Cuando los muertos cabalgan en el viento

Quiero que me acompañes en un viaje oscuro hacia la noche antigua. Una noche en la que las únicas luces son las de la luna, las estrellas y el fuego. Una noche de invierno en un siglo cualquiera, en una cabaña como ésta, en la orilla de un bosque sin nombre de la vieja Europa.

El sol de diciembre se oculta tras los montes cercanos, y negros nubarrones se acercan por el este. La calma que precede a la tormenta se interrumpe por un leve murmullo que parece acercarse bajando de los cielos.

El sonido que crece encierra entre sus notas el galope furioso de caballos sin bridas, el ladrido jadeante de perros aulladores, el grito ultramundano de jinetes frenéticos, y las nubes avanzan cada vez más cercanas, más negras y más raudas, navegando veloces en el mar del ocaso.

Recordamos entonces los cuentos del abuelo, y temblando de miedo corremos a encerrarnos en la frágil cabaña, un endeble refugio ante la fuerza indómita que baja desde el cielo. Sabemos que son ellos, de los que tanto hablaron: los ancestros perdidos, los guerreros del cielo, la hueste de los muertos que vienen a por vivos, los cazadores negros de almas condenadas, los heraldos de muerte, los hijos del invierno.

El furor que desciende de las nubes oscuras es ya un estruendo enorme de gritos y ladridos, alaridos y trompas, relinchos y graznidos, un guirigay temible de notas discordantes que gira ante nosotros en torbellinos negros, un viento huracanado que disfruta arrancando postigos y ventanas.

Y cuánto agradecemos ahora el haber escuchado los cuentos del abuelo, cuando hace ya mil años contaba sus historias a la luz de candiles y el fuego de los lares, cuando su voz cascada prevenía los peligros que ocultaban los bosques en las noches de invierno, cuando el viento silbaba y las hojas bailaban y creían escuchar entre los troncos secos palabras inconexas en extraños idiomas musitadas apenas por las gargantas muertas.

Y cuánto agradecemos tener buena memoria y recordar sus cuentos, porque ahora ya sabemos qué hacer para evitarlos, para impedir al menos que nos lleven con ellos: dejar ante la puerta comida como ofrenda, no dirigirte a ellos bajo ningún concepto, no entorpecer su paso, no mirar cuando pasen.

Abrimos pues la puerta, lo justo y necesario para sacar afuera un pesebre con heno.

Cerramos de inmediato, atrancando por dentro.

Arrastramos entonces el arcón de la abuela repleto de semillas hasta el centro del cuarto, y nos metemos dentro tras haber dibujado con las grises cenizas unos símbolos mágicos rodeando la arqueta.

Escuchamos el viento golpeando la puerta, filtrándose entre huecos y por ventanas rotas, intentando llevarse los cuerpos y las almas.

De repente, algo cambia.

Los rugidos del viento y el galope furioso de caballos salvajes parecen alejarse. Los ladridos de perros corriendo tras su presa se van difuminando. El aire va amainando, la tormenta se calma.

Salimos del arcón aun con el alma en vilo, pero ya respiramos: la hueste de los muertos ha pasado de largo.

Pero entonces miramos hacia la chimenea. El cuerpo se estremece y el corazón se para. El miedo ha regresado con redoblada fuerza porque sobre las brasas, reposando entre sangre, cenizas y hojarasca, hemos visto una pierna.

La cacería salvaje ha dejado su pieza.

***

Y ahora que ya los conocemos, quizás deberíamos intentar definir aquello que vamos a buscar por los caminos y senderos de la vieja Europa porque, aunque reciben muchos nombres, he preferido denominar «cortejos sobrenaturales» a este conjunto de seres espectrales que, acompañados de caballos, perros o aves, recorren los cielos invernales en alas de la tormenta.

Sus integrantes son muertos, almas condenadas, demonios o espíritus, y están liderados por antiguos dioses paganos, por una figura histórica o legendaria mitificada o por un espectro, normalmente más alto y más peligroso que el resto.

