Capítulo II
La consagración: Portugal y las Terceras
Pese a todos sus logros, la verdadera gran oportunidad para que Miguel de Oquendo demostrara sus capacidades se presentó con la crisis portuguesa.7
Como es sabido, el rey de Portugal, don Sebastián, se embarcó en una temeraria conquista de Marruecos, en donde los portugueses tenían ya varios enclaves, desde Ceuta y Tánger a Casablanca, que terminó en el desastre de Alcazarquivir, donde no solo murió el rey, sino parte de la clase dirigente portuguesa, aparte de numerosos prisioneros que debieron pagar altas cantidades por sus rescates.
Lo peor, con todo, fue que el joven rey no dejó descendencia directa, lo que complicaba su sucesión. Tuvo que hacerse cargo del reino el infante D. Enrique, que ya había sido regente del reino durante la menor edad de D. Sebastián, pero el hecho de ser cardenal, tener avanzada edad y delicada salud, hacía ver a todos que esa solución no podía ser sino provisional.
Y el que tenía más claros derechos a la corona era el propio Felipe II, dada la política de uniones matrimoniales entre ambas casas reales desde el siglo XV. Lo cierto es que el Consejo de Regencia portugués, convocado por D. Enrique, designó como rey al monarca español el 17 de julio de 1580.
Pero pronto apareció otro candidato, don Antonio, prior de Crato, como es conocido en la historia, que era hijo bastardo del infante don Luis de Avis y de una judía portuguesa, Violante Gómez, conocida como «La Pelícana».
Aquello eran cuestiones que en la época eliminaban a cualquiera como candidato no ya al trono, sino a cargos mucho más modestos, pero Crato supo jugar con un cierto sentido patriótico, atrayéndose el apoyo del bajo clero y de las clases más modestas.
Deseoso de cortar de raíz cualquier oposición, Felipe II encargó una doble expedición para asentar su sucesión, enviando por tierra un ejército al mando del duque de Alba y por mar una escuadra al de don Álvaro de Bazán, que confluyeron en Setúbal y poco después tomaron Lisboa.
Y tras una corta, exitosa y poco cruenta campaña, Felipe II fue coronado oficialmente rey de Portugal en la Cortes de Tomar el 16 de abril de 1581.
Pero su rival, Crato, pudo huir, y contando aún con numerosos partidarios, buscó apoyos en el extranjero para llegar al trono.
La intervención francesa
En primer lugar fue a Inglaterra y allí pidió ayuda a Isabel Tudor, sabiendo que era enemiga de Felipe II ya de mucho antes. La reina le dio algún dinero y le prometió ayuda de sus corsarios, en su ya evidente guerra subterránea contra España de muchos años, pero la firme postura del embajador español en Londres, don Bernardino de Mendoza, logró que tal ayuda quedara poco más que en simbólica. Por ello, el pretendiente pasó a Francia.
Reinaba en París el débil Enrique III de Valois, pero quien tenía realmente las riendas del gobierno era su formidable madre, Catalina de Médicis, quien no solo reclamaba para sí el trono portugués, aduciendo un parentesco tan lejano en todos los sentidos como discutible, sino que consideró la ocasión propicia para vengar las derrotas que le habían inferido los monarcas españoles durante todo el siglo desde los Reyes Católicos.
Pero aparte de la revancha, se buscaba un beneficio concreto y Catalina se hizo prometer por Antonio de Crato la cesión del Brasil portugués a Francia, quien, con tal de ceñir la corona, estaba dispuesto a ceder lo que fuera.
Se reunió en los puertos franceses del Atlántico una poderosa escuadra, en la que embarcó Crato, planeando tomar las Azores o Terceras, donde tenía numerosos partidarios. Desde aquella estratégica base se pondrían seriamente en peligro las Flotas de Indias españolas, de paso que desde allí Crato bien podría reavivar la rebelión en el cercano continente. La amenaza era pues triple: una renovada guerra civil en Portugal, la pérdida de Brasil y las vitales comunicaciones con América cortadas. Las consecuencias de todo ello son fáciles de imaginar.
La diplomacia y el espionaje español descubrieron la trama en Londres y París, pero en ambas capitales se dijo no saber nada de aquello, se reafirmaron en sus propósitos de mantener la paz con España, e incluso Enrique III de Valois llegó a decir a Felipe II que si alguno de sus súbditos se embarcaba en la aventura, fuera tratado como pirata, dadas las pacíficas relaciones entre los dos países. Era la misma táctica que habían utilizado primero Francia con sus piratas hugonotes, que tan bien conocía Oquendo, y posteriormente Isabel Tudor.
Así que varios buques, franceses e ingleses, transportando hombres, armas y dinero, empezaron a llegar a las islas, prometiendo la próxima llegada de una gran escuadra y llamando a la rebelión, de paso que se perseguía a los partidarios de la unión con España, por supuesto.
Pero en alguna de las islas, como en la de San Miguel, predominaban sin embargo los partidarios de Felipe II, y así se hizo saber a Lisboa por medio de pequeños buques de aviso.
La batalla de las Terceras
Con órdenes de vigilar aquellas aguas y la recalada de las flotas, se envió a la pequeña escuadra de Diego Valdés, con cuatro naos y dos pataches, que realizó un desembarco en Angra, intentando un golpe de mano que terminó fracasando con la pérdida de 200 hombres de los 350 desembarcados. La táctica de los defensores fue sorprendente: lanzar contra los españoles una manada de ganado bovino en estampida que mató a unos y desorganizó por entero la pequeña formación, facilitando el ataque subsiguiente.
Se preparó entonces una agrupación mayor, compuesta de doce naos al mando de Galcerán de Fenollet, con 2000 soldados veteranos del gran don Lope de Figueroa, para reforzar a la de Valdés, pero, habida cuenta del fracaso anterior y del peligro que suponían los refuerzos franceses e ingleses, se encomendó a don Álvaro de Bazán la formación de una gran expedición anfibia que se retrasó por diversos motivos hasta el año siguiente, cuando los acopios de toda índole estuvieran listos y en la estación idónea, pues se trataba de reunir casi un centenar de naos grandes y pequeñas, doce galeras y sobre 80 barcazas de desembarco para los 10.000 soldados que debían asegurar la posesión de las islas.
