Conceptos fundamentales

La Biblia es una selva inmensa de hechos, caracteres y símbolos dentro de la cual, sin los instrumentos adecuados, no es fácil desenvolverse. En ella, sin embargo, emergen algunos conceptos básicos, a cuyo alrededor todo el material se hace explícito y se organiza. En este capítulo intentaremos describir brevemente estas ideas fundamentales.

Es obvio que los autores, que interpretan los pensamientos y los sentimientos de los creyentes, tienen que utilizar inevitablemente las palabras, las imágenes, los símbolos, las metáforas[6] propias de la cultura de sus tiempos. Dicho de otro modo, intentan expresar lo inexpresable, lo desconocido, lo misterioso, el infinito a través de sus lenguajes finitos. Si encontramos algunos términos como Padre, Hijo, etc., debemos tener en cuenta que pueden expresar una relación de afectividad, no necesariamente una relación de parentesco. También el agua, el vino, la sangre, el cordero, el árbol de la vida, etc. son a menudo símbolos de otra cosa, y la representación de un rito remite a significados simbólicos. En realidad, toda la Biblia es un conjunto de grandes metáforas que, más que definir, estimulan la reflexión del hombre sobre Dios, sobre el mundo y sobre sus similares, y sugieren que de todo ello se puede hablar de muchas maneras, ninguna de las cuales es definitiva. Hay un dicho antiguo que encierra un rasgo característico de la ironía judía: «Hay setenta maneras de interpretar: la correcta es la que hace setenta y uno».

Otro aspecto a considerar es el carácter «dinámico» de las palabras y de los conceptos, su variabilidad con el paso del tiempo: como hemos visto, la Biblia fue redactada en un periodo de tiempo que alcanza los 1400 años, y es razonable pensar que las palabras, en todo este tiempo, puedan experimentar una evolución en el significado; de la misma manera, los conceptos pueden evolucionar, acompañando la evolución cultural. Esta evolución en el significado es muy clara si se compara el Antiguo con el Nuevo Testamento, pero también se encuentra dentro del Antiguo, según las diferentes épocas de los escritos.

No sólo cambian en la Biblia las palabras y los conceptos, sino también —de alguna manera— el cuadro de referencia general: se pasa de la dimensión tribal de los libros más antiguos a la visión universal y humanitaria de los libros más recientes del Antiguo Testamento y sobre todo del Nuevo Testamento. Expresiones crueles y vengativas de los libros más antiguos dan paso a conceptos de amor universal, perdón y reconciliación.

Los conceptos fundamentales que se presentan a continuación no siguen un orden alfabético, sino lógico.

Dios

A diferencia de las divinidades concebidas por las grandes religiones orientales, el Dios de la Biblia es una persona, tiene una identidad precisa y no es asimilable a la naturaleza, que es una creación suya. También es fundamentalmente distinto del de las hipótesis de los filósofos, en concreto de los pensadores griegos, que identificaron a Dios con un concepto abstracto. En cambio, la Biblia no define a Dios, no revela el misterio de su esencia ni el motivo de sus acciones, no cree que pueda «demostrarlo» y no lo convierte en objeto de especulación filosófica. Dios dice de sí mismo simplemente: «Yo-Soy» (Éxodo 3, 14), con lo que se entiende que no puede ser definido. Por eso, la Biblia prohíbe al hombre representar a Dios con cualquier imagen; pero, pese a todo, se encuentra presente en cada página del libro: habla y actúa entre los hombres.

El punto alrededor del cual gira el mensaje bíblico es el amor de Dios hacia los hombres, y su palabra es la expresión inteligible de su voluntad. Al revelarse, Él no comunica verdades abstractas, sino que «habla» y actúa mediante la palabra. Por medio de esta última, Dios creó el mundo (Génesis 1), dio al hombre unas leyes estables e interviene en el curso de la historia. La palabra de Dios puede comunicarse por boca de los profetas, que son como sus enviados, o adoptar la forma escrita (la Biblia). La «palabra» por excelencia será la figura de Jesucristo. La palabra también puede ser amenazadora, pero más temible y angustiosa es su ausencia, el silencio de Dios (1 Samuel, 3, 1; Amós 8, 11).

