La abrí, rezando para que la amabilidad relativa de esta visita se inclinase a favor de mi supervivencia.
—Profesora Wilde —dijo el joven en el umbral con ese tono algo asombrado que ya había escuchado antes en pueblos rurales, y casi me derretí del alivio. Finn Krystjanson era casi la viva imagen de su padre, aunque de torso algo más estrecho y con un gesto más agradable en la boca.
Me estrechó la mano con entusiasmo y entró de puntillas en la cabaña. Se sobresaltó un tanto al ver a Shadow.
—Qué animal más bonito —dijo Finn. Su inglés tenía un acento más marcado que el de su padre, aunque lo hablaba con perfecta fluidez—. Le dará algo en que pensar a los lobos.
—Hum —musité. A Shadow no le interesan demasiado los lobos y, al parecer, los incluye en la misma categoría que a los gatos. No imagino qué haría si un lobo lo desafiase, aparte de bostezar y atizarle con una de sus patas del tamaño de un plato llano.
Finn miró de reojo la chimenea apagada y los restos de cerillas rotas sin un atisbo de sorpresa; sospeché que su padre ya le había advertido acerca de mis capacidades. Lo de «persona casera» todavía me escocía.
Poco después, había prendido un fuego acogedor y había puesto una tetera con agua a hervir en la cocina. Parloteaba mientras trabajaba y me dijo cómo llegar al riachuelo tras la cabaña (el cual entendí que era mi única fuente de agua, ya que la casa carecía de fontanería), al aseo exterior y a una tienda en el pueblo donde podría comprar suministros. Mi anfitrión me traería el desayuno y podía cenar en la taberna local. Solo estuve sola durante el almuerzo, algo que me vino bien, ya que estoy acostumbrada a pasarme los días en el campo cuando llevo a cabo mis investigaciones y suelo prepararme un almuerzo ligero.
—Padre dice que está escribiendo un libro —comentó mientras apilaba troncos junto al fuego—. Sobre las ocultas.
—No solo sobre ellas —respondí—. El libro es sobre todas las especies conocidas de las hadas. Hemos aprendido mucho sobre ellas desde los albores de esta era científica, pero nadie se ha aventurado aún a recopilar esta información en una enciclopedia exhaustiva. *
Me dedicó una mirada tanto dubitativa como impresionada.
—Cielos, parece mucho trabajo.
—Lo es. —Nueve años, para ser más exactos—. Llevo trabajando en la enciclopedia desde que obtuve el doctorado—. Espero terminar el trabajo de campo aquí para la primavera… El capítulo sobre vuestras ocultas es la última pieza. Mi editor espera impaciente el manuscrito.
Que mencionase a mi editor pareció impresionarle de nuevo, aunque seguía con el ceño fruncido.
—Bueno, tenemos muchas historias. Aunque no sé si le serán de alguna ayuda.
—Serían de gran ayuda —dije—. De hecho, las historias son los pilares de la driadología. Iríamos a ciegas sin ellas, como astrónomos desprovistos del cielo.
—Sin embargo, no todas son ciertas —añadió con una mueca—. No pueden serlo. Todos los cuentacuentos las embellecen. Debería escuchar a mi abuela cuando empieza… Nos tiene a todos pendientes de cada una de sus palabras, sí, pero un visitante del pueblo de al lado diría que no se saben el cuento, aunque sea el mismo que su propia amma le cuenta junto al hogar.
—Esas variaciones son comunes. No obstante, cuando se trata de las hadas, hay algo cierto en cada historia, incluso en las falsas.
Podría haber seguido hablando de cuentos de hadas —he escrito varios artículos al respecto—, pero no sabía cómo hablarle de mi beca, si es que aquello tenía sentido para él. Lo cierto es que, en lo respectivo a las hadas, las historias lo son todo. Son una parte fundamental de ellas y de su mundo de tal forma que a los mortales nos cuenta entenderlo; una historia puede ser un evento singular del pasado, pero también es un patrón significativo que esboza su comportamiento y predice eventos futuros. Las hadas no tienen un sistema de leyes y, aunque no digo que las historias sean la norma para ellas, es lo más cerca que tiene su mundo de algún tipo de orden. **
—Normalmente, mi investigación consiste en una amalgama de testimonios orales e investigaciones prácticas —me limité a responder—. Rastreos, observaciones de campo, ese tipo de cosas.
Su ceño fruncido no hizo más que pronunciarse.
—Y usted… ¿ya lo había hecho antes? Quiero decir, las ha conocido. A las hadas.
—Muchas veces. Diría que vuestras ocultas no me sorprenderían, pero es un talento que poseen las hadas universalmente, ¿no? ¿La habilidad de sorprender?
