—Me voy a robar un banco —le dijo Roberto Dorda a su esposa Nélida una tarde de primavera en barrio Norte.

Vivían en un coqueto apartamento en Larrea esquina Beruti, a una cuadra del Hospital Alemán. Ellos dos y su pequeña hija Claudia, de 7 años.

Era 28 de setiembre de 1965 y hacía buen tiempo. La Prensa informaba en primera plana del discurso del ministro de Relaciones Exteriores de la Argentina, Miguel Ángel Zavala Ortiz, en las Naciones Unidas, su denuncia de la subversión de la economía mundial y su reclamo de las islas Malvinas. La cartelera de cines anunciaba La novicia rebelde en el Ambassador, Zorba, el griego en el Gran Rex y El Satánico Dr. No en el Iguazú. Los avisos recomendaban los pijamas Lavi-listo, la pasta dental Biodent con vitamina C y depositar a plazo fijo en el Banco Popular Argentino: «en menos tiempo más intereses».

«Me voy a robar un banco». Nélida nunca olvidó aquellas palabras de Roberto, pronunciadas como si tal cosa, como si no vaticinaran todo lo que vino después. Amaba a su marido, su novio desde la adolescencia, siempre pendiente de darle todos los gustos. Nadie la oyó jamás decir nada malo de él.

Roberto y sus amigos llegaron temprano a San Fernando. Los vecinos dirían luego que los vieron almorzar en un restaurante de la plaza de la pequeña ciudad: cuatro hombres jóvenes, de estatura mediana, bien vestidos y con el pelo cortado «a la americana», unos en mangas de camisa y otros con saco sport, nada que llamara la atención en esa zona residencial del Gran Buenos Aires, 28 kilómetros al norte de la Capital Federal.

Poco antes de las 16 horas una camioneta rural IKA, matrícula 397597, salió de la sucursal local del Banco de la Provincia de Buenos Aires llevando 7.203.966 pesos para pagar los sueldos de los empleados municipales. En la camioneta iban el tesorero Alberto Martínez Tobar, los funcionarios Juan Balacco y Abraham Spector y, como custodia, el policía Francisco Eliseo Otero. Rodeando la plaza principal de la ciudad, la estanciera-furgón recorrió las apenas dos cuadras que separaban al Banco de la Municipalidad.

A esa hora, Canal 7, en su ciclo Teleteatro Lux, emitía Solamente la felicidad, con María Aurelia Bisutti, Eva Franco y Sergio Renán. Quizá Nélida —que no trabajaba y salía poco de casa— estuviera mirando. O tal vez seguiría las alternativas de La hora de la mujer, en el 11, un programa que conducían Susy Kent y Clarisa Gerbolés, con Tita Merello como invitada especial.

Roberto y sus tres amigos interceptaron la camioneta. No dijeron ni «alto» ni «esto es un asalto» ni ningún otro tópico de las novelas policiales. Nada, salvo apretar el gatillo de sus ametralladoras, armas mucho más poderosas que las que entonces usaban otros ladrones y asaltantes.

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Así quedó la camioneta IKA Rural en la que se llevaba el dinero de la remesa.

Los testigos que estaban en la plaza de San Fernando declararon que dos jóvenes aparecieron desde detrás de un kiosco y abrieron fuego contra la camioneta IKA y sus ocupantes. Dos más se sumaron desde un Chevrolet 400 blanco estacionado a pocos metros. «Atacaron a mansalva», escribió el cronista de La Prensa.

El estruendo de las balas llenó la plaza de San Fernando. El diario La Razón contó que un hombre empujó al suelo a una mujer que llevaba un cochecito de bebé; el kiosquero Alberto Ubaltón se metió en cuclillas, aterrado, dentro de su puesto, y un colectivero que se vio en medio de la balacera clavó los frenos y se alejó marcha atrás. (1)

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Agente Francisco Otero

En el furgón llevaban una ametralladora en un estante contra el techo. Pero todo fue tan rápido que ninguno de los ocupantes llegó siquiera a alcanzarla. El agente Otero, nacido 39 años atrás en Gualeguaychú, casado, padre de seis hijos menores de edad, funcionario de la Comisaría 1a. de San Fernando, fue el primero en morir: dos proyectiles impactaron en su rostro y otro en su pecho. Uno de los asaltantes lo remató cuando estaba herido en el suelo, dijeron las crónicas. Los balazos también hirieron a Martínez Tobar y a Balacco. Solo Spector, a pesar de sus kilos de más, logró arrojarse afuera de la camioneta y correr hasta refugiarse ileso en el edificio de la Municipalidad.

Un policía que de casualidad estaba de civil en esos momentos en el bar El Zepelín de la plaza de San Fernando, el subcomisario Juan Horacio Garibaldi, salió a la calle y disparó contra los asaltantes. Se supone que fue él quien hirió a uno. Los integrantes de la banda respondieron ametrallando a Garibaldi. No le dieron, pero una bala impactó en Diego García, un ciudadano que según algunos medios de prensa estaba en el bar y según otros justo pasaba por su puerta.

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Subcomisario Juan Horacio Garibaldi

Todo duró apenas un par de minutos. Siempre haciendo fuego con sus metralletas, los asaltantes, sin alterar un ápice su elegancia juvenil, tomaron el dinero de la camioneta, subieron al Chevrolet 400 y escaparon a contramano y a toda velocidad por la calle Constitución, en dirección a Buenos Aires.

* * *

Yo sabía que Roberto Dorda había dejado una hija. Ella le había entablado un juicio a Ricardo Piglia por el contenido de la novela Plata quemada y la sentencia de 2008 de la Cámara de Apelaciones en lo Civil estaba en internet. Allí constaba que sus iniciales eran C. P. D. y que ella, a su vez, tenía una hija de iniciales H. L., la que figuraba como codemandante en el litigio contra el escritor.

