Es más grande que la flauta dulce y algo más pequeño que aquel instrumento con el que Benny Goodman había intentado restaurar la felicidad que la crisis le había robado a los norteamericanos. El requinto es un clarinete pequeño en mi bemol que se emplea en ciertas expresiones del folclore cántabro o que, validado por unas pocas páginas de la música sinfónica que le reservaron un asiento en la orquesta, supo tener su mejor protagónico en un memorable pasaje de Bolero de Maurice Ravel. Insolente como el pífano del Fauno y voluntarioso como los agudos de las bandas militares que marchaban animadas al desastre, el requinto parece resignarse al museo de los vientos olvidados o un poco pasados de época.
Ciudad de Rosario, 1940. Nada de esto sabía el niño Leandro José Barbieri cuando, tras cumplir ocho años, Alfredo Serafino, uno de los esforzados profesores de música de Infancia Desvalida, le sugirió que empezara a soplar por esa madera de llaves pequeñas como pequeños eran los dedos del muchacho. Si los padres de Leandro deseaban que su hijo se educara en los secretos de la música, el requinto, ligero y portátil, era el instrumento adecuado. Si todo iba bien, Leandro pronto tendría un clarinete de verdad. El que estaba “en si bemol”. El que compartía atriles con la fila de saxofones. El que tocaba el tío Mario Barbieri alternativamente con el saxo alto nada menos que en la orquesta de Osvaldo Norton en Buenos Aires. Cuando llegara el día en que sus manos pudieran sostener con cierta prestancia un clarinete de verdad, Leandro podría entonces tocar al lado de su hermano Rubén en la modesta sección de vientos familiar.
En realidad, Leandro quería ser trompetista, pero Rubén, cuatro años mayor que él, había elegido primero. El primogénito convenció a su hermano de las ventajas prácticas que implicaba la elección del clarinete para empastar con la trompeta. En cierto modo, un clarinete y una trompeta eran la representación mejor acreditada de “los vientos”, algo así como la trasnominación de sus respectivas secciones instrumentales: piezas infaltables en toda orquesta de jazz. Tal vez el día de mañana los hermanos Barbieri pudieran ofrecer sus servicios en alguna formación profesional y arrimar así algún peso extra a la casa. Pero hasta el día en que un saxo cayó en sus manos, Leandro siguió creyendo que lo suyo debía haber sido la trompeta, con su sonido brillante y estridente que llega hasta el cielo. A su manera, procesó el disgusto sin rebelarse. Aceptó el dulce clarinete sin dejar de soñar con la impetuosa trompeta.
Rubén emanaba cierta autoridad sobre Leandro, acaso como demandándole los esfuerzos que le llevaba convencer a su padre de que tanto él como su hermano serían músicos contra viento y marea. Pero, más allá de cualquier jerarquía dentro de la familia, un profundo amor fraternal los uniría para toda la vida. En el relato doméstico –esa mezcla de mitología llana y comprobaciones empíricas–, se decía que Leandro era el favorito de su madre. Mimoso, querendón, sobreprotegido y confidente. Un poco misterioso de tan callado. Distraído o retraído, no se sabía bien. Se decía que el pequeño era “más Gimello que Barbieri”. (1) Muchos años más tarde, convertido Leandro en una figura de renombre mundial, Rubén sería su primer escudero en la Argentina, siempre decidido a defender todas las elecciones artísticas de su hermano menor. Aun las más controvertidas.
La espera entre el requinto y el clarinete no pareció mortificar demasiado a Leandro, salvo por el hecho de que ninguno de los trajes del depósito de Infancia Desvalida le quedaba del todo bien. Así como había gente que tenía el talle justo para la vida, él parecía necesitar uno especial, uno que no existía y había que inventar. Su economía vital funcionaba a una escala diferente a la del resto de las personas. Pero un día alguien se enfermó y debió faltar a la cita musical. Serafino le pidió a Leandro que lo reemplazara, por más que al niño el uniforme se le llenaba de viento por las mangas. (2) Tras algún momento de zozobra, Leandro salió a la calle como pudo, así como un sonido contenido sale finalmente del instrumento. Era una mañana helada, pero el niño logró sobreponerse a las inclemencias y tocó aquello que tan modestamente le habían enseñado.
Para orgullo de tantos padres y madres rosarinos, la Banda de Infancia Desvalida cosechaba aplausos en su habitual ronda por las calles de la ciudad. Solía hacerlo en las efemérides nacionales y locales. Entre épica y circense –el dudoso destino de las partituras militares–, el regimiento de Serafino avanzaba por las calles de barrio Parque, muy cerca de Cochabamba al 1465, la casa de inquilinato donde vivía la familia Barbieri Gimello. Daba la vuelta por la cancha de Newell’s Old Boys y emprendía el regreso. Eran muchos chicos y grandulones, alrededor de cincuenta.
De “Avenida de las Camelias” a “La marcha de San Lorenzo”, los infantes soplaban y martillaban como podían, dejando la afinación a merced de imponderables como el clima, las ganas de tocar o simplemente el azar propio de toda ejecución, aun en el caso de la más ensayada. Al fin y al cabo, ninguna marcha es tan mala como para arruinar la fiesta popular. Leandro tuvo pronto un clarinete de verdad entre sus manos. Cuando no lo tocaba, se quedaba contemplando esas diecisiete llaves (¿había contado bien?) que aguardaban ser accionadas. Le fascinaba la mecánica del instrumento. Se preguntaba cómo era posible que entre la boquilla y la campana por donde salía el sonido pudieran fabricarse melodías. Con el clarinete entre sus manos, se sentía mayor de lo que realmente era, como si la música, aun torpemente ejecutada, le mostrara la senda del futuro. Pronto la interpretación en vivo le reveló un aspecto paradojal de toda performance sonora: la música podía ser un buen escondite para un tartamudo que, al evitar expresarse verbalmente, pasaba por apático. Con la música podía decir aquello que no encontraba en las palabras. “Solo quiero hablar a través de mi música”, reconocería muchos años después. (3)
Qué difícil le resultaba hablar. No tenía más de tres años de edad cuando al intentar decir la palabra “orejones” descubrió que su lengua demoraba sobre el paladar superior más tiempo que lo habitual. (4) En situaciones como esa, cuando las órdenes impartidas por el cerebro no encontraban repuesta en su aparato fonador, la indisimulada expectativa de sus potenciales oyentes no hacía más que amedrentarlo. De haber podido, se habría vuelto invisible. Más tarde, las burlas de sus compañeros de la Escuela Olegario Andrade lo mortificaron al punto de convencerlo –y de convencer a sus padres– de que nunca terminaría los estudios formales, de que la escuela podía ser no solo aburrida sino también frustrante. No pudo ir más allá del sexto grado. “En ese tiempo solía ser impertinente con las chicas y desgraciado en el colegio”, reconocería ya en las puertas de la fama mundial. “Prefería decir que no había estudiado antes que sufrir la pesadilla de pasar al frente. Era más tartamudo que ahora y las lecciones orales se parecían al infierno”. (5)
A comienzos de la década de 1940 la única vía de educación a la que había podido adaptarse era la que brindaba Infancia Desvalida. Aunque él no era exactamente un niño desvalido, sentía que aquella escuela de música podía ser su segundo hogar, un grado intermedio entre el regazo de su madre y el resto de la sociedad. Al soplar el clarinete, aun en la sociabilidad un tanto anónima de la Banda, Leandro empezó a ser otro sin dejar de ser él mismo del todo. Soplando podía expresarse de corrido, con la misma fluidez con la que, en otro orden de cosas, pedaleaba su bicicleta alrededor del Parque Independencia o gambeteaba con habilidad en pleno frenesí futbolero, soñando quizá con integrar algún día la delantera de Newell’s Old Boys, allí donde descollaban sus héroes deportivos Belén, Canteli, Morosano, Pontoni y Ferreyra. Rodeado de “leprosos” –así se llamaba a los hinchas de Newell’s–, Leandro experimentaba tanto o mayor atracción por el fútbol que por la música.