Estos seres sobrevuelan los cielos europeos desde hace siglos, desplazándose en otoño e invierno entre las nubes tormentosas con un ruido ensordecedor, como el causado por un ejército que se lanza a la batalla, por una cabalgata infernal o por una cacería salvaje, pero también pueden descender casi a ras de tierra, donde se convierten en pálidas procesiones silenciosas que atemorizan a los aldeanos.

Efectivamente, desde hace siglos y aún en nuestros días, los campesinos afirman contemplar en noches invernales cortejos fantásticos compuestos por cazadores, guerreros, muertos, condenados o caballeros con sus jaurías, que surgen del cielo para desaparecer sin dejar rastro, como una nube de tormenta. Dirigidos por un gigante, un demonio, un noble o un rey, la cacería fantástica persigue a un animal salvaje, acompañado de una gran algarabía de sonidos, gritos, ladridos y cuernos.

Hay cortejos masculinos y femeninos, y también los hay mixtos, pero en este viaje, por motivos de espacio, he decidido centrarme solo en los masculinos, teniendo siempre en cuenta que estos cortejos tienen numerosas variantes y que han recibido numerosas explicaciones, aunque ninguna totalmente convincente.

La explicación naturalista afirma que se trata del fruto de una imaginación popular, impresionada por los fenómenos atmosféricos y los ruidos de los animales, mientras que los historicistas se empeñan en buscar una base histórica a las diferentes versiones del mito, pero ni la una ni la otra permiten interpretar, por sí solas, las leyendas que dan vida a este fantástico fenómeno.

Lo cierto es que, cuanto más antiguas y primitivas son estas manifestaciones, más malignas y hostiles son a la humanidad. Así, podemos comprobar como con el paso de los siglos, cuanto más descienden hacia el sur de Europa, estos seres sobrenaturales van descendiendo también de las alturas y van amansando su furor, hasta quedar convertidos en pálidos desfiles y procesiones lóbregas que avanzan deslizándose a ras del suelo, igual que la niebla entre los árboles, silenciosos como los cementerios de los que emergen.

En cualquier caso, la desgracia sobreviene a quienes se tope con estas huestes fantasmales, bien porque corren el riesgo de ser arrebatados en medio de sus remolinos furiosos, bien porque semejantes apariciones servirán de aviso para indicar que algunos de sus conocidos, o incluso ellos mismos, se encuentran ya a las puertas del otro mundo.

El fenómeno se extiende por toda Europa, en especial en los países que ocuparon los celtas, desde la península ibérica, Francia y norte de Italia a Irlanda y Gran Bretaña, aunque también es muy popular entre los germanos, pues se documenta igualmente en los Países Bajos, Alemania, Dinamarca y en los países escandinavos, lo que denota su carácter indoeuropeo, aunque algunos investigadores no dudan en volar aún más lejos en el tiempo y en el espacio para atribuir el origen de este mito arcaico a la prehistoria euroasiática.

Las numerosas creencias y tradiciones relativas a estos cortejos sobrenaturales forman con sus tupidas ramas un árbol de leyendas que constituye un patrimonio común a numerosos pueblos. Por eso se pueden encontrar en el folclore europeo tantas historias sobre esta zarabanda fantasmal y fascinante en la que toman parte en las noches de tormenta los seres sobrenaturales más variopintos, desde hombres salvajes hasta brujas, elfos, hadas y duendes, demonios, espectros y fantasmas.

Los primeros líderes de estos cortejos sobrenaturales fueron dioses antiguos, convertidos más tarde en demonios, por fuerza y gracia del cristianismo, y más tarde aun (a partir del apocalíptico año mil), transformados en muertos malditos y ánimas en pena.

Åsgårdsreien, el Ejército de Asgard, de Peter Nicolai Arbo, 1868.

Existe incluso un momento histórico (en el intervalo comprendido entre el inicio del primer milenio y los comienzos del siglo xiii) en el que de esa hueste fantasmal parece destacarse algún espectro que decide emprender en solitario su periplo penitencial en forma de caballero negro o cazador salvaje.