El Espíritu Santo,[7] también llamado Espíritu de Dios, designa la acción y la potencia de Dios en los hombres y en las cosas: podemos afirmar que es Dios en movimiento. En el Antiguo Testamento, el Espíritu Santo se manifiesta ocasionalmente y su radio de acción es limitado: es guía y consejero, proporciona al hombre saber y le confiere facultades proféticas. En el Nuevo Testamento, en cambio, se presenta en una estrecha relación con Jesucristo.

Hombre

La Biblia distingue entre el hombre en general (adam) y el hombre como individuo (is). Por tanto, Adán no debe entenderse como el nombre propio del primer hombre. En las primeras páginas de la Biblia, este nombre va acompañado del artículo y significa «humanidad».

En la Biblia, el hombre tiene cierta autonomía, pero está lejos de ser «la medida de todas las cosas»;[8] como mucho, está definido en la relación con Dios, en el sentido de que es una criatura suya y, cuando transgrede su ley, un pecador. El hombre es la coronación de la creación, «poco inferior a un dios» (Salmos 8, 6), y es él mismo imagen de Dios (Génesis 1, 27). Se trata de una concepción ideal del hombre, que en realidad fue alterada por la «caída», por el hecho de rebelarse ante la voluntad de Dios, por culpa de lo cual se rompieron el orden y la armonía de la naturaleza. La existencia del mal y del dolor es una consecuencia de dicha caída.

Al ignorar la contraposición entre cuerpo y alma, propia, por ejemplo, del hinduismo, del budismo, de la tradición órfica pitagórica[9] y de buena parte del pensamiento griego,[10] la Biblia ve al hombre como una unidad, una realidad indivisible donde la corporeidad es un medio de expresión de la espiritualidad.

La Biblia presenta a la mujer como «parte» del hombre, elemento inseparable de él, con una concepción que recuerda el taoísmo.[11] «Dios creó al hombre a su imagen, lo creó a imagen de Dios, varón y mujer los creó» (Génesis 1, 27). De todos modos, en las páginas siguientes de la Biblia, la visión de la mujer es la propia de la sociedad patriarcal de la época, pero en cualquier caso resulta más benévola que la de las civilizaciones de su tiempo (e incluso posteriores: sirva de ejemplo el papel totalmente marginal de la mujer en la sociedad griega). Pero en la Biblia no faltan figuras de mujeres que destacan por su personalidad y su carácter: en el ámbito familiar (Sara, Rebeca), en el culto religioso (hay mujeres que se ocupan del santuario y profetisas) y en la sociedad organizada (Débora era uno de los jueces).

En cuanto a la naturaleza del hombre, la Biblia habla de cuerpo, alma y espíritu. Precisamente porque lleva en sí la huella de Dios, el cuerpo no debe despreciarse ni considerarse un obstáculo para la vida superior del hombre. Por lo que respecta al alma, para el Antiguo Testamento es un símbolo que indica la vida y todo el ser vivo, cuyo origen viene del Espíritu de Dios y muere cuando este se retira. Por tanto, el alma no es incorruptible como la psyché griega. En cambio, el espíritu (o respiración) que emana de Dios y vuelve a Él sí es inmortal (Génesis 2, 7; Job 33, 4; Eclesiastés 12, 7).

Historia, tiempo, eternidad

La Biblia es un libro de profecía y de fe, pero sobre todo de historia, porque Dios se revela en ella, tal como hemos visto. No se trata de un libro de análisis histórico en el sentido habitual de la palabra, ya que los hechos están interpretados e iluminados por la fe. Sin embargo, estos corresponden a sucesos ocurridos realmente, cuyos protagonistas fueron los pueblos de la Antigüedad (asirios, babilonios, persas, griegos, romanos), vistos todos ellos como instrumentos de la voluntad divina. La historia se entiende como el resultado de la actuación no condicionada de Dios en concurrencia con las acciones del hombre. Por eso, la concepción histórica de la Biblia se opone claramente a la que expresan las culturas orientales, que propugnan el carácter cíclico de un destino inmutable (como hemos indicado, en referencia al hinduismo, en el capítulo «Comparación con otros libros religiosos». Pero la narración de la Biblia difiere de la de los principales historiadores griegos: de la versión religiosa e ideológica de Herodoto (siglo V a. de C.), que agrupa los hechos en el contexto del enfrentamiento entre griegos y bárbaros; de la racionalista y en cierto modo judicial de Tucídides[12] (siglo V a. de C.), y de la pragmática[13] de Polibio (siglo II a. de C.).

