Para poder vivir plenamente, hay que renacer;
para ello, antes hay que morir;
y para ello, antes hay que despertar…
George Gurdjieff
Hay recuerdos de ese día que los tengo grabados a fuego.
Como el gélido frío de ese 9 de febrero de 2012, cuando bajé del tren y él me esperaba serio dentro del coche. Hacía un tiempo que las cosas no funcionaban y la intuición —que para entonces no sabía ni lo que era ni tenía conciencia de tener una— me gritaba fuerte que se aproximaba un cambio de los grandes.
Recuerdo el silencio profundo que nos envolvía de camino a casa y cómo lo rompí con la pregunta que lo desencadenaría todo: «¿Tú sigues sintiendo lo mismo?».
Jamás imaginé lo que vino a continuación, aunque, si soy sincera, una parte de mí lo anhelaba profundamente.
Su «Ya no lo sé» lo cambió todo. Para mí, ese fue el momento en el que las primeras piedras de mi estructura mental empezaron a caer. En ese «Ya no lo sé» empecé a hundirme. Lo siguiente que recuerdo es ansiedad, miedo, llanto y desespero. La serenidad brillaba por su ausencia.
Y, a partir de ahí, imágenes fragmentadas de un espacio-tiempo que se volvió eterno. Recuerdo subir a la habitación corriendo, coger la primera bolsa de deporte que encontré, llenarla de ropa sin sentido y bajar al garaje para irme. Recuerdo verlo sentado encima de la mesa del garaje, fumando, serio, callado y sin moverse. Recuerdo salir de casa con el coche y llamar a una amiga para contarle lo que acababa de pasar. Recuerdo llegar a casa de mis padres, abrir la puerta y desmontarme por completo al tiempo que mi padre me abrazaba fuerte y mi hermana se unía a ese abrazo. Recuerdo —y eso no lo olvidaré jamás— la expresión de mi madre diciéndome: «Ya verás que todo esto es para bien, saldrás de esta más fuerte». La verdad es que en ese momento solo quería que me tragara la tierra, pero a lo largo de estos diez años me he acordado muchísimo de ese instante y… ¿qué puedo decir? Las madres son sabias.
Ese 9 de febrero de 2012 se cerró una etapa vital de un plumazo y empezó la crisis más importante de vida, el naufragio se abrió paso. Lo que vino después fueron varios meses de dolor, confusión y varias idas y venidas. Pero, sobre todo, supuso la entera deconstrucción de la idea que tenía de mí y la caída en el más profundo de los vacíos. Poco sabía yo que, con los meses, ese vacío oscuro y desagradable podría llegar a convertirse en un espacio fértil y lleno de posibilidades.
Aunque la ruptura fue el punto de inflexión y sería fácil señalar con el dedo quién fue la víctima y quién el verdugo, sería injusto por mi parte no mencionar que hacía tiempo que me sentía profundamente insatisfecha con la vida y conmigo misma.
A pesar de que sentía que había cumplido con casi todos los puntos de esa especie de «check list vital» para ser alguien en la vida y de tener todo lo que se suponía que debía tener para ser feliz (casa, coche, perro, pareja, amigos, estudios, trabajo fijo, etc.), me sentía profundamente vacía y a menudo me preguntaba si eso era todo, si el motivo por el que yo estaba en el mundo era para acumular cosas y personas. A pesar de las contradicciones internas, lo cierto es que tampoco me sentía capaz de dar el paso para cambiar nada. De hecho, recuerdo que un día, volviendo a casa después del trabajo, me di cuenta del enorme miedo que sentía al plantearme cambiar nada y decidí conscientemente resignarme a descubrir, ser libre y vivir en plenitud. Era demasiado dependiente para soltarme. Y con esta resignación de fondo fui llenando mi tiempo y mi vida de cambios constantes (y absurdos) con tal de tapar la frustración que me ocasionaba la sensación permanente de ahogo…
La ansiedad, el estrés y el enfado me acompañaban a diario. Cualquier cosa que me dijeran un poco fuera de tono me sentaba fatal, veía fantasmas donde no los había y me convertí en una persona muy amargada. Todo era un asco. Y una mezcla incómoda de inseguridad y preocupación me acompañaba a cada paso.