A esa altura ya había localizado a algunos familiares de los cuatro asaltantes de San Fernando, «los porteños del Liberaij», como se los conoce en Uruguay. Pero ninguno aceptaba hablar con un periodista y yo pretendía contar esta historia con datos reales. No quería inventarles a los pistoleros de San Fernando un pasado, como había hecho Piglia. No quería crearles una historia familiar, una manera de hablar, imaginarles un carácter, transformarlos en arquetipos de delincuentes, hacerlos putos, drogadictos, malhablados. Quería acercarme a la verdad. Quería no mentir si escribía que uno de ellos le había dicho a su esposa: «Me voy a robar un banco» y había salido rumbo a San Fernando. Quería saber quiénes eran, por qué habían actuado de ese modo que hace que aún hoy se hable de ellos en Montevideo. Por todo eso, localizar a C. P. D. se había vuelto mi última esperanza. Una verdadera obsesión.

* * *

La fuga de San Fernando fue como las que se ven en el cine, no le faltó nada.

Un patrullero de la Comisaría 1ª., ubicada a pocas cuadras del lugar del asalto, comenzó a perseguir al Chevrolet 400. Otro móvil policial que se sumó a la cacería perdió dos o tres minutos ya que tomó por otra calle y, apenas a dos cuadras de la Municipalidad, se topó con el tránsito cortado por un equipo de cine que filmaba una escena de una película de Palito Ortega: Canción de amor, dirigida por Enrique Carreras. (2)

Con la Policía detrás, Roberto y sus compinches llegaron a avenida del Libertador y tomaron hacia el sur, rumbo a la capital. En la esquina con la calle Del Arca se tirotearon con un destacamento de la Policía Caminera que realizaba un control de tránsito. Allí hirieron a un agente llamado Francisco Núñez, al que no le alcanzó con colocarse de perfil para tratar de evitar los balazos. (3) Otro de los efectivos que integraban esa patrulla, Juan Carlos Ipata, se subió a una moto y se sumó a la persecución.

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Agente Francisco Nuñez

«Nos disparaban con dos ametralladoras a través de la luneta trasera, que tenía el vidrio todo roto. Y nosotros les disparábamos a ellos», recordó Ipata, que se jubiló en 2001 y vivía en San Justo cuando lo localicé en 2013. Dijo que no sintió miedo. «¡Tenía solo 25 años y, a esa edad, no pensás! Mi moto tenía una sirena muy fuerte, como si fuera de los bomberos, y eso los volvía locos a ellos, porque la oían, pero en medio del tránsito no podían ver de dónde venía».

Los asaltantes siguieron adelante y, cuando llegaron a Martínez, un nuevo destacamento policial, advertido por radio, los recibió a los tiros. Pero el Chevrolet, que llevaba la matrícula 1065942, no se detuvo y avanzó hasta que un balazo reventó uno de sus neumáticos. Así continuó cien metros más hasta que giró como un trompo, amagó que iba a volcar pero no lo hizo y se estrelló contra la fachada de una confitería. (4)

Sin dejar de disparar, los cuatro pistoleros bajaron del auto.

Quizá había uno más, porque Ipata sostuvo muy convencido que no eran cuatro sino cinco.

«Siempre lo dije. Estoy seguro, pero nunca me hicieron caso», insistió.

Eduardo Busch, Alejandro Guyot y su esposa Angélica Maschwitz estaban justo allí. Volvían de sus vacaciones en Punta del Este. Busch, que manejaba un Rambler blanco nuevo, del 64, vivía en el Centro pero estaba llevando al matrimonio Guyot-Maschwitz a su casa en Martín Coronado y avenida del Libertador, en Acassuso, cuando se vio en el medio de un fiero tiroteo.

—¡Tirate al suelo! —le dijo el señor Guyot a su esposa, cuando escuchó los estampidos y se dio cuenta de que estaban en medio de una balacera.

No hubo más tiempo. Roberto Dorda y sus compinches vieron el Rambler y lo eligieron. Angélica Maschwitz sintió que la puerta trasera del auto se abría y luego un hombre joven le apuntó con una ametralladora y le pidió con amabilidad:

—Por favor, señora, bájese. (5)

Casi 50 años después, Maschwitz aún recordaba los detalles de aquel día: «Con el susto que tenía ni le pude ver la cara. Salimos todos, bien rápido, dejando todo nuestro equipaje en el auto. Como los tiros seguían, nos escondimos con mi esposo detrás de un árbol. Luego vi las fotos en los diarios. Eran jóvenes. Todavía guardo los recortes».

Ahora a bordo del Rambler matrícula 1345795, los asaltantes tomaron por la calle Aristóbulo del Valle y se perdieron por ella.

«Ahí se nos escaparon», recordó Ipata. «Mi moto ya se había roto y apenas andaba. No pude seguir persiguiéndolos».

A la mañana siguiente, La Nación describió así el asalto: «Un hecho delictivo con ribetes cinematográficos y con un desarrollo rápido y de inusitada decisión, perfectamente planificado y con una culminación afortunada, pero lamentablemente sangrienta».

* * *

El único dato para rastrear a la hija del asaltante de San Fernando eran sus iniciales C. P. D. Sabía que la «D» correspondía a Dorda. O quizá no, porque la hija de un delincuente temido y famoso, cuya muerte había sido noticia en la prensa y la televisión, podría haberse cambiado el apellido. Pero era la única pista que tenía, así que me aferré a ella: la «D» tenía que corresponder a Dorda.

Pensé en los nombres femeninos más comunes con la letra «C» y elegí: Cecilia, Cristina, Claudia. Comencé a buscar en internet «Cecilia Dorda», «Cristina Dorda», «Claudia Dorda».

No parecía haber ninguna Cecilia Dorda en el mundo. Cristina Dorda sí, más de una. Una diseñadora de modas española, demasiado joven para ser la hija de Roberto. También una chiquilla catalana, que en su Facebook se declara fanática del cantante David Bustamante y del futbolista Gerard Piqué. Y otra Cristina Dorda que había heredado parte de una pensión de don Enrique Dorda en 1867, según un volumen de 1908 del Tribunal de lo Contencioso Administrativo de España. Todas pistas inútiles. Quedaba «Claudia Dorda» y quién sabe cuántas otras posibilidades. Me di cuenta de que no había considerado un nombre tan común como Carolina, y tantos más. Roberto Dorda y su esposa Nélida le pudieron haber puesto a su hija Camila, Camelia, Carina, Carla, Carlota, Carmen, Carmela, Carol, Carola, Catalina, Celia, Celina, Celiana, Celeste, Cintia, Clara, Clarita, Clotilde, Constanza y otras opciones menos frecuentes. También pudieron haber optado por un nombre en otro idioma o uno raro, extravagante, inventado.