Pero entonces se supo que una escuadra francesa había zarpado con idéntica misión, y sin terminar los preparativos y con una fuerza muy inferior a la proyectada, se ordenó en el verano de 1582 a don Álvaro de Bazán que saliera de Lisboa con la suya, aún incompleta, compuesta de dos galeones, 26 naos guipuzcoanas, portuguesas y urcas flamencas alquiladas, entre otras procedencias y cinco pataches. Ya en el mar se reuniría con las veinte naos de Juan Martínez de Recalde, especialmente andaluzas y vizcaínas, y con las doce galeras de Benavides, constituyendo entre las tres agrupaciones una escuadra capaz de enfrentarse con cualquiera que los franceses hubieran dispuesto.
Pero la proyectada reunión se vino abajo por el mal tiempo, desacostumbrado por estar en julio, que hizo volver a las galeras a puerto y retrasó muchos días a Recalde. Incluso el grueso de Bazán perdió a uno de los transportes, la carraca Anunciada de Ragusa, alquilada para la ocasión, con tres compañías de soldados, que servía además de hospital y depósito de medicinas, y que, averiada por la tempestad, se volvió a puerto. Otras tres naos, aún no listas, demoraron su partida y luego no pudieron incorporarse a la escuadra.
Escuadra al mando de don Álvaro de Bazán, 1582
2 Galeones de Portugal
San Martín (insignia) de 1200 toneladas y al mando de Marolín de Juan
San Mateo, de 600 toneladas, Alonso de Bazán
10 Naos de Guipúzcoa
Concepción, de 528 toneladas, Pedro de Évora
N.ª S.ª de Izar, de 240, Domingo de Olavarrieta
Buenaventura, de 191, Juan Ortiz de Isasa
San Miguel, 244, Antonio de la Jus
Catalina, 320, Juan de la Bastida
Juana, 353, Pedro de Galagarza
San Vicente, 314, Juan Pérez de Mutio
María, 289, Juan de Segura
N.ª S.ª de la Peña de Francia, 326, Cristóbal Segura
6 Naos de Portugal
Chagas, 319, Gaspar Antúnez
San Antonio, 282, Bastián Pérez
Rosario, 250, Manuel de Gaya
San Antonio del Buen Viaje, 152, Amador Fernández
Misericordia, 229, Pedro Beltrán
Anunciada, 600, Juan de Sión (de Ragusa)
3 Naos de particulares
Jesús y María, 704, Baltasar de Baraona
San Miguel, 139, Antonio Solís
San Buenaventura, 329, Juan de Arteaga
10 Urcas
San Pedro, 467, Guillermo Langle
San Gabriel, 401, Juan Antonio
María, 419, Juan de Donunto
Avestruz, 339, Gaspar González
San Miguel, 191, Guillermo de Torres
San Rafael, 418, Juan Beñezautista
Ciervo, 239, Andrés Pérez
San Miguel, 277, Gonzalo Becerra
Moysén, 378, Francisco Mecinés
Ángel, 338, Atanasio Fernández
5 Pataches
Santa Clara (no se indicaba en la época tonelaje por su pequeño tamaño), Antonio Ampuero
Santa Ana, Juan de Sorriba
Santa Cruz, Francisco Crispín
Isabel, Juan de Vezo Ibáñez
? , Juan Cardo
Nota: con las sustracciones indicadas y otras sucesivas que se indicarán en el texto.
Quedó así la escuadra de Bazán reducida a 25 buques, bastante escasos de artillería muchos de ellos y con la mitad de los soldados proyectados, aparte de cinco pataches, pequeños y ligeros buques de exploración de los que no se podía esperar gran cosa en combate abierto.
Es de señalar que los dos buques más grandes y potentes, los dos galeones, habían sido apresados por Bazán anteriormente, el San Martín en Lisboa, en la rendición general de la escuadra portuguesa, y en cuanto al San Mateo, había sido apresado en la defensa de Setúbal y tomado al abordaje por las galeras tras corta lucha.
Del resto es muy de destacar que la fuerza más numerosa era la escuadra de Guipúzcoa al mando de Oquendo, si bien su capitana, la Concepción desplazaba menos de la mitad del San Martín. En cuanto a las urcas, eran buques de transporte más que de combate, por su lentitud y pesadez, y de orígenes diversos. Por último, los pataches eran embarcaciones ligeras aptas para reconocimientos y como exploradoras, pero tampoco aptas para el combate, salvo contra otras semejantes. A anotar de las de Guipúzcoa no eran las únicas de origen vasco, hecho deducible por el apellido de sus capitanes.
Pese a que su escuadra era mucho menor de la planeada, Bazán no se desanimó y siguió adelante con su misión, dando vista a la isla de San Miguel el 21 de julio, y comunicando seguidamente con tierra, pues la fortaleza seguía fiel a Felipe II. Allí sus pataches le informaron de la llegada de la escuadra enemiga, que apresó uno de ellos.
La escuadra francesa era mucho más fuerte que la de Bazán, al mando de Philippe Strozzi contaba con unas 64 naves, de las que unos dos tercios eran de tamaño grande o mediano, siendo el resto pataches o poco más. Aparte de los marineros, llevaban a bordo 6500 soldados a las órdenes del mariscal Charles conde de Brissac, hermano de Strozzi. La expedición se había montado como una empresa corsaria, buscando tanto el beneficio económico como el político y estratégico, embarcando en ella muchos señores principales en busca del redondo negocio que podría suponer atrapar una flota o entrar en Brasil.
La francesa había llegado poco antes que la española, el 15 de julio, haciendo un primer desembarco para controlar la isla, pero, al tener noticias de la aproximación de la de Bazán, se ordenó rápidamente el reembarco de los soldados y se dispuso para la lucha.
Al fin, el 22 se divisaron ambas escuadras, resultando evidente que la francesa tenía más del doble de buques que la española. Bazán, que no esperaba semejante enemigo, no se amilanó por ello, reunió junta de generales y allí se decidió unánimemente por los mandos aceptar el combate.
