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KATE

El estómago de Kate sigue revuelto por el miedo, aunque ahora ya se encuentra en la carretera A66, bastante cerca de Crows Beck. A unas 200 millas de Londres. A 200 millas de él.

Se ha pasado la noche al volante. Está acostumbrada a dormir más bien poco, pero, aun así, le sorprende lo atenta que está; el cansancio hace poco que ha empezado a manifestarse en forma de una sensación algodonosa detrás de los ojos, de un latido en las sienes. Enciende la radio en busca de voces, de compañía.

Una alegre canción pop llena el silencio, y Kate pone una mueca antes de apagar la radio.

Baja la ventanilla del coche. El aire del alba inunda el vehículo, limpio y verde, con un fuerte olor a estiércol. Muy distinto del olor húmedo y sulfúrico de la ciudad. Desconocido.

Han pasado cerca de veinte años desde la última vez que estuvo en Crows Beck, donde vivía su tía abuela. La hermana de su abuelo —Kate apenas se acuerda de ella— murió el pasado mes de agosto y le dejó en herencia la propiedad. Aunque «propiedad» parece la palabra incorrecta para describir la pequeña cabaña. Apenas si ocupa más que un par de habitaciones, si no recuerda mal.

Afuera, el amanecer vuelve de color rosa las colinas. El móvil le informa que está a cinco minutos de Crows Beck. «A cinco minutos de dormir», piensa. «A cinco minutos de estar a salvo».

Toma un desvío de la carretera principal en dirección a un camino flanqueado por árboles. A lo lejos, ve torrecillas brillando bajo la luz de la mañana. ¿Se tratará de la casa, se pregunta Kate, donde tiempo atrás vivió su familia? Su abuelo y la hermana de él crecieron allí, pero luego los desheredaron. No sabe por qué. Y ahora no hay nadie a quien preguntárselo.

Las torrecillas desaparecen, y acto seguido Kate ve otra cosa. Algo que provoca que el corazón le dé un buen vuelco en el pecho.

Una fila de animales —ratas, cree, o quizá topos— colgados de una valla, atados por la cola. El coche sigue avanzando y los animales desaparecen de su vista, gracias a Dios. No es más que una inofensiva costumbre de Cumbria. Kate se estremece y niega con la cabeza, pero es incapaz de olvidar la imagen. Los cuerpecillos se balanceaban con la brisa.

La cabaña se alza a poca distancia del suelo, como un animal ansioso. Las paredes de piedra están desdibujadas por la edad y cubiertas de hiedra. Unas elaboradas letras talladas en el dintel de la puerta anuncian el nombre de la propiedad: «Weyward». Un nombre extraño para una casa. Una palabra de extraña ortografía, como si hubiese querido torcerse para escapar de sí misma.

La puerta principal está hecha pedazos; la pintura verde oscura se descascarilla en la parte inferior. El anticuado cerrojo es enorme y está lleno de telarañas. Kate hurga en el bolso para encontrar las llaves. El repiqueteo metálico interrumpe la quietud de la mañana y algo se mueve en los arbustos próximos a la casa, y ella da un brinco. No ha estado allí desde que era pequeña, hace muchos años, cuando su padre todavía vivía. Sus recuerdos de la cabaña y de su tía abuela son vagos, imprecisos. Aun así, le sorprende el miedo que anida en sus entrañas. A fin de cuentas, no es más que una casa. Y no tiene ningún otro lugar al que ir.

Respira hondo y entra en la choza.

El recibidor es estrecho y de techo bajo. Una nube de polvo se alza del suelo con cada paso que da, como para saludarla. Las paredes están revestidas de papel de color verde claro, casi oculto por los bocetos enmarcados de insectos y animales. Kate se encoge al ver una imagen muy realista de un avispón gigante. Su tía abuela fue entomóloga. A Kate no le llaman la atención; no es precisamente una amante de los insectos ni de nada que vuele. Ya no.