Buscaba una aguja en un pajar.

* * *

La policía revisó el Chevrolet 400 abandonado por los asaltantes en Martínez, buscando rastros. Encontraron un buzo gris, una toalla y un saco de hombre con manchas de sangre. También una ametralladora de doble cargador, calibre 45, con capacidad para 64 tiros. «El arma parece fabricada en el país y es totalmente desarmable y muy liviana», señaló La Prensa. (6)

Otros diarios afirmaron que las ametralladoras eran dos. Y que también había una caja de proyectiles sin usar y dos tubos de vidrio con cocaína. Las referencias a la droga seguirían hasta el final del caso.

El auto había sido robado tres meses atrás a Ildefonso Valles, dueño de una librería de Martínez. Lo habían tomado en Martínez y lo devolvieron, a la fuerza, también en Martínez. El cuentakilómetros, según informaron los diarios, indicaba que los ladrones habían recorrido 16.000 kilómetros en esos noventa días. También le habían cambiado el paragolpes original por otro cien por ciento de goma, «para amortiguar» los choques. (7)

Diego García, el peatón herido en la puerta del bar durante el asalto, murió esa noche. Tuvo más suerte que Martínez Tobar, el tesorero de la Municipalidad de San Fernando, de 45 años, (8) quien falleció luego de una agonía de casi diez días.

Con ellos, el asalto dejó un saldo de tres muertos.

Los diarios informaron que al enterarse del deceso de su marido, Elisa Vicente Galindo, esposa del agente Otero y madre de sus seis hijos, hizo una crisis cardíaca y debió ser internada.

«Fue un infarto. Estuvo tres meses en el hospital», contó su hija Mónica Otero, que tenía 7 años el día que mataron a su papá.

Cuando la entrevisté, Mónica continuaba habitando la misma casa donde vivía con sus padres aquel día de 1965, en la calle Sarmiento, en San Fernando. La Razón estuvo allí después del asalto y narró que la «humilde vivienda» había sido construida por el propio Otero que, además, se las rebuscaba como albañil, chofer y mecánico. Había levantado cuatro habitaciones y estaba trabajando para terminar el baño, mientras seguía pagando las cuotas del terreno.

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Los seis hijos del agente Otero.

Cuando el cronista llegó al domicilio del policía asesinado, el más chico de los hijos de Otero, un bebé, lloraba en brazos de una vecina. Los otros hijos «estaban desocupando la habitación más amplia, a la espera del cadáver de su padre para velarlo».

Emilia Vicente, la hija mayor, 15 años, estudiante para tenedora de libros, declaró al diario, entre sollozos:

«Mi padre era un hombre de mucho carácter y un extraordinario trabajador. Para nosotros quería el cielo, lo mejor, que estudiáramos y tuviéramos toda una carrera que nos permitiera sobrellevar una vida muy superior a la que el destino le deparó a él». (9)

* * *

¿Sería posible que la hija de un criminal hubiera hecho una carrera universitaria destacada? Porque cuando —siguiendo el plan trazado— busqué «Claudia Dorda» en internet, eso fue lo que encontré.

Los resultados por primera vez apuntaban a la Argentina. Había una psicóloga con ese nombre, con muchas referencias en la red: cursos, seminarios, artículos, un libro y una entrevista que le había hecho una discípula en su blog.

La entrevista tenía una fotografía. Era una mujer de edad intermedia, en algún punto cercano a los 50 años. Podía haber sido una niña en 1965. Traté de contener mi entusiasmo.

En la foto, la psicóloga Claudia Dorda sonreía y miraba a la cámara con tranquilidad y confianza, nada en su imagen remitía a que pudiera ser la hija del temible asaltante. Pero, ¿cómo se supone que son las hijas de los temibles asaltantes?

Leí la entrevista. Claudia Dorda se hacía llamar Ma Bavali, aunque no se explicaba por qué. Contaba que trabajaba con «terapias de reconciliación».

«Son aquellas que ven sin juzgar lo que ha sido olvidado, negado, separado, excluido en el Alma del que pide ayuda, y sin modificarlo, cambiarlo, arreglarlo, le da un lugar para unir una relación rota».

Llamaba la atención eso de «ver sin juzgar». ¿Sería ella? El libro que la psicóloga Dorda había escrito llevaba el título de Rebirthing. Leí algunas reseñas y aprendí que el Renacimiento es una terapia basada en técnicas de respiración consciente, desarrollada por el filósofo y líder espiritual estadounidense Leonardo Orr. Claudia Dorda era, en ese momento, su principal referente en Argentina.

Entré al blog de Ma Bavali. «¿Qué son las terapias de reconciliación?» era el título de una de las entradas.

Lo que leí me dejó helado frente a la computadora. Respondía la psicóloga a su propia pregunta: Reconciliación es «aquella que reconoce lo ocurrido y aunque no esté de acuerdo desde lo moral, acompaña en el viaje de regreso al Amor».

Edité la frase en mi mente. Lo que decía Claudia Dorda es que hay que reconocer lo ocurrido y amarlo, a pesar de no estar moralmente de acuerdo.

Lo leí una y otra vez.

Aquellas líneas eran una carta de amor de una hija a un padre que había hecho algo terrible.

La había encontrado.

Tenía que ser ella.

* * *

Después del tiroteo en Martínez, la Policía perdió el rastro de los asaltantes.

Hubo, sin embargo, un nuevo episodio importante en el desenlace de la historia.

Al llegar a un paso a nivel del ferrocarril Mitre, en la esquina de las calles Eduardo Costa y General Pacheco, todavía en Martínez, el Rambler encontró la barrera baja. Uno de los pistoleros bajó del coche y amenazó al guardabarrera Luis Eufebio Ledesma. Como desencajado, según relató el funcionario, le puso el arma en el pecho y le exigió que habilitara el cruce. Pero el tren justo comenzó a pasar y los fugitivos no tuvieron más remedio que esperar.

