1. La construcción del concepto de cruzada
Los historiadores afirman que la jerarquía eclesiástica española no participó en la preparación del golpe de Estado. Los testimonios lo confirman. Remigio Gandásegui, el arzobispo de Valladolid, una ciudad muy propicia para estar al tanto de lo que pasaba, fue sorprendido en San Sebastián por la rebelión, terminó encarcelado por los anarquistas y fue rescatado por el nacionalista vasco Manuel de Irujo y por Alberto Onaindía, canónigo de la catedral de Valladolid y colaborador del arzobispo. Este, al relatar su rescate, escribe: «Más de una vez me dijo que para él fue una sorpresa total el levantamiento» (Onaindía, p. 183). Algo parecido dice Anastasio Granados (1969), biógrafo o hagiógrafo del cardenal Gomá: «Digamos, ante todo, que el cardenal no tenía noticia precisa del levantamiento que se preparaba. Su conocimiento sobre esto no rebasaba el del común de los españoles: rumores, comentarios con frecuencia contradictorios» (p. 79). Aunque el relato ofrece alguna duda, esta se disipa al comprobar que Gomá salió de Toledo hacia Tarazona el día 12 de julio y no regresó siquiera al día siguiente, cuando se conoció el asesinato de Calvo Sotelo; o no «despertó», como diría Antonio Goicoechea: «Todo estaba preparado y designada la fecha, antes de la muerte del glorioso mártir. Pero el heroico sacrificio de Calvo es indudable que sirvió para despertar a los dormidos, avivar a los indiferentes y acallar muchos escrúpulos. Calvo Sotelo ha prestado a España, con su muerte, el último e inolvidable servicio: quizá la ha salvado» (VV. AA., 1980d, p. 29). Es evidente que los obispos no eran una de las bazas con las que contasen los conspiradores. Gomá permaneció en Tarazona, ajeno al conflicto que se avecinaba.
Sin embargo, y a pesar de no estar implicada, la toma de postura a favor los rebeldes del 18 de julio de 1936 por parte de la Iglesia católica española está también fuera de toda duda y se produjo desde el mismo momento del levantamiento, antes de que se conociese ningún asesinato de personas religiosas y, quizá, antes de que se produjese ninguno de esos asesinatos. La asignación a la guerra de un sentido religioso aparece también muy pronto en los textos episcopales y en las actitudes eclesiales. El mismo día 18 de julio ya debió de adquirir esta consideración y, desde luego, abundan los testimonios y los actos litúrgicos que certifican desde el día 25 de julio, como mínimo, el sentido religioso que la Iglesia dio a la guerra y su toma de postura.
Las primeras manifestaciones fueron litúrgicas y se prodigaron en toda la zona rebelde. En Valladolid, por ejemplo, el día 25 de julio se celebró una misa en la catedral «con el arma de caballería»; el día 7 de agosto hubo una «solemnísima función reparadora por las bombas arrojadas sobre el Santuario del Pilar»; y el día 24 otra por el «sacrílego atropello del cerro de Los Ángeles». Lo mismo había ocurrido en Plasencia, en Salamanca, en Zamora, en León y en otros lugares (Álvarez Bolado, 1995, pp. 43 y ss.). Don Marcelino Olaechea, el obispo de Pamplona, lamentaba no haber podido acudir el día 25 a la misa reparadora que se celebró en la plaza del Castillo, «esa misa de la que me han dicho tales alabanzas, que su recuerdo quedará imborrable a todos cuantos la oyeron» (Álvarez Bolado, 1995, p. 39).
Los testimonios van también en la misma dirección. Don Daniel Fernández Gutiérrez, cura palentino, nacido en 1911 y formado en el seminario de León, que estaba destinado en las parroquias de Luriezo y Cahecho, en zona republicana, unos pueblos lebaniegos casi ocultos bajo la sierra de Peña Sagra en Cantabria, no se privó de cargar de referencias políticas favorables a los insurrectos su sermón el día 6 de agosto, según me contaba.1 Abundan también los testimonios de los curas que tomaron las armas y se pusieron al frente de la lucha. Pura Ortega, hermana de un sacerdote destinado en Cuenca de Campos (Valladolid), me contaba2 que la guerra sorprendió en esa población a un cura leonés, que era director de coro de la catedral y capellán de las Hermanitas de los Pobres, pero, además, era un activista del sindicalismo católico —«le gustaba trabajar con los obreros», dice mi informante— y había llegado ya al enfrentamiento directo contra las izquierdas leonesas en alguna ocasión. Al producirse la sublevación, se compró una escopeta en Cuenca de Campos. Uno de los primeros días de la guerra se oyeron tiros hacia la ermita del pueblo, y este cura, que también tenía preparado su traje de paisano, se puso el traje, cogió la escopeta y se situó al frente de un grupo que salió al encuentro de los que creían rojos avanzando desde el norte.

Teruel, 24 de febrero de 1938.El Tercio Montejurra de la Primera Brigada de Navarra, saliendo de la ciudad después de conquistarla.3
La historiografía está llena de relatos de curas y frailes que se apuntaron a la guerra desde el primer momento. Destaca, sin duda, el caso de Navarra con sus requetés, pero también el de Zaragoza, como ha mostrado Julián Casanova (2001, pp. 41 y ss.). Igualmente, Francisco Espinosa y José M.ª García Márquez han ilustrado con variados ejemplos la actitud belicista de muchos curas en el sur de España desde los primeros momentos (Espinosa Maestre y García Márquez, 2014, pp. 37 y ss.). Incluso un libro tan apologético como es el de Caídos, víctimas y mártires (2008) de Vicente Cárcel Ortí (pp. 33-36) se ve obligado a reconocer ese hecho, sean cuales sean las justificaciones que después hayan de buscarse. También Hilari Raguer (2017), monje benedictino y excelente historiador, en un artículo donde se esforzaba en afirmar una actitud poco beligerante del Vaticano ante la guerra de España, reconocía que «desde el principio todos los obispos de la zona donde al alzamiento había triunfado se adhirieron de corazón a él y lo ayudaron de varias maneras, pero discretamente, en espera de que el Vaticano se pronunciara» (p. 6). Ese posicionamiento era bien conocido por los republicanos y por el Gobierno. Indalecio Prieto, en un discurso que pronunció el día 9 de agosto, decía: «Sí, ya lo sé; ya sé que entre los grupos facciosos combatientes, galones y estrellas de jerarquía militar aparecen bordadas en las mangas de las sotanas; otra vez parte del clero español, impreparado para su misión espiritual, vuelve a evocar las páginas montaraces de nuestra guerra carlista y a traer, como un mensaje siniestro desde su tumba en tierra colombiana, el espectro del cura de Santa Cruz. ¡Qué vesania! ¡Qué insensatez!» (VV. AA., 1980b, p. 43).
