Prólogo

El enigma Shakespeare

HAY ALGÚN ESTUDIOSO QUE COMENTA, con una mezcla de ironía, curiosidad, recelo y cierta exageración, que, aunque no pueda asegurarse sin ningún género de dudas que William Shakespeare existió, sí es verdad que existe un buen puñado de obras atribuidas a alguien de ese nombre. La parquedad de datos fehacientes y comprobados sobre un escritor que concentra toda una literatura, y las abundantes especulaciones sobre la autoría del formidable corpus dramático que se le adjudica han convertido en lugar común que en cualquier aproximación a su figura se destaque esa concentración de incertidumbres que gravitan en torno al planeta Shakespeare, un formidable universo al que han dedicado su vida miríadas de especialistas convirtiendo tan mayúscula obsesión académica en todo un subgénero ensayístico.
Muy diversos eruditos sostienen, apoyando sus hipótesis en pistas y deducciones con frecuencia muy sugestivas, que William Shakespeare podría haber sido el seudónimo de uno o varios autores. Tal especie empezó a circular curiosamente casi dos siglos después de la muerte del dramaturgo, acaecida en 1616, arguyendo que la persona de ese nombre que fue actor y empresario teatral en Londres no poseía la formación suficiente como para haber escrito las obras maestras que llevan su firma, en las que se evidencia un notable grado de conocimiento sobre materias como historia antigua, asuntos legales, detalles bélicos y marítimos, medicina, mitología, costumbres cortesanas y demás saberes de su tiempo. Entre las personalidades que podrían ocultarse bajo el antifaz shakesperiano, se han citado con mayor o menor fundamento los nombres del filósofo Francis Bacon, los autores isabelinos Ben Jonson y Christopher Marlowe (quien sirvió como espía para la monarquía anglicana y, para escapar de un peligroso embrollo, habría fingido su propio asesinato y, ya «difunto», publicado sus obras con una nueva identidad); Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford —esa es la tesis de la película Anonymus (Roland Emmerich, 2011)—; sir Henry Neville; Roger Manners, quinto duque de Rutland, y William Stanley, sexto conde de Derby. Una imaginativa nómina de nombres ilustres.
Lo cierto es que, como subraya Bill Bryson 1, «de lo mucho que desconocemos acerca de William Shakespeare, una gran parte es información esencial. No sabemos, por ejemplo, cuántas obras teatrales escribió exactamente ni en qué orden lo hizo. Podemos deducir cuáles eran algunas de sus lecturas pero no sabemos de dónde sacaba los libros ni qué hacía con ellos una vez leídos»; a este respecto, se supone que su amistad con un librero le pudo propiciar el acceso a un buen número de obras. Recuerda Bryson que, con cierta sorna, un especialista shakesperiano le dijo una vez que «toda biografía de Shakespeare consiste en un cinco por ciento de hechos probados y un 95 por ciento de conjeturas». Entre otras paradojas enigmáticas que rodean a este autor, se cuenta la de que únicamente se conservan catorce palabra escritas con seguridad de su puño y letra: un «por mí» con el que rubrica su testamento y seis firmas con su nombre completo, y, para más inri, ninguna presenta la misma grafía de nombre y apellido, que va de Shaksp a Shakspere, abreviaturas y variaciones nada insólitas en la época isabelina, en la que no existía una ortografía normativa que fijara la correcta escritura de nombres y términos.
No obstante, y aunque acentuadas por el interés y la dimensión de su obra, la escasez y confusión de datos no son muy diferentes de las que afectan a otros autores de la época, pongamos por caso Thomas Kyd, el más popular por su celebradísima y sangrienta Tragedia española; Thomas Dekker, uno de los más alabados en su tiempo, o el propio Marlowe, de quien se dice que aprovechaba sus amistades en la Corte para que se fijara el día de alguna ejecución pública coincidiendo con un estreno de Shakespeare con el fin de robarle espectadores. Y pese a que las referencias puntuales sobre su existencia dejan enormes lagunas, sí se conserva lo fundamental, sus obras, a excepción, al parecer, de uno o dos títulos.
