos chicas africanas, asesinadas cerca de allí hacía algunos años. Hacían la carrera en una carretera provincial, pero quizás no tenían la autorización de la mafia nigeriana. Las habían degollado a sangre fría, sin ni siquiera darles tiempo para intentar escapar. La policía había seguido inmediatamente la pista de un ajuste de cuentas entre proxenetas extracomunitarios, pero no habían conseguido ir más allá. Los policías habían logrado apenas dar con el nombre de las dos desgraciadas, que habían entrado en Italia clandestinamente pocos meses antes.

Los periódicos habían cubierto el asunto durante un par de días, repitiendo la historia habitual de esas chicas traídas a Italia con el engaño de un empleo honrado y después prostituidas a la fuerza sobre una acera. Pura mercancía. Mi amigo Caputo, inspector de la Brigada de trata de seres humanos4, me había explicado que la mayoría de las jóvenes nigerianas o ghanesas que acaban haciendo la calle saben muy bien qué tipo de trabajo tendrán que hacer una vez en Europa. Más aún, muchas de ellas vienen ya rodadas por años de prostitución en los suburbios de Lagos o Benin City, donde, claro está, ganan una centésima parte de lo que esperan obtener aquí.

En definitiva, cuentan ya con que van a hacinarse cinco en una pequeña habitación, con que se arriesgan a la expulsión cualquier día, con tener que pagar un soborno a la madame y con atrapar un resfriado en minifalda en cualquier arcén de carretera. Aparte de que pueda darles una paliza el primero que se presente con un billetito de cincuenta euros en la mano, claro está. Porque si el juego se desarrolla sin problemas, en pocos años se lo montan para el resto de su vida. Lo que no tienen en cuenta es que pueden acabar siendo asesinadas a cuchilladas, quizás por haberse dejado caer en el lugar equivocado. O acabar encerradas en un ataúd anónimo pagado por la Beneficencia, bajo una lápida sin nombre y apellidos. Y lejos para siempre del sol africano.

Pero la muchacha en short rojo y botas altas que movía el culo a dos pasos de la residencia de los Saboya no parecía agobiada por pensamientos de muerte. Sonreía, dejando a la vista unos dientes blanquísimos y señalando con la mano los generosos dones de la Madre Naturaleza, que exhibía sin prestar mucha atención al clima ni a la moral pública. Me abordó mientras estaba parado en el semáforo.

—Hola, guapo. ¿Querer demos una vuelta? Sólo treinta euros con goma, cincuenta sin.

—Lo siento. No tengo ni los treinta ni los cincuenta. He perdido todo en el hipódromo.

—Naaaaa… yo no creer. Tú hombre importante, coche bonito. Imposible no tener dinero.

Eché una ojeada, perplejo, al salpicadero del Alfa 147 de doce años de antigüedad.

—Coche viejo y comprado a plazos, tesoro. Y hombre importante estar sin blanca. Te prometo que en cuanto junte unos pocos euros vengo a buscarte.

Se echó a reír, divertida, y unos segundos más tarde ya estaba tocando a la ventanilla del coche de al lado. Cuando se puso en verde, embragué la primera y pisé el acelerador, dejando atrás a la exótica belleza callejera. Casi había oscurecido. Enfilé hacia Turín, integrándome en la serpiente luminosa de vehículos que se arrastraba, ruidosa y maloliente por las arterias de la ciudad. Emboqué por la avenida de la Unión Soviética: Turín seguía siendo quizás la única ciudad del mundo, con La Habana y Pyongyang, que homenajeaba en el callejero a una dictadura comunista que se había derrumbado treinta años atrás.

A la altura de la fábrica FIAT Mirafiori me sonó el móvil. Que obviamente me había dejado en el bolsillo del chaquetón. La voz de Milva cantando Don’t cry for me Argentina resonó en el habitáculo algunos segundos, mientras con la mano derecha trataba de encontrar el aparato y con la izquierda evitaba chocar frontalmente con el autobús 63. Finalmente encontré el móvil, en la pantalla aparecía un número que me era desconocido, que no estaba memorizado en la tarjeta. «Quién será el inoportuno», pensé mientras apretaba la teclita verde.

—¡Dígame!

—¿… el señor Perazzo? ¿Héctor Perazzo el investigador?5

Era una voz de mujer. Un poco insegura. Hablaba español con acento sudamericano, pero no argentino, podría ser peruana o ecuatoriana. Le respondí en castellano. Dijo que se llamaba Pilar y, en efecto, era peruana, amiga de doña6 Rigoberta, la asistenta que dos veces en semana venía a poner en orden mi pequeña oficina.

Era a última hora de la tarde del sábado, la agencia estaba cerrada y tenía que correr a casa para darme una ducha ya que tenía una cita galante: una peluquera de la ciudad vecina de Settimo Torinese que recalaba en el centro comercial. Pero no podía mandar a la peruana a freír espárragos, al contrario, adopté un tono profesional.

—Dígame, señora, ¿qué puedo hacer por usted?

—Es por mi hija Linda, ha desaparecido.

—Desaparecida, dice. ¿Pero qué edad tiene?

—Diecinueve. No volvió a casa ayer por la noche, tampoco llamó y su teléfono móvil está apagado.

—Perdone, señora, pero su hija no es una niña: es mayor de edad, puede ir donde quiera. Quizás esté por ahí con una amiga… o un amigo. Es joven, compréndalo.

—No, es imposible. No la ha visto ni su novio, lo conozco, es un buen chaval. Y su mejor amiga no la ve desde ayer por la mañana.

—¿Ha probado a llamar a los hospitales?

—Sí, pero no está ingresada. Tampoco en los de la provincia.

—¿Se ha dirigido a la policía?

—No, mire, señor Perazzo, Linda es clandestina. Yo tengo el permiso de residencia, pero ella se vino para estar conmigo hace dos años y aquí se quedó. Hace algunos trabajillos de vez en cuando, lo que le sale, en negro.

—Comprendo.

—A la policía es mejor no decirle nada por ahora. Porque si la encuentran la devuelven al Perú, ¿comprende?

—Absolutamente. Así que usted querría que yo me ocupara de manera privada.

—Sí, se lo ruego. Después de todo usted es argentino, habla español, podría indagar más fácilmente.

—Está bien, pase por la agencia mañana por la mañana, hacia las diez. Mejor no, quedamos a las once delante de la iglesia de la Gran Madre, es preferible. Ah, por favor, traiga una foto de su hija.

Pensé que si el ligue con la peluquera terminaba bien, trasnocharía. Y no quería arriesgarme a un madrugón inútil a causa de la historia banal de una muchachita que no había vuelto a casa.


1 En español en el original (N. del T.)

2 «El abogado», aunque es una palabra en dialecto chialambertés del Valle de Lanzo, en el Piamonte, no es infrecuente su uso en general (N. del T.)

3 En español en el original (N. del T.)

4 En italiano «ispettore alla Buoncostume», inspector de la sección de Buenas costumbres. Correspondería en otros países a la brigada Antivicio. (N. del T.)

5 En español en el original (N. del T.)

6 Doña siempre aparecerá en español en el original (N. del T.)