Es, sin duda, una evidencia histórica que la Iglesia se adhirió al golpe de Estado desde su inicio y antes e independientemente de que se conociese cualquier asesinato de clérigos por parte de los republicanos. Las motivaciones habría que buscarlas en posicionamientos anteriores al golpe de Estado.
Muy pronto se pasó de las posturas inequívocas de la Iglesia a favor de los rebeldes, a la consagración religiosa de la rebelión. De modo que, aunque los militares golpistas habían despreciado en un principio el papel que podía jugar la Iglesia en la rebelión, enseguida vieron la utilidad del mismo y la guerra, inicialmente calificada por ellos simplemente de patriótica y anticomunista, iría adquiriendo poco a poco, también en sus discursos, la denominación de «cruzada».
En el ámbito eclesiástico, apenas iniciada la guerra, el término cruzada tendrá un sentido político bien preciso: el apoyo al bando rebelde, donde la jerarquía y los fieles consideran que se defiende su religión. Ya hemos visto que actos litúrgicos a favor de los rebeldes se realizan desde el inicio mismo del golpe de Estado. La construcción del concepto de cruzada o guerra de religión también se hace desde los primeros días.
Probablemente, sea don Manuel González, obispo de Palencia, el primer alto cargo eclesiástico en usar el término en el espacio público, ya con ese sentido de adhesión al bando rebelde. El día 20 de julio en un artículo publicado en la revista El Granito de Arena, que editaba quincenalmente Acción Eucarística de Palencia, se escribe: «Es el grito que debe levantarnos a todos a la defensa de los intereses cristianos. La consigna para ello ya está dada por el Obispo de Palencia, llamándonos a la gran “Cruzada” que con el concurso de todo el que sienta por sus venas sangre cristiana y española será el remedio de la hora presente» (Iglesias Rodríguez, 1990, p. 162).
Poco a poco, se irá precisando el sentido religioso de la guerra. Un documento muy temprano, redactado por Gomá, según él mismo dejó escrito en el informe que envió al Vaticano unos días más tarde, pero firmado por los obispos de Vitoria y de Pamplona, conjuntamente, el 6 de agosto, utiliza de forma precisa la idea de guerra religiosa: «Vasconia y Navarra se han alzado en armas. En el fondo del movimiento cívico-militar de nuestro país late, junto con el amor de patria en sus varios matices, el amor tradicional de nuestra religión sacrosanta (…). Vasconia y Navarra llevan la marca gloriosa de la sangre derramada por Dios» (Gomá, 1998b, p. 683). También se encuentra la formulación de guerra de religión en el referido informe de Gomá del día 13 de agosto, donde escribe: «Puede afirmarse que en la actualidad luchan España y la anti-España, la religión y el ateísmo, la civilización cristiana y la barbarie» (Gomá, 1981, p. 376). Gomá no utiliza en ninguno de estos dos escritos el término cruzada, pero afirma, sin lugar a duda, el sentido religioso de la guerra.

Cardenal Gomá. Peregrinación española al XXX Congreso Eucarístico en Cartago.4
El concepto había adquirido su pleno significado en una circular sin fecha, aunque publicada el 23 de agosto en el Diario de Navarra, del obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, donde dice: «No es una guerra lo que se está librando, es una cruzada, y la Iglesia, mientras pide a Dios la paz y ahorro de la sangre de todos sus hijos —de los que la aman y luchan por defenderla y de los que la ultrajan y quieren su ruina— no puede menos de poner cuanto tiene a favor de sus cruzados». El texto se incluiría en el Boletín del Obispado de Pamplona del 15 de septiembre e iba acompañado en esa ocasión de una cita del arzobispo de Compostela, don Tomás Muñiz, que en una circular había usado el término también con el mismo sentido el 31 de agosto:
El relato de las monstruosidades que nuestros enemigos van cometiendo en los pueblos en que dominan por algunas horas, los asesinatos de obispos, sacerdotes, religiosos y fieles cristianos que se han distinguido por sus actividades religiosas; la profanación de santuarios, la destrucción de conventos y otros mil vejámenes de este orden demuestran que la Cruzada que se ha levantado contra ellos es, patriótica, sí, muy patriótica, pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos. ¡Dios lo quiere! ¡Santiago y cierra España! (Álvarez Bolado, 1995, pp. 42 y 56).
Al finalizar agosto, por lo tanto, ya está asentado el uso del término cruzada, que ha adquirido el significado preciso de guerra de religión. Los obispos bendicen esa guerra y animan a los fieles a participar en ella mientras elevan oraciones para que se produzca el triunfo de sus cruzados.

Plá y Deniel5
1.1 Plá y Deniel: Las dos ciudades
El documento más importante donde se razona el concepto de cruzada es la carta pastoral del obispo de Salamanca, Plá y Deniel, que lleva por título Las dos ciudades. Fue publicada el 30 de septiembre y será citada en adelante de manera habitual por los obispos españoles, por lo que podemos considerar esta pastoral como modelo del pensamiento episcopal. Al presentar los antecedentes de la guerra y dar razón del título de la carta, el obispo define lo que está ocurriendo en España, siguiendo la analogía de san Agustín en La Ciudad de Dios. Y lo que está ocurriendo, que es un «espectáculo para el mundo entero», es la lucha entre la ciudad celestial, donde florece «el heroísmo y el martirio» y la ciudad terrenal, donde reina el «odio comunista». Estas primeras palabras se mueven en el marco de lo simbólico, pero anuncian ya la tesis que se va a desarrollar a continuación, las características de los dos bandos enfrentados con sus signos principales, el martirio y el comunismo. En cuanto a los antecedentes de la guerra, conviene detenerse en su análisis, cargado de interpretaciones.