La escuadra española formó en hilera, para no molestarse unos a otros el fuego de sus cañones de costado, en una formación ligeramente cóncava hacia el enemigo, con severas órdenes de respetar el orden y se dirigió sobre la francesa, sin formación aparente y más a barlovento, haciendo Bazán un tiro de cañón como reto y sonando tambores y clarines. Pero el viento calmó al atardecer, y unos y otros contrincantes no llegaron a distancia de combate.
Al día siguiente los franceses quisieron doblar la retaguardia española, impidiéndolo Bazán con una oportuna virada.
A la mañana siguiente siguieron las cosas como estaban, reconociéndose mutuamente los adversarios y no decidiéndose a atacar los franceses, pese a que tenían la ventaja del barlovento y a su evidente superioridad numérica. Pero a la caída de la tarde, aprovechando una virada de los españoles, arribaron en tres columnas sobre la retaguardia, mandada por Miguel de Oquendo, sobre la que rompieron fuego, siendo vivamente contestados, por lo que los franceses, viendo además como la vanguardia de Bazán acudía en socorro de las cinco últimas naos españolas, se volvieron a separar, no sin entablar a continuación un vivo cañoneo a distancia entre las dos escuadras, que no fue decisivo, pero ocasionó cuantiosas bajas y averías en ambos bandos.
Por la noche quiso Bazán ganar el barlovento al enemigo, prolongando su bordada y virando todos los buques a la vez cuando se pusiera la luna, sin más señales ni avisos que delataran la maniobra al enemigo, consiguiéndolo plenamente, pues en la amanecida del 25 apareció la escuadra española a barlovento, y con la satisfacción de observar cómo uno de los buques franceses averiados en el combate del día anterior se hundía a la vista de las dos escuadras. Era el 25 de julio, fiesta de Santiago, y don Álvaro creyó por un momento que podría repetir, y en la misma fecha, el triunfo de su padre en Muros unos cuarenta años antes, y con él como segundo jefe.
Pero los españoles también sufrieron un grave percance, aunque accidental, durante la noche: dos de las urcas flamencas, embarcaciones pesadas y poco maniobreras, chocaron entre sí, quedaron desmanteladas y se separaron de la escuadra, restándole dos buques y unos cuatrocientos soldados.
No acabaron aquí los sinsabores, pues en esa misma mañana, a eso de las nueve, la nao del «almirante» y segundo jefe de la escuadra, don Cristóbal de Eraso, comunicó que había partido su palo mayor y que precisaba remolque. Cualquier otro almirante, con una escuadra tan inferior a la enemiga, y disminuida además por aquellos percances accidentales, hubiera desesperado al ver como se frustraban sus mejores maniobras, pero don Álvaro de Bazán era un gran y veterano marino y no perdió en absoluto la cabeza, dando el remolque a la averiada con su propio buque insignia, el galeón San Martín, aunque de sobra sabía que eso le iba a suponer perder la ventaja del barlovento tan hábil como recientemente lograda.
Efectivamente, los franceses pudieron ganar el barlovento a mediodía, y la tarde se pasó en uno y otro lado reparando las averías del combate del día anterior y preparándose para el definitivo, ya ineludible, al día siguiente.
El combate de San Miguel
Con las sustracciones que ya hemos anotado, la escuadra de Bazán se componía solamente de 25 buques grandes y medianos y cuatro pataches, frente a los 60 o 62 buques enemigos, por lo menos cuarenta de ellos grandes o medianos.
Aunque ningún buque francés igualaba al San Martín, varios de los mayores tenían tamaño y potencia artillera similares a los del San Mateo, e incluso tenían una sensible ventaja en tropas embarcadas, de unos 6500 contra los 4000 de tropas españolas, portuguesas y alemanas.
Situado a sotavento, Bazán articuló su escuadra en tres agrupaciones: la vanguardia, compuesta por el gran San Martín y seis de los mejores buques, el centro, con las urcas y el San Mateo, donde iba el maestre de campo jefe de la infantería embarcada, don Lope de Figueroa y sus temibles veteranos, y la retaguardia, con don Miguel de Oquendo, formando todos los buques en hilera, para no molestarse en la navegación, no quitarse el viento y no impedirse mutuamente el uso de la artillería.
Así las cosas, salió de la línea el San Mateo, dirigiéndose hacia el enemigo. Strozzi no pudo evitar la tentación de cortarlo de la formación enemiga y apresarlo, y hacia él se dirigió con sus naves más potentes, cinco bajo su mando directo, seis a babor con Brissac y otras cuatro aún más a babor, con Saint Souline, quedando las demás de su escuadra un tanto retrasadas.
Rápidamente los franceses se lanzaron al abordaje del San Mateo, abordándolo por babor el Saint Jean Baptiste de Strozzi y por la otra banda el de Brissac, mientras otros tres más se situaron por los extremos de proa y popa del galeón, disparando su artillería.
Curiosamente los franceses disparaban a placer, mientras que los españoles no respondían. Ello se debía a la táctica impuesta, vieja al menos desde Lepanto, de retener el fuego hasta que los enemigos estuvieran borda con borda; entonces, y cuando los efectos podían ser mayores, los arcabuceros y mosqueteros dispararían una mortal «rociada», apenas repuestos los franceses de la terrible descarga a bocajarro, se dispararía la andanada de la artillería, y rápidamente recargadas las armas portátiles, una nueva rociada. Y todo ello alternando las descargas para coger al enemigo a descubierto, que confiando en la lenta recarga de la época se reincorporaba para luchar tras cada descarga.
Aquella formidable y triple descarga a bocajarro diezmó los trozos de abordaje franceses, sembrando sus cubiertas de cadáveres y frenando en seco su empuje. El acoso al San Mateo siguió no obstante, pues otros buques franceses transbordaron tropas de refresco a los que luchaban contra él, renovando el ataque, si bien con muchas más precauciones.
