Prólogo de Tom Peters

En los últimos años de la década de 1970, inicié con Bob Waterman un viaje en el que examiné cómo se gestionaban las buenas empresas y que desembocó en la publicación de En busca de la excelencia. Por el camino conocimos a un extraordinario elenco de personajes. Estaba Jim Burke, director general de Johnson & Johnson, que, cuando se vio acosado por la infame crisis del Tylenol en 1982, recurrió al «credo» casi religioso de J&J. Con la orientación de los valores fundamentales, la empresa gestionó la crisis con una integridad y una transparencia que se mantiene hasta hoy como un monumento al poder de las organizaciones basadas en valores.

Y luego estaba Delta Airlines, sumida en una crisis debido a la recesión de principios de los años ochenta; el balance de la empresa se vio enormemente favorecido por la decisión de los empleados de Delta de ¡comprar un avión a su empleador! Estaba McDonald's que, a principios de los años ochenta, vivía con rigor sobre los cimientos establecidos por su fundador, Ray Kroc, llamados QSC&V, o calidad, servicio, limpieza y valor.

Y luego estaba John Young, de Hewlett-Packard, que gestionaba dando paseos, conversando con los empleados de línea los detalles de los proyectos.

El concepto clave de nuestro libro se plasmó en diez palabras: «Lo duro es lo blando. Lo blando es lo duro». Como ingenieros, MBA y consultores de McKinsey estábamos firmemente arraigados en los valores de la medición y las métricas, pero también sabíamos lo fácil que es falsear las cifras. Los números supuestamente duros resultan ser una y otra vez blandos. Enron, hacia el año 2000, dirigida por un graduado de la Harvard Business School-McKinsey, y los derivados, superderivados e los intercambios de incumplimiento crediticio (swaps) de la década de 2000, creados por grandes profesionales, se produjeron gracias a cifras tan blandas que se desinflaron.

¿Qué es lo que importa? ¿Qué es lo realmente «difícil»? La integridad. La confianza. Valores que perduran (como el credo de J&J). Relaciones profundas. Buena actitud corporativa. Escuchar al cliente y al empleado de primera línea y actuar en función de lo que nos dicen. Calidad inigualable, la pesadilla de aquellos primeros años de la década de los ochenta. Y, sí, la excelencia. Esas son las cosas que no se enseñan en las escuelas de negocios, pero que son la base de una empresa eficaz.

Fueron los recuerdos de ese sorprendente viaje los que explicaron que, en medio de la Gran Recesión posterior al 2007, cogiera, sin ninguna razón en particular, el libro de Jack Bogle Suficiente. Rápidamente descubrí, mientras estaba en la librería de hecho, que no podía dejarlo. Eso explica por qué lo he leído ya cuatro veces; por qué he doblado unas cincuenta y siete páginas para volver a ellas una y otra vez; por qué he regalado más de cincuenta ejemplares a amigos y socios; y por qué, casi me da vergüenza admitirlo, lo llevo conmigo cuando viajo de Angola a Abu Dhabi, de China a Chicago. Cuando preparo un seminario en, por ejemplo, Novosibirsk, Siberia, hojeo el libro y compruebo si me he ido a algún oscuro rincón teórico y he olvidado la lección de la supuestamente anticuada gestión dando paseos de Bill Hewlett, tal como la practicaba John Young.

La novela de suspense The Broken Shore, del escritor australiano Peter Temple, ganó un montón de prestigiosos premios mundiales. Varios críticos destacados coincidieron en la misma opinión. En efecto, «esto no es un gran thriller, es una gran novela». Eso es precisamente lo que siento con Suficiente. No es un gran libro de finanzas. No es un gran libro de negocios. Es un gran libro. Y punto.

Jack Bogle escribe en un inglés sencillo, y su razonamiento es directo y se basa en una asombrosa suma de observaciones. Aunque es un experto en finanzas, no despliega ni una sola ecuación mientras nos lleva por las finanzas, los negocios y la vida misma. No es una hipérbole decir, con cierta certeza a los sesenta y siete años, que este es claramente el mejor libro de negocios que he leído, y el mejor manual de la vida que he leído, salvo quizás las obras del compañero de Bogle en Filadelfia, el sabio Ben Franklin.