El pequeño retraso no frustró la huida, pero el testimonio del aterrorizado Ledesma fue clave luego para identificar al que se había bajado del auto y, a través de él, al resto de la banda.

Al Rambler lo encontraron al día siguiente frente al 3841 de la calle Humahuaca, en Almagro. Los vecinos dijeron que dos hombres jóvenes estacionaron, salieron del coche y se fueron caminando con calma. Salvo los sacos de los señores Busch y Guyot y mil pesos, todas las pertenencias de los desalojados ocupantes seguían en el automóvil.

La señora Maschwitz de Guyot pudo recuperar una cartera cara de cuero que había comprado en Uruguay, intacta, aunque manchada de sangre.

* * *

Hay veces que antes de llamar a una fuente importante, con el número de teléfono anotado en un papel frente a sus ojos, el periodista se queda duro de terror. Paralizado. Porque un «no» puede echarlo todo abajo.

Una vez, la gran periodista argentina Leila Guerriero me pidió que le consiguiera el teléfono de Idea Vilariño: se proponía entrevistarla.

Le conseguí el número y le deseé suerte, porque Vilariño era muy conocida por no dar entrevistas. Un tiempo atrás yo había logrado, con mucho esfuerzo, extraerle unas declaraciones sobre Mario Benedetti para una semblanza encargada por la revista Gatopardo. Pero ella había remarcado que accedía por tratarse de otro, por el cariño que le guardaba a Benedetti, que nunca hablaba sobre sí misma. Lo repitió varias veces. Se lo comenté a Leila, que ya lo sabía.

«Yo igual me tengo fe», me escribió.

Un tiempo después, le pregunté si había llamado a Idea Vilariño y cómo le había ido. Me respondió:

«No, no la llamé porque me da miedo que me diga que no. Y quiero vivir mi ilusión un poco más».

Más o menos así me sentía yo con el número de Claudia Dorda adelante. Ya me había rechazado el hermano de otro de los asaltantes, a quien había localizado cerca de Quilmes, luego de una investigación detectivesca. Otras pistas no me habían llevado a ningún lugar. Sentía que toda la idea de mi libro dependía de si ella respondía sí o no.

Leila jamás llamó a Idea Vilariño. La estupenda semblanza que escribió sobre la gran escritora uruguaya, que integra su hermoso libro Plano americano, es posterior a su muerte.

Finalmente marqué el número de quien ahora se llamaba Ma Bavali.

El teléfono sonó en algún lugar de Buenos Aires.

Atendió una mujer.

Me presenté. Le dije que sabía que era psicóloga, que mucha gente la tenía como referencia en la terapia Rebirthing, que había publicado un libro. Le conté que había leído algunos pasajes disponibles en internet y me habían gustado. Pero la llamaba por otro motivo.

—Aunque en realidad tampoco sé si son dos asuntos tan separados. Porque hay algo que usted escribió sobre la reconciliación que me parece que tiene que ver con la razón de mi llamada… que es la historia de su padre.

La suerte estaba echada. Un «no» lo arruinaría todo.

Seguí adelante.

—¿Usted le hizo un juicio al escritor Ricardo Piglia por lo que escribió en Plata quemada?

Por supuesto, era ella. Escuchó y luego, a través de los cables, cruzando el Río de la Plata, llegó su sentencia: debía escribirle un mail explicándole de qué se trataba mi proyecto, pero anticipó que no decidiría si contar o no su historia hasta no verme y escuchar mi voz cara a cara.

* * *

El asalto de San Fernando había comenzado a gestarse unos meses atrás por culpa de la garganta de un tanguero pintún que se había secado.

Atir Omar Nocito era un muchacho que en 1957 había ganado un concurso de cantantes de tango organizado por Radio Splendid. A partir de entonces había adoptado el nombre artístico de Jorge Fontán Reyes, con el que se había hecho un lugar en la reconocida orquesta del bandoneonista Héctor Varela.

Poco después, Fontán Reyes grabó «Esta noche de copas», un tango con letra de José María Contursi y música de Juan Carlos Howard, que vendió miles de discos simples. Parecía que su destino era la gloria, pero en una gira por Chile sus cuerdas vocales enfermaron y se quedó sin voz. Lo operaron, pero tuvo tanta mala suerte que la herida se infectó. No pudo volver a cantar.

En Plata quemada, Piglia dice que eso le ocurrió porque era adicto a las drogas. «El Piglia ese debe haber creído que yo estaba muerto, por eso escribió lo que escribió. Yo nunca fui un drogadicto», declaró Fontán Reyes en una entrevista con Clarín, en el año 2000. (10)

Aquella fatalidad terminó con su carrera artística.

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Carlos Alberto Argañaraz

Fontán Reyes compró un bar en la esquina de San Ginés y Sarmiento, en San Fernando. En ese local solía recalar un delincuente pesado llamado Carlos Alberto Argañaraz, de 26 años, líder de una banda de asaltantes. Ambos se conocieron y el frustrado tanguero comenzó a hacerle favores al pistolero: lo encubría, lo ayudaba a conseguir armas.

La Policía investigó a Nocito, pero no pudieron probarle nada. En cambio, Argañaraz no duró mucho: la noche del 11 de febrero de 1965 fue muerto por una patrulla que «lo sorprendió cuando se dirigía a la casa de su concubina», según relató Clarín. (11)

Sin embargo, antes de ser abatido por las fuerzas del orden, Argañaraz había sembrado la semilla del asalto al banco de San Fernando. Un día en el bar le presentó a Nocito a cuatro «muchachos decididos y locos», según contó el frustrado tanguero en la entrevista ya citada. Eran Roberto Dorda y sus tres compinches.

Nocito, además, tenía vinculaciones políticas. Un primo llamado Carlos Alberto, de 35 años, era inspector de la Municipalidad de San Fernando. Y su tío José Alberto, el padre de Carlos Alberto, era presidente del Concejo Deliberante de la ciudad, importante dirigente peronista y también poseedor de antecedentes por robo.

Carlos Alberto, con sus contactos con el municipio, consiguió los datos respecto al día y la hora en que se trasladaría el dinero. Atir Omar Nocito les pasó la información a los cuatro «muchachos decididos y locos» y también les consiguió las ametralladoras. A cambio, Roberto Dorda y sus amigos le prometieron una parte del botín.