Durante casi dos horas el valeroso galeón español luchó aislado contra un número mucho mayor de enemigos, disparándose mutuamente con todo lo que tenían, arrojándose frascos y vasijas incendiarios o primitivas granadas de mano y utilizando por supuesto las armas blancas. Cómo serían los soldados españoles de entonces que don Lope de Figueroa tuvo que prohibirles, bajo pena de muerte, saltar a los buques contrarios al abordaje, por el temor de que quedara el suyo sin suficientes hombres para resistir al enemigo.
A todo esto el combate se iba generalizando, con aproximadamente un tercio de los buques franceses luchando borda contra borda con los del centro de Bazán, otro tercio cañoneándose a distancia con el resto de los buques españoles, y el restante, compuesto por los pataches, a la expectativa.
Pero el verdadero núcleo del combate estaba en torno al San Mateo, y hacia él se dirigió Oquendo con su retaguardia, lanzándose con su nao contra la nave de Brissac, interponiéndose entre ella y el acosado galeón, causándole tales averías con el encontronazo y la descarga a tocapenoles que le hundió el costado, secundado especialmente por las naos Juana de Garagarza y la pequeña María de Juan de Villaviciosa, la primera en acudir a su socorro, que atacaron respectivamente a las de Strozzi y de Brissac.
Casi al mismo tiempo viró la vanguardia de Bazán, soltando el remolque de la averiada, el gran San Martín, como ya sabemos un buque armado con más de cuarenta piezas de artillería, y el más grande y potente de todos los que participaron en la batalla, seguido de los otros de su agrupación, bastante más modestos. Sus piezas, con sus continuas y certeras descargas de gran calibre, pusieron en fuga a muchos de los buques franceses no empeñados aún a fondo, especialmente Saint Souline y su grupo, que se dieron a la fuga. El buque de Strozzi consiguió zafarse del San Mateo, pero solo para caer entre el San Martín y la nao Catalina de Labastida (otra guipuzcoana), que no tardaron en rendirle, con el almirante francés mortalmente herido. En su cubierta y puentes se habían batido 800 hombres de su dotación y de los refuerzos enviados por otros buques, sin embargo, cuando se rindió quedaban solo 380 vivos.
En cuanto a Brissac seguía en su duelo con Oquendo. La nave francesa era un potente buque armado con treinta buenas piezas de bronce y una dotación de 300 hombres. Un cañonazo francés causó en la nave de este una peligrosa vía de agua. Lo lógico hubiera sido alertar a la dotación y disponer las bombas, pero el gran marino guipuzcoano calculó que la inundación no sería peligrosa antes de terminar el combate, y no dijo nada, temiendo que sus hombres desfalleciesen con la noticia, abordó al francés en el extremo de popa tomándole su bandera y algunos prisioneros, y se apartó un tanto para remediarse, mientras el francés se hundía y Brissac buscaba la salvación transbordando a otro buque. 8
Con aquello quedó sentenciado el combate, y los buques franceses que aún podían se retiraron precipitadamente. Habían perdido un total de diez buques, casi todos equivalentes en poder y tamaño al San Mateo, especialmente los de Strozzi y Brissac. De ellos, dos se incendiaron, cuatro se hundieron y otras cuatro fueron apresados, pero en tal estado, que después de ser saqueados, se dejaron hundir por inútiles. Las bajas rondaron los dos mil entre muertos y heridos, entre ellos el propio Strozzi y el conde de Vimioso, mano derecha de don Antonio de Crato.
Los españoles no perdieron ningún buque, aunque el San Mateo quedó destrozado tras haber recibido cerca de quinientos cañonazos de todos los calibres y ser incendiado hasta veinte veces por el enemigo. De su dotación de 250 hombres, tuvo 40 muertos y 74 heridos, casi la mitad de su dotación, incluido entre los primeros su capitán, don José de Talavera. Los españoles no perdieron ningún buque y lamentaron un total de 224 muertos y 553 heridos.
La distribución de bajas entre los buques españoles muestra de manera palmaria su participación en el combate:
El insignia San Martín sufrió 15 muertos y 70 heridos, mientras que el bravo San Mateo tuvo 40 muertos y 74 heridos, como ya se ha indicado.
En cuanto a las naos, la María tuvo nada menos que 45 muertos y 52 heridos, siendo una pequeña nao de apenas 300 toneladas, aquello debió ser la mitad o más de su dotación. La San Vicente, 27 muertos y 28 heridos; la Santa María de Icíar, 5 y 17; la Buenaventura, 6 y 5; la Juana, 13 y 27; la Catalina, 13 y 7; la Concepción de Oquendo, 17 y 24; la San Antonio, 15 y 16; la Misericordia, 6 y 13; y la N.ª S.ª de la Peña de Francia, 6 y 13 igualmente. El resto de los buques de la escuadra de Bazán sumaron 20 muertos y 197 heridos, siendo su participación mucho menor.
Del análisis de estas cifras, comparándolas con el cuadro anterior, cabe deducir el papel protagonista de las naos de Guipúzcoa, que acumularon entre las ocho indicadas (de nueve presentes) bastante más de la mitad de los muertos: 148 contra los 224 totales, lo que prueba el valor y la total entrega de los hombres de Oquendo. Y el caso resulta más evidente cuando se anota que, aparte de los dos galeones, solo se citan otras dos naos entre las que tuvieron mayor número de bajas, ambas de Portugal.
También cabe anotar que las urcas, embarcaciones más de transporte que de combate, se limitaron a un papel pasivo, intercambiando meramente fuego con el enemigo a alguna distancia y sin empeñarse en combate serio. Realmente no se les podía pedir mucho más, dada su pesadez y poca aptitud para el combate y maniobras.
El epílogo del combate
En cuanto a los prisioneros franceses, se les juzgó sumariamente en consejo de guerra, acusándoseles de piratería por estar entonces en completa paz Francia y España. Todos fueron ejecutados, incluyendo ochenta señores y caballeros por decapitación y 313 marineros y soldados por horca, pero se perdonó a los menores de 18 años. Tan severo castigo, propio de las leyes de la época, pretendía cortar de raíz la plaga de corsarios de todas las nacionalidades que pretendían enriquecerse a costa de las posesiones y buques españoles, y desde luego, se quería dar un aviso a Francia y a Inglaterra de lo que les cabía esperar si persistían en su hipócrita actitud. Por otra parte, incluso el mismo Enrique III de Valois había insistido en que se les tratara como a piratas, y desde luego, Isabel Tudor pretendía desconocer por completo las agresiones de los corsarios ingleses.