Jack Bogle y la organización que fundó en 1974, The Vanguard Group, han sido reconocidos a lo largo y ancho del planeta una y otra vez por el tipo de excelencia que iluminó una lámpara tan brillante y verdadera para Bob Waterman y para mí en la década de 1980. Jack Bogle es uno de los grandes financieros de nuestro tiempo y quizás de todos los tiempos. Él y Vanguard han contribuido al bienestar financiero y a la seguridad de millones y millones de personas. Su secreto es una creencia cuidadosamente formada de que, a largo plazo, no se puede batir el mercado, y una creencia de que el mejor rendimiento vendrá, por tanto, de los fondos indexados que devuelven su valor mejorado, prácticamente en su totalidad, a los propietarios de las inversiones. Su vida y el trabajo de su vida están construidos sobre una base de integridad, transparencia, simplicidad y valor.

Curiosamente, nunca he conocido a Jack y, por desgracia, no he invertido en Vanguard, lo que significa que no tengo ningún interés en hacer estas observaciones y en destacar este libro como una joya inigualable, que inequívocamente creo que es, y que quizás cambie tu vida. He dedicado mi vida adulta a intentar ayudar a la gente a gestionar organizaciones de la forma más eficaz posible, y he descubierto, como Jack Bogle, que ser directo es lo mejor y que el carácter, la integridad, el sentido común y la decencia son las claves para dirigir empresas de todo tipo, por no mencionar la vida bien vivida al servicio de los demás.

No voy a repetir lo mejor del libro en este prólogo. Intenté hacerlo en un primer borrador, pero quedé desconcertado por esas cincuenta y siete páginas dobladas, cada una de las cuales tiene una importancia personal permanente. Jack habla con una prosa lúcida que me avergüenza. Sin embargo, puedo darles una idea de lo que sigue simplemente ofreciendo los títulos de los capítulos (me enganché totalmente al libro cuando leí la página de índice):

«Demasiado coste, poco valor» «Demasiada especulación, poca inversión» «Demasiada complejidad, poca simplicidad» «Demasiadas cuentas, poca confianza» «Demasiada conducta empresarial, poca conducta profesional» «Demasiada gestión, poco liderazgo » «Demasiado enfoque en las cosas, poco enfoque en el compromiso» «Demasiados valores del siglo xxi, pocos valores del siglo xviii» «Demasiado éxito, poco carácter»

Me siento inclinado a secuestrar los títulos de estos capítulos y convertirlos en mis Diez Mandamientos. Estos conceptos encapsulan, mejor que cualquier otra cosa que haya encontrado antes, la vida que espero llevar, la vida que seguramente me gustaría llevar, y el tipo de cosas que espero que la gente diga sobre mí cuando me vaya.

* * *

Estos días comienzo mis conferencias con dos diapositivas de PowerPoint. La primera recuerda una celebración en honor del inigualable hotelero Conrad Hilton. En una ocasión, el señor Hilton fue llamado a un escenario y se le pidió que compartiera los secretos de su magnífica carrera. Se enfrentó a la multitud, según cuenta la historia, hizo una pausa y dijo: «No olvidéis meter la cortina de la ducha en la bañera».

Y con eso volvió a su asiento.

La segunda diapositiva recuerda una conferencia cerca de Monterrey (California), hace quizás veinte años, en la que charlaba con el presidente de un banco comunitario de gran éxito del Medio Oeste. Mientras la crisis financiera de 2007 nos envolvía, recuerdo claramente sus palabras: «Tom, permíteme que te describa a un exitoso agente de crédito. El domingo después de la iglesia, cuando conduce a su familia a casa, se desvía un poco para pasar por una fábrica o un centro de distribución al que ha prestado dinero. No entra ni nada por el estilo, solo pasa por allí, echa un vistazo al lugar y sigue camino a casa».

La cortina de la ducha.

El simple pasar por un determinado negocio.

Suficiente.

Tom Peters

Golden Bay, Nueva Zelanda

Abril 2010

Nota del autor:
Una crisis de proporciones éticas

En los primeros días de septiembre de 2008, justo cuando el manuscrito de Suficiente estaba terminado, el gobierno federal decidió no rescatar a la empresa de banca de inversión Lehman Brothers Holdings. La empresa, lo supiera o no, estaba en quiebra. El entonces secretario del Tesoro, Henry Paulson, describió más tarde un grupo de inversiones tóxicas de Lehman que se contabilizaban en cincuenta y dos mil millones de dólares, pero con un valor estimado de (tan solo) veintisiete mil millones de dólares, parte de un enorme agujero de capital que llevó inevitablemente a la desaparición de la empresa.