La idea de historia comporta una manera de entender el tiempo, el cual no es un concepto abstracto, como lo es para nosotros. Para los antiguos, el tiempo estaba caracterizado por un contenido específico, es decir, siempre era el tiempo de algo y, por lo tanto, estaba ligado a un acontecimiento concreto. La consciencia de la historia nació en el pueblo de Israel a partir de la percepción de la «flecha» del tiempo que atraviesa varios acontecimientos, los cuales deben interpretarse como elementos de un proyecto divino. Son indicativos, al respecto, los libros de los Profetas y el de Daniel.

En la Biblia, la eternidad no es un problema filosófico, sino una especie de contenedor temporal: se trata del espacio y el tiempo de Dios, es decir, lo que ha establecido como inmutable, ante la precariedad y la mutabilidad de los propósitos de los hombres. La Biblia entiende la vida eterna como la cualidad de la vida deseada por Dios, más que como una cantidad infinita de tiempo.

Salvación, alianza, justicia

A partir del carácter unitario del hombre que propone la cultura judía, su salvación tiene que ver tanto con la esfera espiritual como con la material. Con los profetas, el concepto de salvación se extiende al destino final del hombre.

En general, la salvación consiste en la liberación del mal. Este concepto tiene su origen en el pacto o la alianza que se establece entre Dios y el pueblo judío. Es un compromiso asumido libremente por Dios con Israel, por el que este se convierte en nación y «pueblo de la Eternidad». La contrapartida de este pacto, que se presenta según el esquema de una alianza entre un gran rey y sus vasallos, es el compromiso, asumido por Israel, de reconocer a Dios como único señor y respetar sus mandamientos.

La Biblia no da una definición filosófica de la justicia, sino que pone de relieve su significado religioso: esta se encuentra junto a la salvación ofrecida por Dios al hombre y, en lo que respecta a los seres humanos, en la «fidelidad al pacto», por lo cual estos dan a Dios lo que le corresponde, que es amor, obediencia y confianza (fe), para ganarse así su benevolencia y su perdón.

La justicia debe manifestarse también en la relación con los otros hombres, como expresión concreta del amor y la disposición de servir.

Elección

La elección define la opción que Dios lleva a cabo con el pueblo de Israel y con cada individuo, que no deriva de los méritos hechos por el elegido, sino que desciende de un proyecto de la divinidad, que puede elegir —por su libertad no condicionada y alterando los criterios normales de juicio— un pequeño pueblo fiel o unos individuos que el mundo desprecia y, por lo tanto, preferir el pequeño al grande, el último al primero. Esta elección no viene dada por el capricho, sino por la gracia y el amor.

Es importante destacar que el elegido no es un privilegiado, y que su elección puede ser revocada si este incumple el compromiso adquirido, puesto que se trata simplemente de un instrumento de Dios, ante el cual está «llamado»[14] a tener una actitud responsable: su conducta debe regirse no por el interés particular, sino por el de toda la humanidad. El concepto de elección responde a una llamada divina a la salvación.

Fe

La fe es la confianza absoluta en Dios (Génesis 15, 6) y representa el eje de la vida del creyente. No se agota en la adhesión intelectual a determinados principios y doctrinas, sino que constituye un proyecto de vida destinado a modificar radicalmente la existencia del hombre, La fe abre la puerta a una experiencia imprevisible, que no está sujeta a la pura lógica racional, sino que está abierta a las infinitas posibilidades de Dios.

Ligada a la fe está la esperanza, que según la Biblia no es un deseo proyectado hacia el futuro, sino la certeza de que Dios honrará el pacto suscrito con los hombres. Gracias a la fe, el creyente afronta las situaciones más angustiosas y vive con la certeza de que Dios nunca le abandona.

Íntimamente ligada con la fe está la conversión, entendida como un retorno a Dios: los vínculos interrumpidos se restablecen a través de una actitud de confianza y abandono. De la conversión surge la vida (Ezequiel 18, 32).