Sin embargo, la medida pareció a muchos excesiva, incluso para la época, y desde luego fue muy poco usual y extraña en alguien como Bazán, quien siguió órdenes estrictas de su rey. 9
El mismo Oquendo, en su parte del combate que ya hemos citado, se dolió de la dura decisión e informó de que había perdonado y ocultado a varios franceses que se le rindieron. Y en términos muy parecidos se expresó don Lope de Figueroa, quien escribió: «…los franceses pelearon como caballeros y murieron como cristianos, hame parecido crueldad…». Y bueno es recordar que el gran militar había sido hecho prisionero en su juventud por los otomanos y puesto al remo de una galera.
Pocos días después del combate se incorporó la agrupación de Recalde, con quince naos. Es fama que interpelado el gran marino vizcaíno por sus subordinados, sobre la conveniencia de acudir en socorro de Bazán con tan limitada fuerza, con el riesgo de toparse con una muy superior y vencedora escuadra francesa, contestó que él estaba seguro de que el marqués (por Bazán) saldría victorioso, pero que de no ser así, habría dejado de tal modo a sus enemigos, que él, con su pequeña agrupación, podría fácilmente vencerlo.
Bazán reforzó San Miguel con sus tropas, dejando allí el tercio de don Agustín Íñiguez de Zárate, con unos 2600 hombres, pero no pudo recuperar de momento las islas rebeldes, primero por la necesidad de proteger la recalada de la vital Flota de Indias, ese año al mando de don Fernando Téllez de Silva, pues nadie aseguraba que otra flota enemiga no se dirigiera a tan importantes aguas, y luego, por la entrada del mal tiempo otoñal, unido al natural desgaste de barcos y hombres tras la batalla, navegaciones y larga estancia en la mar, por lo que la campaña tuvo que dejarse para el año siguiente.
Las tácticas
Llama la atención al analizar el combate de San Miguel o de las Terceras comprobar la extrema prudencia de la escuadra francesa, pese a su enorme superioridad numérica, lo que indica que conocían perfectamente y temían a su enemigo. Incluso y pese a tener la ventaja del barlovento, solo tras varios días de reconocimientos, maniobras, tentativas y cañoneo a larga distancia, se decidieron a atacar, y eso cuando creyeron que el aislado San Mateo era una presa propicia. Indudablemente el bravo galeón actuó como cebo, consciente o inconscientemente.
También llama poderosamente la atención que Bazán, de forma tan clara como reiterada, formó a su escuadra en hilera, presentando el costado al enemigo. No se puede hablar realmente de una línea de combate o de fila como las habituales a partir de 1650, porque en el siglo XVI los buques que formaban las escuadras eran demasiado heterogéneos en tamaño, potencia, velocidad y cualidades evolutivas como para mantenerla con alguna regularidad, pero era un buen principio, y reflejaba claramente las necesidades impuestas por la propulsión a vela: no quitarse el viento unos a otros, y con el armamento artillero emplazado básicamente en los costados: no estorbarse mutuamente el tiro. Sin embargo, y como hemos visto, la escuadra francesa maniobró sin una formación clara, en tropel o en deshilachadas columnas como mucho.
Dicha formación española en una hilera algo cóncava, dividida en tres agrupaciones de vanguardia, centro y retaguardia, no era un invento de Bazán, por más que la utilizara magistralmente, sino que fue preconizada desde muchos años antes, en la primera mitad del siglo, por tratadistas navales como Alonso de Chaves, y no es, como pretende el tan repetido tópico, un invento inglés u holandés posterior.
Sin embargo, los españoles no cayeron en el error tan común en el siglo XVIII de considerarla una formación rígida, que había que mantener a toda costa, sino como una defensiva, que podía y debía abandonarse en el transcurso del combate, según fueran las circunstancias, propiciando la iniciativa y la decisión de cada agrupación e incluso de cada buque, para llegar a la meleé y al combate cercano, rematado por el abordaje. Como hemos visto, la retaguardia de Oquendo no duda en socorrer al comprometido centro, y Bazán contraataca decisivamente con la vanguardia, virando también hacia el centro, en forma muy distinta a como se condujo la escuadra aliada franco-española en Trafalgar.
Incluso el centro español, lejos de ser la parte más potente de la formación, aparte del San Mateo, estaba integrado básicamente por las pesadas y lentas urcas de transporte, solo aptas para su propia autodefensa en realidad, actuando así nuevamente de cebo para el enemigo.
En cuanto al combate propiamente dicho, conviene aclarar que los españoles valoraban ya mucho la artillería, en contra de nuevo del manido tópico, que al cañón hundieron uno de los grandes buques franceses en los combates preliminares, y que la utilizaron con profusión y fortuna durante el combate. Como ya había quedado de manifiesto en Lepanto e incluso con las galeras, que no podían llevar muchos cañones y aun así llevaron un 40 % más que las otomanas.
Como es sabido, la artillería naval de la época se dividía en tres grandes familias, aunque con gran variedad dentro de cada una de ellas en tamaños y calibres: las culebrinas, los cañones propiamente dichos y las piezas ligeras, como pedreros falconetes y versos, útiles solo a cortas distancias y únicamente contra el personal y los aparejos del enemigo.
Las culebrinas eran grandes y pesadas piezas de larga ánima, que disparaban pequeños proyectiles, de entre cinco y nueve libras de peso aproximadamente, y a larga distancia. Los cañones, igualmente pesados pero más cortos y de mayor calibre, podían disparar balas de mucho mayor peso, superior en ocasiones a las 30 y 40 libras, pero a menor distancia.
