II
Los primeros años

Han pasado ya treinta y dos años desde que escribí lo anterior. Ha cambiado mucho la vida, han muerto mis padres, ha cambiado España, pero Dios todavía me mantiene vivo, a pesar de mis setenta y ocho años. No tengo más remedio que escribir, y escribir deprisa, pues el tiempo falta. Por fin, ahora podré hacerlo con menos preocupaciones profesionales que antes, aunque las familiares no falten. Ya he escrito dos largas memorias de mi vida profesional, una dedicada a mis andanzas por América y África en misiones forestales, y otra, a mi trabajo total como ingeniero de montes. Entremos ahora en el relato más completo de mi vida.

Creo que mis primeros recuerdos corresponden a la muerte de mi pequeño hermano Enrique10, fallecido cuando rondaba el año de edad y yo tenía cerca de tres. Entre nubes veo mucha tristeza, veo un niño quieto, en la cama, y veo llorar a mi madre. Veo también las habitaciones y el pasillo de la casa donde eso pasa, la misma en que después oigo a mi padre quejarse del frío y maldecir de “los judíos de San Cayetano” (parroquia inmediata a nuestra casa) a quienes, por lo visto, achacaba la falta de calor. Me veo, así mismo, estrenar un gran abrigo y salir contentísimo, a mis cuatro años, a la calle, cruzando nuestro portal. Todo eso ocurría en pleno centro zaragozano, en la calle de Prudencio, bocacalle de la famosa calle Alfonso, puerta de entrada al no menos famoso templo del Pilar.

De la misma época son mis recuerdos en ese mismo templo, con mis padres y mis tías, hermanas de mi madre, grandes devotas, sobre todo la mayor, Rudesinda11, que murió soltera muchos años después en Madrid. La familia de mi madre debía tener afición a los nombres raros, pues otra hermana se llamaba Filomena, menos mal que mi madre se llamaba Enriqueta. Rudesinda (Rude) era entonces algo parecido a mi niñera particular, que me llevaba en tranvía al parque del “Cabezo”, en las afueras de la Zaragoza de entonces, cerca del campo de fútbol de Torrero, sede del Iberia (mejor equipo que el Zaragoza).

Nada más cumplir cuatro años, en 1927, la familia se mudó al Coso, exactamente enfrente del edificio de la Audiencia, cuyos pétreos gigantones veíamos constantemente desde nuestros balcones. De esa casa tengo muchos más recuerdos, incluso que debajo de nuestro piso vivía nada menos que el mejor torero aragonés de todos los tiempos, Nicanor Villalta12. Recuerdo cosas que ahora pueden parecer raras, como bajar al sótano de la casa (el “caño”) para recoger botellas de agua fresca y otros alimentos conservados en esa nevera comunal. En esa casa me enseñó a leer y escribir mi madre, que tenía la carrera de Magisterio, aunque solo la ejerció con los dos hijos mayores (Aurora y yo). Y lo debió hacer tan bien que cuando llegué al colegio de los Escolapios, en octubre de aquel año, pasé en un solo día todas las pruebas necesarias para abandonar la clase de los primerizos y entrar ya en la de los segundones.

No se me olvida tampoco la nostalgia que tenía de mi casa, acrecentada porque veía nuestros balcones desde mi pupitre, pues los Escolapios estaban al final del Coso, a unos cien metros de nuestra vivienda. Curiosamente, en aquella época, cuando salíamos del colegio, los Escolapios nos llevaban formados, en fila de a dos y uniformados, con abrigo y gorra de plato, hasta nuestras casas, donde se iban perdiendo unidades del pelotón. El primero en desaparecer era yo. Recuerdo que me gustaba mucho llevar el uniforme, especialmente la gorra.