Rápidamente resonaron los potentes ecos de la decisión del gobierno de dejar quebrar a Lehman. La caída del mercado bursátil que comenzó a mediados de 2007, cuando el Promedio Industrial Dow Jones había alcanzado un máximo de 14.160, se aceleró, y el Dow cayó quinientos diez puntos hasta 10.910 cuando el mercado reabrió después del colapso de Lehman. Eso fue solo el principio. En las seis semanas siguientes, el Dow cayó hasta los 7.550 puntos. Tras unos meses de consolidación, volvió a caer hasta un mínimo de 6.550 en marzo de 2009, un impactante descenso del 54 % desde el máximo, equivalente a una caída de nueve billones de dólares en el valor de las acciones, la mayor caída desde la década de 1930.

El mercado de valores, por supuesto, no hizo más que anticiparse y luego reflejar la realidad de la crisis económica que siguió. Los bancos cancelaron billones de dólares en los valores en que llevaban los activos tóxicos en sus balances. La actividad empresarial se redujo drásticamente y la producción económica de nuestro país se desplomó. El desempleo se disparó, el crédito se hizo escaso y a menudo inalcanzable, y entramos en el abismo económico más profundo desde la Gran Depresión.

Causas del colapso

Las causas de este colapso no son un secreto. Si bien se suele afirmar que «la victoria tiene mil padres, pero la derrota es huérfana», la derrota sufrida por los inversores en nuestra devastación financiera parece tener, en sentido figurado, mil padres. La Reserva Federal mantuvo los tipos de interés demasiado bajos durante demasiado tiempo tras el desplome del mercado bursátil de 2000-2002 y no logró imponer disciplina a los banqueros hipotecarios. Nuestros bancos de depósitos y de inversión no solo diseñaron y vendieron billones de dólares en bonos increíblemente complejos y arriesgados y decenas de billones de dólares de derivados (mayormente permutas de incumplimiento crediticio) basados en esos bonos, sino que también acabaron cargando con un muerto, con muchos de estos derivados tóxicos mantenidos en balances que estaban altamente apalancados— algunas veces por tanto como treinta y tres a uno (o más). Solo hay que echar cuentas: un mero descenso del 3 % en el valor de los activos hace desaparecer el 100 % de los accionistas.

Estas instituciones también nos trajeron la titulización, vendiendo préstamos como respaldo de instrumentos financieros no probados, y rompiendo el vínculo tradicional entre prestatario y prestamista. Con este cambio, el incentivo para exigir la solvencia de los prestatarios casi desapareció, ya que los bancos prestaron el dinero para luego vender los préstamos a los creadores de estos nuevos instrumentos financieros. En la banca, hemos recorrido un largo camino desde los préstamos comunitarios basados en la probidad financiera y el carácter del prestatario, el tipo de cosas que vimos en ¡Qué bello es vivir! (¿Recuerdan a Jimmy Stewart como George Bailey y al malhumorado señor Potter de Lionel Barrymore?)

También nuestros reguladores del mercado tienen mucho por lo que responder: La Securities and Exchange Commission 1 se mostró casi apática al no reconocer lo que estaba ocurriendo en los mercados de capitales. La Commodity Futures Trading Commission 2 (CFTC) permitió que el comercio y la valoración de los derivados se desarrollara incomprensiblemente, sin exigir la divulgación completa, y sin preocuparse por la capacidad de las contrapartes para cumplir con sus obligaciones financieras si sus apuestas se estropeaban.

Y no olvidemos el Congreso, que pasó la responsabilidad de la regulación del mercado de derivados a la CFTC casi como una idea secundaria. El Congreso también permitió —e incluso fomentó— la asunción de riesgos por parte de nuestras empresas patrocinadas por el gobierno (ahora esencialmente de propiedad gubernamental) —Fannie Mae y Freddie Mac—, permitiéndoles expandirse mucho más allá de la capacidad de su capital, y empujándolas a reducir sus estándares de préstamo. El Congreso también eliminó la Ley Glass-Steagall de 1933, que separaba la banca de depósito tradicional de la más arriesgada banca de inversión, una separación que durante más de sesenta años sirvió al interés nacional.