Desde luego, su padre Vicente y su hermano Rubén lo acompañaban, domingo tras domingo, gol tras gol: desde el patio de la casa se podía escuchar el bramido de las tribunas, ese temblor geológico que pautaba los ritmos de cada partido. Los días de semana, en el bar La Candelaria se hablaba del cotejo del domingo anterior. Leandro tenía solo seis años cuando Newell’s ganó el clásico contra Rosario Central por cinco goles contra cero y más tarde salió tercero en el torneo nacional. Corría el año 1941. Nunca antes un club de fútbol de la provincia de Santa Fe había llegado tan lejos. Cuando nació Raquel, nueve años menor que Leandro, nada tardó la familia en contarla como una “leprosa” más.
Pero una cosa era ser hincha de un club y seguir con fidelidad sus triunfos y derrotas, y otra muy diferente suspenderlo todo para dedicarse solo a jugar a la pelota. Así lo comprendió Adalcinda Rosa Gimello. Si bien música y fútbol convivían armoniosamente en el menú de las aficiones electivas de tantos chicos argentinos de aquel tiempo, para Adalcinda era claro que mediante el aprendizaje formal de un instrumento se podía alejar el peligro de la infancia lumpen. Quizá la música tuviera, entre varias otras virtudes, la suficiente fuerza espiritual para lograr reducir las horas que sus hijos varones –más Leandro que Rubén– dedicaban a la pelota en calles despobladas de autos o en baldíos ocasionales. En ese sentido, haber dado con una institución como Infancia Desvalida había sido una suerte. En el futuro, Leandro, viajero impenitente, aseguraría no haber jamás encontrado un sitio así en ninguna parte del mundo. “Ni en Japón, Rusia, China o Italia vi una escuela tan divina”. (6)
En 1905 la educadora Juana Elena Blanco fundó en Rosario una sociedad protectora para niños expósitos con el propósito de crear allí una escuela-taller. Blanco pertenecía a la primera camada de maestras normales de Santa Fe. En 1912 la sociedad tuvo su propio edificio en Pasco al 400, donde funcionarían dos escuelas comunes en su parte delantera –Escuela de Varones número 1 y, más tarde, Escuela Profesional para Mujeres– y un centro de enseñanza en Artes y Oficios en la posterior. Allí los niños rosarinos, fueran o no alumnos regulares del establecimiento principal, recibían clases de carpintería, zapatería, imprenta, corte, confección y música. También contaban con una biblioteca abierta a todo público. Con el correr de los años, la enseñanza musical fue destacándose sobre las demás actividades. Cuando Rubén y Leandro comenzaron a asistir, un gran cartel colgado por el propio Serafino, a la sazón director de la institución, rezaba: “Escuela de Composición, Piano, Bandoneón, Violín, Bombo Indio, Charango, Dirección de Orquesta, Instrumentación, Trompeta, Clarinete… y muchas cosas más”.
Tras la idea socrática de que el bien y el saber van de la mano, los docentes dirigidos por Serafino –él mismo un intérprete mediocre pero dúctil con diferentes instrumentos– eran tan convincentes como estrictos a la hora de enseñar. Quizá no todos los alumnos fueran infantes desvalidos, pero abundaban los revoltosos e incluso los marginales –algunos portaban navajas y cuchillos–, aquellos cuyo futuro pendía sobre el mismo delgado hilo por el que avanzan la autodeterminación y la suerte. El amplio arco de la infancia rosarina de los años 30 y 40 era diestramente tensado por un elenco de maestros capaces de modular de la persuasión a la coacción física sin rifar su vocación docente. Especie de jesuitas en clave socialista, profesores como Salvador Laddaga en solfeo o Armando Conti en instrumentos de viento –el primero llegaría a ser contrabajista de la Sinfónica Nacional y Conti, un trompetista bastante destacado– eran domadores de niños desvalidos y de los otros. Aun los más díscolos encontraban allí su horma en forma de música: los instrumentos solían repartirse según los tamaños de los cuerpos. “Si eras grandote te daban la tuba, y si eras un poco frágil, seguro que te daban algún instrumento chico, y a estudiar…”. (7)
Adalcinda Rosa –“China”, le decían– confiaba en las condiciones musicales de Rubén y Leandro. El hijo mayor aprendió velozmente a leer y a tocar; su instrumento era la trompeta; su música, el jazz, ese sonido omnipresente en un mundo cada día más dominado por la cultura norteamericana. Tras solo dos años en Infancia Desvalida, Rubén adquirió una buena afinación y un tono seguro. A lo aprendido al lado de Serafino y otros profesores sumó la escucha atentísima de los discos de jazz que, no sin dificultades, más o menos cada veinte días llegaban a las disquerías de Rosario: Louis Armstrong, Bix Beiderbecke, Harry James, Glenn Miller, Benny Goodman, Duke Ellington y su gran orquesta… El reparto era interminable, por más que el lote de pastas negras fuera más bien limitado.
El mayor problema era el de hacerse de un buen instrumento. Los que suministraba la institución no eran de gran calidad. Fue gracias a un trabajo de carpintería que Vicente le hizo al primer trompetista de la Banda que Rubén obtuvo un instrumento decente. Sin embargo, cuando el muchacho fue invitado a sumarse a la orquesta de baile de Adolfo de los Santos, Vicente se arrepintió de haberle alentado la vocación musical. Sintió que había llegado demasiado lejos: sufrió un gran disgusto el día que su hijo anunció que dejaría el colegio definitivamente. El padre, que nunca había podido estudiar, expresó su desacuerdo con un cachetazo, seguido de un silencio de varios compases. Fue una escena típica: el padre teme que las fauces de la noche –en aquel tiempo Rosario parecía contar con más cabarets y prostíbulos que escuelas– devorara a sus hijos. Acechaba el Moloch de la nocturnidad, avivado por el canto de sirena del jazz o el tango, para el caso era lo mismo. Pero la seriedad con la que Rubén, sinceramente enamorado de la trompeta, encaró su vida de músico desde el primer día terminaría de disipar cualquier resquemor.
Si algo unía a Rubén y Vicente con fuerza, eso eran los idearios políticos. Ambos estaban convencidos de que algún día triunfaría la revolución socialista en todo el mundo. Por su parte, “China” compartía la sensibilidad social de los varones de la casa, pero desde el 17 de octubre de 1945 prefirió volcarse al peronismo, el nuevo movimiento de masas con el que comulgaría la mayoría de los trabajadores del país. La vieja izquierda, aún convocante en los grandes centros urbanos, la atemorizaba un poco. A su papá José Gimello, un anarquista de moño rojo que les había inculcado a sus hijos el amor por la pintura, lo había asesinado la policía en Entre Ríos cuando intentaba cruzar a Uruguay. José tenía sangre francesa, de los Alpes Marítimos. No bien llegó a la Argentina supo que la ciudad de Rosario era un buen sitio para aquellas militancias respaldadas por una historia local frondosa en luchas, conquistas y sacrificios. China estaba orgullosa de su padre –a Leandro le había puesto “José” de segundo nombre–, que había sido amigo del de Libertad Lamarque y se había ganado el respeto de muchos de sus coetáneos. Pero al mismo tiempo temía que su marido y sus hijos terminaran corriendo la misma suerte.
Oriundos de la Baja Italia, al principio los Barbieri no estuvieron del todo de acuerdo con la novia que Vicente había elegido. Según ellos, la muchacha era algo remilgada, seguramente a causa de su ascendencia francesa. Hablaba poco, tenía mucha “vida interior”, decían. Pero finalmente los prejuicios cedieron y la gran mesa dominguera de la Italia unita le hizo un lugar a la recién llegada. Ya casados, Adalcinda y Vicente se fueron a vivir… ahí mismo. Casa larga tipo “chorizo”: los nonos (Barbieri) en el medio de terreno; los recién casados, en un departamento construido un poco a las apuradas sobre el fondo del predio. Hubo un tiempo en que también el tío Mario vivió en aquel conventillo. (8) Todo se compartía, todo se escuchaba, todo se hablaba en voz muy alta, a menudo superponiendo palabras en una polifonía caótica de altos decibeles. Atraídos por la fuerza magnética de las costumbres itálicas, los padres de Leandro adosaron sus vidas a las de sus propios padres sin mayores problemas. Por aquel tiempo no existía brecha generacional. Una familia vivía buena parte de su existencia en clan, siempre que no mediara algún conflicto mayor. Cuando este se desencadenaba, la familia se astillaba definitivamente, pero eso jamás sucedió entre los Barbieri Gimello.