* * *

Viajé a Buenos Aires para encontrarme con Claudia Dorda y tratar de conseguir al menos una promesa de colaboración con este trabajo. Traté de no pensar mucho durante el cruce del Plata. Ya me había ocurrido viajar en busca de una historia y volver sin nada.

Una vez —hace ya muchos años— el vicepresidente de Uruguay se había emborrachado en la ciudad de Mercedes, capital del departamento de Soriano. Completamente ebrio, manejó a contramano, se bajó en la plaza principal y orinó en la estatua de un prócer. Un periodista local lo había denunciado en su programa de radio, pero luego la prensa tapó el asunto y nadie más habló de ello. Yo fui el único idiota que intentó rescatar la historia. Llamé al periodista de Mercedes. Me dijo que ya no quería hablar de lo ocurrido. Le pedí la grabación. Respondió que me la daría si iba por su ciudad: todavía no existían internet ni el correo electrónico.

En el semanario en el cual yo trabajaba entonces me dijeron que el asunto no interesaba. Decidí seguir adelante por las mías, aquella historia que desnudaba la doble moral de nuestros gobernantes merecía ser contada. Usé mi día libre para manejar mi Escarabajo hasta Mercedes. Llegué, el hombre me llevó de la radio a su casa, de su casa a la heladería con la que se ganaba la vida, de la heladería de vuelta a la radio. El casete no aparecía. Al final entendí: el periodista local tenía miedo. Nunca me iba a dar la cinta.

Volví sin nada. Había perdido un día libre y manejado 500 kilómetros, gastando mi tiempo y mi dinero en busca de una historia que de ningún modo iba a conseguir y que ya nadie conocería.

¿No me pasaría otra vez lo mismo?

Toqué timbre en un antiguo y señorial edificio de la avenida San Juan, en el barrio de San Cristóbal.

Nadie me respondió.

Insistí.

Nada.

Insistí.

Ya maldecía mi suerte cuando una mujer menuda y sonriente abrió la puerta.

Habían pasado 48 años desde el asalto de San Fernando, cuando su vida había cambiado para siempre. Apenas tenía 7 años aquel día.

Ahora Claudia Dorda pasa los 50, tiene ojos castaños, pelo corto, físico menudo. Sonríe.

Tres gatos gordos son amos y señores de su apartamento. Las habitaciones tienen techo alto y paredes pintadas de colores. Hay olor a incienso y música new age.

Habla. Es psicóloga, ha llevado una vida sin privaciones y está orgullosa de haberse ganado el sustento siempre como profesional independiente, sin jefes, sin horarios. Estudió y se graduó en la Universidad de Belgrano, y puede decirse que ha hecho una gran carrera. Uno de sus primeros trabajos fue el de encargada de la imagen de Soda Stereo, luego abrió su propio consultorio. Hoy es terapeuta en Constelaciones Familiares e instructora de meditación.

Estuvo casada dos veces, la primera de ellas con el músico David Lebon, con quien tuvo una niña, su única hija.

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Roberto Dorda y su hija Claudia

Claudia habla mientras prepara el almuerzo. Hay aroma a comida de olla. Una de las paredes de su cocina está ocupada por un enorme y colorido fresco de una diosa hindú. En la heladera hay una foto de su hija, otra de su madre, otra de su maestro Osho y una vieja foto, en blanco y negro, en la que un hombre sonriente y buen mozo sostiene en sus manos a una bebé. La niña es ella, el hombre es su padre, Roberto.

* * *

El cruento asalto de San Fernando ocupó en los días siguientes los principales titulares de todos los diarios. La Policía desató una persecución masiva, general e implacable sobre Roberto Dorda y sus socios.

Cuando el golpe comenzó a ser aclarado doce días más tarde, el diario La Prensa publicó: «Prácticamente toda la Policía de Buenos Aires se encontraba abocada a este caso, que se considera de extrema gravedad por la fría decisión con la que actuaron los pistoleros, así como por la sangrienta forma en la que ultimaron al agente Otero, que ya se encontraba herido y sin posibilidad de defensa».

Otros medios destacaban que, cuando Otero ya estaba herido de muerte, los asaltantes igual balearon a los funcionarios municipales, que no estaban armados. «Dispararon sin necesidad contra los pagadores y el chofer», opinó Crónica. Habían actuado con «crueldad inaudita». El diario los llamaba «feroces asaltantes» y «fieras humanas».

«El delincuente profesional, salvo que padezca una alteración mental, es muy poco dado a apretar el gatillo porque sí», comentó ese periódico. «La forma alucinante en que operaron los cuatro individuos, como enajenados, haría presumir que posiblemente se encontraban drogados». (12)

Hubo dos claves para desanudar la trama del asalto: los pasos en falso del frustrado cantante de tangos Atir Omar Nocito y el incidente con el guardabarrera del ferrocarril Mitre.

Cuando los principales investigadores de la Policía de Buenos Aires llegaron a San Fernando, poco después del robo, encontraron una multitud reunida frente a la Municipalidad, en la plaza donde había ocurrido el tiroteo. Todos comentaban lo que había sucedido minutos antes, pero un hombre llamó la atención de los policías por la vehemencia con la que condenaba a los asaltantes. Era el que hablaba más fuerte. Y más raro les pareció todavía cuando el mismo individuo, al sentirse observado por los agentes, optara por retirarse presuroso.

Preguntaron quién era y la respuesta fue Atir Omar Nocito. Lo fueron a buscar y lo encontraron en un bar, seguramente el suyo. Pronto alguien recordó que el tanguero retirado en forma prematura había estado bajo sospecha de encubrir al difunto Argañaraz. Como si fuera poco, se notó también que era familiar de personas con antecedentes penales. Lo detuvieron allí mismo.

No demoró en caer su primo Carlos Alberto, que había estado preso por robo y estaba en posición de conocer los detalles del traslado del dinero para pagar los sueldos

Con el correr de los días, José Alberto Nocito, el padre de Carlos Alberto y presidente del Concejo de San Fernando, sería asimismo señalado en forma pública como sospechoso de participar en el golpe por el jefe de la Policía de Buenos Aires, Juan José López Aguirre.