Con la experiencia que les dieron los continuos combates contra toda clase de enemigos, los españoles habían llegado a la conclusión de que el fuego a larga distancia de las culebrinas era poco eficaz, pues a varios centenares de metros, y con la rudimentaria artillería de la época, era difícil dar en el blanco, e incluso de conseguirlo, las pequeñas balas llevaban ya poca energía y causaban escasos daños. Por contra, las grandes balas de los cañones, disparadas a corta distancia, eran mucho más resolutivas en todos los aspectos. Así que los españoles, aunque conservaron las culebrinas para responder al enemigo a distancia, preferían los cañones y retenían el fuego de su andanada hasta el final, cuando el enemigo estaba ya tocando el buque propio, con lo que los efectos eran demoledores.
Otra cosa es que todos los cañones eran caros y difíciles de hacer, especialmente las grandes piezas, y las necesidades españolas eran enormes y en todos los océanos, con lo que a menudo los buques llevaban menos piezas o de menor calibre de las que hubiera sido conveniente. Y lo mismo pasó en San Miguel, donde Oquendo se quejó por escrito de aquellas limitaciones.
El fuego de la artillería se complementaba con el de arcabuces y mosquetes, los primeros eran armas ligeras y de escaso alcance, pero de relativamente rápida recarga, mientras que los más pesados mosquetes, de mayor alcance y peso de proyectil, eran más lentos de recargar. Aparte había también esmeriles o trabucos de borda, intermedios entre el mosquete y las piezas de artillería más ligeras.
La táctica de los españoles era descargar, como sabemos, aquella masa de fuego a bocajarro sobre el enemigo, bien en una sola descarga mortífera o, más comúnmente, en varias muy seguidas, con lo que se evitaba que el enemigo se pusiera a cubierto entre una y otra.
Tras aquella «rociada», el buque enemigo y el español se enzarzaban en un abordaje. Hasta que el enemigo no había sido convenientemente «ablandado», era literalmente suicida abordarlo espada en mano, como nos han acostumbrado a ver las películas, así que ambos bandos seguían disparándose con todo lo que tenían. Pero los españoles solían enviar a combatientes escogidos o a pequeños grupos a reforzar los arpeos que sujetaban al buque enemigo con gruesos cabos y hasta con cadenas, o atacaban la popa del contrario, buscando poner fuera de combate a los mandos y timoneles y apresar el pabellón enemigo, cosa que hundía su moral, o cortaban obenques y jarcia del contrario. Solo al final se daba el verdadero asalto contra el combés o cubierta principal.
Por supuesto que a cañones y armas portátiles se unían toda clase de proyectiles arrojados a mano en los abordajes, los «frascos de fuego» (botellas llenas de pólvora) por sus efectos incendiarios, primitivas granadas, etc.
Y, como ya sabemos, para el combate los españoles embarcaban soldados en sus buques, esperándose de la marinería que atendiera principalmente a la navegación y echara una mano en el manejo de los cañones y en el combate, pues movidos a mano por entonces, era más necesaria la fuerza que la técnica, salvo para el artillero de la pieza. Pese a los tópicos, todos los países embarcaban soldados en los buques, estuvieran más o menos familiarizados con la guerra en el mar, siendo este el origen de la Infantería de Marina. Y justamente la española es la más antigua de todas, pues fue aquí donde primero se entendió la necesidad de que los soldados embarcados fueran especialistas en la guerra buque contra buque y en las operaciones de desembarco.
Carece pues también de sentido el tópico reproche de que los españoles hacían mal en embarcar soldados en sus buques, pues lo mismo hacían los británicos, a los que siempre se pone como ejemplo, en los mismísimos tiempos de Nelson, no solo con los Royal Marines, indispensables en cualquier buque de la Royal Navy y donde servían además como policía naval para controlar a la indómita marinería, como sabemos reclutada muchas veces a la fuerza, sino con regimientos de Infantería y hasta de Caballería del Ejército cuando no había suficientes «marines», que era lo habitual.
En cualquier caso, la ventaja española en el siglo XVI y primera mitad del XVII era clara, pues aquellos soldados eran los formidables luchadores de los Tercios. Pese al cine y las novelas, lo cierto es que muy pocos buques españoles armados en guerra se perdieron en aquella época por un abordaje enemigo, debiendo recurrir nuestros enemigos a otras tácticas.
Así se explica la diferencia en castellano entre «tripulación» o conjunto de hombres que atendían a la navegación, y «guarnición», o los que se ocupaban principalmente del combate, siendo el común el de «dotación», que engloba a las dos, y que es el genérico adecuado para referirse a la de un buque de guerra.
Por último, recordar que en el siglo XVI y buena parte del XVII, los buques que luchaban en los combates navales eran generalmente mercantes o incluso pesqueros armados, a los que en tiempo de guerra se dotaba de artillería o se reforzaba la que tuvieran, y se les daba una guarnición de soldados. Pocos de los buques eran construidos específicamente para la guerra y por encargo del rey, aunque lógicamente eran más fuertes y potentes que los mercantes armados, pero no necesariamente los más grandes. Estos buques del rey eran específicamente los «galeones», aunque pronto se extendió la denominación a cualquier gran buque bien armado, aunque se tratara de un mercante movilizado.
En cualquier caso, las tácticas españolas habían mostrado y seguirían mostrando su franca superioridad contra cualquier clase de enemigos.
Lo curioso del caso es que los ingleses, presentes en las Azores por entonces en varios buques corsarios y en compañías de voluntarios en tierra, aunque no participaron en el combate de San Miguel, tomaron buena nota de todo lo que allí había pasado, como el lector comprobará en el capítulo siguiente.
Pero, y volviendo a nuestro protagonista, aquel fue un día realmente de gloria para él, y más con la forzada ausencia del segundo o almirante de Bazán, por tener desarbolada su nao. Oquendo no solo fue el mejor auxiliar de Bazán, sino que su escuadra tuvo un papel protagonista en la batalla… aparte de demostrar su humanidad con el enemigo…
Y que no era ningún afortunado novato, como hemos supuesto anteriormente…
Una modélica operación anfibia
Cabe imaginar la sorpresa y el estupor que cundieron en Francia ante las noticias del desastre de su expedición, tanto en los puertos y ciudades de donde partieron buques y hombres como en la misma corte. Y más por cuanto una pequeña expedición, con participación inglesa nuevamente, había fracasado rotundamente en apoderarse de Cabo Verde, ante la resistencia por tierra de sus naturales.