La pastoral comienza así:
El año 1936 señalará época, como piedra miliar, en la historia de España. Se abrió con presagios de tempestad, y se desencadenó bien pronto huracanada, y comenzaron a arder templos y casas de vírgenes del Señor, y acá y allá iban cayendo víctimas cada vez en forma más trágica y desaforada. A la justicia sustituía la venganza; los órganos estatales no lograban, ni aun con medios extraordinarios, la normalidad del orden ciudadano. Los vencedores en una lucha de comicios desbordaban al gobierno por ellos mismos impuesto y amenazaban con una próxima revolución comunista (…). // Y llegó por fin lo que tenía que venir: una sangrienta revolución con millares de víctimas, con refinados ensañamientos, con violaciones y sacrilegios, con saqueos, incendios y destrucción y ruinas. Mas la amorosa providencia de Dios no ha permitido que España en ella pereciese. // Al apuntar la revolución ha suscitado la contrarrevolución, y ellas son las que hoy están en lucha épica en nuestra España» (Plá y Deniel, 1998, p. 688).
Esta introducción es casi una síntesis del argumento que emplearán definitivamente los obispos en apoyo a la guerra de España. Las premisas están claras: existe un desorden político con ataques a la Iglesia, dirigido por los comunistas, que ha provocado una revolución, a la que han respondido los de la ciudad celestial con la contrarrevolución. La utilización del supuesto desorden social y político como causa de la guerra es la tesis principal de los franquistas para justificar su rebelión, que persiste en nuestros días en la historiografía revisionista, a la que se adhiere, a veces, otra historiografía que, para ser benévolos, habría que calificar de ingenua. Es un ejemplo perfecto de «hechos alternativos», pero lo dejamos a un lado, por no ser nuestra ocupación en esta ocasión, y nos detendremos en los ataques religiosos que caracterizan a ese supuesto desorden social.
La descripción que hace Plá y Deniel es general y ambigua, habla de incendios y de víctimas durante el periodo del Frente Popular, que luego se multiplicarían al comenzar la «revolución». La ambigüedad del relato es deseada y mezcla cosas ciertas con otras que no lo son. Es cierto que durante el Frente Popular hubo ataques anticlericales contra edificios religiosos, concretamente fueron atacados ciento cincuenta y tres edificios religiosos, de los cuales treinta y cinco fueron totalmente destruidos y ochenta y cinco resultaron dañados parcialmente, pero, con palabras de Julio Cuevas Merino (2000), uno de los mayores estudiosos del anticlericalismo en los primeros años del siglo xx: «(…) entre las 273 personas fallecidas de muerte violenta entre el 31 de enero y el 17 de julio de aquel año (1936) no hubo que lamentar ninguna víctima perteneciente al estamento clerical» (p. 219). La ambigüedad del obispo Plá y Deniel lleva a sugerir que hubo muertos por motivos religiosos antes del 18 de julio de 1936 y eso no es cierto. Las víctimas se produjeron después de la revolución, pero esta no comenzó antes del 18 de julio. La sugerencia del obispo, sin embargo, está cargada de sentido y lleva a la conclusión de una continuidad entre la «persecución» iniciada en febrero y la revolución de julio, estableciéndose una conexión plena: «Y llegó lo que tenía que venir». Como también se ha señalado a los protagonistas, que son los comunistas, el argumento podía haber quedado cerrado aquí, pero las cosas fueron al revés, como todo el mundo sabe y el propio Plá reconocerá más adelante: los asesinatos de clérigos siguieron al golpe de Estado, no lo antecedieron.
A resolver esa contradicción se dedica el capítulo segundo, donde se halla el núcleo argumental. Justifica, primero, el levantamiento militar contra el Gobierno; y lo hace siguiendo la doctrina escolástica y el magisterio de la Iglesia sobre el derecho a la rebelión contra el tirano. Eso le lleva a concluir lo siguiente: «(…) cuando ocurren circunstancias de gravísima tiranía, como actualmente en España, no creemos que se hayan suscitado dudas casi en ningún católico, ni mucho menos en los directores de conciencias» (Plá y Deniel, 1998, p. 694), en clara referencia al debate entre católicos que ya estaba en ebullición en Europa. Afirmar esto el 30 de septiembre, con la guerra en plena acción es hacer una afirmación aparentemente razonable. El problema es si la afirmación vale para el 18 de julio, es decir, si esa «gravísima tiranía», justificadora de la rebelión, existía en aquel momento.
El objeto de la carta, no obstante, no es justificar el golpe de Estado, sino la defensa que los obispos han hecho del mismo. Y justificarlo ante los católicos europeos, que lo están poniendo en cuestión. Para ello, comienza reafirmando el «martirio» y el apoyo al «heroísmo» de los que tomaron las armas «por España y por su fe» y se hace la pregunta que está en el ambiente: «¿Es propio de un obispo fomentar una guerra civil entre hermanos?». La respuesta del obispo salmantino es el concepto de cruzada en su sentido exacto: «La explicación plenísima nos la da el carácter de la actual lucha, que convierte a España en espectáculo para el mundo entero. Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil; pero en realidad es una cruzada» (Plá y Deniel, 1998, p. 698). Esta explicación es perfecta: los obispos están apoyando la guerra porque es una cruzada. Y se dispone a razonar por qué es una cruzada.
Reconoce que los obispos sabían que los promotores de la rebelión tenían «rectitud de intenciones y alteza de miras» a pesar de lo cual actuaron «con cautelosa reserva y gradación»; o sea, desde el primer momento tenían su corazón al lado de los rebeldes, pero se cuidaron de manifestarlo por dos razones: para que el Gobierno no tuviese la excusa de calificar como «represalias» lo que era un «martirio»; y para esperar la palabra del papa, que aún andaba protestando, dice, ante el Gobierno por los atropellos a la Iglesia.
En cuanto a la cronología del «apoyo oficial de la Iglesia», ya hemos visto que hay múltiples manifestaciones de este desde los primeros momentos del golpe, nada de «cautelosa reserva y gradación». El propio Plá y Deniel (1998) había manifestado ese apoyo oficial mucho tiempo antes, como él mismo reconoce en este escrito unas líneas más abajo, al terminar la carta con estas palabras de felicitación a sus feligreses salmantinos:
También habéis acudido siempre solícitos a nuestros llamamientos a la plegaria pública. Acudisteis la última cuaresma a los edificantes viacrucis en nuestra catedral. A ella habéis acudido a desagraviar a la Virgen del Pilar por el bombardeo de su santuario; y al Sacratísimo Corazón de Jesús por la destrucción del monumento del Cerro de los Ángeles. Sigamos orando, carísimos hermanos, por la resurrección definitiva de la auténtica España (p. 707).