Dicen que, cuando tú no decides en tu vida, la vida decide por ti. Y esto fue exactamente lo que pasó. La vida movió ficha y, a través de mi expareja, me dio lo que yo no era capaz de concederme: perspectiva.
Lo sé, mi historia no es una historia excepcional. No soy ni la primera ni la última persona de este mundo a la que han dejado. Somos muchos los que compartimos el dolor por el desamor. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme: ¿cuántos somos los que compartimos una revolución interior y exterior gracias al dolor de una pérdida?
La pérdida, bien canalizada, puede llegar a ser una verdadera bendición. Es lo que cataliza las crisis y, con ella, se abre la posibilidad de una mirada interna, profunda y sincera a través de la herida. Quizá no nos damos ni cuenta, pero lo cierto es que coexistimos con la pérdida a cada instante, pues cada decisión que tomamos en la vida implica una renuncia hacia otra dirección.
Da igual si se trata de una relación, un trabajo, algo material o un sueño. Al final, lo que se queda en el camino son las expectativas de un yo proyectado e ideal que ya no será. Tampoco importa si la decisión ha sido tuya o no. Algo que he aprendido es que soltar deliberadamente algo que ya no te nutre puede producir una verdadera catarsis en tu interior. Tampoco es relevante si lo que ha provocado la crisis ha sido un estímulo de grandes dimensiones, una frase, una reflexión, una conversación profunda o lo que sea que haya generado un cambio de tu estado interior. La crisis viene cuando tiene que venir y, de hecho, me atrevería a decir que viene cuando nuestro Yo Profundo siente que ya estamos preparados para soltar y cambiar de estado. Nadie busca las crisis y, sin embargo, llegan…
Sea como sea, si en algo estamos todos de acuerdo es en que, poco o mucho, la pérdida duele.
En mi caso dolió mucho. Más allá de la rabia, la sensación de injusticia o la tristeza, lo que había en lo más hondo era dolor. Y, honestamente, creo que jamás había sentido un dolor emocional tan intenso y físico. Tampoco me sentía con fuerzas para luchar contra esa emoción ni podía dejar de pensar en otra cosa que no fuera lo que estaba viviendo. Tenía la mente embotada, llena de ruido y de pensamientos tóxicos y dañinos, y me resultaba imposible ponerla a mi favor. De hecho, algo que observé de inmediato fue que el único momento de sosiego que experimentaba durante el día se producía en los cinco primeros segundos al despertarme, antes de enfundarme de nuevo en el personaje sufriente que estaba interpretando.
Así que, con este contexto interior de fondo, decidí rendirme. Me entregué al inevitable naufragio… Y eso me salvó.
Me rendí a la evidencia, a lo que la vida me había traído, a lo que simplemente «era». Dejé de luchar, de querer entender por qué me había pasado a mí y no a Fulanita y solté la necesidad de querer estar mejor. Abracé todo el espectro emocional de mi presente, di la bienvenida a todos mis pensamientos y me dejé caer. Sin ser consciente de lo que estaba haciendo, dije un SÍ mayúsculo a la vida.
Desde la rendición admití que yo sola no podía con lo que estaba viviendo, así que pedí ayuda a una profesional, una psicóloga, terapeuta transpersonal, que me abrió los ojos a una nueva realidad. Junto a ella, construí mi camino de vuelta a casa.
Me alejé de lo que me dolía y dejé que mis amigos y familiares me cuidaran y quisieran. Me abrí a una vida en la que la soledad era mi compañera de viaje. Me permití vivir nuevas experiencias, decidí abandonar la soberbia y la vanidad y me adentré en nuevos campos de conocimiento. Pero, sobre todo, lo más importante es que por primera vez en mi vida empecé a mirar dentro y me responsabilicé de mi sentir.
Pasé del victimismo, la dependencia emocional, la adicción a la acción y el exceso de rumiación a un estado de responsabilidad, de serenidad y paz gracias a la sanación de mi basura emocional no observada hasta entonces.
Incorporé nuevos hábitos como la meditación, la contemplación, la gratitud y el tiempo en silencio. Me rodeé de personas con las mismas inquietudes que yo y cambié los noes por los síes. Puse límites y empecé a escoger.
Y no, esto que suena tan bonito y tan de la noche a la mañana, no fue nada fácil y necesité mucho tiempo para conseguirlo. Fue un proceso de subidas y bajadas, de contracción y expansión en el que no podía hacer otra cosa más que confiar.
