Los enamorados del Père Lachaise
Abelardo y Eloísa
Desde 1817 un hermoso mausoleo neogótico, ubicado en la séptima división del cementerio parisino de Père-Lachaise, recibe a diario visitas de enamorados que rinden tributo a una de las más hermosas historias de amor de todos los tiempos: la protagonizada por un maestro y su discípula: el filósofo Pedro Abelardo (1079-1142) y su alumna Eloísa (1092-1164).
Pedro Abelardo fue uno de los pensadores más importantes del siglo xii. Sin embargo, su figura perdura en la memoria popular no tanto por la controversia teológica que protagonizó como por sus amores con una de sus discípulas, Eloísa. Su relación compuesta a partes iguales por intelectualidad, literatura y pasión compone un todo mágico y fascinante no exento de tintes de tragedia.
Abelardo había nacido en Le Pallet, cerca de Nantes, en 1079. Dedicó gran parte de su vida a la enseñanza y al debate, pero defendía el conceptualismo y polemizaba con los escolásticos, por lo que finalmente algunas de sus teorías fueron condenadas como heréticas por la Iglesia católica. Una situación que dificultó su carrera como teólogo y de la que él mismo dio parte en su autobiografía Historia de mis calamidades, donde narra las vicisitudes de su vida en forma de carta a un amigo del que espera consuelo y comprensión.
Dejando a un lado sus controversias con la Iglesia católica, lo cierto es que su biografía hubiera sido muy distinta si, cuando impartía clases en la abadía de Sainte Geneviève, no hubiera entrado en su vida un canónigo de la catedral de París llamado Fulberto. Fue él quien, en 1115, le pidió que impartiera clases a su sobrina Eloísa, una muchacha nacida de los amores adulterinos de Gilbert de Garlande, senescal de Francia, con Hersenda, hermana del canónigo. La muchacha, educada en el convento de benedictinas de Argenteuil, demostraba un gran interés por el estudio y una inteligencia poco usual, por lo que las religiosas sugirieron a su tío y tutor que la llevara con él a París, a fin de que tuviera la oportunidad de ampliar su formación.
Fulberto no lo dudó ni un segundo. Abelardo era la persona idónea para formar a su joven sobrina, que por entonces contaba quince años, para la que había diseñado un futuro de estudio y recogimiento en el claustro conventual. Lo que no esperaba el canónigo era que la relación entre alumna y maestro fuera a pasar del ámbito intelectual al pasional. Ambos compartían un extraordinario amor por la ciencia así como un talento inusual para la filosofía, las letras y las artes, y acabaron por conformar un mundo propio en el que no cabían terceros. Abelardo era consciente de los problemas que su relación con su joven discípula podía acarrearle, máxime cuando Eloísa quedó embarazada. De inmediato, le propuso matrimonio, pero la joven se negó, aduciendo que prefería una pasión sin lazo alguno que les obligara a permanecer unidos, y que un hombre de ciencia como Abelardo no podía distraerse de su camino con obligaciones familiares. No necesitaba bendecir su unión, añadió; con amar y ser amada tenía bastante. Aún así, ante la insistencia de Abelardo, finalmente aceptó contraer matrimonio en secreto. Para evitar el escándalo, los amantes huyeron de París en plena noche, sin que ni siquiera lo supiera Fulberto. Se refugiaron en casa de Denise, la hermana de Abelardo en Le Pallet y allí, en el otoño de 1116, Eloísa dio a luz a un varón1 que quedó al cuidado de su tía.
La cólera de Fulberto al conocer la noticia fue imparable. Tales fueron sus amenazas que, sabiéndose en peligro, Abelardo envió a Eloísa a un convento en Argenteuil y él regresó a sus clases con la esperanza de que su historia de amor acabara por olvidarse. Pero Fulberto no se contentó con saber de la separación de los amantes. Con la complicidad de un sirviente, logró introducir a unos sicarios en la residencia de Abelardo y, sin piedad alguna, después de apalearle, le castraron. La noticia no tardó en conocerse. La justicia tomó cartas en el asunto y los criminales fueron presos y castigados a sufrir la misma mutilación que su víctima, mientras que el canónigo Fulberto fue desterrado de París y se le confiscaron sus bienes. Abelardo entretanto, humillado, se refugió en el monasterio de Saint Denis hasta recuperarse y, ante la evidencia de que retomar su relación con la misma pasión que antaño era imposible, dispuso con la aquiescencia de Eloísa que esta profesara como religiosa en Argenteuil.