Nuestros analistas profesionales de seguridad también tienen mucho por lo que responder, especialmente por su incapacidad casi universal de reconocer los enormes riesgos crediticios asumidos por una nueva generación de banqueros y banqueros de inversión, mucho más interesados en el crecimiento de los beneficios de sus instituciones que en la santidad de sus balances. Lo mismo ocurre con nuestras agencias de calificación crediticia, por otorgar calificaciones AAA a los préstamos titulizados a cambio de enormes honorarios —muy bien pagados por los mismos emisores que exigieron esas calificaciones—, permitiendo que lo que resultó ser en gran medida bonos basura se comercializara como valores de alta calidad. (Sí, a eso se le llama conflicto de intereses).

«Un fracaso del capitalismo»

Pero también hubo algo más fundamental: un fracaso del capitalismo. El capitalismo simplemente no ha funcionado como se supone que debe hacerlo. Hemos confiado en la «mano invisible» de Adam Smith, según la cual perseguir nuestro propio interés conduce en última instancia al bien de la sociedad. Pero esta filosofía basada en el libre mercado ha fracasado. En una época de gigantescas corporaciones globales e instituciones financieras (e independientes), los principios que se aplicaban en un mundo de empresas más pequeñas y comunidades más íntimas simplemente han perdido su eficacia.

Esta no es solo mi opinión. También es la opinión de algunas de las mentes más inteligentes y respetadas del país. Por ejemplo, el juez Richard Posner de Chicago (y líder de la conservadora «Escuela de Chicago» de economía) tituló su libro posterior a la crisis Un fracaso del capitalismo. Aún más conmovedor es el punto de vista del expresidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, que fue fundamental en el desarrollo de la burbuja financiera y en el estallido que inevitablemente le siguió. Instó con éxito a sus colegas gobernadores de la Reserva Federal a seguir facilitando el crédito —a pesar de que hacía tiempo que había llegado el momento de endurecerlo— y a ignorar los peligros creados por el crecimiento de la titulización, que cortó el vínculo esencial entre prestatarios y prestamistas. La intelectualidad del análisis de Greenspan y su poder de movilización del mercado resultó basada en una premisa falsa.

A su favor, en su testimonio ante el Congreso en octubre de 2008, Greenspan admitió su error. Esto dijo John Lanchester, del New Yorker, sobre el tema:

Greenspan reconoció que la crisis había sido provocada por «un tsunami crediticio único en el siglo», que había surgido del colapso de «toda una edificación intelectual». «Los que hemos confiado en el interés propio de las instituciones crediticias para proteger el patrimonio de los accionistas —yo especialmente— estamos en un estado de incredulidad conmocionada», dijo. Este fracaso del interés propio para proporcionar autorregulación fue, dijo, «un fallo en el modelo que percibí como la estructura de funcionamiento crítica que define cómo funciona el mundo».

Merece la pena detenerse en esa frase: «la estructura de funcionamiento crítica que define cómo funciona el mundo». Es algo muy grande en lo que encontrar un defecto. He aquí otra forma de describir ese defecto: la gente en el poder creía saber más de lo que sabía. Evidentemente, los banqueros sabían demasiadas matemáticas y poca historia, o tal vez no sabían lo suficiente de ninguna de las dos.

A lo que yo recalcaría: ¡No lo suficiente!

La historia de Suficiente

Muchos de estos sucesos fueron presagiados en las páginas de Suficiente que, en retrospectiva, parece extrañamente profético, incluso predictivo. La primera vez que expresé la idea básica de Suficiente fue en un discurso de graduación de mayo de 2007 ante los graduados del MBA de la Universidad de Georgetown. Más adelante en el libro se hablará más de ese discurso, pero es importante tener en cuenta parte del contexto de mis observaciones:

El «dinero» se ha convertido en algo cada vez más importante en nuestra sociedad de resultados, el Gran Dios del prestigio, la Gran Medida del Hombre (y de la Mujer). Así que esta mañana tengo la temeridad de pediros a los que pronto os graduaréis con un MBA —siendo que la mayoría entrarán en el mundo de la empresa— que consideréis conmigo el papel de lo suficiente en los negocios y el espíritu empresarial en nuestra sociedad, lo suficiente en el papel dominante del sistema financiero en nuestra economía, y lo suficiente en los valores que aportaréis a los campos que elijáis para vuestras carreras.