Sí puedo decirte que fue tal la revelación de esta nueva forma de vivir que recuerdo haber verbalizado con mi terapeuta la necesidad de salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que se puede vivir de otra forma, que no estamos condenados y que la salida está en nuestro interior.
Entre esas cuatro paredes que me acompañaron durante nueve meses nació el entusiasmo por saber todavía más de todo lo relacionado con el crecimiento personal e inicié una larga etapa de búsqueda que se complementó con múltiples formaciones. Entre las disciplinas que estudié, las que más hondo calaron fueron la terapia, el mindfulness, el coaching y la inteligencia emocional; todas enfocadas desde una perspectiva transpersonal.
Tampoco sabía en ese momento que este anhelo profundo de compartir con el mundo mis descubrimientos se convertiría en el fuego que alimentaría años más tarde Cómo vivir con calma mental, el pódcast que desde 2018 tengo el enorme placer de liderar semana tras semana en el que comparto mi visión de la vida, fruto de los aprendizajes adquiridos gracias a mis estudios y mis experiencias vitales cotidianas pasadas por el filtro de la reflexión.
Así que, a pesar del dolor y lo complejo del proceso, mi crisis de 2012 fue un regalo enorme que me conectó de lleno con un nuevo paradigma de vida.
Soy plenamente consciente de que el concepto «nuevo paradigma» huele a humo, a invento escapista revestido de espiritualidad moral para huir de una realidad que muy a menudo se presenta cruel, fría y sin sentido. Así que, tal vez, lo primero que deba hacer es aclarar que cuando hablo de «nuevo paradigma» me estoy refiriendo a una nueva forma de relacionarse con la vida: con mayor perspectiva, ampliando el foco y reconociendo todo lo que hay en ella. Tanto las luces como las sombras. Tanto la alegría como el dolor. Tanto la paz como la guerra. No es una cuestión de qué, sino más bien una cuestión de cómo.
En el viejo paradigma, la vida es dura y hay que ganársela para ser alguien. En el nuevo, ya tienes la vida ganada por el simple hecho de ser y, más allá de privilegios y estatus, nos brinda a todos retos y situaciones que nos dan la posibilidad de liberarnos de nuestros propios condicionantes.
El nuevo paradigma cambia el objeto de atención del otro (sea el otro la sociedad, el gobierno, la familia, la pareja, los amigos, los compañeros de trabajo, el conductor del autobús, etc.) al yo. Y, por ende, coloca el objeto de trabajo en la responsabilidad personal.
De hecho, uno de mis primeros aprendizajes fue algo tan sencillo y al mismo tiempo tan potente como que las cosas no son como son, sino que las cosas son como somos. Eso de «las cosas son así» es una de las mayores mentiras que nos contamos. Incluso el «yo soy así» es una de las peores cárceles en las que el ser humano puede meterse a voluntad. Por lo tanto, al ser consciente de todo esto, también me di cuenta de que toda mi estructura mental creada por verdades absolutas —más inconscientes que conscientes— estaba sujeta a cambio.
Así que, ya de entrada, en el nuevo paradigma nada se da por sentado, y la capacidad de razonar y de cuestionarse los propios pensamientos —eso que llamamos la «capacidad metacognitiva»— se convierte en una de las grandes fuentes de autoconocimiento y libertad interior.
De ahí que naufragar en la vida se experimente, desde el viejo paradigma, como un fracaso, mientras que, desde el nuevo, entrar en crisis se presente como una oportunidad de autoconocimiento y de liberación de las sombras inconscientes. Es la forma que tiene la vida de decirte que te has metido en tu propia cárcel y te has alejado del camino del reencuentro contigo mismo.
En el viejo paradigma, las emociones son buenas o malas y hay que controlarlas. En el nuevo, las emociones sencillamente son, traen un mensaje y nos permitimos sentirlas desde el sostén interno. Como una ola cuya cresta aceptamos desde la atención sostenida sabiendo que no somos ella y que tarde o temprano pasará.