El texto no ofrece duda. Se trata de convocatoria «pública» del obispo a favor del bando rebelde, de la España «auténtica». Y el bombardeo del Pilar fue el 3 de agosto y la destrucción del Cerro de los Ángeles el día 7 de mismo mes. Luego sí se había manifestado desde mucho antes del 14 de septiembre, cuando se manifestó el papa. El argumento para evitar que parezca una posible «represalia» flaquea.
Hoy podemos saber, además, que el obispo no se equivocaba al razonar sin rigor cronológico, sino que ocultaba la verdad conscientemente. El día 31 de agosto había enviado una carta al cardenal Gomá consultándole sobre la actitud pública que habían de tomar los prelados, con motivo de la petición que había recibido de entregar una cuota para el Ejército y reconociendo en dicha carta que ya había cedido cuantos edificios le habían solicitado: «Puesto ya a escribirle, le consulto sobre la actitud que oficialmente hemos de adoptar los prelados. Es evidente para mí la licitud del Movimiento y así se lo he dicho a todos (…). Le agradecería me manifestase su autorizado criterio sobre la actitud oficial de los obispos y momento en que debemos declararnos»; y el primado le respondió con fecha de 7 de septiembre lo siguiente:
Creo, respondiendo a su pregunta, que ha obrado muy cuerdamente en lo relativo a las relaciones con la Junta de Defensa. He hecho igual. Todo mi apoyo, pero sin publicidad (…). Por lo que a mí toca, no saldré de mi actual reserva sin que antes preceda el reconocimiento del nuevo estado de cosas por parte de la Santa Sede. Aunque tengo motivos para pensar que en Roma no se ve con indiferencia el Movimiento, que nunca como ahora ha podido llamarse salvador (Rodríguez Aísa, 1981, pp. 108-109).
Es decir, que venían apoyando ambos a la rebelión desde el principio, aunque conviniese mantenerlo en secreto. Es evidente que el obispo de Salamanca no decía la verdad conscientemente en sus argumentaciones.
En lo que se refiere a las «protestas» del papa, también juega con la imprecisión cronológica. Estas protestas no tuvieron lugar durante la guerra. Efectivamente, en notas a pie de página cita Plá y Deniel tres escritos vaticanos: el telegrama de octubre de 1931, la encíclica Dilectissima Nobis, de 3 de junio de 1933, y la alocución del 14 de septiembre, en la que «no mencionó ya, ni para protestar, al gobierno de Madrid». Luego no ha habido ninguna «protesta» del papa durante la guerra, sino que una fue con motivo del artículo 26 de la Constitución y la otra con motivo de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas. Nada que ver, por lo tanto, con la cruzada y con los mártires.
El inteligente obispo salmantino advertiría, quizá, que sus argumentos eran poco sólidos en cuanto salían del ámbito de la doctrina y se cotejaban con la realidad. Por eso, recurre a una nueva argumentación antes de terminar su justificación de apoyo a la cruzada. Pone en boca del presidente del Consejo de Portugal una «nota oficiosa» del 9 de septiembre en la que define la guerra de España como «una lucha internacional en un campo de batalla nacional» en referencia a la presencia y a la hegemonía del comunismo en la guerra de España. Efectivamente, Portugal defendía la intervención en la guerra de España precisamente con el argumento del anticomunismo, y hasta el 22 se septiembre Salazar no ingresó en el Pacto de No Intervención, presionado por Gran Bretaña. El día 24 de septiembre publicaba el ABC de Sevilla: «Una nota interesantísima del primer ministro portugués, señor Oliveira Salazar», fechada el día anterior en Lisboa, en la que explicaba detalladamente la posición internacional de Portugal: «El primer punto en que debemos afirmarnos es en el carácter de la lucha española y en el alcance y significado político de la victoria de una de las partes. Aunque parece idéntico no es lo mismo el levantamiento de la fuerza armada, que inicialmente no representaba lo que hoy vemos que es: no la lucha del Ejército contra la democracia parlamentaria, sino contra el comunismo en España». Lo explicaba diciendo que las milicias armadas estaban en manos de anarquistas y comunistas y, por lo tanto, esos serían los triunfadores. Continuaba así: «Estos son los hechos, repito, que debido al carácter del comunismo dará a la guerra civil de España esencia de lucha internacional, aunque desarrollándose en un territorio nacional» (VV. AA., 1980f, p. 39), unas palabras casi idénticas a las referidas por el obispo salmantino en su pastoral. El ministro portugués de Negocios Extranjeros, Armindo Monteiro, presionado también, en este caso por Alemania e Italia, matizaba de esta manera la tardía incorporación al pacto: «(…) no podíamos renunciar a la idea de que la victoria del comunismo o de la anarquía en España representaba para nosotros la guerra. Por ello no tenemos deseo alguno de ver nuestras fronteras invadidas, nuestras ciudades saqueadas, nuestros antiguos monumentos destruidos, nuestras mujeres violadas, nuestros compatriotas asesinados violentamente». David Jorge (2016), a quien debemos esa cita, añade al terminarla: «El cinismo difícilmente podía alcanzar más alto grado en alguien que había sido bien informado, apenas un mes atrás, de las ejecuciones y demás barbaridades cometidas por las tropas sublevadas en Badajoz» (p. 163).
Este anticomunismo le servirá a Plá y Deniel para razonar la obligación moral de intervenir en esa lucha, siguiendo de nuevo a Francisco de Vitoria y, además, en este caso, al cardenal belga Mercier, quien había optado por la no beligerancia del papa durante la ocupación alemana de Bélgica en la Primera Guerra Mundial, pero había pedido la intervención «cuando el comunismo se apoderó de Rusia». Ante un mal tan grave como el comunismo, no solo era legítimo, sino una obligación intervenir:
¿Cómo ante el peligro comunista en España, cuando no se trata de una guerra por cuestiones dinásticas ni formas de gobierno, sino de una cruzada contra el comunismo para salvar la religión, la patria y la familia, no hemos de entregar los obispos nuestros pectorales y bendecir a los nuevos cruzados del siglo xx y sus gloriosas enseñas, que son, por otra parte, la gloriosa bandera tradicional de España? (Plá y Deniel, 1998, p. 700).