Siete años después de la muerte de Shakespeare se publicó el denominado Primer Folio (First Folio) gracias al fervoroso cuidado de Henry Condell y John Heminges, que compilaron en ese precioso volumen la producción dramática de su admirado colega. Se tiene constancia de que ambos asistieron el 23 de abril de 1623, es decir, el mismo año en que apareció su compilación, a la inauguración de la escultura del dramaturgo que preside el mural a él dedicado en el templo de la Santísima Trinidad de Stratford-on-Avon, donde está su sepultura. Un trabajo del escultor Gheerart Jenssen que incluía colores pintados sobre la figura; sucesivas restauraciones seguramente tan bienintencionadas como nefastas y algún acto de vandalismo han hecho que hoy sea imposible fijar el estado original del monumento. Lo interesante del asunto es que ese acto conmemorativo permite plantearse el contrasentido que habría supuesto celebrar la ceremonia de inauguración de un monumento en memoria de alguien que no existió 2 y con la asistencia de sus presumibles amigos y conocidos; entre ellos, además de los citados, los actores William Slye y Alexander Cooke, y el autor teatral Ben Jonson, que escribió dos poemas que figuran en la introducción del Primer Folio. En uno de ellos, titulado «A la memoria de mi querido autor, el señor William Shakespeare, y lo que nos ha dejado», escribe que «no era de una época, sino de todos los tiempos» y le llama «dulce cisne del Avon». Conviene destacar que unas tres cuartas partes del teatro escrito en la época isabelina se han perdido y si las obras de Shakespeare perviven se debe en buena medida al afecto de sus amigos, lo que resulta excepcional en un ámbito y un tiempo tan abonados a rencores y mezquindades. Condel y Heminges explican en el prefacio a su venturosa compilación que no publicaban el volumen para sacar beneficio económico alguno, sino «para mantener vivo el recuerdo de un compañero y amigo tan noble como nuestro Shakespeare» 3.
Especulaciones aparte y subrayando de nuevo que las dudas sobre la autoría de la producción atribuida a don William fueron dilatadamente póstumas, lo que permanece como realidad indiscutible es una obra formidable, de alcance universal y dimensiones literarias inigualadas. Jan Kott lo proclama nuestro contemporáneo 4 para subrayar la vigencia de un autor por encima de épocas y modas, tal vez porque cada época encuentra en él lo que busca, y Harold Bloom sostiene que «cuanto más lee y pondera uno las obras de Shakespeare, más comprende uno que la actitud adecuada ante ellas es la de pasmo» 5. Es difícil discutirle no solo la condición de ser el más relevante escritor en lengua inglesa, sino el título de más importante e influyente dramaturgo de la historia. Es, sin ningún género de dudas, el autor de todos los tiempos cuyas obras más se representan y en mayor número de países.

El tiempo de Shakespeare

El ciudadano llamado William Shakespeare vivió en Inglaterra durante los reinados de Isabel I (1533-1603), que subió al trono en 1558, y Jacobo I (1566-1625), que lo hizo en 1603. Isabel protagonizó con algún sobresalto la restauración del protestantismo tras el reinado de su antecesora, María Tudor, y supo encauzar las tensiones existentes en un país enfrentado civil y políticamente por cuestiones religiosas que llenaron todo el siglo XVI. Su reinado es valorado positivamente por los historiadores por lo que a los intereses de Inglaterra respecta. Los enfrentamientos que mantuvo con España estuvieron marcados por la derrota de la Armada Invencible en 1588, que supuso una inyección de entusiasmo patriótico, del que los autores, Shakespeare entre ellos, supieron sacar partido en sus piezas de fondo histórico, y generó el impulso necesario para que los navíos ingleses se lanzaran a la conquista del mundo. En 1601, un par de años antes de morir, Isabel I vio cómo el conde de Essex se sublevaba contra ella, pero las tropas leales a la soberana lograron reprimir la rebelión, y Essex y otros conjurados fueron decapitados. Los acontecimientos propiciaron un endurecimiento de la censura, lo que hizo que Shakespeare, por si acaso, evitara centrar sus obras en hechos de la historia inglesa y situara la acción en la antigüedad u otros ámbitos, aunque en algunos argumentos, caso de Julio César, Hamlet o Macbeth, se transparenten paralelismos con situaciones del momento: atmósfera de incertidumbre, luchas subterráneas por el poder, ambientes corruptos…
También su sucesor, Jacobo I, apenas a los dos años de llegar al trono, hubo de hacer frente a otra rebelión, el denominado complot de la pólvora, y mantuvo un duro pulso con el Parlamento, aunque su reinado fue por lo general estable. Pese a ello, sus decisiones absolutistas y su discutible política financiera generaron, según algunos historiadores, un descontento y una desconfianza por la institución monárquica que contribuyó a esparcir las simientes de la guerra civil que se produjo años después de su muerte y llevó al patíbulo a su hijo Carlos I. Pero esa ya es otra historia que no corresponde a los tiempos de Shakespeare. En el ámbito estrictamente cultural, conviene subrayar que Jacobo I fue un protector de las artes y ordenó la traducción de la Biblia que lleva su nombre y la Iglesia Anglicana mantiene como texto oficial. El Bardo le dedicó varios de sus grandes títulos: Otelo, Macbeth, El rey Lear y La tempestad.