Y no me malinterpretes, en el nuevo paradigma también hay dolor; pero es un dolor sereno. También hay tristeza, pero es una tristeza reposada, sin dramas. También hay enfado y rabia, pero se canalizan hacia la acción enfocada. Y cuando ninguna de estas emociones es vivida desde la serenidad deseada, la culpa se deja de lado porque nos sabemos seres perfectamente imperfectos aprendiendo constantemente a manejar nuestro mundo interior.
Entrar en este nuevo paradigma no es para todo el mundo: requiere intención, valentía y altas dosis de incomodidad. Y el presente es el único instante en el que esto es posible. A pesar de que solemos buscar consuelo en expresiones tan manidas como «el tiempo lo cura todo», lo cierto es que el tiempo no cura nada. Si no haces nada al respecto con lo que el presente te trae, el tiempo hunde hacia el inconsciente aquello que no se ha observado. Lo deja ahí, reposando, latente, hasta que llega un momento en el que la vida, en su infinita sabiduría, vuelve a presentarte una nueva situación para que sanes e integres… Y si no, mira a tu alrededor, ¡cuántas personas viven presas de rencores y dolores pasados por no haber sabido cómo atenderlos debidamente! El tiempo pasó y la herida quedó esperando ser atendida, buscando llamar la atención con nuevos personajes y situaciones pero con los mismos conflictos de fondo.
Así que la entrada al nuevo paradigma pasa por la aceptación incondicional de todo el abanico de emociones y pensamientos que se manifiestan desde el presente en nuestro campo de la conciencia, viviéndolos desde la ecuánime distancia de la desidentificación: «Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos; tengo emociones, pero no soy mis emociones; tengo deseos, pero no soy mis deseos…». Entendiendo que desde esta aceptación —que no tiene nada que ver con la resignación— podremos encaminarnos hacia la responsabilidad personal. Solo desde este espacio de honestidad interior la mirada interna se abre paso para permitir dejarte encontrar por las respuestas a preguntas que ni si quiera sabías que tenías.
Esto no lo hace cualquiera. Y, de hecho, nacemos sin saber cómo hacerlo. Tampoco podemos forzar a otro a hacerlo ni podemos pretender que otro transite el proceso por nosotros. Esto va de ti. Porque tu vida va de ti y de nadie más. Tú eres el protagonista y tú decides hasta dónde quieres adentrarte.
Personalmente, cambiar mis gafas a este nuevo paradigma no fue de la noche a la mañana. Fue un proceso, aún inacabado, en el que la reflexión, la comprensión, el silencio y la contemplación se encuentran en cada rincón de lo cotidiano para permitir que lo viejo caiga y lo nuevo emerja. Es un proceso que vivo en mí a diario y lo veo en las múltiples personas a las que he acompañado a lo largo de los años.
Al final, el mensaje de fondo siempre es el mismo: por más hondo que llegues en tu crisis, NO ESTÁS CONDENADO.
Justo en esta coordenada vital es donde este libro y tú podéis encontraros. Ese momento en el que te das cuenta de que tu naufragio no va de cambiar nada del exterior ni de salvar a los que te rodean, sino que va de abrirte al encuentro de ese Yo Profundo que no te podrá ser arrebatado por más hondo que llegues. Ese momento en el que, a pesar del dolor y la insatisfacción, una parte de ti alberga la esperanza de que, tras esta densidad emocional, se hallan las respuestas para alcanzar una libertad que intuyes y que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con lo material.
Dada la compleja naturaleza de las crisis, y teniendo en cuenta las distintas etapas que la componen, esta «coordenada vital» será distinta en función de cada lector.
Puede que tengas una vida aparentemente feliz y estable, pero sientas de fondo un vacío profundo revestido de insatisfacción y dudas que intentas paliar con la acción evitativa constante. Puede que hayas vivido algún tipo de pérdida y estés dominado por la tristeza, la culpa o el miedo con grandes dosis de rumiación de fondo intentando procesar mentalmente lo que sientes para poder sacarte de encima esa sensación, sin mucho éxito. Puede que te sientas profundamente perdido y no sepas quién eres, qué quieres ni para qué estás aquí. Puede que, habiendo apostado por tu bienestar previamente, estés en busca de recursos y herramientas que te ayuden a conectar con tus emociones y creencias limitantes para trabajarlas activamente y ponerlas a tu favor. Puede que ya hayas emergido de tu propio naufragio y sientas curiosidad por seguir adquiriendo herramientas de autoconocimiento. Sea como sea, el objetivo de este libro es aportar claridad y sosiego en los procesos cíclicos de crisis que todo ser humano transita al menos una vez en la vida. «Las noches oscuras del alma», las llaman. Momentos vitales complejos, llenos de dudas, vulnerabilidad e incertidumbre en los que el ruido mental y la intensidad emocional son las únicas constantes. Parte del sufrimiento que experimentamos en estos períodos de crisis nace de la falta de conocimiento sobre nuestra realidad biológica, de la naturaleza esencial de las crisis y de las características de cada una de las etapas que recorremos cuando nos encontramos en una.