A la autoridad política del presidente portugués y a la autoridad moral de los pensadores católicos, añadirá el obispo salmantino la autoridad del papa en la alocución a la que enseguida nos referiremos, del 14 de septiembre, que Plá y Deniel (1998) interpreta como «una confirmación pontificia de la doctrina que enseña que hay ocasiones en que la sociedad puede lícitamente alzarse contra un gobierno que lleva a la anarquía, y de que el alzamiento español no es una mera guerra civil, sino que sustancialmente es una cruzada por la religión, por la patria y por la civilización contra el comunismo» (p. 701).
La idea de cruzada, por lo tanto, que ya había aparecido el 20 de julio de 1936, está definitivamente asentada al finalizar septiembre. Es una idea apoyada en documentos pontificios y adoptada con pleno conocimiento por la casi totalidad de los obispos españoles. Eso significa que la Iglesia católica apoya públicamente la rebelión militar y, dejando a un lado las premisas falaces de los primeros momentos, solo un elemento sirve para argumentar y justificar ante el mundo católico la pertinencia o la necesidad de ese apoyo: que se trata de una lucha contra el comunismo. En este momento no les parece necesario a los obispos demostrar la veracidad de la revolución comunista, sino que la afirman sin aportar más pruebas que la autoridad del papa y la opinión del presidente de Portugal.

Sevilla, 15 de agosto
El cardenal Illundain, con Franco y Queipo de Llano en el acto de restauración de la bandera monárquica (BNE)
Debo precisar, antes de seguir adelante, mi desacuerdo con algunas afirmaciones de Javier Rodrigo, cuando mantiene que el concepto de cruzada procede «del poder civil y militar» (Rodrigo, 2013, p. 33) o que saltó de los medios navarros tradicionalistas a la circular del arzobispo de Santiago de Compostela (Rodrigo, 2013, p. 21). Por cierto, a la autoridad del compostelano y del obispo de Pamplona suma Javier Rodrigo la del arzobispo de Valladolid, que «solo cinco días después» alabó el «honor de los mártires, sin miedo y sin tacha, cruzados de Cristo y de España» (Rodrigo, 2013, p. 22). Desconozco la procedencia de esta cita del arzobispo vallisoletano, pero en la fecha que se refiere, que correspondería al 28 de agosto, si toma como referencia la publicación de don Marcelino Olaechea en el Diario de Navarra o al 5 de septiembre, si se refiriese a la circular del arzobispo de Santiago, hacía dos días, en el primer caso, que Gandásegui había sido rescatado de una cárcel guipuzcoana controlada por los anarquistas, merced a la eficaz labor de Alberto Onaindía y de Manuel de Irujo, y había sido devuelto a la clínica de San Ignacio, donde se hallaba al ser detenido y de donde sería rescatado nuevamente por Onaindía en los primeros días de septiembre, por el peligro en que volvió a encontrarse de ser nuevamente detenido, al figurar en una lista elaborada con ese fin. Dudo mucho que en cualquiera de esas fechas y circunstancias pudiese hacer declaraciones semejantes. No obstante, al no citarse la procedencia del texto entrecomillado, es imposible comprobarlo. No tendría nada que decir si las palabras de Gandásegui, de corazón carlista, fuesen posteriores al 14 de septiembre, cuando los nacionalistas vascos lograron entregarle a los militares franquistas en la frontera donostiarra e hizo declaraciones de ese cariz.

El arzobispo Gandásegui con Franco, 1 de octubre de 1936
La errónea tesis de Javier Rodrigo, que también puede encontrarse en otros historiadores, tiene su fundamento en los diversos significados del término cruzada. Según el último Diccionario de la Real Academia publicado en papel, en su sexta acepción, cruzada significa ‘campaña (// actos para conseguir un fin)’; y lo mismo puede verse en el Diccionario de uso del español de María Moliner: ‘lucha o serie de esfuerzos hechos con un fin elevado’. Pues bien, los militares y los ideólogos adheridos al alzamiento usan en diversas ocasiones, durante los primeros meses de la guerra, el término cruzada, pero lo hacen siempre con ese significado de campaña o de lucha, sin dar nunca un significado religioso al concepto.
Este asunto, que podría aparentar ser insignificante, tiene mucho interés para nosotros, porque se halla en el núcleo del significado de la posición de la Iglesia católica ante la guerra. Pienso que será fácil demostrar que no son los franquistas los que prestan el concepto de cruzada a la Iglesia, sino que es esta quien se lo regala a los franquistas. He revisado los comunicados e intervenciones públicas de Franco, aparecidas en el ABC de Sevilla a lo largo de la guerra, y puedo afirmar que durante todo el año 1936 no hace una sola referencia a motivaciones religiosas para su movimiento; solo a partir de finales de enero de 1937 comienza a aparecer la religión entre los objetivos por los que se lucha y no será hasta después del 1 de julio de ese año cuando la guerra pase a denominarse preferentemente con el término Cruzada, ya siempre escrito con mayúscula.
La primera comunicación de Franco en torno al alzamiento es un manifiesto que difunde en Tetuán el día 17 de julio. No existe en él ninguna referencia a la religión. Incluso, en unas líneas en las que podía haber hecho con facilidad esa referencia, se limita a aludir indirectamente al comunismo: «Los monumentos y los tesoros artísticos son objeto de los más enconados ataques de las hordas revolucionarias, obedeciendo a la consigna que reciben de las direcciones extranjeras» (VV. AA., 1980a, p. 7). En una nota oficiosa del mismo Franco del día 22 de julio, continúa sin haber referencia alguna al catolicismo, limitándose a veladas alusiones al comunismo: «Todos tenemos el deber de cooperar en esta lucha decisiva entre Rusia y España» (VV. AA., 1980a, p. 33). En una alocución más elaborada, que se publica en Tetuán el día 25 de julio, aparece el término cruzada pero carente de cualquier sentido religioso y con su significado de campaña o lucha patriótica: «En esta cruzada por una España Grande, poderosa y respetada, no ha de faltar ninguno». Y repite más adelante que «he de recomendar la fe en esta cruzada, la firmeza del caudillo, sin desmayar un solo instante» (VV. AA., 1980a, p. 44), o sea, fe en la firmeza del caudillo.