Durante ambos reinados se produjo una espectacular floración dramática que recoge el impulso final del Renacimiento y enlaza con las formas barrocas. Dentro del temporalmente más amplio concepto taxonómico de «teatro renacentista inglés», convencionalmente se utiliza la expresión de «teatro isabelino» para referirse a la producción escénica de esta época, aunque algunos especialistas hablan también de «teatro jacobeo» para acotar el producido desde tiempos de Jacobo I hasta que los puritanos decretaron el cierre de los teatros en 1642 durante la guerra civil que asoló Inglaterra a mediados del XVII. William Shakespeare fue la cima de una época con una extraordinaria conjunción de talentos que agavilla los nombres de otros destacados dramaturgos coetáneos: Christopher Marlowe, Ben Jonson, Thomas Kyd, John Fletcher, Thomas Dekker, John Ford, Thomas Heywood, Cyril Tourneur, John Webster, Francis Beaumont, Philip Massinger y John Day, entre otros.
En el teatro soplaban entonces aires de renovación tras un largo periodo en el que convivieron las manifestaciones de tipo popular como las luchas entre animales, las piezas de temática religiosa representadas en las festividades, los interludios ofrecidos en las mansiones nobles y las obras morales o moralidades representas por actores. La irrupción de estos nuevos autores trajo consigo un teatro más dinámico en el que las escenas se sucedían con rapidez, se introdujo la utilización del denominado verso blanco (el pentámetro yámbico sin rima), se procedió a una desinhibida y hasta truculenta relectura de los modelos y temas clásicos bajo moldes realistas, se hizo relativamente frecuente el recurso de utilizar el teatro dentro del teatro, hubo un cierto mestizaje de géneros y así una tragedia podía, por ejemplo, contener algún momento cómico, las tramas se ramificaron y entremezclaron, y las obras fueron más largas, complejas y, por decirlo de algún modo, espectaculares. Los ámbitos de la acción se multiplicaron a capricho de las musas de cada dramaturgo, burlando a conveniencia los preceptos tradicionales de unidad de acción, lugar y tiempo; como los elementos escenográficos eran bastante parcos, eso obligaba a que la imaginación de los espectadores se dejara llevar por las palabras del autor impulsadas por el arte embaucador de los comediantes. Puro teatro.

El rastro de un hombre

Pero sigamos el rastro a nuestro hombre, maestro en ese exigente mester de atrapar la atención del público. William Shakespeare fue bautizado el 26 de abril de 1564 en Stratford-on-Avon, por lo que se ha deducido que debió de nacer unos días antes; tradicionalmente, se ha convenido que tal fecha fue el 23 de abril, lo que permite hacerlo coincidir con la festividad de San Jorge, patrón de Inglaterra, y cerrar una suerte de estético círculo vital, pues murió en la misma ciudad el 23 de abril de 1616. Ambas, fechas conviene aclararlo, corresponden al calendario juliano, pues el gregoriano fue creado en 1582 y, como era de procedencia extranjera y católica, su adopción se postergó en Inglaterra hasta 1751, lo que ha provocado alguna que otra confusión. Eso destruye, además, otra coincidencia ideal que se ha considerado cierta durante bastante tiempo: la de los fallecimientos, el mismo día, del Bardo de Stratford y Cervantes, nuestro Manco de Lepanto, que abandonó este mundo realmente el 22 de abril de 1616 y fue enterrado el 23, aunque siempre según el calendario gregoriano; utilizando la misma medición del tiempo, Shakespeare habría fallecido el 3 de mayo de 1616. La leyenda, en cualquier caso, es hermosa.
