21 de octubre

Normalmente descanso de manera pésima en alojamientos desconocidos, pero estoy sorprendida por haber dormido profundamente hasta que Finn llamó a la puerta a las siete y media, como había prometido.

Temblando de frío, me levanté de la cama rellena de paja que ocupaba la pequeña alcoba casi por completo. El único fuego estaba en el salón y de él solo quedaban las brasas. Me eché una bata sobre el camisón y me dirigí a la puerta con Shadow pisándome los talones.

Finn me saludó con la misma formalidad con la que se había marchado ayer y depositó en la mesa una bandeja con pan —todavía caliente a pesar del trayecto helado desde la granja—, así como un cuenco con alguna especie de yogur tembloroso y un huevo duro tan grande que me resultó inquietante.

—Es de ganso —dijo cuando le pregunté—. ¿No avivó el fuego anoche?

Le confesé que no tenía mucha idea de qué significaba eso y tuvo la amabilidad de mostrarme un método particular de apilar la leña y juntar el carbón en la chimenea de forma que la liberación de calor quede asegurada durante más tiempo y de manera continuada, además de que así es más fácil volver a encenderlo por la mañana. Se lo agradecí, tal vez con un entusiasmo desmesurado, y me sonrió con la calidez anterior.

Me preguntó cuáles eran mis planes para el día y manifesté mi intención de familiarizarme con los terrenos circundantes.

—Su padre me informó por carta que en el Karrðarskogur se pueden encontrar varios brownies así como tropas de hadas —dije—. Por lo que he investigado en las escasas fuentes sobre vuestras especies, entiendo que las hadas de la corte son más hábiles para viajar cuando nieva, de lo que deduzco que no es probable que se las pueda avistar hasta dentro de unos días.

Finn parecía asombrado.

—¿Usó mi padre esas palabras?

—No. «Brownies» y «tropas de hadas» son dos de las subcategorías comunes más amplias para aludir a las hadas inventadas por los académicos… Su pueblo, creo, se refiere a las hadas comunes como «los pequeños» o «los seres diminutos», si es que hacéis la distinción. En general son, como bien sabe, de tamaño reducido, como un niño o más pequeños. Los brownies son solitarios y, por lo general, son hadas que se implican en los asuntos de los humanos: robos, maldiciones menores, bendiciones. Las tropas de hadas viajan en grupo y suelen mantenerse al margen.

Finn asintió despacio.

—Entonces, supongo que tiene un término distinto para los altos.

—Sí, clasificamos a las hadas con aspecto humano en la categoría de hadas de la corte; entenderá pues que hay dos grupos de hadas, las pertenecientes a la corte y las comunes. Con respecto a las hadas de la corte, hay demasiadas subcategorías como para enumerarlas y no sé muy bien si alguna de ellas se aplicará a aquellos que llamáis «los altos».

—Casi nunca los nombramos —dijo Finn—. Trae mala suerte.

—Una creencia muy común. Los malteses son muy parecidos. Aunque sus cortes de hadas son más problemáticas de lo normal, ya que tienen la desafortunada costumbre de colarse en las casas por la noche para darse un banquete con los órganos vitales de los durmientes.

No pareció muy sorprendido ante este detalle truculento, lo cual me desconcertó e intrigó. Las hadas maltesas son excepcionalmente violentas… En ese sentido, no tienen parangón con respecto a otros feéricos. ¿Qué clase de hadas vivirá en estas tierras inhóspitas?

—He pensado que querría asentarse primero —dijo al tiempo que recorría la cabaña con una mirada dubitativa—. Terminar de deshacer las maletas, comprar algunas provisiones. Saludar a los vecinos. Estará aquí un tiempo.

El último punto de la lista casi me hizo estremecer.