El campo de la gestión del dinero — Wall Street— se ha convertido en un negocio en el que la profesión está subordinada. El profesor de la Harvard Business School, Rakesh Khurana, tenía razón cuando definió la conducta de un verdadero profesional con estas palabras: «Crearé valor para la sociedad, en lugar de extraerlo». Y sin embargo, la gestión del dinero, por definición, extrae valor de los rendimientos obtenidos por nuestras empresas.

Si entras en el campo de la gestión del dinero, hazlo con los ojos bien abiertos, reconociendo que cualquier empresa que extraiga valor de sus clientes puede, en tiempos más problemáticos que los actuales, descubrir que ha caído en su propia trampa. En Wall Street se dice, con razón, que «el dinero no tiene conciencia», pero no permitas que ese tópico te permita ignorar tu propia conciencia, ni alterar tu propia conducta y carácter.

Ahora, años después de aquel discurso de apertura, el sector financiero ha sido «alzado por su propio petardo», una frase de Shakespeare que significa «caer en su propia trampa». La economía ha seguido su ejemplo. Los beneficios de las empresas financieras en 2006, citados en mi discurso de Georgetown como 215.000 millones de dólares, se desplomaron a pérdidas de 233.000 millones de dólares en 2008, una diferencia de casi medio billón de dólares. (En 2009, los beneficios habían vuelto al sector, pero solo a unos míseros 29.000 millones de dólares).

¿Qué hay que hacer?

No solo tenemos que resolver las cuestiones específicas que se han puesto de manifiesto en la crisis financiera, sino tomar medidas para evitar futuras crisis, algunas de las cuales podrían ser iguales, otras inevitablemente diferentes. He aquí un resumen de mis ideas:

Una crisis ética

Pero hay otro factor subyacente a esta crisis que es el más amplio de todos, omnipresente en nuestra sociedad actual. Está bien expresado en una carta que recibí de un accionista de Vanguard que describía la crisis financiera mundial como «una crisis de proporciones éticas». Sustituir ética por épica es un buen giro de la frase, y sitúa con precisión una gran responsabilidad del colapso en un amplio deterioro de las normas éticas tradicionales de nuestra sociedad.

El comercio, los negocios y las finanzas no han estado exentos de esta tendencia. Confiando en la mano invisible de Adam Smith, hemos dependido del mercado y la competencia para crear prosperidad y bienestar. Pero el interés propio se nos fue de las manos. Creó una sociedad «de mínimos» en la que el éxito se mide únicamente en términos monetarios. Los dólares se convirtieron en la moneda del nuevo reino. Las fuerzas del mercado sin control arrasaron las normas tradicionales de conducta profesional, desarrolladas durante siglos.

El resultado ha sido el paso del absolutismo moral al relativismo moral. Repitiendo lo que leerás en la página 139, hemos pasado de una sociedad en la que «hay cosas que simplemente no se hacen» a otra en la que «todo el mundo lo hace, así que yo también puedo hacerlo». La ética empresarial y las normas profesionales se han perdido en el camino. La fuerza motriz de cualquier profesión incluye no solo conocimientos, habilidades y normas especiales, sino también el deber de servir de forma responsable, desinteresada y sabia, y de establecer una relación intrínsecamente ética entre los profesionales y la sociedad. La vieja noción de confiar y ser confiado —que una vez fue no solo la norma aceptada de conducta empresarial, sino la clave del éxito— pasó a ser vista como una reliquia pintoresca de una época ya pasada. De alguna manera, nuestra sociedad debe ser estimulada para volver a esa norma.