Como vamos a comprobar muy pronto, el voluminoso corpus del fenómeno de los cortejos sobrenaturales recoge todos estos elementos, aderezados por mitos y leyendas de diferentes épocas y periodos, posteriormente ensamblados en estructuras textuales complejas y transmitidas cronológicamente en toda la extensión del territorio europeo, gracias a los relatos cortesanos de los eruditos y a los cuentos y consejas de los hogares campesinos.

Esta horda furiosa ha inspirado a numerosos artistas a lo largo del tiempo, pero especialmente en el siglo xix: a pintores como Peter Nicolai Arbo, quien realizó dos versiones maravillosas del Ejército de Odín, el Åsgårdsreien, en 1868 y en 1872; o músicos como César Franck, que compuso en 1882 la obra El cazador maldito, inspirada en la balada Der wilde Jäger (El cazador salvaje) del poeta alemán Gottfried August Bürger, y en la que narra la historia de un conde renano que se atreve a salir de caza el domingo por la mañana, incumpliendo la festividad cristiana. En las profundidades del bosque, el conde es maldecido por una voz terrible que le condena a ser perseguido eternamente por los demonios.

Die Wilde Jagd, de Johann Wilhelm Cordes, 1869.

No es la única incursión de Bürger en el mundo tormentoso de los cortejos sobrenaturales, ya que cinco años antes, en 1773, había escrito Lenore, una balada gótica de la que se hizo muy famoso el verso Die Toten reaten Schnell (Los muertos cabalgan deprisa), que Bram Stoker cita en los primeros capítulos de su novela Drácula.

Y tampoco es Bürger el único poeta que se ha dejado seducir por las trompetas y fanfarrias de los cortejos sobrenaturales. Otros, como el gran W. B. Yeats, los evocó en 1893 en The Hosting of the Sidhe, el poema de apertura de su colección inspirada en el folclore fantástico de Irlanda1.

Incluso psicólogos como Jung se hacen eco de estos cortejos, cuyos cascos resuenan cabalgando hasta nuestros días en los libros de novelistas como Fred Vargas, que utiliza esta leyenda para narrar un nuevo caso del comisario Adamsberg2, o en los videojuegos de The Witcher.

Y es que, aunque la ciencia avance hacia el futuro a bordo de naves espaciales, los muertos, nuestros muertos, siempre galopan más deprisa en alas de la tormenta.

En alas de la tormenta

Los cortejos sobrenaturales cabalgan en las tormentas, entre las nubes negras que anuncian la borrasca, entre el clamor del trueno y el brillo del relámpago, envueltos en el olor profundo de la tierra mojada que precede a la lluvia.

Su relación con la tormenta va a quedar plenamente demostrada lo largo de estas páginas, aunque baste como aperitivo el señalar que aun hoy, en muchos lugares de España, se piensa que morir en día de tormenta es señal de condenación3.

Y no solo en España, porque en toda Europa se sabe que la tormenta envuelve a los condenados. En Francia también se cree que la tormenta causa estragos cuando se produce una muerte extraña4, y asocian los vientos inusuales con los malos espíritus. Por eso cerca de Dinan, en la Bretaña francesa, se afirma que cuando hay una tormenta cercana a las fechas del carnaval es porque los demonios libran una batalla que dura hasta que Dios los escucha y les impone silencio. Pero hasta entonces, en su lucha, arrancan de cuajo los árboles y quiebran las ramas de los bosques cercanos.

En Cataluña los aullidos nocturnos son llamados por los payeses «vientos del cazador», y en los Pirineos, el nombre de caçador negre se aplica también a las borrascas de otoño.

En el País Vasco, si ascendemos a la ermita de San Miguel, en la cima del monte Ereñozar, podremos contemplar el espectáculo voraginoso del viento arremolinado que gira siempre, especialmente durante la noche, alrededor del templo. Son las almas de aquellos que no consiguieron peregrinar en tres ocasiones a la ermita, porque quien no lo hace en vida deberá hacerlo después de muerto.