—No tanto, para nada, desde una perspectiva académica —dije—. Mi pasaje de vuelta está reservado para el carguero que parte el uno de abril. Estaré muy ocupada. Algunos driadólogos pasan años en el campo —añadí, con el objetivo de introducir en la mente de Finn una sensación de distancia educada que, por costumbre, mantengo con respecto a los lugareños—. Y, en cuanto a los vecinos, sin duda los conoceré en la taberna esta noche.

Finn esbozó una amplia sonrisa.

—Desde luego. Con la cosecha recolectada, algunos apenas salen de allí. Le haré saber a Aud que irá… y a Ulfar. Es su marido, y quien lleva el negocio. Es un tipo bastante agradable, aunque un poco huraño. No le sacará muchas palabras.

Aquello hizo que me sintiese más inclinada hacia Ulfar que hacia Aud, aunque no se lo dije.

—Y por su padre deduzco que Aud es la… goði, ¿no es así? —Me trabé un poco con aquella palabra desconocida que, por lo que tenía entendido, designaba a una especie de jefa del pueblo.

Finn asintió.

—En estos tiempos es algo ceremonial, pero nos gusta mantener las viejas tradiciones. Estoy seguro de que Aud podrá contarle cuentos sobre las ocultas. Y sé que le encantará oír las historias que usted tenga de Londres. Por aquí nos gustan los relatos del mundo exterior.

—Sí, bueno, veremos qué nos depara la tarde. Puede que mi visita sea corta dependiendo de lo cansada que esté tras los quehaceres de hoy.

No pareció desalentado.

—Si está cansada, la cerveza de Ulfar la reanimará. Algunos dicen que hay que acostumbrarse al sabor, pero le calentará el estómago y le suavizará la garganta mejor que cualquier otra cosa en el mundo entero.

Forcé una leve sonrisa. Esperaba que se marchase, pero se limitó a quedarse allí de pie, observándome. Reconocí su expresión, pues ya la había visto antes: la de un hombre tratando de clasificarme en una de las categorías femeninas con las que está familiarizado.

—¿De dónde es, profesora? —preguntó con un resabio de su simpatía anterior. Creo que es el tipo de persona que no puede mantener la distancia con alguien durante mucho tiempo.

—Vivo en Cambridge.

—Sí, pero ¿dónde está su familia?

Reprimí un suspiro.

—Crecí en Londres. Mi hermano aún vive allí.

—Ah. —Su expresión se relajó—. ¿Es usted huérfana?

—No. —No era la primera vez que alguien asumía eso sobre mí. Supongo que, por lo general, la gente busca una forma de explicarme, y una infancia de abandono o de carencias es tan buena como cualquier otra.

A decir verdad, mis padres son perfectamente normales y están vivos, aunque no sean cercanos. Nunca han sabido qué hacer conmigo. Cuando leía cada uno de los libros de la biblioteca de mi abuelo —debía de tener unos ocho años o así— y les iba con algunos pasajes escabrosos que había memorizado, esperaba que mi madre y mi padre me ofreciesen claridad… En vez de eso, se me quedaban mirando como si de repente yo estuviese muy muy lejos. Nunca conocí a mi abuelo —no le interesaban los niños ni nada que no fuese su sociedad de folcloristas novatos—, pero tras su muerte, heredamos su casa y sus posesiones, y sus libros se convirtieron en mis mejores amigos. Había algo en las historias encuadernadas entre aquellas cubiertas y en la miríada de especies de hadas que serpenteaban entre ellos; cada una era un misterio rogando ser resuelto. Supongo que la mayoría de los niños se enamoran de las hadas en cierto punto, pero mi fascinación nunca tuvo que ver con la magia o con la concesión de deseos. Las hadas eran un mundo aparte, con sus propias reglas y costumbres… y para una niña que siempre había sentido que no pertenecía a su propio mundo, aquella atracción era irresistible.

—Llevo en Cambridge desde los quince —dije—. Fue cuando comencé mis estudios. Es un hogar para mí, más que cualquier otro lugar.

—Ya veo —dijo, aunque supe que no lo entendía en absoluto.