Los ideólogos de la rebelión siguen el mismo camino. Una orden sobre la enseñanza de la Junta de Defensa Nacional, del 27 de agosto, manda a los alcaldes que cuiden: «Primero. De que la enseñanza responda a las conveniencias nacionales. //Segundo. De que los juegos infantiles obligatorios tiendan a la exaltación del patriotismo sano y al entusiasmo por la España Nueva» (VV. AA., 1980c, p. 48). El día 8 de septiembre, José María Pemán pronuncia uno de sus discursos en Sevilla; en él no hay una sola referencia a la religión, sino el mero significado patriótico de la lucha contra el comunismo: «Y es que esta es otra guerra de la Independencia que, como la anterior, tiene por objeto expulsar de España a las hordas extranjeras que habían acampado en ella» (VV. AA., 1980d, p. 37). El día 13 de septiembre la Junta de Defensa Nacional publica una «declaración-programa», donde sigue sin haber ninguna referencia a la religión, sino exclusivamente al sentimiento patriótico.
Mola, que había utilizado la palabra en agosto, con una referencia a la cruz incluida, y donde Álvarez Bolado (1995) ya expresó que «el general no habla de Cruzada» (p. 42), vuelve a usar el término cruzada en una entrevista en el periódico Arriba España de Pamplona el día 17 de septiembre, pero sigue teniendo el exclusivo significado de campaña o lucha patriótica, refiriéndose a Numancia o a la guerra de la Independencia, sin nombrar ningún símbolo religioso, «y no ha de tardar mucho en que pongamos el colofón a esta gran cruzada, a la cual nos lanzamos unos cuantos hombres de buena voluntad, alentados por el aplauso unánime de la opinión pública, que siente en sus venas latir la misma sangre que hizo gloriosos a los numantinos, a los héroes del 2 de mayo y a las huestes de Álvarez de Castro y de Palafox» (VV. AA., 1980e, p. 29).
Todavía en el mes de diciembre de 1936, se dirigía Franco a la población y continuaba sin asignar a la guerra sentido religioso; era el día 26 y agradecía a cuantos le ayudaban «al éxito de la causa española, que es la de la civilización y el progreso» (VV. AA., 1980g, p. 18). Y el día 31, en una locución radiada, añadía algunos matices, pero sin referencia expresa a la religión y, menos, al catolicismo:
El pueblo español que tantos gestos heroicos ha tenido al correr de los tiempos, al escribir con su propia historia una gran parte de la del mundo, emprendió el año que finaliza su tradicional camino; nueva cruzada es el alzamiento nacional español, pleno de espiritualidad y de ideales en medio de los materialismos presentes, en que bajo el engañoso escudo de la democracia se fraguan las revoluciones más terribles que ha registrado la historia (VV. AA., 1980g, p. 35).
Más que referirse a lucha religiosa, parece hacerlo a campaña contrarrevolucionaria.
El sentido religioso de la guerra y, por lo tanto, el de cruzada religiosa empieza a introducirse en el espacio civil y militar en el mes de enero de 1937. El día 19 de ese mes, con motivo de la inauguración de Radio Nacional en Salamanca, Franco pronunció un discurso en el que, por primera vez, según mis averiguaciones, suma al sentido nacional de la guerra, el de católica, elemento esencial de tradición —«campaña difamatoria contra la España nacional y católica», dice—, y añade, además, la calificación de santa a la palabra cruzada: «Esta es la España que saluda al mundo, honrada con el reconocimiento de aquellos países que saben de la amenaza del comunismo y comprenden la santidad de nuestra cruzada por la defensa de la civilización» (VV. AA., 1980h, pp. 31-32). Mola, también en la radio, unos días más tarde, el 29 de enero, se declarará católico, además de nacionalista: «Somos católicos, pero respetamos las creencias religiosas de los que no lo son». Esta doble caracterización de la guerra, como nacional y como católica, es una novedad, aunque no aparezca aún con precisión el sentido de cruzada religiosa. Será el 18 de abril, en el discurso que Franco pronuncia como prólogo al Decreto de Unificación de FET y de las JONS, donde el sentido religioso de la guerra y del «nuevo Estado» aparece ya de forma clara: «Estamos ante una guerra que reviste cada día más el carácter de cruzada de grandiosidad histórica y de lucha trascendental de pueblos y civilizaciones»; y, al describir el perfil del «nuevo Estado», incluye junto al sentido patriótico que aportan los falangistas y al tradicionalista que aportan los carlistas, «el que atesora la doctrina católica que la totalidad de la nación profesa» (VV. AA., 1980i, p. 20).
Finalmente, a raíz de la publicación de la Pastoral Colectiva, el 1 de julio, la palabra Cruzada, escrita ya siempre con mayúsculas, encabezará de forma habitual los titulares en la prensa franquista, sustituyendo a la palabra guerra, y se generalizará el uso entre ideólogos y dirigentes militares. Sangroniz, el jefe de Gabinete diplomático de la Junta Técnica del Estado, utilizó estas palabras al recibir, el 20 de septiembre de 1937, a Antoniutti como encargado de Negocios del Vaticano, «interpretando los sentimientos del Santo Padre como el estímulo más poderoso de esta Cruzada por la que lucha el pueblo español» (VV. AA., 1980ñ, p. 32). En el saludo a la población, en la Nochebuena de 1937, Franco precisó así el significado de su «movimiento»: «Por la victoria de nuestra causa, que es la causa del mundo cristiano en la tierra» (VV. AA., 1980o, p. 27). Justo un año después, «la causa de la civilización y el progreso» había pasado a ser «la causa de la cristiandad». Y el primer gobierno, formado por Decreto del 30 de enero de 1938, además de utilizar la mayúscula —«a través del ejército glorioso, vencedor en la Cruzada»—, introduce entre sus tareas la prioridad de cuidar del catolicismo: «Es preciso reafirmar el hondo sentido y la fe religiosa que acompañó desde sus orígenes al pueblo español y que capítulo por capítulo quedó impreso en su historia», por lo que se procederá, en consecuencia, a derogar toda la legislación «laicista» republicana (VV. AA., 1980p, pp. 33-34).