Primero nació Rubén, el 12 de diciembre de 1928. Luego Leandro José, el 28 de noviembre de 1932. Por último, llegó Raquel: 1º de diciembre de 1941. Leandro esperó con ansiedad el nacimiento de su hermana. “Cuando vos naciste, te esperé en la puerta de casa”, le diría años más tarde como prueba de un cariño que ninguna distancia, ni temporal ni espacial, podría deshacer. (9) Siendo el favorito de “China”, Leandro se sentía a gusto entre mujeres. Se dejaba mimar por ellas, las consultaba ante el menor problema y se sabía contenido y comprendido cuando el mundo exterior se volvía demasiado hostil.
También con Vicente la relación era buena. Leandro valoraba el oficio de su padre, un carpintero bastante refinado que hacía trabajos de escenografía y decorados para teatros y demás encargos especiales. Era un buen hombre, pero también un hombre de fuerte carácter que conducía su familia con mano firme y gesto severo. “Recuerdo un fin de año en Rosario, que lo pasamos con mi mamá sentados en un banco del Parque Independencia porque mi viejo se había enojado y tirado toda la comida a la basura”, recordaría Leandro muchos años después. “Era un tipo bárbaro, pero tenía esas cosas. Con mi madre, en cambio, nos divertíamos mucho, éramos muy compañeros, hacíamos cosas juntos: pintábamos, inventábamos disfraces, cocinábamos. Pero yo siempre tuve esto de preocuparme por todo”. (10)
Vicente era un ebanista, amante de la ópera y las bellas melodías. En sus ratos libres, tocaba el violín frente a su mujer y sus hijos, y no perdía oportunidad de hablar con admiración de su hermano Mario, el músico de la familia. Antes de integrar como saxofonista tenor la orquesta del afamado Osvaldo Norton, Mario Barbieri había tocado con el clarinetista y saxofonista Jorge Fasoli, quien más tarde lo volvería a convocar para viajar a Aruba, donde Mario se radicaría durante largos años. (11) Al pequeño Leandro le impresionaba la vida errante de aquel tío y su decisión temprana de irse a vivir a Buenos Aires, para luego emprender la aventura internacional.
De aquellas primeras influencias, el muchacho aprendió a hacer las cosas con precisión y belleza. También aprendió a practicar la solidaridad y a desarrollar una conciencia social. En ese sentido, prestaba particular atención a algunas historias familiares. Por supuesto, ahí estaba la historia de José Gimello, el anarquista mártir de la familia. Pero los Barbieri también tenían lo suyo. Siendo joven, Vicente se había afiliado al Partido Comunista. En cierta ocasión echaron a su padre, delegado gremial, de la fábrica donde él también trabajaba. El apremio económico de la familia no fue argumento suficiente para que Vicente desistiera de renunciar a su trabajo en solidaridad con su padre. Eran tiempos en que el Partido Comunista y el Partido Socialista se disputaban la representación de la clase obrera. A partir de 1946, con la fundación de Unión de Obreros y Empleados de la Industria Maderera, irrumpió el peronismo. Pero los Barbieri siguieron siendo comunistas.
A principio de los años 50, Vicente, Rubén y Leandro tenían sus carnets de afiliados comunistas. Pronto también lo tendría Raquel. Aquello no era un simple cartón sellado. El PC desplegaba una intensa actividad político-cultural en todo el país. Para los afiliados, la noción de pertenencia política era fuerte: el partido como segundo hogar. Se sabía que Osvaldo Pugliese –uno de los pocos músicos de tango que Leandro admiraba realmente– era comunista, como también lo eran el folclorista Atahualpa Yupanqui y el director y arreglador de jazz Ken Hamilton (su verdadero nombre era Bernardo Noriega). Ellos, como tantos otros militantes, eran frecuentemente hostigados por la temida Sección Especial de la Policía o directamente encarcelados en Devoto. En ocasiones menos dramáticas, la juventud del PC participaba en festivales juveniles de adoctrinamiento, los pícnics devenidos en verdaderas fiestas populares. A su manera, desde Rosario, los hermanos Barbieri participaban de aquellas actividades. Algunas jornadas, ya instalados en Buenos Aires, saldrían de madrugada a empapelar las paredes de la ciudad o a repartir panfletos entre los trabajadores que entraban a la fábrica. (12) Siempre conducía Rubén; Leandro lo seguía, entre la admiración y el despiste de un niño que empezaba a descubrir el mundo.
Con solo quince años Rubén ya era un trompetista bastante diestro. De lo contrario, no hubiera entrado a la orquesta de Adolfo de los Santos, una de las más acreditadas de Rosario, ciudad que legítimamente podía ser considerada la segunda en el país en materia musical. Orquestas como Los Dados Negros –dirigida por Juan Grisiglione y con los jóvenes Lac Prugeant y Santiago “Tito” Grande Castelli–, Casaloma Jazz, Juan Pueblito y más tarde Jazz Santa Mónica se disputaban los contratos para los bailes de Carnaval. Era una disputa interna, pero también se repetía en el frente “externo”: las mejores orquestas de Buenos Aires solían actuar reiteradamente en Rosario y otras ciudades de la provincia de Santa Fe. Las comisiones directivas de los principales clubes sociales y deportivos debatían varias semanas antes de los días de Carnaval qué orquesta contratar.
En ese contexto pródigo de ensambles numerosos se fogueó Rubén. Con seguridad temprana salió a tocar en bailes de toda clase. La educación recibida en Infancia Desvalida lo dotó de un activo muy apreciado: la lectura a primera vista. Era un capital simbólico fundamental para todo trompetista o saxofonista que deseara ganarse la vida como músico profesional. El buen lector de partituras era solicitado para hacer “cambios” en toda orquesta que lo requiriera. Naturalmente, a medida que fue creciendo, Rubén fue conquistando mayor autonomía. Con Vicente, al principio poco amable con los deseos musicales de su hijo, hizo pronto las paces. Era evidente que el muchacho no solo amaba la música: también era capaz de vivir de ella. Las discusiones familiares siguieron existiendo, lógicamente, pero los contendientes siempre pactaban un armisticio, café mediante.
Una noche de mediados de los 40 Rubén conoció a René Cóspito, uno de los pioneros del jazz en la Argentina. En realidad, fue René quien conoció a Rubén. El encuentro sucedió en la ciudad de Resistencia, donde coincidieron las orquestas de Adolfo de los Santos y René Cóspito. A este le llamó la atención la soltura con la que el joven trompetista fraseaba un tema de Harry James que el tío Mario le había hecho conocer. Cóspito frisaba los cuarenta años y era el jazzman más experimentado del país, un verdadero pionero de la “música sincopada”. Si bien pianista todo terreno, Cóspito conocía perfectamente la técnica de la trompeta, toda vez que uno de sus primeros héroes musicales, allá por la década de los 20, había sido Red Nichols y sus Five Pennies. El hombre cuidaba la brass de su orquesta como pocos.
Había que fichar a ese rosarino, era cosa seria. Pero, por las dudas, Cóspito pidió otra opinión a su solista Pierre Allier, trompetista francés ex integrante de la orquesta de Ray Ventura que, expulsado de su país por la invasión nazi, acababa de radicarse en la Argentina. (13) Allier no tuvo ninguna objeción que hacer: el tono firme y el delicado vibrato que ya había detectado Serafino en Rubén no habían dejado de asentarse. Para los Barbieri aquello sería el comienzo de una mudanza escalonada e irreversible. Seis meses más tarde Cóspito lo llamó desde Buenos Aires. Rubén se instaló un tiempo en la casa de la hermana de “China”, en Alberti y Carlos Calvo, y luego se fue a vivir a una pensión en Once. “China” sufría al saber que su hijo vivía en un sitio lleno de pulgas. Y que seguramente comía salteado.