Él sonrió. Creo que me creyó medio parcial a las hadas en ese punto, una maga extraña que se ha aparecido frente a él en un pueblecito tocado por el mundo exterior.
—Yo no diría eso —respondió—. Solo conozco a nuestras hadas. Siempre he pensado que eso es suficiente para un hombre. Más que suficiente.
Su tono se había ensombrecido un tanto, pero era serio en lugar de agorero, el tipo de voz que uno utiliza cuando habla de los obstáculos que forman parte de la vida. Dejó una hogaza de pan negro sobre la mesa y me informó de forma bastante casual que lo habían horneado en el suelo mediante calor geotérmico, junto con bastante queso y pescado salado para dos. Se veía bastante animado y parecía que su intención era acompañarme en aquel humilde festín.
—Gracias —dije, y nos miramos con incomodidad. Sospechaba que debía decir algo más…, quizá preguntarle por su vida, sus tareas, o bromear sobre mi indefensión, pero siempre había sido una inepta para este tipo de charlas amistosas y mi vida como académica no me brinda muchas oportunidades para practicar—. ¿Está su madre por aquí? —añadí finalmente—. Me gustaría darle las gracias por el pan.
Puede que se me dé mal juzgar los sentimientos humanos, pero tengo bastante experiencia en meter la pata como para saber que era lo peor que podría haber dicho. Su atractivo rostro se contrajo.
—Lo he hecho yo. Mi madre falleció hace más de un año —respondió.
—Mis disculpas —dije forzando una expresión de sorpresa en un intento por ocultar el hecho de que Egilson había incluido esta información en una de nuestras primeras cartas. Menudo detalle para olvidar, estúpida—. Bueno, tiene talento —añadí—. Estoy segura de que su padre está orgulloso de su destreza.
Por desgracia, esta contestación inepta fue correspondida con una mueca y supuse que su padre no estaba, de hecho, para nada orgulloso de la destreza de su hijo en la cocina, quizás incluso la viera como una degradación de su masculinidad. Afortunadamente, Finn parecía tener buen corazón en el fondo.
—Espero que lo disfrute —dijo con cierta formalidad—. Si necesita algo más, puede enviar una nota a la casa grande. ¿Le parece bien el desayuno a las siete y media?
—Sí —respondí, lamentando el cambio en la distendida conversación anterior—. Gracias.
—Ah, y esto llegó para usted hace dos días —añadió y sacó un sobre del bolsillo—. Recibimos la correspondencia cada semana.
Por la forma en que lo dijo, veía aquello como una fuente de orgullo local, así que le dediqué una sonrisa forzada al darle las gracias. Me devolvió el gesto y se marchó murmurando algo sobre unas gallinas.
Miré la carta y me descubrí cara a cara con una letra con florituras que rezaba «Despacho del Dr. Wendell Bambleby, Cambridge» en la esquina superior izquierda y, en el centro, «Dra. Emily Wilde, morada de Krystjan Egilson, granjero, pueblo de Hrafnsvik, Ljosland».
—Maldito Bambleby —mascullé.
Dejé la carta a un lado, demasiado hambrienta como para molestarme por ella. Antes de disponerme a dar buena cuenta de mi refrigerio, me tomé mi tiempo para preparar la comida de Shadow, como teníamos por costumbre. Saqué un filete de cordero de la despensa exterior —Finn me había dicho dónde se encontraba— y lo puse en un plato junto a un cuenco de agua. Mi querida bestia devoró su almuerzo sin rechistar y, mientras, yo me senté junto al fuego crepitante con mi té, que tenía un sabor fuerte y ahumado, pero rico.
Sentía algo de culpa por haber agradecido de manera tan lamentable la amabilidad de Finn, pero no me afligió la ausencia de su compañía, ya que no la esperaba.
Miré por la ventana. Se veía el bosque, que comenzaba un poco más arriba de la colina y daba la desfavorable impresión de una ola negra a punto de romper sobre mí. Ljosland tiene pocos bosques, ya que sus habitantes mortales deforestaron buena parte del paisaje subártico. Sin embargo quedaban algunos árboles, aquellos que sus ocultas han reclamado, o eso se creía. En su mayoría se trata de abedules humildes y aterciopelados junto con algunos serbales y arbustos de sauce. Nada crece a gran altura en un lugar tan frío, y los árboles que alcanzaba a ver estaban atrofiados y se escondían de forma ominosa en las sombras de la ladera de la montaña. Su aspecto era cautivador. Las hadas están tan integradas en su entorno *** como las raíces primarias más profundas, y yo cada vez estaba más entusiasmada por conocer a las criaturas que consideraban hogar a este lugar inhóspito.