William fue el tercero y al tiempo mayor de los ocho hijos de John Shakespeare y Mary Arden, pues dos hermanas nacidas antes habían fallecido cuando él vino al mundo. Stratfortd era entonces una ciudad de cierta importancia, situada en una de las principales rutas de la lana hacia la capital inglesa; allí el padre ejerció el comercio y pasó por etapas muy prósperas, además de ocupar algún cargo de relevancia en la comunidad. Entre sus actividades, se han comprobado las de curtidor, fabricante de guantes, vendedor de lanas y otros géneros, poseedor de tierras y prestamista, lo que estaba prohibido en su tiempo y pudo ocasionarle algún problema con la ley; ocupó diversos cargos municipales, entre ellos los de agente de justicia, tesorero, regidor y primer alguacil, un escalón por debajo del alcalde. Poco antes de muerte, acaecida en 1601, le fue concedido un escudo de armas, al parecer solicitado en su nombre por William, por entonces en la cumbre de su fama londinense y deseoso de acceder a la consideración social de gentilhombre. La madre procedía de una rica familia con granjas.
Todos estos datos permiten suponer que el futuro dramaturgo creció en el seno de una familia acomodada y recibió una sólida formación en la reputada y estricta escuela de la localidad, auspiciada por la corporación municipal. Y pese a que su amigo Ben Jonson, probablemente para subrayar el talento natural del Bardo, escribiera en alguna ocasión que «sabía poco latín y menos griego», las clases de aquel centro educativo incluían exhaustivas enseñanzas de expresión, escritura y literatura latinas, lo que permitió a William el acceso a los clásicos, principalmente Esopo, Ovidio y Virgilio, y a la profusa red de conocimientos mitológicos y de historia de la antigüedad contenidos en las obras de aquellos, algo claramente perceptible en los textos que escribiría años después el Cisne del Avon, donde demuestra una perfecta e imaginativa asimilación de las fuentes y una prodigiosa capacidad para embridar admirablemente en sus piezas una constelación de datos históricos, geográficos y literarios. Por otra parte, Stratford era plaza de parada frecuente de las compañías teatrales ambulantes del momento, lo que no hace arriesgado aventurar que Shakespeare asistiera a algunos de los espectáculos que se representaban en la localidad y que, seguramente, eso tuviera que ver con la germinación de su vocación escénica pos terior.
Cuando Shakespeare tenía doce años, su padre se retiró de su hasta entonces animada vida vinculada a las cuestiones públicas, se especula que por problemas relativos a sus asuntos económicos, tal vez una posible acusación por comerciar ilegalmente con lana o por el delito de usura a causa de sus actividades como prestamista, y/o por dificultades derivadas de su condición de católico; este detalle del catolicismo familiar también tendría su influencia en algunos aspectos de la creación teatral del Bardo 6. Tres años después, el joven William abandonó la escuela y se cree que, para ayudar a su padre, tuvo que trabajar en distintos oficios, entre ellos el de carnicero; según algunos estudiosos, se dedicó también a la caza furtiva. En 1582, a la temprana, incluso para la época, edad de dieciocho años, contrajo matrimonio con Anne Hathaway. Ella, sobre la que no hay muchos datos, aunque se sabe que pertenecía a una familia de cierta posición económica, era ocho años mayor que su marido y se supone que estaba encinta cuando acudió al altar a desposarse. Al poco, en mayo de 1583, nacería la primera hija del matrimonio, Susanna, y dos años más tarde, en febrero de 1585, los gemelos Hamnet y Judith.

Los años oscuros

Tal vez para escapar a un proceso por furtivismo, por el que pudo sufrir flagelación, el futuro dramaturgo abandonó inopinadamente su localidad natal, se cree que con destino a Londres, no mucho después de que nacieran sus gemelos. Esa partida ha alimentado sospechas sobre la felicidad del matrimonio, pero lo cierto es que, siempre que pudo, el escritor envío dinero a su familia y la visitó, y también que permaneció casado con Anne Hathaway hasta el fin de sus días.