Por ello, el desarrollo de este libro es un viaje apasionante por cuatro aspectos fundamentales en la gestión de las crisis.
Partimos de un estado de identificación total con la fuente del sufrimiento para ir poco a poco soltando las cadenas del apego y así encontrarnos de nuevo con el Yo Profundo.
Una de las peculiaridades de este nuevo paradigma es que muchos de los términos que usamos en la vida cotidiana, y de los que ni siquiera solemos plantearnos su definición, adquieren un nuevo significado. Tengo muy comprobado que, si no se aclaran, pueden ser fuente de malentendidos y autoboicots que dan a la mente más motivos para desechar ideas nuevas que nos liberen del sufrimiento. Le damos material al autosaboteador interior para generar distorsiones que nos perpetúan en el malestar. A continuación expongo algunos de los más controvertidos.
Desde el mundo del crecimiento personal, el concepto de «aceptación» suele usarse como sinónimo de «abrazar», «acoger» o «dar la bienvenida». No tiene nada que ver con resignarse, conformarse o esperar con los brazos cruzados que la vida se solucione sola.
¿Has oído alguna vez la expresión «aceptarlo es el primer paso»? Pues eso es. Desde la aceptación puedo moverme hacia un espacio de mayor bienestar. Es imposible responsabilizarnos de nuestro mundo interior y regular nuestras emociones si de forma sistemática les damos la espalda e intentamos evitarlas. La aceptación es lo contrario a la evitación, es un acto de valentía que nos encamina hacia el cambio.
En el mundo occidental asociamos el término «compasión» con la pena. Sin embargo, en Oriente, de donde beben las principales prácticas contemplativas, la palabra «compasión» es entendida como un acto de amor y respeto hacia los procesos de vida ajenos. Lo que aquí traduciríamos como «misericordia» o «empatía».
Por extensión, entonces, la autocompasión no es sentir pena hacia uno mismo, no tiene nada que ver con la victimización, sino que más bien se refiere a un íntimo proceso de respeto y amor hacia los propios procesos interiores y exteriores, soltando la autoexigencia y el boicot, sabiéndonos seres perfectamente imperfectos en constante crecimiento personal.
A menudo me preguntan cómo se sostiene una emoción. La respuesta es sencilla: quedándote allí, sin escaparte.
Desde una perspectiva emocional, «sostener» tiene que ver con poder permitirse la incomodidad de sentir una emoción desagradable. Todas las emociones, sin excepción, se sienten en el cuerpo. Lo curioso es que no solemos plantearnos no sentir la alegría, la felicidad o el amor. Sin embargo, cuando se trata de emociones que etiquetamos como negativas, la historia cambia: generamos estrategias evitativas que nos alejen de ese malestar.
Así pues, «sostener» significa mantener el foco de nuestra atención en esa parte de nuestro cuerpo en la que estoy sintiendo esa emoción. No huyo, estoy allí, con ella, sintiendo, respirando, permitiendo que se desplieguen las sensaciones físicas que aparecen. Es un auténtico acto de presencia.
Llegados a este punto y antes de seguir me parece importante poner las cartas sobre la mesa.
Las conclusiones que se presentan en este libro son fruto de la propia experiencia, del trabajo de varios años acompañando a personas en sus procesos de crisis y del compendio de trabajos de otros autores que han permitido dar forma y explicación a cuestiones relevantes que se presentan en estas situaciones vitales. Una forma estructurada de poner nombre a la experiencia sentida del universo interior.