La carta de Bambleby permanecía sobre la mesa, de alguna forma conspirando para emanar cierta paz indolente, así que al final, en cuanto terminé el pan (estaba rico y tenía un sabor ahumado) y el queso (también rico y ahumado), la tomé y deslicé la uña por el filo. Empezaba así:
Mi querida Emily:
Espero que estés cómodamente instalada en tu fortaleza aislada por la nieve y te encuentres feliz leyendo tus libros detenidamente al tiempo que coleccionas un abanico de manchas de tinta sobre tu persona, o tan feliz como puedas estarlo, amiga mía. A pesar de que solo llevas fuera unos días, confieso que echo de menos el repiqueteo de tu máquina de escribir resonando por todo el pasillo mientras estás encorvada sobre ella con las cortinas echadas como un troll elucubrando alguna venganza funesta bajo un puente. Tan desconsolado me he hallado sin tu compañía que te he hecho este pequeño retrato que contiene el sobre.
Fulminé el boceto con la mirada. Mostraba lo que consideraba una representación bastante injusta de mí en mi despacho en Cambridge, con el cabello oscuro recogido en un moño pero terriblemente desaliñado (admito que esa parte es cierta, tengo la mala costumbre de jugar con el pelo mientras trabajo) y una expresión monstruosa en el rostro mientras contemplo la máquina de escribir con el ceño fruncido. Bambleby incluso había tenido el descaro de dibujarme bonita al alargar mis ojos hundidos y al darle a mi rostro redondeado una expresión concentrada e inteligente que acentuaba mi perfil mediocre. Sin duda, carecía de la capacidad de imaginar a una mujer que considerase poco atractiva, a pesar de que hubiera visto a dicha mujer con anterioridad.
Desde luego, no me había hecho gracia la caricatura. Para nada.
Después, Bambleby seguía describiendo con pelos y señales la reunión de claustro más reciente del departamento de driadología, al que no me habrían invitado al ser solo profesora adjunta y no titular, incluyendo varias observaciones sobre la forma tan bonita que incidía la luz sobre el peluquín nuevo del profesor Thornthwaite; también me preguntaba si estaba de acuerdo con su teoría de que el silencio relativo del profesor Eddington en dichas asambleas sugería cierta maestría en el arte de echarse la siesta con los ojos abiertos. Me descubrí sonriendo un tanto mientras seguía divagando (es difícil no divertirse con Bambleby). Es una de las cosas que más me ofenden de él. Eso y el hecho de que se considera mi queridísimo amigo, que solo es cierto en el sentido de que es mi único amigo.
Parte del motivo por el que te escribo, querida, es para recordarte que temo por tu seguridad. No hablo de la especie extraordinaria de hada esculpida en hielo con la que puedas toparte, pues sé que sabes defenderte en ese aspecto, sino por la inclemencia del clima. Aunque debo confesar un segundo motivo…, cierta fascinación por las leyendas que has descubierto sobre las ocultas. Te insto a que me escribas con tus hallazgos, aunque si algunos de los planes que he puesto en marcha resultan fructíferos, puede que sea redundante.
Me quedé paralizada, sentada en la silla. ¡Cielo santo! ¿No estará pensando en reunirse aquí conmigo? ¿Qué otra cosa habrá querido decir con esa observación?
Sin embargo, mi miedo menguó un tanto tras recostarme en la silla y al imaginar a Bambleby aventurándose de verdad en un lugar como este. Ah, el trabajo de campo de Bambleby es bastante extenso, eso seguro, y recientemente ha organizado una expedición para investigar relatos de una especie de hada en miniatura en el Cáucaso, pero su metodología se basa en delegar más que en otra cosa. Se instala en el sitio más cercano que parezca un hotel y, desde allí, dirige a su pequeño ejército de estudiantes de posgrado, quienes se arrastran tras él constantemente. Es muy alabado en Cambridge por dignarse a reconocer la coautoría a sus estudiantes en sus muchas publicaciones, pero sé lo que estos han tenido que soportar y la verdad es que sería monstruoso si no lo hiciera.
Yo ni siquiera fui capaz de convencer a uno de mis estudiantes de que me acompañara a Hrafnsvik y dudo mucho de que Bambleby, a pesar de sus encantos, tenga más suerte. Por eso, no vendrá.