En 1120, Abelardo retomó sus clases en Provins, pero ello no le libró de la polémica. Condenado como hereje por el concilio de Soissons a causa de su empecinamiento en sostener sus teorías, se vio obligado a quemar personalmente su obra y tuvo que aceptar la prohibición de enseñar. Finalmente fue obligado a retirarse en soledad en Troyes, cerca de Nogent-sur-Seine, donde fundó la escuela del Paráclito. En ese mismo lugar fundó en 1128, un monasterio femenino del que Eloísa fue su primera abadesa.
Desde entonces no hubo otro contacto entre los amantes que el epistolar. Las cartas intercambiadas entre Abelardo y Eloísa desde 1132 y especialmente las escritas por la religiosa constituyen un auténtico monumento de la literatura francesa. Dejando a un lado el latín habitual en la época, están escritas en francés y son apasionadas y cálidas. En ellas, Eloísa se muestra como una mujer enamorada, que no reniega de su pasado, lamenta la aparente indiferencia que su amado muestra hacia ella y hace una exposición franca y expresa sin complejos sus sentimientos, muy alejados del perfil sumiso y recatado que la sociedad del siglo xii imponía a la mujer.
Una y otra vez Eloísa reclama en sus misivas la atención de Abelardo y le reitera su amor recordándole su compromiso con el monasterio femenino del Paráclito y, aún más, reiterándole que si había profesado como religiosa fue solo como una prueba más de su amor por él:
«En verdad, después de Dios, solo tú eres el fundador de este lugar, solo tú el constructor del oratorio, tú el único creador de la congregación. Tuya, y verdaderamente tuya es esta nueva plantación, propia de un santo propósito, a cuyos jóvenes retoños todavía es necesario regar con frecuencia para que crezcan. […], piensa, además, cuánto estás obligado para conmigo pues, si pagas lo que le debes a la comunidad de mujeres consagradas, tanto más a mí, que estoy entregada únicamente a ti. […] Más te encuentras, pues obligado conmigo, lo sabes, pues permanece firme la alianza del sacramento nupcial que nos une, por la cual te abrazo con un amor desmedido a ti».
E insiste: «Aún hoy permanezco completamente entregada a ti. Pues, en todo caso, no fue la devoción a la religión la que arrastró a aquella jovencita hacia los rigores de la vida monástica, sino que fue tu gran mandato. Por tanto, en nombre de Aquel a quien te has entregado, Dios, te ruego que me devuelvas tu presencia de la manera en que puedas. Volviendo a escribir alguna carta de consuelo, pero esta vez para mí, para que así, al menos, me sea permitido fortalecerme con la obediencia a Dios, regalo divino. Cuando en otro tiempo me pedías los deleites carnales, me visitabas con numerosas cartas y, con frecuencia ponías a tu Eloísa en boca de todos con tus canciones. Todas las calles, todas las casas repetían mi nombre. Pero ahora me exiges que me someta a Dios, como antes a la pasión. Considera, te ruego, lo que me debes. Piensa en lo que te pido».
Paralelamente Eloísa desempeñó con rigurosidad su cometido como abadesa haciendo del Paráclito un centro de estudio y formación de jóvenes. Sin embargo y, pese a sus ruegos, solo pudo contar con la presencia física de Abelardo cuando, el 10 de noviembre de 1142, este falleció en su retiro de Saint-Marcel de Chalon-sur-Saône y, siguiendo su deseo, fue sepultado en la capilla del Paráclito. Eloísa le sobrevivió veintiún años. La leyenda asegura que cuando su cuerpo fue depositado en la misma tumba en la que yacía Abelardo, este extendió sus brazos para acogerla a su lado por toda la eternidad.
1 El niño recibió el curioso nombre de Astrolabio, es decir «buscador de estrellas», en clara referencia a la pasión de sus padres por la ciencia.