Tales acusaciones provocarían una tormentosa sesión extraordinaria del Concejo, convocada el 13 de octubre por el bloque de la Unión Cívica Radical del Pueblo.

En una reunión tensa como pocas, el radical Napoleón Pereyra le exigió la renuncia a Nocito. Pero la bancada peronista, reunida entonces en la Unión Patriótica, lo defendió. Señalaron que sus antecedentes por robo databan de 1930, cuando tenía solo 16 años, y que «las acusaciones por portación de armas, juego y lesiones» que también recaían sobre su persona no eran delitos sino faltas. «Cuántos de nosotros nos mandamos nuestras regias timbas semanales, ¿y por eso vamos a ir presos?», dijo el concejal Iglesias. López Aguirre —agregó— actuaba por interés político, porque era radical. (13)

La acalorada asamblea, que abundó en insultos, se extendió durante tres horas y media y terminó sin consecuencias para Nocito, a pesar de los gritos desde las barras: «¡Ladrones, esto es una vergüenza!». (14)

Finalmente, y a diferencia de su hijo y su sobrino, José Alberto Nocito eludió toda responsabilidad judicial y política. Pero la sospecha de que el asalto se había realizado con apoyo «de arriba» quedó instalada. Algunos acontecimientos posteriores no harían más que reforzarla.

* * *

La otra punta desde la cual comenzó a desentrañarse la madeja la dio el funcionario ferroviario Ledesma. La Policía le mostró las fotos de decenas de delincuentes: ¿reconocía al joven que le había puesto una ametralladora en el pecho para que levantara la barrera?

Nervioso, no pudo asegurar que ninguno de los retratados fuera el asaltante que lo había amenazado. Pero dudó mucho en un caso, una fotografía que miró una y otra vez sin poder decidirse. Era la imagen de un joven ladrón llamado Carlos Alberto Mereles, que había integrado la banda de Argañaraz.

Para los investigadores eso fue suficiente. La búsqueda de Mereles comenzó de inmediato y llevó pronto a la Policía a su apartamento, en la calle Güemes 3302 esquina Coronel Díaz, en Palermo.

Antes de irrumpir en el hogar del pistolero, los agentes preguntaron en el barrio. Por el dinero que gastaban, los vecinos creían que allí vivían unos estancieros ricos, ganaderos, para ser más precisos. Adquirían la comida en la rotisería de la esquina, cuyos dueños «se sorprendían a diario con las compras» que realizaban los jóvenes ricachones, relató una nota de Clarín. «Lechones enteros, varios pollos al spiedo, cantidad de botellas del mejor vino… miles de pesos por día y al contado riguroso». (15)

Un diario en aquel entonces valía diez pesos y un buzo 600. Según datos de La Razón, aquellos delincuentes gastaban entre cuatro y cinco mil pesos en cada jornada en la rotisería.

* * *

La comida está pronta. Claudia cuenta que durante muchos años, cuando niña, adolescente, cuando era una joven estudiante de psicología en la Universidad de Belgrano, deseó con toda el alma que el mundo olvidara, que nadie jamás la asociara con la historia de este libro. Si le preguntaban por su papá nunca contaba la verdad. Siempre trataba de cambiar rápido de tema. Vivía con temor de que a alguien se le ocurriera contar anécdotas familiares, relatos de hijos y padres, que le preguntaran qué había sido de la vida del suyo. «¿A qué se dedica tu viejo?».

Ahora el retrato de Roberto sonríe desde la puerta de la heladera, Claudia se llama Ma Bavali y ya no oculta el pasado.

Hace unos años escribió un pequeño texto con el título: «De mi padre aprendí a volar».

Comienza así:

De mi padre aprendí a volar, su último vuelo le costó la vida. Quise seguirlo con amor ciego y casi me cuesta la mía.

Fue un proceso que le llevó años, del que está orgullosa, y todavía no termina. Por eso aceptó hablar y contar todo lo que sabe sobre su padre y la historia del asalto de San Fernando. Fue ella quien me relató que Roberto se despidió de Nélida, su esposa, la última vez que se vieron, diciéndole: «Me voy a robar un banco». Muchas charlas entre madre e hija durante años fueron sobre Roberto, ese esposo y padre que ya no estaba y ambas seguían amando, ese asaltante que no dudaba en matar a quien se interpusiera en su camino.

La larga travesía de Claudia, ahora Ma Bavali o Bavali a secas, para reconciliarse con su padre y su pesado y difícil pasado se transformó en otra historia dentro de esta historia.

* * *

La policía comenzó a vigilar el apartamento de Güemes y Coronel Díaz, pero Carlos Alberto Mereles, el pistolero que le había puesto la metralleta en el pecho al guardabarrera, ya no estaba allí. A la que detuvieron en la vereda, cuando salía del edificio rumbo a una consulta médica, fue a su novia, una jovencita de apenas 16 años y «cara de bebé» (16) llamada Blanca Rosa Galeano.

Galeano vive hoy en Lanús. La entrevisté dos veces a través de videollamadas de WhatsApp, el 1 de febrero y el 11 de marzo de 2022, las últimas entrevistas realizadas para sumar informaciones a este libro.

La conversación marcó el fin de una búsqueda de nueve años. Yo había intentado ubicar a Galeano muchas veces, sin suerte. Fueron dos de sus nietas las que me contactaron —una en 2019, la otra en 2020— porque querían conocer más sobre su abuelo Mereles. Gracias a ellas finalmente pude obtener este testimonio clave.

La prensa argentina dijo que Galeano y Mereles se habían conocido en Mar del Plata, en el verano del 65. Que ella provenía de un hogar de clase media de Caseros, que tenía 15 años y era hermosa. «Morocha, espigada, bonita, bien vestida», la describió Clarín, (17) «su figura» había impresionado al joven asaltante que fingía ser hijo de un estanciero y «llevaba una vida fastuosa en la ciudad feliz».

«Costosas fotos en colores, hoy en poder de la Policía, dan testimonio del nacimiento del romance», agregó el diario, pintando la relación amorosa y también una época.