Se alzaron muchas voces reclamando venganza y pidiendo que una nueva expedición, mucho más fuerte, repitiera el intento y asegurara tanto la represalia como los beneficios estratégicos y económicos, pero Francia no podía alistar otra nueva flota que pudiera competir con la que pudiera movilizar Felipe II, y desde luego no tenía almirantes como Bazán para mandarla.
Las gestiones de Enrique III y de su madre se dirigieron entonces a los países escandinavos y hasta a las ciudades portuarias alemanas de la Hansa, pero nada lograron, mientras que Isabel Tudor, pese a las presiones de sus ministros, e impresionada por la victoria española, tras muchas dudas solo se comprometió con algunas compañías de soldados y algunos buques. En cuanto al pretendiente portugués, no dudó en solicitar ayuda al mismísimo Imperio otomano, rogando enviaran una escuadra a las Azores, petición que en Estambul no mereció mayor atención, aparte de por las treguas renovadas con Felipe II y de problemas en su vasto imperio, porque de sobra habían experimentado en sus propias carnes la entidad de un enemigo como las armadas del rey hispano.
Pese a todo ello, la oportunidad de dar un buen golpe, de decisiva importancia estratégica, seguía en pie, y aunque muy lejos de lo que hubieran deseado, los refuerzos para consolidar su incompleto dominio de las Azores comenzaron a llegar a las islas que aún reconocían por rey a Antonio de Crato.
Los defensores
Aparte de los rebeldes armados portugueses, tanto isleños como llegados del continente, unos cuatro mil hombres armados al mando del Conde de Torres Vedras, don Manuel da Silva y los hombres dejados por Sourdis en la campaña anterior, unos setecientos soldados franceses y un par de centenares de británicos, pronto llegó una expedición de refuerzo, con armas, materiales, ingenieros y soldados, mayoritariamente franceses.
La fuerza se componía de 15 buques, entre ellos cuatro galeones, siete naos, una urca y una carabela, todos franceses, aparte de dos buques ingleses con cuatro compañías de soldados a bordo, la muy limitada aportación de la dubitativa reina inglesa.
El mando supremo de la fuerza lo ostentaba el comendador Aynar de Chaste, y el de la fuerza de nueve compañías de soldados franceses el maestre de campo Caravaques, secundado por el sargento mayor Battista Servigni.
Desde París, el embajador español, don Juan Bautista de Tassis, informaba que el objetivo de la expedición no eran las Azores, sino algún punto de la costa gallega o portuguesa, Oporto o Bayona de Galicia, donde los expedicionarios pensaban tomar algún punto cerca de la costa y fortificarse en él, para luego utilizarlo en una negociación diplomática o para extender la rebelión. Pero aquella era una intoxicación lanzada por los franceses, por más que la hicieran plausible los ingenieros reclutados y las herramientas y materiales embarcados. Desde Londres, don Bernardino de Mendoza, mucho más avisado que su colega, entre otras cosas por ser veterano de Flandes, acertaba en que Inglaterra dudaba mucho en comprometerse más que de forma casi simbólica. Lo que no dejaba de ser un error de la reina, pues no por ser menor la contribución inglesa dejaba de ser comprometedora, al enviar buques y soldados en apoyo de los enemigos de Felipe II. Pero así era el carácter de Isabel, desatendiendo los consejos de sus ministros y consejeros, mucho más precavidos por lo general.
La idea era fortificarse en las islas todo lo posible para asegurarlas contra una nueva expedición española, dando tiempo a que se organizara una expedición más fuerte, vencidas las reticencias de Londres.
Aunque la fuerza no era muy grande, se estimaba que podría cumplir su misión, al ser las Azores unas islas de naturaleza volcánica, muy montañosas y con pocos puertos o playas accesibles para un desembarco, especialmente la mayor, más habitada y centro de la rebelión, la Tercera, cuyas costas norte y oeste eran prácticamente inabordables.
Con la ayuda, a veces forzada, de la población civil, se construyeron nada menos que 44 fuertes, fortines y baterías en la isla, aparte de remozar y completar los existentes, dotándolos de no menos de trescientas piezas de artillería, dos tercios al menos de mediano y gran calibre. Para unir esos puntos se construyeron, también alternativamente en sillería o de campaña, con arena y faginas, kilómetros de muros de hasta tres metros de altura y dos de espesor, que al mismo tiempo cerraban los accesos entre los escarpados valles.
El grueso de la fuerza defensiva se estableció en Tercera, con una reserva central de unos 250 franceses y mil portugueses para acudir al punto amenazado. En Fayal, a los defensores locales se unieron cuatro compañías de franceses y una de ingleses, al mando conjunto del capitán Charles de Bordeaux. Aparte de las fuerzas terrestres, sobre las que recaía el peso de la defensa, se contaba con los quince buques franceses e ingleses de la expedición y unos dieciséis portugueses, sumando la respetable cantidad de 31 unidades.
La expedición española
Como era en él costumbre, Felipe II ardía de impaciencia por que todo se llevara a cabo de la forma más rápida posible, y ya el 10 de febrero de 1583 enviaba tres cartas de instrucciones a Bazán en Lisboa, ordenándole que la expedición estuviera lista nada menos que a fines de marzo o primeros de abril, algo manifiestamente imposible no solo por la enorme tarea de reparar y alistar buques, armas, pertrechos y provisiones, sino por la necesidad de concentrar marineros y soldados que debían llegar desde puntos muy distintos de la monarquía hispánica. Razones no le faltaban al rey para pedir la mayor rapidez, no dando tiempo a los defensores a consolidar sus obras ni recibir nuevos refuerzos, pero aparte de los problemas de organización, la temporada propuesta no era aconsejable por ser el tiempo muy dudoso y exponer a toda la expedición a un posible desastre por los temporales primaverales.