Los datos de la vida de Shakespeare correspondientes al periodo que va de 1585 a 1592 no es que sean confusos, es que apenas existen. Son esos años en los que da sus primeros pasos en el mundo del teatro y se va haciendo un nombre en la escena londinense. Sobre la etapa más interesante del considerado mayor dramaturgo de todos los tiempos se extiende así el velo del misterio, de tal forma que hay un largo paréntesis desde que se sabe que abandonó Stratford hasta su reaparición como autor teatral de cierto éxito siete años después. Esa zona oscura, tan sugestiva, ha dado pie a multitud de especulaciones que intentaban llenar los vacíos con hipótesis de todo tipo: hay quien sostiene que pudiera haber trabajado durante algún tiempo como maestro de escuela, otros lo visten de soldado en Flandes, lo llevan de viaje por Italia o lo embarcan a las órdenes de sir Francis Drake, apoyándose en tal o cual pasaje de sus obras. Otra teoría lo sitúa en Lancashire, al norte de Inglaterra, donde pudo emplearse como tutor al amparo de alguna poderosa familia católica; de alguna manera, tendría ocasión entonces de contactar con una compañía de cómicos ambulante y dirigirse con ellos a Londres, donde encauzaría hacia el teatro los pasos de su destino.
La verdad es que en la rica y variada producción de Shakespeare pueden espigarse datos capaces de engordar cualquier hipótesis sobre sus andanzas en esos años perdidos, aunque quizás lo más sensato y menos aventurado sería suponer que, llegado a Londres poco después de salir de Stratford o tras dar algún rodeo, se relacionara con gente del mundillo escénico y se enrolase como actor en alguna de las múltiples compañías de la época. La ciudad del Támesis era ya un enclave bullicioso poblado por unos 200.000 habitantes, un núcleo urbano activo y atractivo en el que, por su condición de puerto, se prodigaban las enfermedades infecciosas y la peste hacia su implacable colecta de almas de decenio en decenio.
A esta ciudad donde vivir podía convertirse en toda una aventura llegó Shakespeare supuestamente entre 1585 y 1590, en unos tiempos de vientos favorables para la actividad escénica. Durante el reinado de Isabel I, notoria aficionada al teatro, diversos locales habían empezado a alzar sus estructuras circulares de madera en distintas zonas de los suburbios de Londres, sustituyendo a los patios de las posadas u otros lugares semejantes donde se tenía por costumbre celebrar las representaciones populares. Con otro tono, los salones de las mansiones de calidad y las estancias palaciegas eran escenarios de funciones privadas. El pionero de estos teatros populares fue The Red Lion, edificado en 1567 y al parecer de vida efímera; su dueño, John Brayne, perseveró y, junto a su cuñado James Burbage, puso en pie en 1576 The Theatre. Su ejemplo cundió y sucesivamente nacieron The Rose, The Swan, The Red Bull, The Fortune, The Curtain, The Blackfriards y The Globe, entre otros; algunos de estos nombres aluden a las posadas que fueron el origen de estas salas.
En estos años de efervescencia laboral para las huestes de Talía, los espectáculos públicos estaban regulados por severas ordenanzas que, amén de velar por el orden y el respeto, aseguraban jugosos ingresos a las arcas estatales por medio de impuestos, otorgación de licencias y otros mecanismos recaudatorios tanto aplicados a los espectáculos en sí como a actividades relacionadas con ellos, como la venta de artículos diversos en los recintos y sus alrededores. Por lo demás, bastantes aristócratas practicaban el mecenazgo teatral para apuntalar su prestigio social.
Probablemente, el Shakespeare primerizo cuyos pasos acompañamos, trabajara con diversas compañías, primero como actor, y luego como director y autor; suelen citarse, por ejemplo, las compañías de Lord Strange y el Conde de Pembroke. Años más adelante, su nombre aparece singularmente relacionado con una, la denominada Lord Chamberlain’s Men, que, después de la subida al trono de Jacobo I en 1603, fue protegida por el monarca y pasó a denominarse The King’s Men; el dramaturgo colaboró con ella hasta su retirada de los escenarios unos años antes de morir.
La vida de las compañías era agitada y regida por una competencia feroz con otras formaciones para lograr el interés del público. Por aquellos entonces, las obras no eran propiedad de sus autores sino precisamente de las compañías, que funcionaban como una especie de sociedades anónimas y debían abonar al Maestre de Festejos el importe del preceptivo permiso para la representación de las piezas. En el caso de un título de éxito, el autor podría cobrar por él alrededor de diez libras, lo que era un cantidad considerable; aún así no muchos podía permitirse vivir del producto de su inspiración y era frecuente que los textos hubieran sido redactados por varios manos, lo que dividía la cantidad a repartir.