Blanquita se fascinó con la gran vida que le ofrecía Mereles, que no solo tenía dinero para fotos en colores. En el juicio declaró: «Era tan solo una niña de 15 años nada más cuando conocí a C. A. Mereles, del cual me enamoré perdidamente, sin saber quién era en realidad, pero cuando lo supe ya era tarde. Inmediatamente después nos fuimos a vivir juntos, me llenaba de regalos, en fin, me hizo ilusionar». (18)

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Blanca Galeano en su temprana juventud

Desde su casa en Lanús y del otro lado del teléfono, Blanca Galeano llora al recordar los detalles de la historia. La prensa no fue del todo precisa en lo que dijo. Su familia era más humilde que de clase media. Vivía con su padre, que era albañil, y su hermano mayor Daniel. Su madre los había abandonado cuando ella tenía solo 3 años y su hermano 7.

Blanca apenas había terminado la escuela primaria y allí dejó sus estudios formales. Cuando conoció a Mereles aprendía para modista.

«Nuestra casa no era un rancho, pero era humilde. No tuve una linda infancia, no la pasé muy bien, nos faltaba mi madre…».

Nunca estuvo con Mereles en las playas de Mar del Plata, como publicaron los diarios. Lo conoció, en cambio, en la casa de una novia que tenía su padre. Él le dijo que se llamaba Daniel y que era hijo de estancieros. Vestía bien, tenía auto, la invitaba a lugares caros.

Sin embargo, pocos días antes del asalto, una tarde él le confesó la verdad:

—Yo no soy lo que vos creés. Soy un delincuente —admitió.

«Usó esa palabra. “Delincuente”. También me dijo que era “resentido”, porque había pasado muchas privaciones. Que cuando cumplió 18 años había tenido que alquilar un saco y una corbata para sacarse una foto, porque no tenía», relató Galeano. «Cuando me confesó la verdad, yo ya había conocido a su mamá, a su tía, a sus hermanos. Le respondí que eso que me acaba de contar no me interesaba, que yo lo tomaba por lo que había conocido de él hasta ese momento. Pero también le dije que me gustaría que dejara todo eso y que nos fuéramos a algún lado, lejos… Y él me ilusionó: “Tené confianza que así va a ser”».

Para ese entonces, ella ya estaba embarazada de Carlos.

Blanca jura que Mereles nunca le contó detalles de sus golpes, aunque hubo una excepción. Después del asalto de San Fernando le pidió que lo encontrara a la vuelta del edificio en el cual vivían y le dio un bolso, que pesaba muchos kilos, para que lo escondiera en el apartamento de la calle Güemes. «Era un bolso muy pesado, y yo lo traje a nuestra casa. ¡Me dijo que eran palos de golf y yo le creí!».

En realidad, eran las armas usadas en el asalto en el que habían matado o herido de muerte a tres personas.

La noche posterior al robo de la remesa fue la última vez que lo vio.

«Esa noche estaba todo muy raro. Vinieron los otros muchachos, vino el hermano y su señora… y yo no sabía lo que había pasado. Realmente le digo: no sabía. Él habló con su hermano, también habló conmigo… Me dijo: “Me voy a ir por unos días, pero te voy a venir a buscar”. Yo le dije: “¿Por qué no me llevás?”. “No, porque me puede pasar algo feo”, me respondió. “Llévame con vos”, le insistí. Pero no me hizo caso».

* * *

A la mañana siguiente, Blanca Galeano bajó para ir al médico.

«Yo me estaba haciendo un tratamiento para abortar. Yo le había dicho a Carlos que no quería tener al niño porque era muy chica, y él me llevó a un médico que ponía unas inyecciones para cortar el embarazo. Cuando bajé para ir al tratamiento, a que me pusieran otra inyección de esas, la policía me estaba esperando: me agarraron en la calle y me metieron en un sótano. “¿Qué sabés, qué sabés, qué sabés?”, me preguntaron. Apenas dije “no conozco a ningún Mereles” recibí la primera cachetada. Ahí me di cuenta que no entendía nada de lo que estaba pasando. Yo tenía 16 años, iba a cumplir 17».

* * *

Los policías entraron al apartamento de la calle Güemes donde vivían Blanca y Mereles y encontraron que estaba «amueblado a todo lujo» y que había «gran cantidad de aparatos eléctricos de alto costo, que sus propietarios habían adquirido en una casa de música de la avenida de Mayo, pagando al contado», según publicó La Prensa. (19) «Estaba amueblado con lujo exagerado y dotado de todos los implementos eléctricos conocidos, entre los mismos dos televisores y un soberbio combinado tocadiscos de elevadísimo precio», agregó La Razón. (20)

También había mucho dinero (778 mil pesos), dos pistolas, una de ellas una Mauser de 9 milímetros, abundantes proyectiles y una libreta de casamiento del Registro Civil de Victoria, Buenos Aires, que daba cuenta de la unión matrimonial entre Blanquita y el pistolero.

Los diarios, impiadosos, informaron que el documento era falso, adulterado, que Mereles le había hecho creer a la joven que eran marido y mujer, que el casamiento no había sido más que «una bien urdida farsa».

En nuestros diálogos a través de WhatsApp, Blanca contó que no existió una ceremonia nupcial sino que Mereles había llegado un día con la libreta matrimonial con sus nombres, y se la había presentado a su padre para que le permitiera dejar el hogar familiar e irse a vivir con él.

«Mi papá vio que tenía auto, que estaba bien vestido y era lindo y le pareció todo bien, supongo. Por eso no dijo nada cuando le trajo una libreta y le dijo que nos habíamos casado. Yo era menor y mi padre no había firmado nada autorizándome, pero en su ignorancia creyó que estaba todo bien».

Según dijo la prensa, en el apartamento la policía sorprendió a Raúl, uno de los hermanos de Carlos Alberto Mereles, y a su esposa. Ellos dos también fueron detenidos.

* * *

A la primera cachetada siguieron muchas otras. «Me subieron a un auto, me tiraron en el suelo y pisaban para que nadie viera que llevaban a una persona», relató Blanca Galeano.