También hemos encontrado en la comarca extremeña de las Hurdes una nebulosa y casi perdida creencia de que son las propias almas en pena las que suscitan y atraen sobre ellas las tempestades.

Las almas de los muertos salen en procesión de ánimas, por las noches, pero no todas las noches, depende de la luna. Van y vienen, cumo jubiladas, de acá para allá; van penando… Las que tienen pocas penas que purgar, pues al cabo la postre [sic], suben para arriba, pero las que tienen más culpas que purgar, son encaminadas a los disiertos [sic], donde se desatan unas tormentas temerosas. Las tormentas las mandan las otras ánimas, las que ya están arriba, para que sufran y se atormenten las ánimas que están abajo, y cuando ya se hayan atormentado y hayan sufrido de lo lindo, entonces ya podrán subir para arriba.5

En efecto, no nos cuesta entender por qué nuestros antepasados relacionaban las tormentas con las ánimas, ya que en un principio las turbamultas de fantasmas y espíritus se hallaban menos organizadas, y acompañaban en un recorrido errático a los fenómenos meteorológicos como tormentas y tempestades, cuyos sonidos, sobre todo por la noche, acompañados del rugir de los vendavales, se confundían con los gemidos de las almas errantes6.

Los sonidos de la muerte

Y estos sonidos son, precisamente, el acompañamiento indispensable de muchos cortejos sobrenaturales, porque en algunos momentos del año, en las horas nocturnas cuando el vendaval sacude los árboles y hace temblar los cielos, entre los crujidos de las ventanas y los sonidos lastimeros, parece escucharse un tumulto lejano, un ruido como de corceles a la carrera, acompañado por sones extraviados de una música confusa.

Cuando el ejército furioso empieza a ser sustituido por la caza salvaje es el sonido del cuerno el que paraliza a los campesinos que lo escuchan en la noche. Sus ecos despiertan en la cuenca del Loue, en el Franco Condado, a aquellos que duermen en las significativas noches de Todos los Santos y de Navidad. Y todos intentan, sumergiéndose bajo las sábanas, escapar de esta música sobrenatural, porque saben que lo que escuchan son los sonidos del olifante del cazador de Scey en Varais, un espectro nocturno y eterno cuyo sonido resuena en los valles y en los bosques, aterrorizando por igual a adultos y a infantes.

Mascaradas de invierno adornadas con cascabeles y cencerros en el Narrenmuseum Niggelturm de Gengenbach, en la Selva Negra (Alemania).

Ya en el siglo x, en una antigua crónica llamada Bendición nocturna de Múnich, de la que hemos extraído el conjuro que abre las páginas de este libro, se ofrecen remedios para evitar ser atacados durante el sueño por los difuntos itinerantes de la cacería salvaje, los espíritus malignos y las ánimas condenadas que emiten ciertos «encantos sonoros» y que se saben portadores de terror y desgracia.

También desde tiempos antiguos, los relatos mencionan la existencia de un tintineo muy particular, netamente audible en medio del concierto de ladridos y de gritos, de sonidos de cuernos y de aullidos. En Pomerania este ruido se atribuye a las campanillas atadas al cuello de los caballos y de los perros fantasmales, mientras que en Alsacia se cree que son las cadenas que arrastran los cazadores malditos.

Decidí viajar desde Alsacia hasta la Selva Negra, y concretamente a uno de enclaves más bellos: Gengenbach, un pueblo de postal del sur de Alemania repleto de casas de cuento adornadas con entramados de madera, murallas medievales y callejones adoquinados y repletos de flores.

Pero por mucho que me apeteciese callejear sin rumbo fijo, lo que cierto es que tenía un objetivo muy claro: El Narrenmuseum Niggelturm, el Museo de los Locos, una torre medieval en la que se encierra toda la historia y todos los secretos de las mascaradas alemanas.

Narros repletos de cascabeles (Narrenmuseum Niggelturm de Gengenbach).