Como las compañías, compuestas a los sumo por una docena de actores, solían representar unas seis obras distintas a la semana, la exigencia de nuevos textos dramáticos con que alimentar las calderas de los escenarios era agobiante, pues una obra nueva solía subir a escena más o menos en tres ocasiones en el curso de su primer mes en cartel y eran escasas las que alcanzaban las diez representaciones anuales. Además de cumplir su cometido en las funciones diarias, los actores estaban obligados, ante esa profusión de textos, a estar continuamente memorizando y ensayando nuevos papeles, escritos con frecuencia pensando en las características de la compañía y en la de los intérpretes principales, quienes debían de introducir en el caletre la friolera de unos quince mil versos cada año si consideramos que el repertorio medio de uno de estos grupos estaba integrado por alrededor de treinta títulos. Por otra parte y como es sabido, las ordenanzas vigentes prohibían a las mujeres actuar en un escenario, así que los roles femeninos debían ser interpretados por hombres, generalmente jovencitos a los que no les había cambiado la voz.
En este orden de cosas, es de suponer que el Shakespeare recién llegado a la inquieta capital del teatro que era entonces Londres debió de fajarse duramente en su aprendizaje como actor y hacer sus primeras armas como autor remendando viejas comedias. Pero más duro, aunque mejor remunerado, fue probablemente el panorama posterior si tenemos en cuenta que el Bardo de Stratford además de intérprete era copropietario de un teatro, dramaturgo y algo parecido a director de escena, una función que entonces no estaba bien determinada. A don William debían de tirarle las tablas, pues es fama que nunca dejó de actuar mientras estuvo volcado en la actividad teatral, aunque lógicamente en papeles de no excesiva relevancia —se cita el del espectro en Hamlet— para poder cumplir con sus otros cometidos; algún especialista sostiene que parte de ese afán estaba motivado porque sobre el escenario podía controlar mejor si se respetaban sus textos. Su colega Ben Jonson, que también fue actor, abandonó el oficio en cuanto sus ingresos como autor le posibilitaron poder hacerlo.

Las primeras huellas teatrales

De esa actividad que se especula frenética no se tienen noticias ciertas hasta 1592, año en que se produce la primera mención escrita sobre Shakespeare, que curiosamente fue una crítica acerba contenida en un panfleto escrito por Robert Greene cuyo kilométrico título completo es «Los Cuatro Peniques de Sabiduría de Greene, Adquiridos con un Millón de Arrepentimientos. En los que se describe la locura de la juventud, la falsedad de los tornadizos aduladores, la miseria de los negligentes y las malicias de los engañosos Cortesanos. Escrito antes de su muerte y publicado en cumplimiento de su última voluntad» 7. Greene era un tipo retorcido que encabezaba un grupo de escritores agrupados bajo la vitola de «Ingenios Universitarios». Si ha pasado a la historia es precisamente por ese panfleto y, más en concreto por una frase: «Así es, no os fiéis: pues hay un Cuervo advenedizo. Embellecido con nuestras plumas, que, con su corazón de Tigre bajo una piel de Actor, se cree tan capaz de pergeñar un verso blanco como el mejor de entre vosotros: y siendo como es un completo Johannes fac totum, su engreimiento lo convierte en un único sacude-escenas (Shake-scene) de un país» 8. Para los especialistas quedan claras la alusión a Shakespeare en la paronomasia Shake-scene y en una parodia de la obra Enrique VI, Tercera parte contenida en la frase «corazón de Tigre bajo piel de Actor».
Se deduce así que una invectiva de tal calaña iría dirigida a un autor de cierto prestigio, aunque aún al comienzo de su carrera si se advierte que se le denomina advenedizo. Está también claro el desprecio hacia un actor sin formación universitaria incurso en la osadía de acometer la empresa de la escritura, y se determina asimismo que ya se había producido el estreno de Enrique VI en el teatro The Rose.