Después de que Finn se marchó, desempaqueté el resto de mis pertenencias, tarea que, como tenía previsto, apenas me llevó un rato (solo me había traído cuatro vestidos y algunos libros). El olor familiar de la Biblioteca de Driadología de Cambridge emanaba de ellos y sentí un estremecimiento de añoranza por aquel lugar vetusto con olor a humedad, un remanso de tranquilidad y soledad en el que he pasado tantas horas.

Paseé la mirada por la pequeña cabaña, que todavía olía a oveja y que tantas telarañas albergaba, pero tengo muy poca paciencia para las tareas del hogar y pronto renuncié a esa idea. Una casa no es más que un techo sobre tu cabeza y esta sería aceptable para dicho propósito tal y como estaba.

Shadow y yo terminamos de desayunar (le di la mayor parte del huevo de ganso), llené la cantimplora con agua del arroyo y la guardé en la bolsa junto con el resto del pan, la cámara compacta, una cinta métrica y el cuaderno. Así, preparada para pasar un día en el campo, me dediqué a avivar el fuego según las instrucciones de Finn.

Removí las brasas con el atizador y luego me detuve. Aparté la corteza de un leño, alargué la mano y saqué la carta de Bambleby. Soplé para retirar la ceniza y leí por encima la elegante letra cursiva. Estaba completamente intacta.

Añadí madera al fuego de forma que acariciase las llamas y volví a arrojar la carta dentro. No se prendió. El fuego escupió humo, como si el papel fuese un obstáculo indeseado atascado en su garganta.

—Maldito seas —mascullé y contemplé con los ojos entrecerrados el sobre pesado que me devolvía la mirada con aire desenfadado desde las llamas—. ¿Acaso se supone que debo guardarla bajo la almohada?

Creo que debería mencionar que estoy segura, tal vez en un noventa y cinco por ciento, de que Wendell Bambleby no es humano.

Esto no es producto de un mero desdén profesional; la carta imposible de Bambleby no es la primera evidencia con respecto a su verdadera naturaleza. Mis sospechas comenzaron cuando nos conocimos hace algunos años, cuando me di cuenta de las distintas maneras en que eludía los objetos metálicos de la habitación, incluyendo fingir ser diestro para evitar entrar en contacto con anillos de boda (las hadas son, para empezar, zurdas). Aun así no podía esquivar por completo el metal si el evento consistía en una cena, que implicaba de manera inequívoca cubertería, jarras de salsa y similares, y él sobrellevaba la incomodidad bastante bien, lo cual indicaba que mis sospechas eran infundadas o bien que tiene ancestros de la realeza (las únicas hadas capaces de soportar el contacto con dichos utensilios humanos).

Antes de parecer crédula, puedo afirmar que aquello no fue suficiente para convencerme. En encuentros posteriores noté distintas cualidades sospechosas, entre ellas su forma de hablar. Se supone que Bambleby nació en County Leane y se crio en Dublín y, aunque no he estudiado los acentos irlandeses, soy experta en el lenguaje de las hadas, que solo se trata de uno con muchos dialectos y, aun así, posee cierta resonancia y timbre universal; ocasionalmente, cuando Bambleby tiene la guardia baja, distingo susurros de esta lengua en su voz. Hemos pasado una cantidad de tiempo significativa acompañándonos mutuamente.

Si pertenece a las hadas, es muy probable que viva entre nosotros en el exilio, el cual no es un destino poco común para la aristocracia de los feéricos irlandeses (su especie no suele pasar mucho tiempo sin algún tío asesino o regente ávido de poder). Hay muchas historias sobre hadas exiliadas; a veces, cuentan que sus poderes quedan restringidos por un encantamiento lanzado por el monarca que las expulsa, lo cual explicaría la necesidad de Bambleby de resignarse a convivir entre nosotros, míseros mortales. La elección de su profesión puede ser parte de algún plan feérico que aún no he averiguado, o puede que poner su punto de mira en adquirir validación externa de su conocimiento personal sea una expresión propia de su naturaleza.