Sin embargo, dicho universo es tremendamente complejo, rico en matices y perspectivas y, por encima de todo, es único. Y esa es la razón de que, a pesar de que en este libro encontrarás verdad y entendimiento, no encontrarás la Verdad como concepto absoluto, puesto que cada persona vive y experimenta la realidad según una combinación única de registros propios del guion de vida, el guion natal y las memorias inconscientes, ya sean individuales, familiares, colectivas e incluso genómicas. Lo que sí encontrarás es una guía de viaje que pretende abrirte la puerta a la reflexión para que entiendas qué es lo que se está moviendo por dentro y sepas cómo transformar dicho movimiento en aprendizaje, calma y serenidad, siempre teniendo en cuenta que por encima de todo tu experiencia y tu sentir son los que valen.
Así pues, te invito a hacer de este libro un libro vivo, cambiante, adaptado a tu realidad interior. Un libro pensado para el conocimiento de tu unicidad como ser humano que transita las crisis a su propia manera. Una guía a la que volver, que te recuerde las cuestiones importantes de tu gestión interior. Aquí tienes las líneas base; siéntete libre de colorear con tus propios matices las ideas principales que se presentan, siempre desde la curiosidad y el espíritu crítico. La idea es que todo lo que aquí se aporta te abra la mente a nuevas perspectivas y te haga reflexionar.
Por eso, si me permites, hay algunas reflexiones que quiero transmitirte antes de zambullirte en el libro:
1. No te creas nada, valídalo por ti mismo
Cuando alguien está pasando por una crisis subyace una profunda sensación de vulnerabilidad y desamparo. Nos perdemos en nosotros mismos y, por ende, nos perdemos en el mundo. Al sentir que no tenemos a qué aferrarnos y al mismo tiempo no haber sido educados en una inteligencia emocional óptima, los pensamientos y las emociones nos dominan y podemos llegar a ver puertos seguros y estables donde solo hay tablas a la deriva. Es un momento complejo en el que la mente racional está un poco tocada y no pensamos con mucha claridad.
Lamentablemente, este es justo el momento en el que damos por ciertas las verdades de otros sin ni si quiera haberlas pasado por el filtro de la reflexión, de la experimentación y, sobre todo, de la intuición. Nos dan sosiego, sí, pero a la hora de la verdad nada cambia.
Por eso no quiero que te leas el libro, me creas y ya. No quiero ser tu gurú. No tengo ningún interés en serlo, no creo en ello. No estoy aquí para convencerte de nada. Quiero que, con la información que encontrarás en este libro, te conviertas tú en tu propio gurú. Que experimentes, pruebes, estés de acuerdo o en desacuerdo. Que crees tu propio catálogo de verdades absolutas —susceptibles de ser actualizadas en el futuro— creadas a partir de tu propio sentir. De lo contrario, de nuevo, cederás tu responsabilidad personal a lo que te cuenta otro (en este caso yo) y te alejarás de tu verdad personal, que es la única que vale.
2. Ábrete a nuevas posibilidades
Del mismo modo que te pido que no te creas nada y lo valides por ti mismo, también te pido que contemples la posibilidad de abrirte a nuevos puntos de vista y formas de pensar alternativas a los que has tenido hasta la fecha.
Has llegado a este presente con una casuística interior concreta, fruto de unos esquemas cognitivos concretos que te han llevado probablemente a perpetuar emociones y comportamientos concretos. Y deduzco que, probablemente, en estas emociones y comportamientos la serenidad brilla por su ausencia. Así que es el momento de abrirse a la posibilidad de ver la realidad desde un ángulo distinto.
Uno de los mayores impedimentos en el desarrollo de la inteligencia emocional —y, por extensión, al bienestar personal— es la rigidez de pensamiento. La experiencia me dice que normalmente tras esta rigidez subyacen beneficios ocultos en los que, a pesar de vivir en sufrimiento, hay una ganancia por otro lado: reconocimiento externo, amor dependiente, la comodidad de la irresponsabilidad, etc. Sin embargo, quiero pensar que si tienes este libro entre las manos es porque una parte de ti siente que el paso de la rigidez cognitiva a la flexibilidad mental es posible.