Finalmente, en 1947, los Barbieri Gimello decidieron mudarse a Buenos Aires para acompañar al promisorio integrante de la familia. Vicente se quedó un tiempo más en Rosario, pero terminó cediendo frente al destino rioplatense. Alquilaron una vieja casona en Matheu y Carlos Calvo, barrio de San Cristóbal, y luego se fueron a vivir cerca de Parque Chacabuco. Vicente consiguió trabajo como carpintero para la gerencia de Luis Dreyfuss. Como primer trompetista de la orquesta de Cóspito, Rubén se fue haciendo un nombre en una ciudad desbordada de tango, jazz y folclore. Al cabo de tres años de intenso fogueo, pasó a la orquesta de Castrito y luego a la de Roberto Césari. De esta última debió salir cuando le tocó hacer el servicio militar. Horrible experiencia que incluso le quitó las ganas de tocar la trompeta por un tiempo. Su paso por el ejército fue tan negativo que años más tarde Vicente pagaría soborno a un militar conocido para poder salvar a Leandro de aquel martirio. (14)
Al reintegrarse a la vida civil, Rubén hizo un periplo musical complejo y variado, algo común entre los ejecutantes de “vientos”. Tocó un tiempo como profesional en el conjunto Los Estudiantes y en 1950, en pleno auge de la rumba, el mambo y el cha cha chá, sacó pasaporte para recorrer América Latina con Los Habana Cuban Boys que dirigía el viejo amigo de la Argentina Armando Orefiche (allí convivió con sus amigos rosarinos Jorge Barone y Franco Corvini). Luego tocó un tiempo en la orquesta del uruguayo Luis Rolero y se mudó a Chile. Pero poco tiempo después regresó a Buenos Aires. Fue allí, en su ciudad adoptiva, donde se dio el gusto de tocar en la que tal vez fuera la mejor big band de la época: la de Dante Varela. Mientras tanto ahondaba en el conocimiento del lenguaje del jazz. Es posible que no haya existido cabaret, confitería o estudio de radio porteños que Rubén no frecuentara (hacia el final de su vida, se volvería habitué de la confitería Richmond de Suipacha, ya como simple cliente, acaso para rememorar sus años juveniles).
Desde luego, Rubén no era el único jazzman rosarino con domicilio en la ciudad que Ezequiel Martínez Estrada llamó “La cabeza de Goliat”: los trompetistas Franco y Albertino Corvini y Tomás Lepere, así como los saxofonistas Jorge Barone y Hugo Pierre también soplaban en algunas de las principales orquestas del momento. Pronto harían otro tanto el saxofonista Mariano “Pichón” Grisiglione y el flautista Arturo Schneider. Si bien no podía hablarse de una “escuela rosarina” de vientos, no dejaba de ser llamativa la presencia de tantos músicos oriundos de la provincia de Santa Fe en las secciones de caños y brass.
Sin embargo, ni a Rubén ni a sus coterráneos les entusiasmaba del todo ejecutar arreglos un tanto esquemáticos cuya principal función consistía en la de ser usinas rítmicas para el baile social. Menos aún les agradaba mechar el repertorio “americano” con piezas cubanas o brasileñas. La verdadera pasión de aquellos jóvenes era el jazz en su modalidad bebop o moderna. Una tarde en una jam session del Bop Club de Buenos Aires o en alguno de los nuevos sitios que al fragor de la modernización cultural empezaba a operarse en Buenos Aires les resultaba más satisfactoria que los compromisos pautados por los directores de orquesta. Pero aún faltaban unos años para que la pasión encontrara un cauce pleno.
Mientras Rubén crecía musicalmente abriéndole así el camino a su hermano, este aún se debatía entre sus dos aficiones: el fútbol y la música. Como centrocampista se presentó en las inferiores de Platense, Independiente y Boca. En Platense jugó unos meses, y en las inferiores de Boca, un par de partidos, como compañero del promisorio Antonio Ubaldo Rattin. Pero el clarinete, que había empezado a conocer mejor de la mano del maestro Ruggiero Lavecchia, le fue restando tiempo al fútbol, y a todo lo demás. Aun así, hasta los veinticinco años seguiría jugando al fútbol con la ilusión de ser profesional algún día. Años más tarde, siendo ya una figura de relieve internacional, se haría tiempo para hacer “jueguitos” con la pelota, un modo de descansar del saxo y poner la mente en blanco.
Un día Rubén cayó en casa con un disco titulado Now’s the Time. Sus intérpretes eran Charlie Parker y Dizzy Gillespie. Leandro quedó hechizado con esa música. Se trataba de un blues basado en un pegadizo riff. Pero no era un blues como los que había escuchado hasta entonces. En un ágil tiempo medio, Parker y Gillespie presentaban el tema al unísono. Lo hacían de un modo enérgico, para luego derramar solos tan vehementes como sofisticados. Fluían disonancias y los acordes se llenaban de adornos hasta entonces inusuales: pasado y presente del jazz cohabitaban en “Now’s the Time”. El tema no era sencillo, pero con el tiempo Leandro descubrió que era menos complejo que “Donna Lee”, “Confirmation” y otras creaciones del estilo bebop.
Parker y Gillespie eran magníficos solistas, pero el primero tenía un sonido completamente diferente al resto de los músicos de jazz. No buscaba el vibrato profundo de sus antecesores, ni el sentimentalismo ventoso que a menudo se asociaba al saxofón. Sus recorridos por el registro alto expresaban una ansiedad por lo nuevo que dejó a Leandro en estado de shock. Esa música lo conmovió completamente, pero también lo aisló, ya que resultaba un enigma difícil de descifrar para la mayoría de sus amigos. ¿Cómo era posible que él lo entendiera tan rápidamente? Un trabalenguas para un tartamudo. “Entendí a Charlie Parker desde el primer día, me abrió una ventana increíble”, aseguraría hacia el final de su vida. (15)
En Buenos Aires Leandro comenzó a estudiar el instrumento de su ídolo con el maestro francés Alberto Hervier, un músico que, al decir de su mejor alumno, “quiso tocar en el Teatro Colón, pero injustamente nunca pudo pasar del Chantecler”. (16) Hervier era un instrumentista un tanto secreto. Francés radicado en Buenos Aires –en la casa Selmer de París lo conocían–, había cosechado cierta fama en Europa, pero siempre dentro del círculo de los clarinetistas y saxofonistas. En la Argentina sabían de su existencia los escasos compradores de su disco con solos de saxo (“Valse triste”/”Dance Hongroise”, del sello Victor), los compañeros de la orquesta del Chantecler y de las bandas militares que habían tenido el gusto de contarlo entre ellos y obviamente sus alumnos, a los que les dedicaba la mayor parte de su tiempo, explicándoles la técnica del instrumento –su embocadura, sus boquillas abiertas o cerradas, sus cañas, la presión del aire y del labio inferior, etc.– y cómo llegar con cierta facilidad a las notas más agudas. No sin esfuerzo, Vicente y Adalcinda le compraron a Leandro un saxo alto marca Selmer laqueado propiedad de Hervier. Leandro conservaría ese instrumento por el resto de su vida. (17)
Al cabo de pocos meses de clase, Leandro se convirtió en el alumno preferido de Hervier. (18) Supo encontrar en aquellas clases tan especiales la técnica que le permitiría alcanzar notas agudas y poder ejecutarlas a cierta velocidad sin sacrificar la claridad de tono. El maestro le enseño cómo pulsar las llaves y apretar el labio sobre la boquilla de tal manera que se pudiera extraer notas “altas”–en rigor, armónicos superiores– más allá del fa #, ese límite “natural” que marcaba el instrumento. Pero eso no fue todo. Hervier lo alentó a tocar jazz: “Me permitía tocar temas de jazz en clase, de vez en cuando, un poco aquí, un poco allá”. (19)
También con Hervier supo Leandro que existían páginas “cultas” para saxo contra alto: de “Cuadros de una exposición” a “Bolero” de Ravel; de la ópera Werther de Massenet a Ascenso y caída de la ciudad de Mahagony de Brecht y Weill. El saxo tenía vida más allá de las figuras melódicas del bebop. El propio Hervier le mostró a Leandro sus instrumentaciones para saxo alto solista y cuerdas. Siendo saxofonista se podía ser un músico integral. El saxo era un instrumento para tocar, pero también para pensar la música. Fue así que el joven rosarino de pies ligeros para el fútbol y verba lenta para la vida selló con el saxofón un pacto secreto. A lo largo de la década de los 50, el mundo musical porteño sería testigo de lo que aquella dupla era capaz de hacer.