Sigue siendo posible que esté equivocada. Un académico siempre debe estar dispuesto a admitirlo. Ninguno de mis compañeros parece compartir mis sospechas, lo cual me da qué pensar; ni siquiera el venerable Treharne, quien ha realizado trabajos de campo durante tanto tiempo que le gusta bromear sobre que las hadas comunes ya no se esconden cuando aparece, dado que apenas lo distinguen de un mueble viejo y vulgar. Y de todas las historias de hadas exiliadas, no es como si se hubiera descubierto a alguna entre nosotros. Lo cual conduce a una de estas dos conclusiones: o dichas hadas tienen una habilidad excepcional para camuflarse o tales historias son falsas.

Saqué la carta, todavía intacta, y la reduje a pedazos antes de añadirlos a las brasas. Luego aparté a Bambleby de mi mente, me recogí el cabello en un moño alto (que comenzó a deshacerse casi de inmediato) y me puse el abrigo.

Las vistas del exterior eran tan encantadoras que me detuve en seco. La montaña desaparecía frente a mí y un manto verde se volvía más vivo por la luz del amanecer, que salpicaba las nubes de tonos rosados y dorados. Las montañas estaban algo nevadas, aunque no había amenazas de que esto se replicase en aquel dosel cerúleo. En el interior yacía la promesa de la gran bestia del mar, con la piel moteada por témpanos de hielo.

Eché a andar con paso ligero, mucho más animada. Siempre me ha encantado el trabajo de campo y sentí esa emoción familiar mientras contemplaba el terreno en cuestión: ante mí se extendía un territorio científico inexplorado y yo era la única aventurera en varios kilómetros a la redonda. Es en estos momentos en los que vuelvo a enamorarme de mi profesión.

Shadow caminó con pesadez a mi lado mientras ascendíamos por la montaña, olisqueando setas o la escarcha derretida. Las ovejas me miraban con esa típica expresión desinteresada y nerviosa. Brincaron un poco al ver a Shadow, pero como este se limitó a moverse por allí con satisfacción, con el hocico más absorto en la tierra que en las bolas de lana familiares que también salpicaban los campos en la campiña del condado de Cambridge por donde lo sacaba a pasear, pronto lo ignoraron.

Poco a poco, el bosque me envolvió. Los árboles no eran para nada raquíticos y en algunas zonas formaban un dosel denso y oscuro sobre el camino estrecho.

Me pasé la mayor parte de la mañana estudiando el perímetro, vagando entre ellos. Anoté los anillos de setas y patrones inusuales en el musgo, los pliegues en la tierra donde las flores crecían en abundancia y las zonas donde cambiaban de color, y aquellos árboles que parecían más oscuros y bastos que los demás, como si hubieran bebido de una sustancia que no fuese agua. Una niebla extraña se alzó de una pequeña hondonada socavada en el terreno accidentado; descubrí que se trataba de una fuente termal. Sobre ella, en un saliente rocoso, había varias figuritas de madera, algunas medio cubiertas por el musgo. También había un pequeño montículo que reconocí como los caramelos duros medio dulces medio salados de Ljosland que tanto gustaban a algunos marineros.

Después de tomar algunas fotografías, sumergí una mano en la fuente y su calor me resultó muy agradable. La tentación afloró en mi mente, pues no me había dado un baño en condiciones desde que partí de Cambridge y sentía la sal del viaje sobre mí como si fuese una segunda piel. Aun así, la descarté con rapidez; no iba a corretear en un estado de desnudez por un país desconocido.

Entonces, oí un pequeño sonido proveniente del bosque a mis espaldas, una especie de tamborileo que no se parecía al goteo húmedo constante de las ramas de los árboles. Me puse en alerta al instante, aunque no lo mostré. Shadow alzó la cabeza de la fuente para olisquear el aire, pero sabía lo que esperaba de él. Se sentó y me observó.