De aquellos años (1927 y 28) son mis recuerdos de la guerra de África, de los moros, quizá muy intensos en la familia por la muerte de nuestro primo hermano Federico13, último oficial del Tercio muerto en campaña. Empecé también a darme cuenta del trabajo de mi padre en el Banco Hispano Americano, a cuyo despacho me llevó algún día. Estaba en plena plaza de la Constitución, centro absoluto de la ciudad, y a mí me gustaba muchísimo ver los papeles, los lápices y demás aparatos que había sobre la mesa de mi padre, que entonces era ya un jefe: inspector regional del Banco. Mi padre, entonces, era un apasionado socio del Iberia, el mejor equipo de fútbol de la ciudad hasta que se unió con el Zaragoza, estando todavía nosotros allí. Según oí a mi madre, cuando perdía el Iberia no cenaba. Se debía llevar un disgusto comparable a los que nos tiene acostumbrados el actual presidente del “Barça”, Sr. Gaspart14. Mi padre me llevaba al campo de Torrero y recuerdo bien las camisetas a rayas verticales, negras y amarillas, de los jugadores del Iberia, colores recientemente recuperados por el Zaragoza como segundo uniforme.

Ahora me admiro de la claridad con que recuerdo todo, incluso las cosas anteriores a mis cuatro años, como los veraneos en las cercanías del Monasterio de Piedra, en Jaraba, el recorrido por los senderos y puentecillos junto al agua de las cascadas de la “cola de caballo”, y de algunos viajes a ver a nuestros parientes de Alcañiz. Quizá de entonces naciera mi afición a los trenes que todavía me dura, y el desprecio a las calles de Zaragoza que no tenían tranvía. Según mi madre, me negaba en redondo a ir por ellas, organizando fuertes altercados de orden público.

Otra de mis aficiones era la pirotecnia, posiblemente premonitoria de mis actividades de apagafuegos de categoría especial. Era feliz viendo y oyendo los fuegos y cohetes al final del paseo de la Independencia, donde entonces se instalaba la feria durante las fiestas del Pilar. Precisamente esas fiestas las teníamos, como quien dice, delante de casa, pues el Coso era la arteria principal de la ciudad, por donde todo pasaba: gigantes, cabezudos, procesiones, desfiles, etc. Y tanto debió impresionarme y grabarse en mi memoria todo este jolgorio que, años después, cuando el colegio de los Maristas de Madrid me presentó a exámenes de matrícula de honor en el Instituto Cardenal Cisneros, para ingreso en el Bachillerato, me la concedieron, habiendo sido exclusivamente el tema del examen una “redacción libre”, en la cual reproduje las fiestas del Pilar de Zaragoza, con su cortejo de cabezudos, procesiones y fuegos.

Dos años antes de venir a Madrid nació mi segunda hermana15 (la mayor, Aurora, había nacido en 192116, en la misma casa del Banco Hispano, donde mis tíos, Ángel y Filomena17, tenían un piso alquilado). Recuerdo lo que me impresionó ver un recién nacido, que me pareció algo feísimo, cosa extraña, en verdad, pues mi hermana Carmen salió guapísima y así sigue, a pesar de la edad.

Me encontraba tan a gusto en Zaragoza, sin problemas en el colegio y jugando con un balón en el pasillo de casa con mi primo Pepe Pina18 (hermano de Federico19, muerto en África, y de Luis, defensor de Belchite en 193720), que vivió una temporada con nosotros, que cuando me enteré de que nos íbamos a Madrid me sentó como un tiro. No quería saber nada de Madrid, me parecía algo horrible, le cogí asco y anuncié a mis padres que me quedaría en casa, en Zaragoza, con una mecedora y una manta. Pasé unos días tristísimos.