La natural holgazanería de Leandro quedó definitivamente atrás. Su relación con el saxo se volvió una verdadera obsesión. Buena parte de las clases con Hervier las pasaba encerrado en el cubículo de un antiguo conventillo que el francés alquilaba para impartir sus clases. Allí había un espejo grande en el que Leandro podía verse de cuerpo entero. (20) Pudo imaginar entonces cómo lo vería el público el día que pudiera desenvolverse libremente en un escenario: el instrumento y su cuerpo se integraban perfectamente en un dibujo seductor. Solo después de practicar un par de horas, allí encerrado, casi sin aire, salía al encuentro del profesor. “¿Qué decís, pescao?”, lo saludaba Hervier de buen humor, al verlo empapado de sudor: el viejo apotegma de que el arte insumía más transpiración que inspiración parecía hacerse realidad. (21)
¿Dónde practicar entre clase y clase? Rubén se acostaba al amanecer, después de trabajar toda la noche. Como no había suficiente lugar ni tranquilidad en su casa, Leandro tomaba el tranvía y se iba a practicar a lo del tío Mario, que vivía en Villa del Parque. Allí sobraban espacio y tranquilidad. Llevaba las escalas y las melodías que Hervier le enseñaba clase tras clase y las practicaba incesantemente. Algunos días, Raquel lo acompañaba. En la pieza de abajo, la chica jugaba con los ejercicios de saxofón de su hermano como música incidental. Cada práctica duraba alrededor de dos horas ininterrumpidas. (22) Seguramente así había practicado Charlie Parker antes de dejar Kansas City rumbo a Nueva York y crear vertiginosas líneas alternativas sobre los intervalos superiores de la armonía de las canciones populares. Luego Leandro y Raquel regresaban como habían llegado: más de una hora en duermevela con la cabeza apoyada sobre el vidrio del vagón, imaginándose otras vidas en otros sitios. Una vez en casa, Leandro escuchaba devotamente las anécdotas que Rubén traía del mundo de la música y el espectáculo. Relatos de músicos y orquestas habitaban por un rato aquella residencia de Parque Chacabuco. Luego la radio tomaba la posta, encendida hasta la hora del sueño.
Por más evidentes que fueran sus progresos en el instrumento, Leandro aún no estaba en condiciones de trabajar como músico profesional. Decidido a hacer un poco de todo hasta que ese bendito día llegara de una buena vez, se presentó para turnos rotativos en una fábrica y luego consiguió un trabajo estable en una imprenta. “Recuerdo que salía de allí lleno de pintura”. (23)
Hervier monitoreaba con preocupación estos inevitables desvíos de la música. El rendimiento laboral de Leandro era magro; su disciplina de trabajo, casi nula. Pero de alguna manera tenía que sumar algún peso a los que ya aportaban Vicente y Rubén. Ante esa situación, la única salida razonable era que se convirtiera en músico profesional cuanto antes.
Entre el trabajo y el estudio del saxofón, Leandro seguía con curiosidad las actividades de orquestas y músicos que habían convertido a Buenos Aires en una ciudad en perpetuo estado de baile y música. Bajo un espíritu general de fiesta popular, la cartelera estaba dominada por grupos folclóricos y orquestas de tango. Lo que la gente buscaba era música para bailar, en primer lugar. O para recordar lo que había bailado, con la oreja pegada al receptor de radio o depositando monedas en la máquina de discos del café o la pizzería. Sin embargo, eso no era todo. Desde los rugientes años 20 porteños, la ciudad se había convertido en un centro cosmopolita con especial influencia norteamericana. A menudo reñida con la antipatía que Estados Unidos despertaba en amplios sectores de la población, la expansión del jazz, así como de las películas de Hollywood, era un dato incontrastable. Si bien aún no llegaban muchos músicos extranjeros a Buenos Aires, proliferaban las bandas locales y no faltaban las disquerías donde se conseguía, no sin dificultades en el caso del material importado, discos que eran objeto de minuciosas escuchas y transcripciones.
El gobierno de Perón prefería desalentar la práctica del jazz, sobre todo durante el segundo mandato: las relaciones entre la Argentina y los Estados Unidos se habían vuelto un tanto hostiles. Las pautas de música argentina para las programaciones de radio –según decreto de 1949, el 50 % del total irradiado debía pertenecer a la música argentina, entendiendo por ella folclore y tango, principalmente– restringieron el campo laboral de los músicos de jazz, pero no al punto de poner en riesgo su supervivencia. “Yo estoy influenciado por muchos, incluso por Perón que me hizo tocar tangos y chacareras; estaba en una orquesta cuando tenía diecisiete o dieciocho años y dijo que debíamos tocar tango y música folclórica, así que tuve que aprender”, recordaría Leandro con cierta ironía. (24)
Tocar jazz en la Argentina de los años 40 y 50 significaba autoexcluirse de la categoría de “músico nacional” sin ganar a cambio el prestigio del que gozaban los intérpretes de música clásica. En términos positivos, sin embargo, suponía ser agente cultural de un género ligado a la modernidad y a la cultura “negra” como estandarte de autenticidad. La palabra jazz remitía tanto a un origen mítico como a un presente en el que, al menos para los entendidos, los negros seguían siendo los principales creadores. La mayoría de los intérpretes argentinos de jazz provenía de la clase media que renegaba de Perón, pero no existía un plan oficial de oposición al ejercicio del jazz, más allá de algunos brulotes nacionalistas y el decreto antes mencionado.
Del mismo modo que la cartelera del Teatro Colón –símbolo de “alta cultura” y escenario preferido de las clases altas argentinas– fue pródiga en estrenos y reposiciones durante los años 1946-1955, también podría afirmarse que la defensa y exaltación de una cultura nacional y popular no tuvo un correlato antijazzístico. Esto fue así, en primer lugar, porque el jazz tenía una historia local bastante extensa. Frenarlo o prohibirlo hubiera significado desconocer una parte importante de la vida musical argentina de signo “popular”. Por otra parte, las orquestas de jazz no siempre eran exactamente eso; más bien ofrecían un cóctel rítmico cosmopolita que funcionaba en tándem con la oferta del tango. En definitiva, “típica y jazz” seguía siendo una invitación atractiva para los locales nocturnos de una ciudad que festejaba mucho y dormía poco.
Las orquestas tampoco dormían. Allí estaban, siempre afinadas, las bandas porteñas de música americana: Héctor y su Gran Orquesta de Jazz, Ahmed Ratip y sus Cotton Pickers, Santa Paula Serenaders, Jazz Casino, Héctor Lagna Fietta y su Orquesta, Dan D’Angelo y su orquesta, Barry Moral y su Orquesta y René Cóspito –el jefe de Rubén–, entre muchas otras. Solo en el área metropolitana, no menos de veinticinco big bands disputaban la atención del público de baile. (25) A menudo, algunas de estas formaciones trabajaban conjuntamente con las de tango. A comienzos de los años 30, algunos directores habían percibido la expansión del jazz como una amenaza para la música porteña (temor a la “yankilización (sic) de la juventud”, según la advertencia de Raúl Scalabrini Ortiz), pero esa rivalidad había ido cediendo hasta desaparecer completamente. En el país de la década de 1940 había pleno empleo también para los músicos. (26)
Si bien no todas las formaciones que contaban con instrumentos de viento eran de jazz –imperaba por entonces la “orquesta característica”, un tipo de formación que, especialmente a cargo del acordeonista Feliciano Brunelli, pasaba de la rumba al paso doble y del fox trot a la tarantela–, en la selección natural de la música popular los ensambles de diez o más músicos que contaban con “vientos” eran identificados con la ascendencia rítmica y tímbrica del arte afroamericano. Varios de sus integrantes sabían improvisar –condición sine qua non del buen jazzero– pero generalmente lo hacían en el marco de arreglos ajustados. Por el contrario, en las agrupaciones más reducidas abundaba la improvisación, pero solía flaquear la lectura de partituras. Estos combos resultaban ser más “puros” en términos jazzísticos, al menos según los criterios de validación en boga entre músicos, aficionados y coleccionistas. En ese sentido, el colectivo Rhythm Makers, encuadrado en el estilo Chicago, o los Cotton Pickers dirigidos por el guitarrista turco/argentino Ahmed Ratip acreditaban más cuota jazzística que Héctor y su Jazz.