Si no en los tiempos, al menos en las instrucciones a Bazán, Felipe II demostraba merecer el apelativo de «rey prudente» con el que se le recuerda, pues estimaba prioritario vencer y destruir a la flota enemiga, solo tras de lo cual se podría pensar en el desembarco. Si ello no fuera posible, Bazán quedaría al mando de la escuadra, bloqueando o persiguiendo a la enemiga, y tomaría el mando en tierra don Lope de Figueroa. Pero daba a Bazán carta blanca en las operaciones «por ser consideraciones que dependen del tiempo y del lugar», prueba de la confianza que le tenía el monarca, pero recomendándole sometiera sus decisiones en lo posible al acuerdo del consejo de los principales jefes.
Realmente la tarea de Bazán en Lisboa era agobiante, debiendo en primer lugar preparar y alistar los barcos, muchos de los cuales venían de puertos muy lejanos, o de reparar otros, participantes en la expedición anterior. A los recién incorporados, mercantes o pesqueros, hubo que instalarles artillería, reforzando las cubiertas y abriendo portas en los flancos, hacerles jaretas o enjaretados en las bordas, para que sirvieran de apoyo a las empavesadas o parapetos que se montaban antes del combate. A ello había que añadir los acopios y almacenaje no solo propios de cada buque, sino los necesarios para el ejército expedicionario y sus materiales: artillería de asedio y de campaña, útiles de ingenieros, etc., aparte de alimentos para cuatro meses y la vital aguada. Y se esperaban además nada menos que doscientos marineros desde Cataluña y el doble desde Génova, aparte de buques que tendrían que venir desde el Cantábrico hasta el Adriático, y soldados desde Alemania a Italia.
Por fin, y venciendo todas las dificultades logísticas y administrativas, Bazán completó sus preparativos hacia finales de junio, dando la vela de Lisboa el día 23, con el título de «Capitán General de las Galeras de España y Armada de Lisboa y de la gente del ejército que han de ir en ella».
Componían la expedición tres galeones del rey (eran de Portugal los tres) con insignia de nuevo en el poderoso San Martín, dos más aportados por el propio Bazán, que los había diseñado, pagado y construido, seis naos alquiladas de Ragusa, tres de Cataluña, cuatro alquiladas o embargadas de Venecia, dos de Génova, una de Nápoles y trece de Vizcaya y Guipúzcoa. Por supuesto, y para evitar equívocos, ni Venecia ni Ragusa eran por entonces aliadas de Felipe II en la empresa, simplemente se trataba de grandes buques mercantes, fondeados por entonces en Lisboa, que se alquilaron, embargaron o compraron a sus propietarios para la ocasión, instalándoles artillería y otras mejoras y embarcando dotaciones españolas o a su servicio.
A ellas se añadían dos galeazas de Nápoles y doce galeras de España, a las que se pensaba utilizar en su papel de buque anfibio, tanto remolcando las lanchas de desembarco como acercándose en lo posible a la costa gracias a su escaso calado, o apoyando con sus piezas de proa a las tropas.
Justamente para ese papel y para facilitar la descarga a los navíos mayores de tropas, armas y provisiones, aparte del habitual de exploradores y buques mensajeros, iban un gran número de buques ligeros: un «navío» de Vizcaya, ocho pataches de Castro Urdiales, cuatro de Guipúzcoa, quince zabras de Castro Urdiales y catorce carabelas portuguesas, los buques más pequeños de todos, con apenas 10-12 marineros, mientras que los pataches llegaban a 30 y las zabras en torno a la veintena.
Los tres galeones del rey llevaban un total de 116 piezas de bronce. 44 el insignia y 40 y 36 respectivamente los otros dos. Los dos galeones de Bazán y las naos unas 452 de bronce y 122 de hierro, con una media de poco más de 18 cañones por buque, aunque los primeros llevaban el doble.
Esa preferencia por los cañones de bronce se explica porque era un material mucho más resistente a la corrosión marina que el hierro, por su menor peso a igual calibre y porque eran mucho menos propensos a reventar, deformándose en los peores casos. El problema era que su precio era seis veces, al menos, más caro que los de hierro, por lo que este se utilizaba como substitutivo a falta de los de bronce.
Las galeazas llevaban unos cuarenta cañones cada una, y cinco las galeras, mientras que los buques ligeros se contentaban con algún cañón ligero o simplemente con esmeriles.
En total sumaban 20.217 toneladas (excluidas galeazas, galeras y ligeras) con 3823 marineros, 2708 remeros (utilizables también para trabajos pesados) y 8841 soldados (incluidos los del Tercio de Íñiguez, que debían embarcar en San Miguel) y que tenían la doble función de completar la dotación de los buques y de servir de fuerza de desembarco, según las necesidades. Aparte había unos 436 caballeros voluntarios o «entretenidos», con sus séquitos, sumando el total 15.808 hombres.
Aparte de los botes y esquifes de los buques, se contaba para el desembarco con siete barcas grandes, de fondo plano, y con portón a proa, con el doble propósito de servir de escudo contra los tiros enemigos cuando se acercara a la costa, y una vez ya en la playa, abatido, de puente para los infantes que desembarcaban, invento del propio Bazán y que se acababan de construir en Lisboa, curioso y genial precedente de las lanchas de desembarco actuales.
En cuanto a la organización de la Infantería embarcada, constaba del Tercio de don Lope de Figueroa, ya más que destacado en Lepanto y en la batalla naval de San Miguel, con 20 compañías, 12 del de Bobadilla y 17 el de Íñiguez, aparte de siete compañías de Lisboa, cuatro de Oporto, otra portuguesa de don Félix de Aragón, cuatro de Andalucía, cuatro de alemanes y tres de italianos.
7 Un resumen de los acontecimientos en RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín R. en «De Alcazarquivir a Lisboa», Cap. VII del libro: Álvaro de Bazán. Capitán general del Mar Océano, EDAF, Madrid, págs. 213-232.
8 Véase la narración del combate por el propio Oquendo en Apéndice n.º 1.
9 Para las órdenes de Felipe II al trato a los prisioneros vid. Apéndice n.º 2.