Sin embargo, cosas de la edad, el mismo día de septiembre de 1929 en el que hicimos el traslado desaparecieron los inconvenientes. Nada más subir a la destartalada camioneta que hacía el servicio a la estación de ferrocarril, se me olvidó todo. Recuerdo ese día como si hubiera sido ayer: primero se llevaron los muebles y demás cosas de nuestra casa del Coso, luego, ya desmantelada, fuimos a comer al hotel Oriente, también en el Coso, y luego a la estación. Aquí estaba, en bloque, la plantilla del Banco Hispano de Zaragoza, junto con otros amigos y parientes (tíos y primos en cantidad). Llegó el tren, lleno de humo, y empezó el viaje. Se me grabaron para siempre los abruptos riscos y las feroces barrancadas del trayecto entre La Almunia y Ariza, a lo largo del Jalón, de forma que siempre que paso de nuevo por ellos (y lo hago muy a menudo) no puedo menos que recordar aquel primer viaje y verme junto a mis padres y mis hermanas, sobre el duro asiento de aquellos vagones de madera, de MZA (Madrid, Zaragoza y Alicante), por cuyas ventanillas entraban el humo y la carbonilla a mansalva. Y echo en falta esos humos y aquellos ruidos del tren al pasar sobre las juntas, no soldadas, de los raíles, lo mismo que a aquella amable gente que sacaba un chorizo de su bolsa y te ofrecía un poco de él con un pedazo de pan.


10 Enrique Monzón Perala. Zaragoza, 15.12.1926 – 8.02.1927.

11 Rudesinda Perala Sampietro. Rude o Sinda. Zaragoza, 1.03.1884 – Madrid, 26.12.1960. Transcripción del retrato hecho por su sobrina Aurora. “Tía Sinda y nosotros: era la mayor de siete hermanos, un accidente en casa con un cristal había desfigurado su mejilla para siempre. Era aún muy pequeña. Algún comentario imprudente la convenció de que nunca sería tan guapa como sus hermanas pequeñas y de que, probablemente, no llegaría a casarse. Pero Sinda tenía otros sueños. Le gustaba mucho la música, sobre todo tocar el piano, y deseaba terminar su carrera para poder dar clases a los niños de sus amigas, en caso de que tuviera que ganarse la vida si por algún motivo desgraciado se viera obligada a ello. Ese momento se presentó antes de lo previsto. Su padre se murió repentinamente cuando ella estaba en plena juventud. Se acabaron las clases particulares de piano, había que hacer frente al porvenir del único varón que ya salía de la adolescencia y a los estudios elementales de la niñez. Sinda pasó su juventud acompañando a su madre, celebrando los éxitos de los estudios de su hermano, asistiendo a las bodas de sus hermanas… Después se consagró al cuidado de su madre, ya mayor y delicada de salud. No olvidamos el día de la llegada de tía Sinda a casa, a la muerte de nuestra abuela. Fue como una aparición. Estaba en la puerta con una maleta a sus pies; vestida de negro y pálida. Temíamos ese momento, cuando la tía Sinda empezara a llorar, pero tía Sinda no lloró ni en ese momento ni nunca. No estaba cansada por el viaje, no sentía hambre ni sed, tampoco se lamentó por haber abandonado para siempre su casa, su ciudad, el pequeño grupo de amigas… Nosotros la mirábamos como si fuera la primera vez. Tía Sinda era de estatura regular, ni gruesa ni delgada, el pelo castaño algo ondulado, los ojos azules, la nariz delicada y… ¿dónde estaba la famosa cicatriz de la que todos hablaban aún en voz baja? El tiempo había trabajado en su favor y alrededor de la cincuentena unas pequeñas arruguitas cerca de la boca y su sonrisa la hacían casi imperceptible. Tía Sinda, mientras sonreía junto a su maleta, parecía decir: “Aquí me tenéis. Estoy disponible”. Cuando tomó de la mano a mi hermana de cuatro años su destino estaba marcado: ella sería su cuidadora, su amiga, su madrecita. Lo fue de ella y de sus amigas y cuando otra hermana más pequeña vino a sustituirla, continuó con el mismo entusiasmo. ¡Era la tía universal! Aún hoy se acuerdan de ella. Les contaba cuentos, cantaban, hacían excursiones, las llevaba al cine …No debemos pasar por alto que la tía tuvo admiradores y alguna propuesta seria de matrimonio. Cuando le hacíamos preguntas, enrojecía, se reía y decía: “Pudiera ser, si fuera aún más joven”. Yo no era su sobrina predilecta. Desde los doce años en adelante no me creía tan ingenua como para formar parte de la pandilla de las niñas pequeñas y la tía, pero hubiera dado su vida por mí como por cualquiera de nosotros. Estoy segura. Nunca nos faltó un pequeño regalo en su momento, su consuelo si estábamos tristes, su ayuda, por penosa que fuera si la necesitábamos. ¡Tía Sinda, tan alegre, tan humilde y tan llena de dignidad! Aquel día, cuando apareció a la puerta de la casa, con su maleta a los pies, tan pálida y tan sonriente, no sabíamos, como en los cuentos que ella solía contar, que esa maleta era mágica. Estaba llena de preciosos regalos de todo género, que nunca se acababan y que ella repartía a manos llenas mientras vivió con nosotros”.