Dada mi mente racional y algo científica, no voy a pedirte que tengas fe como base de mi argumentación. ¡Todo lo contrario! Hay toda una base neurocientífica que permite la integración de lo espiritual con lo terrenal. Un lugar en el que la ciencia y la espiritualidad se encuentran y que permiten crear estos nuevos tipos de pensamientos que conducen a la libertad y la serenidad interior. Sin embargo, ten presente también que a menudo la ciencia puede convertirse en una excusa para no contemplar nuevos caminos que miles de personas viven como certezas profundas dentro de sí mismas a pesar de que no hayan sido demostrados de forma empírica. Es el caso de la meditación, por ejemplo, que hasta hace cuatro días era cosa de sectarios y místicos cuando hoy en día hay gran cantidad de literatura científica que avala lo que los sabios expresaban hace milenios en sus textos sagrados. La ciencia está en constante desarrollo y cada cierto tiempo aparecen teorías nuevas que rebaten las anteriores. De modo que te sugiero que te dejes acompañar por lo que dice la ciencia, pero que no la conviertas en tu religión.
3. Más allá de la lectura, integra a través de la experiencia
El cómo nos obsesiona. Somos seres de acción y siempre necesitamos hacer algo con lo que nos pasa. A menudo, sin embargo, entramos en la contradicción de saciar el cómo a través del pensar más que del hacer (o de un hacer compulsivo fruto de un pensar distorsionado).
Y por eso ninguna de las propuestas que encontrarás en este libro para convertirte en un náufrago sereno tendrá razón de ser si no pasas a la acción. Así de fácil y así de difícil al mismo tiempo. Tal vez la frase «Nadie se ha emborrachado nunca diciendo la palabra “vino”» pueda ayudarte a integrar este concepto.
La experimentación es uno de los pilares del desarrollo cognitivo y emocional del ser humano ya desde su más tierna infancia. Aprendemos con el movimiento. Y a pesar de que el pensamiento tiene la capacidad de crear la realidad, lo cierto es que el pensamiento en sí mismo no es nada si no está acompañado de un movimiento interno que genere un movimiento externo. De ahí el enorme papel de las emociones. La vida demanda ser vivida, no pensada.
Desarrolla tu búsqueda leyendo tanto como sientas, escuchando diez mil pódcasts y viendo vídeos en YouTube, pero jamás te olvides de pasar a la acción para integrar a través de la experiencia. No una experiencia cualquiera, no se trata de hacer por hacer. Es más bien una acción enfocada, concreta y precisa que te lleve a campos de experiencia emocional que probablemente antes ni te permitías.
Para ayudarte en esta cuestión he creado este libro, con el objetivo de que puedas disfrutarlo no solo a través de la lectura sino también a través de la experiencia directa con meditaciones, vídeos y ejercicios prácticos. Se trata de un espacio privado, único para lectores del libro, al que podrás acceder solo con contraseña. Para darte de alta, escanea este código QR antes de seguir y regístrate. 1 ¡Ve, que yo te espero aquí!
En el naufragio sereno, la impaciencia no es buena compañera. Estás en un proceso de crecimiento con subidas y bajadas. Habrá días en los que te sentirás conectado con la vida y otros en los que el desespero se apoderará de ti. Todo está bien. Todo forma parte del camino.
A pesar de que vivimos en la era de lo inmediato, como hijos de la naturaleza que somos, necesitamos tiempo para asentar e integrar. A veces serán necesarias horas, a veces días y a veces semanas. Depende de lo profundo que se presente tu camino. En este contexto, la impaciencia puede generar juicio y autoboicot.
Por si te sirve, yo me imagino estos momentos vitales como cuando uno tiene que ordenar el armario: primero sacamos toda la ropa y la ponemos encima de la cama. Aparentemente hay desorden, pero, al ver lo que hay, podemos seleccionar con qué nos quedamos. Solo al hacer esto, podremos después volver a colocar en el armario de forma ordenada todo lo que hemos escogido.
5. Practica la espiritualidad cotidiana
Conozco el escepticismo que surge cuando aparece la palabra «espiritualidad» porque yo misma lo he vivido. Fruto del desconocimiento y la ignorancia se tiende a poner en el mismo saco espiritualidad y religión. Si eres religioso, vives el concepto con total naturalidad, pero si eres un agnóstico declarado como lo era yo, entonces «espiritualidad» te rechina de una forma estrepitosa.
Adentrarme en el concepto de «filosofía perenne» desarrollado por Ken Wilber, uno de los padres de la psicología transpersonal, me ayudó a comprender la espiritualidad de una forma mucho más profunda.