En la parte trasera de la casa encuentra un destartalado comedor, una de cuyas paredes constituye la cocina. Encima de un fogón que parece tener cientos de años cuelgan cazos de cobre ennegrecidos y ramilletes de hierbas secas. Los muebles son bonitos, pero están deteriorados: un sofá verde combado, una mesa de roble rodeada de una variopinta colección de sillas desparejadas. La repisa de la derrumbada chimenea está repleta de extraños artilugios: un mustio panal de abejas, las enjoyadas alas de una mariposa preservada en cristal. Una esquina del techo está cubierta de telarañas tan espesas que parecen hechas a propósito.

Llena con agua el oxidado hervidor y lo coloca sobre un fogón mientras busca provisiones por los armarios. Detrás de varias latas de judías y de tarros de unos misteriosos y pálidos encurtidos, encuentra bolsitas de té y una caja sin abrir de galletas de chocolate. Se las come junto al fregadero, mientras observa por la ventana hacia el jardín, donde el arroyo resplandece dorado en plena alba. El hervidor pita. Con una taza de té en las manos, Kate recorre el pasillo hacia el dormitorio, y los tablones del suelo crujen con cada uno de sus pasos.

Allí el techo es todavía más bajo que en el resto de la casa, y Kate debe encorvarse. Por la ventana ve las colinas que rodean el valle, veteadas de nubes. La estancia está llena de estanterías con libros y de muebles. Una cama con dosel abarrotada de viejos cojines. Se le ocurre pensar que debe de ser la cama donde murió su tía abuela. Según el abogado, falleció mientras dormía, y la encontró al día siguiente una chica del pueblo. Durante unos instantes, Kate se pregunta si alguien habrá cambiado las sábanas y valora la posibilidad de dormir en el raído sofá de la otra habitación. Pero al final la fatiga se adueña de ella, y se desploma encima de las mantas.

Cuando se despierta, las desconocidas formas de la estancia la confunden. Durante unos segundos, cree que está de vuelta en el estéril dormitorio de su piso de Londres, que en cualquier momento Simon se pondrá encima de ella, dentro de ella…, y entonces se acuerda. Se le tranquiliza el pulso. Las ventanas captan el azul del atardecer. Kate mira qué hora es en el Motorola: las 18:33.

Con una ácida oleada de miedo, recuerda el iPhone que dejó atrás. Ahora mismo él tal vez lo esté investigando, pero no le quedó otra opción. Y, de todos modos, no encontrará nada que no haya visto ya.

No está segura de cuándo Simon empezó a vigilarle el móvil. Quizá lleva años haciéndolo sin que ella se diera cuenta. Siempre ha sabido cuál era la contraseña, y Kate se lo dejaba para que lo inspeccionara cuando se lo pedía. Y, aun así, el año pasado estuvo convencido de que estaba poniéndole los cuernos.

—Te estás viendo con alguien, ¿verdad? —le gruñó desde detrás agarrándole el pelo con los dedos—. En la puta biblioteca.

Al principio, Kate creyó que él había contratado a un investigador privado para que la siguiese, pero eso no tenía sentido. Porque entonces se habría enterado de que ella no se veía con nadie, tan solo iba a la biblioteca a leer, a escapar en la imaginación de otras personas. A menudo releía los libros que le encantaban cuando eran pequeña, cuya familiaridad era un bálsamo —los cuentos de los hermanos Grimm, Las crónicas de Narnia y su favorito, El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett—. A veces cerraba los ojos y se visualizaba no en la cama con Simon, sino entre las plantas de Misselthwaite Manor, contemplando las rosas que se mecen por el viento.

Quizá ese fuera en realidad el principal problema de él. Que podía controlar su cuerpo, pero no su mente.