La fe encuentra su expresión principalmente en la plegaria, un diálogo que el hombre puede establecer con Dios, con características espontáneas o ritualizadas. La oración expresa adoración, invocación, intercesión en favor de otros o también agradecimiento. Su cumplimiento no es mérito de la propia plegaria, sino un signo de la gracia divina. La compilación de plegarias del Antiguo Testamento se encuentra en el libro de los Salmos.

Ética

La Biblia carece de una doctrina ética en sentido estricto, entendida como una exposición sistemática del problema moral, o —dicho de otro modo— le falta un tratamiento filosófico del problema del bien y del mal. El bien está identificado esencialmente con la voluntad de Dios y tiene una perspectiva a la vez moral y religiosa. No se explica el mal en su origen histórico, sino que se presenta en sus manifestaciones, que pueden ser personalizaciones (el Diablo, Satanás), y se atribuye al hombre (Génesis 39, 9; Isaías 55, 7). Lo que no faltan en la Biblia son los preceptos morales. Para el hombre, la transgresión de la ley de Dios (no olvidemos que, como hemos visto, los cinco primeros libros de la Biblia se llaman en hebreo Torah, que significa «ley») es una posibilidad concreta, que deriva de la libertad recibida por don de Dios (Génesis 2 y 3). Cuando el hombre hace un mal uso de la libertad que se le ha concedido, se debe sobre todo a la avidez de conseguir una seguridad material (Éxodo 16, 3) y a la transgresión del pacto sellado con Dios (2 Reyes 21, 12-15).

En el Antiguo Testamento —a diferencia de lo que ocurre en muchas otras religiones— el mal no consiste en la transgresión, aunque sea involuntaria, del límite entre lo sagrado y lo profano, que desencadena la reacción de la divinidad ofendida y reclama la restauración del equilibrio por medio de un sacrificio.

En cambio, en la Biblia prevalece la concepción del pecado como resultado de un acto realizado conscientemente: se trata de la manifestación de una contraposición, lúcida y determinada, entre la voluntad del individuo y la de Dios. Salvo en Génesis 3, en el Antiguo Testamento falta una explicación del origen del pecado, si bien se destaca el hecho de que todos los hombres son pecadores. Más importantes que el pecado son, en cualquier caso, el perdón y la redención que ofrece Dios.

Vida, muerte, más allá

En el Antiguo Testamento, el concepto de vida es sinónimo de existencia y se contrapone a la no-vida, es decir, a la muerte. En los libros más antiguos (por ejemplo, en Génesis 2, 7), la vida aparece como la simple «animación» de un cuerpo inanimado. En otros textos más recientes aparece expresada la concepción de una vida humana que va más allá de la existencia física y que está alimentada por la comunión con Dios («El hombre no vive sólo de pan… sino de la palabra del Señor», Deuteronomio 8, 3). Sin embargo, mientras en otras concepciones, como la griega y la india, la vida superior se realiza en oposición al cuerpo, en la bíblica la vida se entiende como el desarrollo de la existencia corporal, según una visión unitaria de los diversos elementos que componen el individuo.

La muerte, que muchas tradiciones religiosas —por ejemplo, la órfica pitagórica— ven como la liberación del alma de la esclavitud del cuerpo, está considerada en la Biblia en términos absolutamente negativos. Aunque no creían en una extinción completa de la conciencia individual, los antiguos judíos no consideraban que después de la muerte se pudiera ser realmente feliz; creían más bien en una existencia vaga, carente de alegría y de esperanza (véase Salmos 88, 6).

Pero la primera concepción hebraica del más allá evolucionó con el paso de los siglos: llevando a las consecuencias extremas el principio de la justicia y del amor divino, se llegará a sugerir la hipótesis de una vida mejor después de la muerte.

Reino de Dios

El reino de Dios, o reino de los Cielos, será el tema central de la predicación de Jesucristo, pero ya aparece en el Antiguo Testamento, donde se habla de él de dos modos: como una realidad presente, constituida por el hecho de que Dios es el Señor, y como una realidad futura, ya que Dios vendrá a reinar en su gloria (esta es la perspectiva final de la salvación por obra del Mesías, descrita por los profetas).