Me había desplazado hacia este remoto lugar porque, si una cosa tenía clara es que el sonido inquietante de los cascabeles ya estaba presente en las primeras narraciones del siglo xiii, y que en esa época ya había quien afirmaba (y afinaba) que el número de campanillas que provocaba el gran tintineo que caracterizaba la llegada de la mesnie Hellequin era exactamente de ciento cinco. Ni una más, ni una menos.

Quería comprobar si era cierto que los sonajeros, campanas y campanillas están asociados en el imaginario europeo a la aparición de los cortejos sobrenaturales, y tras ir ascendiendo por la torre, mientras leía y anotaba las informaciones en alemán (bendito Google translater) fui descubriendo que, efectivamente, esta música distintiva de tintineos no solo nos avisa de la llegada de una tropa de fantasmas, según contaban las crónicas suizas y alemanas del siglo xvi, sino que también marcan la llegada de san Nicolás (Hans Trapp en Alemania, Old Nick en Inglaterra) y de sus compañeros cargados de gruesas cadenas tintineantes.

Pero a medida que ascendía las escaleras de caracol de la torre medieval y contemplaba más y más máscaras inquietantes, disfraces ancestrales y extraños adornos, iba descubriendo las razones por las que las campanillas y las esquilas se asociaron a la salida de las mascaradas en la Edad Media.

La razón principal de que en toda Europa exista una estrecha relación entre las mascaradas y la reaparición periódica de difuntos es que las máscaras encarnan a menudo a los ancestros, quienes bajo este aspecto vuelven sobre la tierra para aportar, en ciertas épocas críticas del ciclo anual, su beneficio a los hombres.

Que este tintineo acompañe a muchos cortejos sobrenaturales es un indicador suplementario de la adscripción de este mito en el simbolismo de muerte y fecundidad.

Entre las máscaras tradicionales que portan campanas rituales o cencerros en su cintura destaca la figura del narro, pero no podemos olvidar al arlequín italiano (del que hablaremos más adelante largo y tendido), al Gilles belga, al koukeri búlgaro o al cigarrón español.

Todos estos abalorios me recordaron enseguida a otra figura ancestral, y entendí que no hay nada nuevo bajo el sol de invierno, puesto que para emprender su viaje al mundo de los espíritus el chamán siberiano ya se revestía con un traje mágico muy parecido que lleva colgando, entre otros elementos dotados de eficacia simbólica, campanillas de hierro.

Pero no son las campanillas el único ruido que acompaña a estos cortejos. Hay sonidos mucho más terribles que no presagian nada bueno. El 16 de abril de 1817, durante el terremoto de Palermo, se escucharon gritos atravesando el cielo y se contemplaron amplias sombras que oscurecieron el sol como lobos aullantes7.

También son numerosos los sonidos que en Galicia se consideran augurios de muerte y que vienen acompañando a los cortejos sobrenaturales, como el graznido del cuervo volando por encima del tejado de un enfermo, el aullido lastimero de un perro o el triste tañido de una campanilla que precede a la aparición de la Santa Compaña. También auguran la muerte el sonido de los tambores de algunas procesiones espectrales, los silbidos prolongados del espectral ejército templario o los gritos, llantos y lamentos de las banshees irlandesas8.


1 Yeats, W.B. El crepúsculo celta. Reino de Redonda, 2003.

2 Vargas, F. El ejército furioso. Siruela, 2011.

3 Domínguez Moreno, J. M., 1989, p. 185.

4 Lecouteux, C. Fantasmas y aparecidos en la Edad Media, 1999, pág. 76.

5 Barroso Gutiérrez, F.: La «Hurdanización» de una leyenda con trasfondo clásico: «El Pelegrinu»: Revista de folklore, n.° 245, 2001, pág. 156.

6 Cardero López, J. L. 2016, pág. 204.

7 Fort, C.: El libro de los condenados. Reediciones Anómalas, 2019.

8 Seres sobrenaturales femeninos del folclore irlandés que suelen estar unidas a un clan determinado y que utilizan sollozos y cantos fúnebres para avisar de una muerte inminente.