Y luego hubo otros indicios, como la pelea que tuvieron antes de Navidad. Simon había descubierto de alguna forma que Kate había ojeado vuelos para ir a Toronto a visitar a su madre. Se percató de que había instalado un programa en su iPhone para espiarla, algo que le permitiese no solo rastrear su paradero, sino su historial de búsqueda, sus correos y mensajes de texto. Por eso, cuando el abogado la llamó el pasado mes de agosto para hablarle de la cabaña, de su herencia, Kate había eliminado el registro de la llamada y había conseguido procurarse un segundo teléfono. Un teléfono secreto del que Simon nunca tendría conocimiento.

Había tardado semanas en reunir el suficiente dinero para comprar el Motorola; Simon le daba una paga, pero únicamente debía gastársela en maquillaje y en lencería. Y solo entonces empezó a urdir el plan. Le había pedido al abogado que le mandara las llaves a un apartado de correos de Islington. Comenzó a esconder el dinero en el forro de su bolso, y todas la semanas lo ingresaba en una cuenta corriente que había abierto en secreto.

Ni siquiera en ese momento estuvo segura de si lo llevaría a cabo, de si lo merecía. La libertad.

Hasta que Simon anunció que quería tener un hijo. Esperaba que lo ascendieran en el trabajo y que le aumentaran el sueldo, así que iniciar una familia era el siguiente paso natural.

—Cada día que pasa eres más vieja —le dijo. Y añadió con una risilla—: Además, no es que tengas nada mejor que hacer.

Un escalofrío la recorrió mientras lo oía hablar. Que ella soportara la situación, que lo soportara a él, era una cosa. Los escupitajos, el ardor de la mano de él sobre la piel. Las constantes palizas nocturnas.

Pero ¿un hijo?

Kate no podía, no permitiría, ser responsable de eso.

Durante un tiempo, siguió tomando anticonceptivos, escondiendo el blíster de pastillas rosadas dentro de un calcetín hecho bola en la mesita de noche. Hasta que Simon lo encontró. La obligó a contemplar cómo extraía las pastillas una a una del blíster y las arrojaba al váter antes de tirar de la cadena.

Después de eso, se volvió más complicado. Esperaba a que se quedase dormido para escabullirse de la cama, y agachada en silencio en el cuarto de baño, delante del resplandor azul del móvil secreto, buscaba antiguos métodos. Los que él no sospecharía. Zumo de limón, que almacenaba en una vieja botella de perfume. El olor era casi placentero; la dejaba limpia, pura.

Conforme ella organizaba su huida, saludando con alivio los pétalos de sangre mensuales de la ropa interior, las normas de Simon se endurecieron. La interrogaba sin fin acerca de sus movimientos y sus actividades diarias: al ir a recoger la ropa de él de la tintorería, ¿había dado una vuelta y hablado con alguien más? ¿Había coqueteado con el hombre que le traía la compra a casa? Incluso vigiló lo que comía Kate y llenó la cocina de kale y de suplementos, como si su mujer fuera una cordera a la que cebara antes de llevarla al matadero.

Aunque no dejó de hacerle daño; desde rodearse los nudillos con su pelo para tirar de ella hasta morderle los pechos. Kate dudaba de que Simon quisiese tener un hijo porque sí. Su necesidad de poseerla se había vuelto tan insaciable que ya no le bastaba con dejarle marcas en el exterior del cuerpo.

Hincharle el útero con su semilla sería la forma de dominación definitiva. El control definitivo.

Y Kate experimentaba una seria satisfacción al ver cómo las hojas verde del kale desaparecían por el váter, igual que las píldoras anticonceptivas. Al sonreírle con timidez al mensajero. Pero esos leves actos de rebeldía eran peligrosos. Simon intentaba pescarla en un engaño y le tendía trampas verbales con la misma destreza que si fuera un abogado que interroga a un testigo en el juicio.

—Me aseguraste que ibas a recoger la ropa de la tintorería a las 14 —le dijo con una oleada de aliento cálido sobre el rostro de ella—. Pero el recibo está fechado a las 15. ¿Por qué me has mentido?