El recordatorio de su carta consistía en asegurarme que tenía intención de escribir el prólogo de mi libro. Aquello me hacía sentir un tanto mal —una mezcla de alivio y resentimiento—, porque a pesar de que no quería su ayuda, sobre todo después de que me quitase la exclusiva del descubrimiento de un niño cambiado por un gean cánach, las hadas macho que se dedican a seducir mujeres, no puedo negar su valor. Wendell Bambleby es uno de los driadólogos más importantes de Cambridge, lo cual es lo mismo que decir que es uno de los mejores driadólogos del mundo. El único artículo en que hemos participado ambos, un metaanálisis objetivo pero comprensible de la dieta de los feéricos de río del Báltico, me granjeó invitaciones a dos conferencias nacionales y sigue siendo mi obra más citada.
Arrojé la carta al fuego, decidida a no pensar más en Bambleby hasta la llegada de su próxima carta, que sin duda sería pronto si no respondía con lo que él consideraba la rapidez suficiente.
Me volví hacia Shadow, enroscado a mis pies. La bestia me había estado contemplando con sus ojos oscuros y solemnes, preocupado por mi bienestar antes del ataque de pánico. Descubrí otro sabañón en su pata y le puse la salvia que había comprado especialmente para él. También me dediqué a cepillarle el largo pelaje hasta que se le cerraron los ojos de placer.
Saqué el manuscrito de la maleta y le quité con cuidado el envoltorio protector; luego, lo dejé sobre la mesa. Pasé las páginas, saboreando el crujido del papel empapado de tinta, para asegurarme de que siguieran estando en orden.
Pesa mucho, actualmente cuenta con un total de quinientas páginas sin incluir los apéndices, que es posible que sean extensos. Aun así, en estas hojas, como especímenes ensartados con agujas y atrapados tras un cristal en la vitrina de un museo, está cada especie de hada descubierta por el hombre, desde el bogban que aparece en la niebla de las islas Orcadas hasta un espíritu macabro y ladrón conocido como l’hibou noir por los habitantes del país mediterráneo de Miarelle. Están ordenadas por orden alfabético, con referencias cruzadas acompañadas de cifras cuando dispongo de ellas, así como una guía fonética de su pronunciación.
Dejé que mi mano descansase un instante sobre el montón. Luego, apoyé sobre el manuscrito un pisapapeles, una de mis piedras de hadas, **** desprovista de magia, por supuesto. Junto a él, en el ángulo adecuado, coloqué también mi pluma favorita —lleva el emblema de Cambridge, un regalo de cuando me contrataron en la universidad—, una regla y un tintero. Estudié la imagen con satisfacción.
Ahora, con el mundo sumido en la completa oscuridad de los pueblos provincianos y con los párpados cada vez más pesados, me dispongo a irme a dormir.
* Por supuesto, existen compendios detallados que pertenecen a regiones específicas; por ejemplo, la Guía del folclore ruso, de Vladimir Foley. Y El camino de hierro: un viaje en ferrocarril por las Tierras Extrañas, de Windermere Scott, pero este es un relato narrativo de sus viajes y de naturaleza altamente selectiva (Scott también echa por tierra su credibilidad al incluir avistamientos absurdos de fantasmas).
** Ensayos sobre el metafolclore, de Esther May Halliwell, incluye un resumen de cómo ha evolucionado nuestra forma de pensar en este aspecto, desde el escepticismo propio de la Ilustración, durante la cual los cuentos de hadas se veían como secundarios a las pruebas empíricas en el estudio de estos seres —si no completamente irrelevantes— en cuanto a la perspectiva moderna de dichos cuentos para las propias hadas.
*** Con esto, por supuesto, me remito a la teoría de las hadas silvestres de Wilson Blythe, comúnmente aceptada entre los driadólogos y a menudo referida como la corriente de pensamiento blythiana. Se han escrito numerosas guías al respecto, pero Blythe considera a las hadas esencialmente como elementos del mundo natural que han cobrado conciencia mediante procesos desconocidos. Según la corriente blythiana, por tanto, están unidas al entorno que habitan de una forma en que los humanos apenas podemos aspirar a comprender.
**** Las piedras de hadas se pueden encontrar en varias regiones y, sobre todo, son comunes en Cornualles y en la isla de Man. En apariencia son poco impresionantes y difíciles de reconocer por ojos inexpertos, aunque su rasgo más distintivo es su perfecta redondez. Al parecer, se utilizan principalmente para albergar encantamientos para su uso posterior o quizás a modo de obsequio. La Guía de las piedras élficas de Europa occidental, de Danielle de Gray, de 1850, es el recurso definitivo sobre este tema. (Soy consciente de que muchos driadólogos actuales ignoran la investigación de Grey debido a sus muchos escándalos, pero sea como fuere, en mi opinión es una académica meticulosa). Una piedra de hada con una grieta indica que ha sido usada y, por tanto, es inofensiva. No se deberían tocar las piedras intactas y hay que notificar al CIAD, el Consejo Internacional de Arcanólogos y Driadólogos.