Con los ojos vendados, la bajaron en un lugar donde padecería castigos mucho más crueles y sádicos que los golpes y cachetazos. Blanca, de todas maneras, no les diría mucho. Lo único que sabía era que su novio se había ido y que al despedirse le había dicho que quizá nunca más la volvería a ver.

* * *

Claudia Dorda tiene grabada para siempre en la memoria la última vez que vio a su papá. Fue unos días después del asalto de San Fernando, en una pequeña casa que sus abuelos maternos tenían en el Tigre, en una isla recóndita, solitaria, escondida por la vegetación tupida y separada de la otra orilla por un brazo ancho y caudaloso del río.

No recuerda si su padre fue hasta allí para encontrarse con ella y con su madre. O si, por el contrario y más probablemente, fueron ellas las que fueron a visitarlo a su escondite, mientras toda la Policía de la provincia de Buenos Aires lo perseguía.

Lo que nunca olvidó fue que ese día Roberto le regaló un prodigio: una muñeca que hablaba. Había que tirar de una cuerdita y emitía palabras, como si estuviera viva. El secreto era que en la espalda, oculta por el delicado vestido, tenía una tapita y, debajo de esta, un pequeño disco, igual a los que se ponían en el tocadiscos, pero mucho más chico.

En aquellos años no existía mejor juguete para una niña.

Ese día en el Tigre, con la policía persiguiéndolo de cerca y la muñeca que hablaba de testigo, fue la última vez que se abrazaron y que él le dio un beso.

La siguiente vez que lo vio fue en la fría pantalla del televisor, unas pocas semanas más adelante.

* * *

El martes 5 de octubre de 1965, la Policía de Buenos Aires convocó a la televisión y los medios gráficos para anunciar con bombos y platillos que había aclarado el asalto de San Fernando.

Los periodistas fueron recibidos en la sede de la Brigada de Investigaciones de la zona Norte, en Martínez, por la plana mayor del cuerpo: el jefe de la Policía de Buenos Aires, López Aguirre, y los investigadores que habían encabezado la exitosa investigación: el comisario Enrique A. Silva y el subcomisario Ernesto Verdún. (Recordemos este nombre, Verdún, a veces también llamado Verdum, porque volverá a aparecer una y otra vez en este drama).

No faltaron allí los golpes de efecto para lucimiento de los fotógrafos. López Aguirre, con un cigarro en la boca, se retrató con una de las ametralladoras incautadas a los pistoleros y vació sobre un escritorio un bolso lleno de billetes que habían perdido cuando cambiaron de auto, en plena huida. (21)

El buen resultado de las pesquisas había permitido explicar cómo se había realizado el golpe y también capturar a siete cómplices de los asaltantes: unos acusados de entregar el robo, otros de haber conseguido las armas o de encubrir el asalto.

Cinco de los detenidos —los hombres— fueron expuestos a las cámaras de los fotógrafos. Las dos mujeres apresadas, no. En cuanto a los verdaderos asaltantes, los que habían irrumpido disparando sus ametralladoras en San Fernando, se dijo que su captura era inminente.

La Policía anunció que ya sabía los nombres de dos de ellos. Uno era Carlos Alberto Mereles, de 22 años, quien había amenazado al guardabarrera en el paso a nivel, con antecedentes por robos reiterados en Adrogué y en Lomas de Zamora y otros por desacato y asociación ilícita. Había estado preso en la Unidad 9 de La Plata y había salido en libertad en febrero. El otro asaltante ya identificado se llamaba Mario Malito (sí, Malito), de 24 años, también con antecedentes penales por robo desde 1962.

Ambos habían integrado la banda de Argañaraz, muerto por la Policía unos meses atrás.

Los nombres de los restantes dos todavía no podían ser confirmados, pero se descontaba que ellos también serían antiguos compinches del fallecido Argañaraz.

Tres días después, la Policía informó que ya sabía quiénes habían sido los otros asaltantes de San Fernando: sus nombres eran Marcelo Brignone y Roberto Dorda, ambos con antecedentes delictivos y últimos domicilios conocidos en Republiquetas 4405 y Bertres 344, respectivamente. (Claudia —Bavali— dice que su padre nunca vivió en esa dirección).

Los retratos de Dorda y Brignone aparecieron, serios y mirando a la cámara de pesados, en los diarios del 9 de octubre de 1965.

Con ellos se completó el cuarteto de asaltantes: Dorda, Brignone, Mereles y Malito, aunque al agente Ipata nunca nadie le pudo sacar de la cabeza que faltaba uno. Sus apellidos fueron repetidos en radio y televisión y aprendidos por el público como si fueran una delantera famosa. Pero no lo eran.

Eran los más buscados.

1. La Razón, Buenos Aires, 29 de setiembre de 1965.

2. La Razón, Buenos Aires, 13 de octubre de 1965.

3. La Razón, Buenos Aires, 29 de setiembre de 1965.

4. Eso informaron algunos diarios. Otros afirmaron que el coche, luego del trompo, quedó incrustado en una «saliente de alcantarilla».

5. Crónica, Buenos Aires, 30 de setiembre de 1965.

6. La Prensa, Buenos Aires, 30 de setiembre de 1965.

7. El Día, La Plata, 30 de setiembre de 1965.

8. Algunos medios de prensa afirmaron que tenía 38 años y otros 44 años. El apellido aparece en ocasiones como Martínez Tobar y en otras como Martínez Tovar.

9. La Razón, Buenos Aires, 29 de setiembre de 1965.

10. Clarín, Buenos Aires, 14 de mayo de 2000.

11. Clarín, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965.

12. Crónica, Buenos Aires, 29 y 30 de setiembre de 1965.

13. López Aguirre también fue diputado radical. Es el padre del economista Ricardo López Murphy, actualmente diputado y ministro de Defensa y de Economía entre 1999 y 2002, durante la presidencia de Fernando De la Rúa.

14. La Razón, Buenos Aires, 14 de octubre de 1965.

15. Clarín, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965.

16. La Razón, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965.

17. Clarín, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965.

18. Lo cita el filósofo Tomás Abraham en su libro Fricciones, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2004, pág. 125.

19. La Prensa, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965.

20. La Razón, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965

21. Crónica, Buenos Aires, 6 de octubre de 1965.