En ocasiones sus interrogatorios duraban una hora, y otras veces incluso más.

Últimamente, la había amenazado con confiscarle las llaves. En su opinión, Kate ya no era de fiar durante las largas horas en que estaba a solas en la brillante cárcel de su piso.

El cerco se iba estrechando. Y un bebé la ataría a él para siempre.

Y por eso mismo en el día de ayer el futuro, con su lejana promesa de libertad, pareció evaporarse cuando se metió en el cuarto de baño y vio la tinta que coloreaba una prueba de embarazo. Los azulejos le congelaban la piel. El aleteo de una mosca que se estampaba contra la ventana se mezcló con su respiración entrecortada para formar una melodía irreal.

—No puede ser —dijo en voz alta. No había nadie que pudiera responderle.

Al cabo de veinte minutos, sacó otra prueba del paquete, pero el resultado fue el mismo.

Positivo.

Ahora no pienses en eso, se dice. Pero sigue sin podérselo creer; durante todo el trayecto tuvo la tentación de detenerse y abrir la cajita de cartón que se había guardado en el bolso para comprobar que no se había imaginado esas dos líneas difusas.

Lo había intentado con ahínco. Pero al final nada había importado. Simon lo había conseguido.

Las náuseas ascienden por su interior y acarician su paladar. Kate se estremece y traga saliva. Intenta concentrarse en el aquí y en el ahora. Está a salvo. Es lo único que importa. A salvo, pero helada. Se dirige a la otra estancia y se pregunta si la chimenea podrá encenderse. Hay un montón de leños al lado y una caja de cerillas en la cornisa. La primera cerilla se niega a prender. La segunda también. Aunque está a cientos de millas de él, en su mente oye su voz con fuerza: «Patética. No sabes hacer nada bien». Le tiemblan los dedos, pero lo intenta de nuevo. Sonríe al ver la débil llama azul, las chispas naranjas.

Las chispas se transforman en lenguas de fuego, y Kate extiende las manos para calentárselas antes de que un humo espeso cubra la sala. Jadeando, agarra el hervidor de la cocina y vierte el agua sobre las llamas. En cuanto lo ha extinguido, sus entrañas se enfrían. Quizá la voz lleve razón. Quizá sí que sea patética.

Pero ha llegado hasta aquí, ¿verdad? Puede lograrlo. Ahora que su respiración se ha tranquilizado, sabe racionalmente que algo debe de estar bloqueando la chimenea. Contra la chimenea se recuesta un atizador. Perfecto. A cuatro patas, con escozor en los ojos por el humo, mete el atizador en la chimenea y nota que toca algo, algo blando…

Suelta un grito cuando cae el bulto oscuro, suelta otro grito cuando ve que es el cuerpo de un pájaro. Las cenizas recubren dos alas del color del petróleo. Un cuervo. Los ojos brillantes del animal la siguen cuando retrocede. A Kate no le gustan los pájaros por las alas batientes y los picos afilados. Los ha evitado desde que era pequeña. Durante unos segundos, experimenta resentimiento hacia su tía abuela porque, de todos los sitios de la verde tierra de Dios donde podría haber vivido, eligió precisamente Crows Beck **.

Pero ese cuervo está muerto. No puede hacerle daño. Kate necesita una bolsa, papel de periódico o algo para deshacerse del animal. Ya casi ha salido por la puerta cuando percibe movimiento en la habitación. Al dar la vuelta, observa aterrorizada cómo el pájaro alza el vuelo, renaciendo de las cenizas como una suerte de Lázaro alado. Kate abre la ventana y blande el atizador hacia el pájaro, desesperada, hasta que el animal se va volando. A continuación, cierra la ventana con fuerza y abandona el comedor a toda prisa. El ruido que hace el pico del ave al golpetear el cristal de la ventana la sigue por el pasillo.


** N. del T.: Crows Beck significa, literalmente, «el Riachuelo de los Cuervos».