Alojada en la imagen compacta de orquestas de plata y bronce, había una serie de términos de raíz musical. Como en toda jungla semántica –la de la música es especialmente caótica–, solo quienes pertenecían al mundo artístico del jazz sabían con alguna precisión de qué trataba esa cultura conformada por una serie de saberes teóricos y prácticos que circulaban por fuera de las academias de música. (27) El jazz conformaba un conjunto paralelo de saberes musicales. Si bien muchos creían en la superioridad de la música clásica, como si esta dotara a sus practicantes de una autosuficiencia musical a prueba de cualquier novedad del mundo “popular”, la subcultura del jazz se fue asentando sobre su propia lógica histórica. Como sucedía en el tango, no bastaba con ser un músico “formado” para ser un buen jazzero. El músico “clásico” enmudecía si le quitaban la partitura del atril.
Por empezar, “dixieland” era una palabra clave, si se trataba del jazz previo a la Segunda Guerra Mundial. De improvisación colectiva, contrapuntos espontáneos y acentuación rítmica cada dos tiempos, era en cierto modo la versión “blanca” del primer estilo crecido entre negros y creoles de Nueva Orleans. Lo practicaban grupos reducidos, a menudo formados por músicos aficionados que copiaban con celo purista los discos de sus héroes musicales. En la delantera de aquellos grupos –lo que se llamaba “la sección melódica”– militaban la trompeta, el clarinete y el trombón. Los entendidos podían diferenciar las escuelas “Nueva Orleans” de “Chicago”, pero en general ambas solían reducirse al dixieland, estilo que por entonces pasaba por una suerte de revival mundial. El término “hot” (caliente), hermanado al dixieland, también se empleaba como garante de una ejecución ardiente, desinteresada de las demandas del baile, aunque más tarde se lo bailaría a la par del rock and roll.
Otra palabra clave era “swing”. Aludía tanto a la condición rítmico-melódica del buen jazz –ese toque inefable, vulgarmente explicado a partir de las acentuaciones “débiles” y las síncopas persistentes– como al boom de las grandes bandas acontecido a mediado de los años 30 en torno a Benny Goodman y su legado. El swing era la modalidad masiva del jazz; si bien había perdido algo de fuerza, su ola se había extendido sobre los años de posguerra a manera de cultura residual. Para muchos argentinos, jazz y swing eran más o menos lo mismo, sin más vueltas. Es verdad que el término “swing” se relacionaba principalmente con los planteles numerosos que ejecutaban un repertorio “comercial” (diríase que era la música pop de la época), pero el mayor representante argentino del estilo era un virtuoso de la guitarra que prefería los formatos reducidos: Oscar Alemán. Cuando los Barbieri se mudaron a Buenos Aires, el chaqueño hacía solo cuatro años que había regresado al país después de más de una década de proezas musicales en París.
Desde mediados de la década de oro del tango, el swing como estilo estaba siendo solapado por esa novedad absoluta que era el bebop o modern jazz. Que Leandro hubiera descubierto el jazz a través de un disco del dueto Parker-Gillespie era sin duda una marca generacional fuerte. Como un hijo rebelde al que le lleva un tiempo poner en perspectiva el legado de sus mayores, Leandro tardaría muchos años en aprender a valorar todo el jazz que había existido antes del bebop. Reconocería incluso haber apreciado a Louis Armstrong tardíamente, acaso subyugado por Miles Davis (quien paradójicamente fue un fan de Satchmo toda su vida). (28)
El bebop había nacido de algunos experimentos de grupos reducidos de la era del swing, pero la impresión que generaron los discos de Thelonious Monk, Bud Powell y especialmente Dizzy Gillespie y Charlie Parker era la de estar frente a un cambio de paradigma en la música afroamericana. De pronto, las frases se habían enloquecido, las disonancias invadían melodías conocidas, los bateristas puntuaban en momentos inesperados, los tempo se habían acelerado y toda la música parecía transcurrir según una extensa improvisación. Hasta los títulos de las canciones sonaban extraños: “Salt Peanuts”, “Hot House”, “Donna Lee”, “Ko-ko”… Técnicamente el bebop era una música difícil, imposible de bailar y reacia a ser tarareada. Sus músicos conocían armonía moderna, admiraban a diferentes compositores “cultos” –en el panteón de los modernistas convivían Stravinski y Bartok junto a Lester Young y el atemporal Duke Ellington– y al mismo tiempo creían que el jazz debía cambiar hasta convertirse en una música de concierto, por más que el ámbito natural para su ejecución fueran los clubes pequeños de Nueva York, Los Ángeles o París.
Por supuesto, los boppers encontraron resistencias dentro y fuera del jazz. Para muchos de los viejos intérpretes, se trataba de un grupo esnob que, exhibiendo piruetas sonoras de manera pretenciosa, desvirtuaba el verdadero sentido del arte afroamericano. En su novela Rayuela, Julio Cortázar le haría decir a su personaje álter ego: “Un perfecto asco –dijo Oliveira–. Sacame esa porquería del plato. Yo no vengo más al Club si aquí hay que escuchar a ese mono sabio de Gillespie”. (29) Para el pensamiento conservador estadounidense, esos músicos estrafalarios eran hermanos de los escritores beatniks: una especie de rebeldes sin causa dotados de instrumentos musicales. Y también los promotores –acaso involuntarios– de una moda cultural que expresaba esa mezcla de nihilismo e inconformismo que determinaba el clima social de la posguerra. Desde luego, el hecho de que la mayoría de los boppers estuviera formada por jóvenes negros urbanos no era un dato accesorio: ni Parker ni sus discípulos estaban dispuestos a que se los siguiera considerando meros entretenedores según la óptica “Tío Tom”.
Desarrollar un sentido artístico avanzado a partir de los cimientos de la cultura popular implicaba la afirmación de una conciencia negra, una forma nueva de orgullo racial, más allá de las habilidades en el deporte y la destreza para bailar que vulgarmente se les reconocía a los afrodescendientes. Aquella no era una lucha sencilla, y los músicos aún no estaban en situación de poder levantar la voz más allá de los ámbitos bohemios en los que se movían. Por lo demás, recibían tantos elogios como burlas, o directamente eran ignorados. Ya siendo un músico esencial, Parker apenas fue considerado por la prensa masiva y quizá no lo suficientemente ponderado por la crítica especializada. Obviamente esto cambiaría bastante después de su muerte joven en 1955. (30)
Tal vez estas implicancias político-raciales del bebop no fueran del todo comprendidas desde la ciudad de Buenos Aires, pero sí lo fueron el genio de Parker y la originalidad del nuevo estilo. Al igual que en los Estados Unidos y Europa, se había abierto una grieta entre músicos y aficionados del jazz tradicional (“Hot”) y los del jazz moderno (bebop). No era exactamente una polarización de signo etario (había igual proporción de jóvenes en uno y otro bando), si bien los referentes del nuevo lenguaje eran muy jóvenes (Parker tenía veinticinco años cuando empezó a liderar el bebop, y treinta y cuatro cuando murió).
La tensión entre tradición y modernidad dentro de la pequeña comunidad jazzística argentina se expresó en la creación de dos clubes –el Hot Club y el Bop Club– que, a manera de asociaciones de fans, se proponían promover la escucha y la práctica de sus respectivas “verdades” musicales. En 1948, los acólitos porteños a Armstrong y los primeros estilos fundaron el Hot Club de Buenos Aires. Lo hicieron sobre los antecedentes de los clubes europeos, especialmente el Hot Club de Francia, del que había emergido el quinteto del guitarrista Django Reinhardt. Según su director Boris Farberman, “quienes fundamos el Club éramos un grupo de 19 amantes del jazz negro anterior a 1930, lo que corrientemente llamamos hot jazz”. (31) El propósito fundamental del Hot Club era el de contar con un espacio de reunión e intercambio de informaciones y opiniones en torno a la música que los apasionaba y que, según creían, representaba el paraíso perdido de la cultura jazzística. Pronto se incorporaron conciertos y conferencias, se imprimió un boletín y se alentó la formación de bandas como la Guardia Vieja Jazz Band, Hot Jammers y Dixielanders, entre muchas otras.