Todas las intervenciones públicas de Franco, en adelante, seguirán precisando el sentido religioso de la guerra, además del patriótico. Así, con motivo de la presentación de credenciales del primer nuncio del Vaticano el 25 de mayo de 1938, el cardenal Cicognani, dice el Caudillo:
Los soldados que hoy luchan no solo por la independencia y la unidad de la Patria, sino por todo lo que representa la cultura cristiana occidental, tan seriamente amenazada, mueren con el nombre de Dios y de España en los labios y confirman así, una vez más, con su sangre de mártires y de héroes, este carácter esencial que en el trascurso de toda la vida de España, desde sus comienzos en la Historia del mundo, ha tenido el sentimiento católico (VV. AA., 1980q, p. 34).
Y unos días más tarde, el 19 de julio, el discurso que pronuncia con motivo del aniversario del II año triunfal está todo él entreverado de referencias religiosas, entre las que quiero destacar una, que explica cómo o por qué la guerra pasó de ser meramente patriótica a convertirse en una cruzada. Fue cuando los fracasados de 1934 «lograron pacíficamente, en febrero de 1936, ocupar los resortes del gobierno, ofreciendo a Rusia la bolchevización de España. // He aquí por qué nuestra contienda rebasa los límites de lo nacional para convertirse en cruzada» (VV. AA., 1980r, p. 36); es decir, es el comunismo el que explica la cruzada, como habían aseverado reiteradamente los obispos y, especialmente, en su pastoral del 1 de julio de 1937 y cuyo texto acababan de entregar a Franco.
Creo que ha de quedar suficientemente probado el cambio de significado de la palabra cruzada a partir de enero del año 1937. Fue entonces, coincidiendo con los primeros encuentros con el representante oficioso de la Santa Sede, cardenal Gomá, y con la agitación de las disputas entre los católicos europeos sobre el carácter de la guerra de España, detrás de las cuales se dilucidaban los apoyos de los Gobiernos al bando franquista, cuando se comienza a asignar por parte de la jerarquía militar un sentido religioso a la guerra, que había estado completamente ausente durante el año 1936. Y será a raíz de la publicación de la Pastoral Colectiva y de la excelente acogida de ese escrito entre las jerarquías católicas del mundo, como explicaremos más adelante, cuando la cruzada adquiera su pleno significado, hasta el punto de terminar antecediendo al sentido patriótico, de lo que es buena prueba la respuesta que Franco envía a la felicitación de Pío XII por la Victoria: «En heroica Cruzada han luchado contra enemigos de la Religión, de la Patria y de la Civilización cristiana» (VV. AA., 1980s, p. 20).
No tiene razón, por lo tanto, Javier Rodrigo (2013) cuando afirma reiteradamente que la idea de cruzada procede del estamento militar. Es más, entre las tan abundantes, como desordenadas citas que el autor esgrime en su argumentación, hay una, al menos, que rebate por sí sola su tesis. Refiere las palabras que Franco pronunció en el discurso de apertura de la VII legislatura de las Cortes españolas el 3 de junio de 1961, citadas por nosotros en la introducción, donde afirmó que la guerra de España fue «autorizadamente definida como Cruzada, la guerra justa por excelencia» (p. 40). ¿A quién, sino a la jerarquía católica, puede referirse Franco al designar a la autoridad de la que procede el autorizado sentido religioso de la guerra?

Santiago de Compostela, 5 de diciembre de 1938.
El arzobispo Muñiz de Pablos y otros eclesiásticos saludan en presencia de Franco y Carmen Polo.6
1.2. La postura del PNV contradice el argumento de cruzada
Sin embargo, la idea de cruzada encontraba una contradicción insuperable en el País Vasco, donde el PNV, un partido católico y nacionalista, estaba aliado con los otros partidos del Frente Popular, lo que contradecía radicalmente el sentido religioso de la guerra. El día 19 de junio de 1937, una crónica del bando vencedor en la caída de Bilbao reconocía así este hecho: «Además, Bilbao daba beligerancia al claudicante Gobierno de Valencia; era el argumento que esgrimía para convencer a las cancillerías de Europa de que en España se respetaba el culto y de que en el Frente Popular formaban católicos practicantes» (VV. AA., 1980m, p. 20). Los obispos españoles y el Vaticano dedicaron mucho esfuerzo a resolver este asunto. Su tarea comenzó con la carta pastoral conjunta de los obispos de Vitoria y de Pamplona, dada a conocer el día 6 de agosto, a las doce de la mañana, a través de Radio Castilla en Burgos, y publicada en el Boletín del Obispado de Vitoria el 1 de septiembre de 1936.
El objeto del escrito era conseguir el cambio de bando del Partido Nacionalista Vasco. El razonamiento que utiliza es un argumento de autoridad: ‘no es lícita’ (non licet) la postura de los nacionalistas vascos. Comienza refiriéndose hiperbólicamente al momento que vive España, «gravísimo para la suerte de la religión y de la patria», lo que constituye un «problema pavoroso de orden religioso-político»; y es que, a pesar de la gravedad del momento y a pesar de tratarse de obispos vascos de pura cepa, temen no ser escuchados. Sigue una descripción de lo que denominan «revolución social», producida por la «revolución política» del quinquenio republicano, que está ensangrentando todo, con el agravante en vascongadas y Navarra de que luchan unos contra otros los hijos de la misma tierra, «con los mismos ideales religiosos», todo por un mero «matiz de orden político». En esa lucha, y esto es lo grave, los nacionalistas vascos están aliados con los enemigos de la Iglesia.
Concluye, entonces, que no es lícita esa alianza, pues, si ya la Iglesia había recomendado no «fraccionar las fuerzas católicas ante el enemigo común» en «las luchas blancas de los comicios», mucho más vale ese mandato en tiempos de guerra; y más aún cuando el enemigo es «este monstruo moderno, el marxismo o comunismo», como ha afirmado reiteradamente el papa. Termina diciendo que el fin no justifica los medios, mucho menos cuando los aliados son perversos y finalizarán engañándolos y destruyéndolos.
El escrito tardó mucho tiempo en llegar a conocimiento de los nacionalistas y del clero vizcaíno, es decir, de quienes no se hallaban en territorio franquista y a quien iba dirigido. El canónigo vallisoletano, Alberto Onaindía, que muy pronto comenzó a actuar de enlace con el comité de gobierno vasco, se enteró del escrito concretamente el día 14 de septiembre mientras gestionaba el paso clandestino de la frontera para el arzobispo de Valladolid, Remigio Gandásegui. A este arzobispo, por cierto, no le gustó la pastoral de sus compañeros, los obispos vascos, según confesó a Onaindía. Inmediatamente el canónigo informó al PNV, quien le encargó que viajase a Roma para explicar la legitimidad moral de la actuación del comité gubernamental vasco.