12 Nicanor Vilalta Serres. Nicanor Villalta. Cretas (Teruel) 20.9.1897 ‒ Madrid 6.01.1980. (RAH).

13 El 15 de mayo de 1923, en la operación llevada a cabo en Sidi Yusef, cuya misión es ocupar el morabito de este mismo nombre, el alférez D. Federico Pina Monzón se lanza al asalto, al frente de su sección, de una casamata próxima al morabito y ocupada por el enemigo. El alférez Pina es el primero en entrar en la casamata, recibiendo una grave herida que, nueve días después, le causa la muerte (Orden del Tercio correspondiente al día 15 de mayo de 2014). El ABC de Madrid de 8.06.1926 reseña la noticia del Heraldo de Aragón, que dedica una sentida nota necrológica “al valiente alférez aragonés Federico Pina Monzón, muerto heroicamente en los campos de Beni Urriaguel. El alférez Pina pertenecía al Tercio de Voluntarios, habiendo tomado parte en varias operaciones. Había nacido en esta ciudad, donde su familia tiene muchas simpatías”.

14 Joan Gaspart Solves. Barcelona, 11.10.1944. Empresario y presidente del Fútbol Club Barcelona (2000–2003).

15 Carmen Monzón Perala. Zaragoza, 22.12.1927 – Madrid, 10.08.2011.

16 Aurora Monzón Perala. Zaragoza, 1.01.1921 – Vigo (Pontevedra), 9.01.2016.

17 Ángel Faci Valencia, fallecido en Madrid (1958), y Filomena Perala Sampietro. Zaragoza, 25.07.1888 – Madrid, 13.08.1981.

18 José Pina Monzón. Madrid, 16.08.1906 – 21.02.1977. Casado en primeras nupcias con Pilar Saldaña, fallecida al dar a luz a su hijo José Luis. Luego se casó con Visitación Herranz (Guadalajara, 18.11.1912 – Madrid, 19.08.2013), de cuyo matrimonio nacieron Manuel, Jorge y Pilar.

19 Federico Pina Monzón. Zaragoza, 31.05.1902 – Hospital Infanta Luisa, Alhucemas (Marruecos), 24.05.1926 (herido en el asalto a la kabila de Sidi Yusef –15.05.1926–).

20 Luis Pina Monzón. Zaragoza, 13.12.1904 – Hospital Militar de Zaragoza, 25.08.1937 (herido el 24.08.1937 en Fuentes de Ebro). El 23 de noviembre de 1936, a propuesta del general de la 5ª División, se habilita al teniente de Infantería Luis Pina Monzón para ejercer el empleo de capitán con destino en el Cuerpo de Seguridad de Zaragoza, según publica el BOE de 8 de marzo de 1937 (Burgos).