A modo de respuesta dialéctica, en 1950 se fundó el Bop Club de Buenos Aires. Las reuniones se llevaban a cabo los lunes en el auditorio que la Asociación Cristiana de jóvenes (YMCA) tenía en la calle Reconquista. ¿Motivo de la convocatoria? Participar de jam sessions más o menos encuadradas en el estilo bebop. Aquellos conciertos tenían el apoyo irrestricto de Jazz moderno, el programa de radio Splendid de Héctor Basualdo, y toda la información sobre sus actividades figuraba en las páginas firmadas por Luis Marzoratti en la revista Jazz Magazine. No caben dudas de que había una red “boppera” dentro del ambiente del jazz en la Argentina. Algunos de los fundadores del Bop Club eran músicos formados en el jazz clásico, como el pianista Enrique “Mono” Villegas, el clarinetista Luis “Chivo” Borraro y el baterista Osvaldo “Pichi” Mazzei. Entre los más jóvenes destacaban el trompetista (luego contrabajista) Jorge López Ruiz, el clarinetista Mario Cosentino, el guitarrista Horacio Malvicino, el baterista Eduardo Casalla y su hermano trombonista “Bicho” y el pianista de formación clásica Lalo Schifrin.
Exceptuando a Cosentino, que más tarde se volcaría al dixieland y al swing, quienes entraban al mundo del jazz por la puerta del bebop solo mirarían hacia adelante, imbuidos de la idea de que el jazz moderno significaba un progreso respecto a los estilos tradicionales. En ese sentido, los boppers eran parientes cercanos de los defensores de Piazzolla; de hecho, tanto Astor como Horacio Salgán eran músicos respetados por los jazzeros “modernos”. Esta identificación entre bebop y tango moderno se acentuaba cuando ambas tendencias o “escuelas” eran maltratadas por los defensores de la tradición. En 1951, en la llamada “Primera Convención Argentina de jazz” (cierta ampulosidad discursiva era habitual en campos artísticos que buscaban legitimación cultural), el clarinetista Luis “Chivo” Borraro osó introducir algunas frases de bebop en una reunión de jazz hot y debió abandonar el escenario en medio de una rechifla. Por supuesto, también sucedían infiltraciones admitidas, o simplemente inadvertidas. Los pianistas Lalo Schifrin y Rubén “Baby” López Furst solían presentarse en ambos clubes sin despertar mayores enconos. (32) Pero esto hablaba más de una ductilidad de los músicos mencionados que de una tregua entre dos concepciones del jazz en disputa.
En el verano de 1951 Leandro tuvo su primer trabajo profesional. Fue en el grupo Hot Lovers, que fundó con su hermano Rubén. “Con los Hot Lovers hacíamos el circuito de los bailes y los cabarets”, contó Leandro muchos años después. “Fue un buen entrenamiento. Y como leíamos bastante bien, casi a primera vista, luego las orquestas comerciales nos contrataban muy seguido”. (33) Duró poco tiempo –solo un año–, como todo en aquellos días de juventud. Todo, salvo el amor por el jazz y la convicción de que llegarían a ser grandes músicos alguna vez. Sin abandonar a Parker, el muchacho acababa de descubrir a Lee Konitz, un saxofonista oriundo de Chicago dueño de un estilo exquisito y controlado que se había educado en las huestes del pianista Lennie Tristano hasta convertirse, junto a los también saxofonistas Gerry Mulligan, Paul Desmond y Stan Getz, en el epítome del cool jazz, la modalidad que supuestamente venía a relevar al bebop.
Apreciados desde la ciudad de Buenos Aires, los ismos del jazz moderno, con su vaivén entre “East Coast” y “West Coast”, no presentaban grandes diferencias entre sí. La salida del disco The Birth of Cool de Miles Davis –joven ex coequiper de Parker– introdujo en el vocabulario musical una categoría estilística que rápidamente fue asimilada por el ambiente local. En cualquier caso, el clivaje de Leandro era síntoma de su espíritu inquieto y exploratorio, si bien su técnica aún era deficiente. Fue recién en 1952, con el ingreso a Casablanca Jazz, que el hermano menor de Rubén Barbieri logró aprehender los secretos de un tipo de ejecución que exigía entrar a una partitura para luego salir de ella a través de la improvisación, y luego volver al punto de partida de la mejor manera posible.
A diferencia de otras agrupaciones exclusivamente concebidas para bailes y tertulias, Casablanca Jazz era un septeto que aspiraba a ser considerado de acuerdo a criterios más autónomos. Fundado en 1949, su sección rítmica estaba formada por Dante Amicarelli en piano, Quique Viola en guitarra, Tito Colom (Ray Nolan) en contrabajo y dirección, y Luis Varela en batería. En los vientos descollaba Mario Cosentino: le decían “Marito” porque había debutado como saxofonista a los once años. Después de tres años con el grupo, Cosentino decidió dejarlo para concursar en la Banda Sinfónica Municipal y al mismo tiempo tratar de liderar su propio combo. (34) Antes de partir, se comprometió a encontrar a su remplazante. No era tarea fácil. En Buenos Aires abundaban buenos saxofonistas, pero el elegido debía cumplir una serie de requisitos. Por lo pronto, saber leer música de corrido. Algunos jazzeros, como el magnífico Bebe Eguía, eran músicos intuitivos; la mayoría, leía con cierta dificultad. El reemplazante también debía ser un improvisador más o menos suelto, con cierto conocimiento de los estilos del jazz, ya que el repertorio del grupo era heterogéneo, incluso con varias piezas ajenas al jazz (no faltaban “Acuarela de Brasil” ni “Copacabana”). Finalmente, debía tratarse de un músico actualizado, capaz de entender que “Donna Lee” de Parker no era un mero juego de acordes raros.
Leandro debutó la noche siguiente a la prueba que dio frente al director y contrabajista Ray Nolan. Venía de probarse, con éxito, en la Santa Paula Serenaders de Raúl Sanchez Reynoso, una orquesta pionera del jazz en la Argentina que a Leandro le resultaba bastante menos interesante que Casablanca. No bien se encontró con Tito Colom este le puso sobre el atril un concierto para clarinete que Leandro leyó perfectamente, aferrado al Selmer que le habían comprado sus padres. Antes de que terminara la ejecución, Colom lo interrumpió para decirle que se apurara a elegir un lindo traje para el debut. Leandro no tenía qué ponerse. China y Raquel se pasaron toda la noche concentradas sobre un viejo traje negro de Vicente; lo achicaron contra reloj, cosiendo la entretela y ajustando todos los detalles para que no se notara la operación de reciclaje. Unos meses después, de paseo por el centro, China y Raquel vieron a Leandro a través de la ventana de la confitería Ideal. El traje le quedaba como nuevo. (35)
Desde aquel invierno de 1952, Leandro alternó su trabajo estable en Casablanca Jazz con una práctica muy común en la época: la de los “cambios”. Si por algún motivo un saxofonista debía ausentarse de su puesto, inmediatamente aparecía un reemplazo, un cambio. Así fue durante mucho tiempo: los músicos se movían en diferentes direcciones. Este trajín por la ciudad sonorizada por orquestas y grupos le fue dotando de un saber sobre música, saxo y jazz que el bueno de Hervier no habría podido brindarle. Con Casablanca terminó de conocer la enorme ciudad de Buenos Aires. Frecuentó tanto los bailes populares del Club Comunicaciones como el ambiente reservado de los cabarets del centro. Y, por supuesto, también los estudios de las emisoras de radio, especialmente los de Radio El Mundo.