Alberto Onaindía tuvo que esperar un mes en San Juan de Luz hasta que el día 13 de octubre salió hacia Roma, adonde llegó el día 15 de madrugada. Durante ese tiempo fue completando el informe que presentaría en el Vaticano, que tenía como finalidad explicar que el mandato de los obispos vascos no podía obligar moralmente, ya que la actitud del, en esa fecha ya, Gobierno vasco se realizaba en legítima defensa frente al ataque sufrido por parte de los militares rebeldes.
Esta actitud de los nacionalistas vendría a constituir un obstáculo muy relevante para la Iglesia y para los militares, porque ponía en cuestión la justificación principal que muy pronto alcanzó la rebelión: salvar a la Iglesia católica del martirio que estaba sufriendo. El concepto de cruzada quebraba ante el hecho de los católicos vascos luchando contra los militares rebeldes. En el marco de la propaganda internacional este hecho se convirtió en la principal causa contra el franquismo, más aún cuando empezaron a llegar las noticias de los clérigos vascos asesinados por los militares rebeldes. En la difusión de esas noticias, Onaindía sería el mensajero principal.
El día 23 de octubre fue recibido en el Vaticano por monseñor Pizzardo, subsecretario de Estado y máxima autoridad en ese momento, pues el secretario, cardenal Pacelli, estaba de viaje en Norteamérica. Onaindía, acompañado por un joven fraile trinitario, el Padre Nicolás, llevaba consigo dos cartas de presentación que le había dado el arzobispo Gandásegui antes de cruzar las trincheras en San Sebastián. Esto le sirvió, en primer lugar, para aclarar a Pizzardo que el arzobispo estaba vivo y cómo había sido evacuado, y que la noticia de la muerte de Gandásegui la había difundido el propio Gobierno vasco para evitar sospechas y dificultades en el paso de la frontera. Las cartas y las explicaciones facilitaron el desarrollo de la entrevista. El subsecretario comentó el interés que tenía el Vaticano por recibir noticias de la situación en las provincias vascas e hizo pasar a un teólogo, monseñor Coffano, experto en esos asuntos. Con el saludo, este teólogo soltó una andanada contra el clero vasco, lo que provocó una airada reacción de Onaindía, que apaciguó Pizzardo. Entonces leyó su informe, del que las memorias del cura vasco solo aportan un resumen, porque no existe el documento original, según asegura. En el informe trata de explicar que la actitud de los nacionalistas es defensiva, porque fueron atacados desde Navarra; que, si coincidían en los campos de batalla con otros partidos, era porque ellos también habían sido atacados, no porque existiese ningún pacto; que si no estaban en el bando llamado católico era por ser ilegítimo el levantamiento, además de ser contrario a los derechos del pueblo vasco; y que la carta de los obispos vascos no podía obligar moralmente porque fue leída en Burgos, desde una radio enemiga, que no ofrecía confianza; establecía, además, la duda de que esos obispos pudieran haber estado presionados.
El día 29 volvió a recibirle Coffano y le dijo que su informe era correcto y que lo defendería en los términos en que estaba, reconociendo que no había nada que reprochar moralmente a los vascos por su actitud en la guerra. Es cierto que Onaindía (1980) percibió mucha frialdad en el Vaticano, donde su presencia, «la del sacerdote vasco exiliado, antifranquista, no alegraba a mis interlocutores» (p. 87), pero la conclusión del proceso es muy reveladora: «Lo curioso del caso fue que, estando el clero y la jerarquía española contra la actitud de los vascos, jamás fuimos condenados, ni siquiera amonestados por Roma a causa de nuestra singular posición en la guerra» (p. 87). Esta entrevista se mantuvo en secreto hasta que, en el año 1941, durante el desarrollo de una conferencia de Onaindía en Londres, un redactor del Catholic Herald se refirió a él como el canónigo rojo, que había sido condenado por sus obispos, junto a todos los vascos. Fue entonces cuando Onaindía hizo públicas las reuniones mantenidas en el Vaticano en octubre de 1936. El asunto, por lo tanto, continuaba coleando cinco años después y haremos más referencias al mismo.
El afán de separar a los vascos del bando republicano se manifestó de una forma destacada en lo que aparentaban ser intentos de paz y resultaban realmente ser propuestas de rendición. El canónigo Onaindía fue también intermediario en alguna de esas propuestas. La primera que recibió procedía del mismísimo general Mola, a través de anónimos mensajeros y concretada en un escrito que realizó Francisco Horn Areilza el día 20 de septiembre de 1936 en San Juan de Luz. La propuesta hablaba de conservar los fueros, de imprecisas ofertas de poder para nacionalistas, carlistas y monárquicos y de evitar muertes «de ningún color». Onaindía hizo llegar la oferta a la dirección del PNV, pero el asunto tuvo poco recorrido a pesar de la insistencia de los emisarios de Mola. Concretamente, el día 27 se reunió el canónigo con José Luis Aznar y redactó una nota, de la que destacamos un asunto de especial interés por su relación con la pastoral del 6 de agosto. Dice así: «Por qué no hacer intervenir a una persona eclesiástica de prestigio en ambos campos, quien, dejando a un lado todo partidismo político, haga alguna concordia entre católicos para evitar el desastre de Bilbao» (Onaindía, 1980, p. 177). El PNV no se dejó embaucar por los cantos de sirena de los enviados de Mola y recordó a Onaindía que su función era otra y que siguiera en San Juan de Luz esperando instrucciones para su viaje a Roma, pero Onaindía estuvo próximo a quedar cautivado. De hecho, escribió en sus memorias su convencimiento de que en aquellos días finales del mes de septiembre «se jugó la suerte de la prolongación de la guerra en el País Vasco» (p. 179). No lo vemos así, pero sí observamos la presencia de la Iglesia católica en la búsqueda de la rendición de los católicos vascos, siempre por iniciativa de Mola y con el concurso voluntario de la jerarquía eclesiástica, especialmente del ingenuo e integrista cardenal Gomá.

Boceto definitivo para la portada