Aceptación pública

Desde la publicación inicial de Suficiente, afortunadamente, he visto algunas señales tempranas de un despertar de la comprensión de los factores subyacentes a la crisis. Muchas voces respetadas y totalmente independientes se han unido para hacerse eco de los múltiples temas del libro. Escuchemos a Thomas L. Friedman, autor de best-sellers y columnista del New York Times, que escribió a principios de 2010: «Nuestra crisis financiera fue el resultado de una amplia quiebra nacional de la ética». El director general de General Electric, Jeffrey Immelt, expresó una opinión similar, según se cita en el Financial Times: «Al final de una difícil generación de liderazgo empresarial, la mentalidad dura —un buen rasgo— fue sustituido por la mezquindad y la avaricia —ambos rasgos terribles— y las recompensas se pervirtieron», y «los más ricos cometieron la mayor cantidad de errores con la menor responsabilidad». Immelt, concluyó el artículo, «señaló que era un error que la economía estadounidense se hubiera "inclinado hacia los beneficios más rápidos de los servicios financieros" a expensas de la industria manufacturera y de las inversiones en investigación y tecnología.»

En el New York Times, el periodista y economista Edward Hadas profundizó en este tema:

Una parte angustiosamente grande de la actividad del mundo financiero es poco más que un juego. Cuando se compran y venden acciones y bonos, o derivados basados en ellos, las ganancias y las pérdidas casi se anulan mutuamente. Este tipo de comercio puede ser divertido —la gestión de carteras es un pasatiempo común— pero no hace casi nada por la economía no financiera.

Al igual que en el juego organizado, las pérdidas en el comercio financiero son en realidad un poco mayores que las ganancias porque la casa se lleva su parte. En los últimos años, la casa financiera —corredores, bolsas, gestores de fondos— ha aumentado sus ganancias jugando desde dentro. Hasta la llegada de la crisis, este tipo de operaciones solían ser muy rentables. Hay un problema psicológico, incluso moral, en las finanzas. Un país se enriquece fabricando cosas, no lo hace aparentando ganar dinero con el dinero. Pero cuando la gente ve enormes beneficios financieros en Wall Street o simplemente piensa en poseer una casa, tienden a querer más. Las ganancias económicamente ilusorias de las finanzas distraen a la gente de tareas más valiosas.

Entonces, ¿decidirá Estados Unidos, y el mundo, que ha tenido demasiado de esta cosa no particularmente buena? No necesariamente, ya que una tendencia de cuatro décadas tiene el ímpetu de un tren en marcha. Pero el actual huracán de destrucción financiera podría ser lo suficientemente fuerte como para descarrilarlo.

Hay algo más que dinero en juego. Desde hace al menos una generación, un porcentaje desproporcionado de las personas con más talento del mundo se dedica a las finanzas. Si un mayor número de los mejores y más brillantes se dedicaran a la industria, la educación o las artes, todos estaríamos mejor.

Y estas palabras de Buttonwood, que escribe en The Economist: «Si alguien sufre el cortoplacismo de los gestores de fondos, son los clientes. Los fondos con los costes más elevados producen los rendimientos más bajos, ya que el dinero de los clientes es absorbido por los gastos y los diferenciales de oferta y demanda…. Si los gobiernos quieren realmente un escándalo que atacar, es la forma en que el sector financiero se enriquece a costa de los inversores minoristas».

Por supuesto, el hecho de que estos destacados expertos se hagan eco de los numerosos temas de Suficiente me encanta. Pero el comentario más gratificante de todos apareció en una reseña del New York Times sobre un nuevo libro del talentoso periodista británico John Lanchester, cuyo artículo en el New Yorker se citó anteriormente. «Así pues, un enorme auge no regulado en el que casi todas las ganancias pasaron directamente a manos privadas, seguido de una gigantesca quiebra en la que las pérdidas se socializaron. Esa es, literalmente, la idea que tiene nadie de cómo debe funcionar el mundo»… Estas reformas incluyen las personales, dirigidas a mí y a ti. ¿Necesitamos tantas cosas en nuestras vidas?, se pregunta [Lanchester]. «En un mundo que se está quedando sin recursos, la idea ética, política y ecológica más importante puede resumirse en una simple palabra: «suficiente»».

Y eso es bueno, «suficiente», por ahora. Así que disfruten del prólogo del ex presidente Clinton a esta nueva edición, disfruten del prólogo del gurú de la gestión Tom Peters, y luego disfruten del libro en sí.

Disfruta. Aprende. Enseña. Y únete al desfile.

John C. Bogle

Abril de 2010


1. Organismo que regula y supervisa la bolsa de valores y el mercado de opciones de EE.UU.

2. La Comisión de Negociación de Futuros de Productos Básicos de Estados Unidos es una agencia independiente del gobierno de los Estados Unidos que regula los mercados de futuros y opciones.