En los carnavales de Comunicaciones de 1955 compartió escenario con Aníbal Troilo y el célebre brasileño Ary Barroso y su gran orquesta. (36) Ganarse la vida soplando un caño era lo más parecido a una jukebox viviente: había que satisfacer el gusto musical de todos, tratando de encajar en un mismo rompecabezas tanto las obligaciones profesionales como el gusto personal. ¿Era posible conciliar el trabajo con la pasión? Ese era el principal dilema de los músicos “populares”. Intentar responder esa clase de conflicto también formaba parte del ejercicio de la música. Mientras tanto, el joven Leandro Barbieri seguía memorizando la ciudad y su cartografía estrictamente noctámbula, hasta llegar a conocerla mejor que nadie.
1953 fue un año importante para el joven saxofonista. El 7 de julio, en los estudios del sello Odeón, participó como solista de saxo alto de su primera grabación, y a la sazón la segunda del Bop Club Argentino para el sello Odeón. Los temas elegidos fueron “How High the Moon” –sobre sus acordes, Parker había compuesto “Ornithology”, suerte de himno de la nueva generación– y el viejo éxito de Bing Crosby “Pennies from Heaven”. Junto al saxo de Leandro estuvieron la trompeta de Jorge Viguier, el trombón de Arnoldo Nali, el piano de Armando Patrono, el contrabajo de Víctor Virgillito y la batería del ya entonces eximio Osvaldo “Pichi” Mazzei. (37)
Ese mismo de año, en una de las reuniones en el salón de la YCMA, Leandro y Rubén se lucieron en una composición propia, “Interludio en Fa”. En el ambiente jazzero los llamaban los Barbieri Brothers. Con ellos estaban Horacio Malvicino, Luis Borraro, Carlos Casalla, “Bebe” Eguía y el mismísimo Enrique Villegas, entre otros. Aquello era una jam session: una “pizza”, en la jerga local. A los temas originales –generalmente basados en secuencias de blues o de canciones de 32 compases– se agregaban los infaltables standards. Por entonces hacía furor “Las hojas muertas” de Kosma y Prévert. Compuesta para el filme Les portes de la nuit en 1946, de “Les feuilles mortes” había pasado a ser, letra en inglés de Johnny Mercer mediante, “Autumn leaves”. (38) En el transcurso de la historia del Bop Club la canción adquiriría dimensión de standard, pero aún no lo era cuando Leandro y sus amigos quedaron embelesados con su tonalidad menor y su hermosa melodía. No fueron los únicos: Piazzolla compondría algunos de sus clásicos sobre una secuencia armónica similar a la de aquel tema.
Al promediar aquella sesión, el joven Boris Lalo Schifrin se sumó al encuentro. Todos lo estaban esperando. Era la sensación del momento, incluso entre los tradicionalistas. En 1952, Lalo había grabado con los All Stars Argentinos –con Rubén Barbieri en trompeta– su composición “Enigmas para boppers”, con “I Never Knew” en el lado “A”. Estaba próximo a viajar a Francia; se había ganado una beca para estudiar composición con el gran Oliver Messiaen en el Conservatorio de París. Viajaría con el contrabajista Ricardo Galeazzi, y allá seguramente intentarían tocar jazz en alguna de las caves parisinas. Al principio, Lalo no estaba tan seguro del camino que quería recorrer con la música. Pero pronto se decidió a favor del jazz, si bien intentaría una vida anfibia entre lo clásico y lo popular. Sin embargo, cada vez que posaba sus rápidos dedos sobre el teclado, el Bop Club de Buenos Aires se asemejaba al Minton’s Playhouse de Harlem.
1. De la entrevista del autor a Raquel Barbieri, Buenos Aires, 15 de mayo de 2019.
2. Emilio Giménez Zapiola, “Un Gato clase AA para la música”, Gente, Buenos Aires, 10 de mayo de 1973. (55)
3. Natasha Arnoldi, “Un entretien avec Gato Barbieri”, Jazz Hot, Paris, juin, 1970, nº 262. (18)
4. De entrevista del autor a Raquel Barbieri, Buenos Aires, 15 de mayo de 2019.
5. Aída Bortnik, “Gato Barbieri. Soplar y hacer belleza”, Panorama, Buenos Aires, 30 de marzo de 1971. (52)
6. Gato Barbieri: “Yo a la música la toco, la rompo y luego lentamente vuelve a su lugar”, La Capital, Rosario, 25 de setiembre de 2011.
7. “Rubén Barbieri”, en Ricardo Risetti, Memorias del jazz argentino, Corregidor, Buenos Aires, 1994. (58)
8. Horacio Vargas, “La sombra del Gato”, Barullo, Rosario, 2020.
9. De entrevista del autor a Raquel Barbieri, Buenos Aires, 11 de mayo de 2019.
10. Jost Ekkehard, “Entrevista a Gato Barbieri en Nueva York. No tengo memoria. Perdí la identidad”, Clarín, Buenos Aires, 20 de febrero de 1999. (13)
11. Ricardo Risetti, Memorias del jazz argentino, Corregidor, Buenos Aires, 1994. (233)
12. Natasha Arnoldi, “La part de Gato”, Jazz Hot, Paris, août, 1968, nº 242. (17)
13. Rubén Barbieri, “Es muy fácil construir una playa de estacionamiento”, La Nación, Buenos Aires, 11 de diciembre de 2005.
14. De entrevista del autor a Raquel Barbieri, Buenos Aires, 21 de febrero de 2020.
15. Del audio de la entrevista de Claudio Parisi a Leandro Barbieri, Hotel Ritz de Nueva York, 3 de agosto de 2015.
16. Emilio Giménez Zapiola, “Un Gato clase AA para la música”, Gente, Buenos Aires, 10 de mayo de 1973. (36)
17. Teodelina Basalvibaso, “Ceremonia íntima en Nueva York”, La Nación, Buenos Aires, 10 de abril de 2015.
18. Del audio de la entrevista de Claudio Parisi a Leandro Barbieri, Hotel Ritz de Nueva York, 3 de agosto de 2015.
19. Natasha Arnoldi, “La part de Gato”, Jazz Hot, Paris, août, 1968, nº 242. (17)
20. Víctor Pintos, “El saxo a los 59”, Página 12, Buenos Aires, 9 de noviembre de 1991. (19)
21. “Gato Barbieri, soplar y hacer belleza”, Panorama, Buenos Aires, 30 de marzo de 1971. (52)
22. De entrevista del autor a Raquel Barbieri, Buenos Aires, 15 de mayo de 2019.
23. Leandro Barbieri, Autobiografía, programa de mano de Teatro Regina, Buenos Aires, marzo de 1971.
24. Horacio Vargas, Op. cit.
25. Edgardo Carrizo, La Argentina en banda de jazz, ediciones del autor, Buenos Aires, 2019. (246)
26. Gustavo Varela, Tango y política, Ariel, Buenos Aires, 2016.
27. Robert Faulkner/Howard Becker, El jazz en acción. La dinámica de los músicos sobre el escenario, Siglo XXI editores, Buenos Aires, 2011.
28. Horacio Vargas, “Jazz al mediodía”, “Radar”, Página 12, Buenos Aires, 10 de abril de 2016.
29. Julio Cortázar, Rayuela, Alfaguara, Buenos Aires, 2013. (62)
30. Gary Giddins, Bird. El triunfo de Charlie Parker, Alba, Barcelona, 2008. (29-30)
31. Sergio Pujol, Jazz al sur. La música negra en la Argentina, Emecé, Buenos Aires, 2004. (121)
32. Sergio Pujol, Jazz al sur. La música negra en la Argentina, Emecé, Buenos Aires, 2004. (132)
33. Sergio Pujol, “Último gato en New York”, “Radar”, Página 12, Buenos Aires, 15 de setiembre de 1996. (8)
34. Ricardo Risetti, Memorias del jazz argentino, Corregidor, Buenos Aires, 1994. (115)
35. De entrevista del autor a Raquel Barbieri, Buenos Aires, 15 de mayo de 2019.
36. De entrevista del autor a Hugo Feliú, Nueva Jersey, 20 de diciembre de 2019 (vía telefónica).
37. Jazz Magazine, Buenos Aires, junio/julio 1953, nº 40. (22)
38. Ted Gioia, El canon del jazz, Turner Noema, Madrid, 2013.