Algunos piensan que las hadas se anuncian con campanas o canciones, pero el hecho es que nunca las oirás a menos que ellas quieran que las oigas. Si se te acerca un animal, es probable que escuches el murmullo de las hojas y el crujir de las ramas. Si se te acerca un hada, puede que no oigas nada o tan solo una ligerísima variación en los sonidos de tu entorno. Hacen falta años para que un académico domine la facultad de observación adecuada.

Fingí apreciar las vistas como si fuese una viajera cansada, lo cual no me llevó mucho esfuerzo; el clima seguía siendo agradable y paseé la mirada por la linde del bosque. No me sorprendió no encontrar ninguna prueba de que algo me estuviese observando, aparte del chillido sorprendido de una ardilla y las huellas de los pájaros dispersas cual runas.

Para continuar con la farsa, me quité las botas y hundí los pies en el agua. Me tomé unos momentos para repasar mi repertorio mental de brownies alpinos, en especial aquellos que moran cerca de las fuentes y con vistas a sus patrones de comportamiento.

Agarré la bolsa, en la que guardaba varias baratijas que había ido reuniendo con los años. Pero ¿qué elegir en este caso? Las hadas de algunas regiones prefieren ciertos obsequios, mientras que otras los consideran una ofensa. Conozco el caso de un driadólogo francés que enloqueció a causa de los sujetos que estudiaba tras haberles ofrecido una hogaza de pan que, sin él saberlo, empezaba a enmohecer. Cuando las insultan, su malicia resulta casi tan universal como su naturaleza caprichosa.

Escogí una cajita de porcelana que contenía un surtido de delicias turcas. Los gustos varían mucho entre las hadas, pero solo conozco un caso registrado de un obsequio de dulces que se haya torcido. Dejé la caja sobre el saliente; por si acaso, coloqué encima una de las pocas joyas que tenía: el diamante de un collar que había heredado tras la muerte de mi abuela. Reservo estos presentes solo para casos muy especiales: algunas hadas comunes codician joyas; otras, no saben qué hacer con ellas.

Comencé a tararear una canción.

Son la noche y el día,

son el viento y la hoja,

son ellos quienes vierten la nieve sobre el tejado

y la escarcha sobre la tierra.

Recogen sus huellas y las cargan a sus espaldas.

¿Qué mejor obsequio que su amistad?

¿Qué filo corta más hondo que su enemistad?

Mi traducción era torpe; no tengo oído para la poesía. La canté en la lengua en la que fue compuesta, la de las hadas, llamada simplemente faie por los académicos poco imaginativos. Es un discurso envolvente y con rodeos, lleva el doble de tiempo decir la mitad que su totalidad en inglés, y tiene muchas reglas contradictorias, pero no hay un idioma más bonito en el mundo hablado por los mortales. Por alguna curiosa casualidad —una que ha causado mucha consternación entre aquellos que defienden la teoría de las cien islas—, ***** las hadas hablan el mismo idioma en cada país y región que habitan y, aunque los acentos y los idiomas difieren, sus dialectos nunca varían tanto como para dificultar su comprensión.

Canté la canción, que había aprendido de un hobgoblin en Somerset, un par de veces más, y dejé que mi voz se desvaneciese con el viento. Había realizado las presentaciones necesarias, así que me puse los zapatos y me marché.


***** Teoría basada en que cada reino de las hadas existe en un plano físico completamente separado. Las hadas pueden viajar de un reino a otro en raras ocasiones, pero los académicos afirman que, históricamente, estos reinos no están muy relacionados entre sí. Yo misma lo veo como un sinsentido de mente estrecha y, aun así, la teoría sigue siendo popular entre las generaciones anteriores de driadólogos, aquellos que tienden a aposentarse como jefes de departamento y escriben los libros de texto más referenciados y, por tanto, es probable que siga con nosotros durante un tiempo.