Según Wilber, a lo largo de toda la historia de la humanidad, en todo tiempo y lugar, se ha llegado a un acuerdo no hablado sobre verdades profundas acerca de la condición humana. Apunta a que existen desde siempre las «estructuras superficiales» (o religiones), que son diferentes según la cultura, la sociedad o el grupo humano, pero, por otro lado, existen las «estructuras profundas», que permanecen inamovibles sin importar la cultura, la época o el lugar. Estas estructuras profundas constituyen la filosofía perenne: un conjunto de verdades compartidas tanto por hindúes, cristianos, budistas, taoístas, sufíes, etc., que se ocupan del encuentro de lo humano con lo divino. Una herencia espiritual que se puede resumir en 7 puntos fundamentales:
Personalmente, me llamó mucho la atención que, a pesar de las muchas diferencias entre unas y otras, todas las tradiciones espirituales de la humanidad a lo largo del tiempo y en distintas partes del planeta, tuvieran estos puntos en común. Así que me pregunté si era posible que todos estuvieran equivocados y me planteé la posibilidad de que fuera cierto.
Lo que más me agrada de la filosofía perenne es que no pretende que te creas nada. No hay dogmas, creencias, ideas o teorías, puesto que se basa en la experiencia pura, real y directa. Lo que te decía al principio: «No te creas nada, valídalo por ti mismo».
Y esto es lo que diferencia principalmente la espiritualidad de la religión: en la espiritualidad no hay dogma que valga, es un proceso íntimo de encuentro contigo mismo. Por eso puedes ser igual de espiritual dentro de un monasterio budista meditando ocho horas al día que esperando tu turno mientras compras el pan.
Así que esta es mi propuesta: creas o no en el mundo espiritual, abre espacios de encuentro contigo mismo a lo largo del día. Para mirar dentro, sentir, integrar, reflexionar o simplemente estar en tu propia compañía. De ahí que la práctica de la atención plena sea tan beneficiosa, ya que permite herramientas de conexión a este presente eterno desde el cual siempre podemos volver a encontrarnos. A partir de ahí, ya veremos si eso te conecta con algo más. Verás que, a lo largo del libro, hago alusión a esta dimensión más profunda de ti mismo como el «Yo Esencial» o el «Yo Profundo».
6. Procura salir de la dualidad «buenos-malos»
A menudo, observo, sobre todo en las redes sociales, cómo en el planteamiento de nuevos puntos de vista de creencias limitantes muy arraigadas en la sociedad siempre hay quien utiliza la nueva idea que de alguna forma rompe el statu quo para generar una dualidad moral.
Por ejemplo, si afirmamos que «la responsabilidad de tu bienestar está en ti» siempre hay quien se afana en resaltar que existen situaciones vitales en las que somos víctimas, que esto es una cuestión de privilegios y que el mensaje de autorresponsabilidad es generadora de culpa.
Te animo a que te adentres en la lectura de este libro saliendo de la dualidad moral «buenos-malos». No se trata de quién tiene la razón, de quién es el culpable de lo que me pasa y mucho menos de fustigarnos por haber estado haciéndonos daño a lo largo de toda nuestra vida sin saberlo. La idea de un juez que señala con el dedo y que culpabiliza es totalmente estéril para nuestra evolución como personas individuales y como colectivo. Precisamente, la entrada a este nuevo paradigma del que te hablaba se basa en el perdón. Perdonar no a Fulanito, que un día nos hizo esto o lo otro, sino a nuestro propio juicio, por haber permitido según qué acciones al mendigar amor y reconocimiento. Tampoco es un perdón cualquiera basado en la moralidad, es un tipo de perdón del que cuelga la etiqueta transpersonal y que basa su razón de ser en la pura inocencia de cada acto, entendiendo que fuimos víctimas de nuestro programa mental automático y que sin darnos cuenta nos alejamos del amor que somos.
Insisto: esto no va del otro. Esto va de ti.
Si sientes que necesitas victimizarte, ¡adelante! Hay tiempo para todo y también forma parte del propio proceso crítico. Sin embargo, tarde o temprano una parte de ti te impulsará hacia la expansión en la que la victimización será vivida como un lastre.
Dicho todo esto, empecemos este apasionante viaje a través del naufragio sereno.
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