Esa primera mención escrita al Bardo es apenas un destello que ilumina fugazmente su actividad en 1592. Ese año se declaró una epidemia de peste por la que los teatros se vieron obligados a echar el cierre durante dos años —en 1603, por el mismo motivo, estuvieron cerrados un año— y las compañías a probar suerte ambulante por distintas localidades en busca de público. De Shakespeare tampoco se tienen más noticias casi hasta 1594, pues en abril de 1593 publicó el poema narrativo Venus y Adonis, dedicado a Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton, e inspirado en las Metamorfosis de Ovidio; esta composición, una de las que abonan las tesis que proclaman la ambigüedad sexual del autor, se convirtió en un gran éxito editorial y fue reimpresa diez veces. La buena aceptación le animó a escribir otro poema narrativo más largo, La violación de Lucrecia, también inspirado en una obra de Ovidio, en este caso, los Fastos, y también dedicado al conde de Southampton; publicado un año después que el anterior, como era menos atrevido y venía a constituir una apología de la castidad, fue menos del agrado del público
Como es lógico, los expertos han intentado establecer qué hizo Shakespeare en ese periodo en que los teatros estuvieron cerrados y algunos piensan que pudo haber viajado por Italia y allí encontrar inspiración para la tirada de obras sucesivas de ambiente italiano que estrenó después: La fierecilla domada, El mercader de Venecia, Romeo y Julieta y Los dos hidalgos de Verona. Otros suponen que pasó una temporada con su familia en Stratford y allí pudo dedicarse a escribir esas piezas y alguna otra como La comedia de las equivocaciones. En cualquiera caso, varias podrían haber sido redactadas con anterioridad, pues la cronología no es muy precisa al respecto. Se supone, no obstante, que comenzó su andadura como dramaturgo en torno a 1590 y, aunque no hay certeza sobre cuál fue su primera obra, se sitúan en el alba de su producción títulos como La comedia de las equivocaciones, Los dos hidalgos de Verona, Tito Andrónico, El rey Juan, La fierecilla domada, las tres partes de Enrique VI y Trabajos de amor perdidos.

El gran momento

Como otros autores de aquel momento y posteriores, Shakespeare alimentó las calderas de su talento pescando temas, argumentos y tratamientos en caladeros varios, pues las historias tenían entonces consideración de bien común. Leyendas, novelas italianas, crónicas históricas, obras preexistentes… Todo era susceptible de ser aprovechado como ingrediente para la elaboración de una nueva pieza; por eso se puede encontrar antecedentes más o menos insípidos de Hamlet, Romeo y Julieta, Rey Lear. Otelo, Noche de reyes, Mucho ruido y pocas nueces y otras obras que el arte del Bardo transmutó y elevó al rango de lo magistral. También es verdad que en algunos casos se han detectado traslaciones casi literales de diversos fragmentos procedentes de textos anteriores y de traducciones de los clásicos, pero eso era habitual y otros autores, como Marlowe, también lo hacían, libres del celo de cualquier autoridad con atribuciones sobre la propiedad intelectual. Por lo demás, eran frecuentes, en él y otros dramaturgos, los anacronismos, las inexactitudes geográficas, las licencias históricas y la extrema liberalidad ortográfica.
En 1594 se le sitúa documentalmente como miembro de la Compañía del Chambelán, la prestigiosa Lord Chamberlain’s Men, para la que escribió un buen número de títulos, con la que actuó en numerosas obras y con la que se sumó a la aventura de edificar un nuevo teatro, el mítico The Globe, para lo que en 1598, con nocturnidad y alevosía, comenzaron a desmontar y trasladar la madera útil del antiguo The Theatre, cuya licencia había concluido un año antes, a un nuevo solar en el barrio de Southwark. En 1599 abriría sus puertas la flamante sala de forma aproximadamente circular, no totalmente cubierta, lo que limitaba las funciones a la época estival, con capacidad para entre dos mil y tres mil espectadores y que ha pasado a la historia porque en ella se estrenaron algunas de las más brillantes piezas del Bardo, que era uno de los copropietarios del local como otros compontes de la compañía. La primera referencia escrita de una representación en él data de septiembre de ese año y se refiere a Julio César; posteriormente, en sus tablas también se presentaron al público por vez primera Hamlet, Medida por media, Otelo, Noche de Reyes, Macbeth, Antonio y Cleopatra, El Rey Lear, Coriolano…
The Globe era un edificio construido específicamente para el teatro, a diferencia de otros que acogían también combates de perros con osos, peleas de gallos y otros espectáculos del gusto del tal vez no tan respetable público. Devorado por el fuego en 1613, reconstruido un año después —empresa a la que el Bardo aportó fondos— y derribado por los puritanos en 1644, actualmente funciona en Londres un bella réplica abierta en 1997 con el nombre de Shakespeare’s Globe Theatre, que se levanta a unos doscientos metros de donde estuvo el original.
En esos años finales del siglo XVI ya era Shakespeare un autor conocido y respetado como prueba la mención que de él realiza Francis Meres en Paladis Tamia: Tesoro del Ingenio, un libro publicado en 1598. Meres señala al Cisne del Avon como autor de excelente ingenio para la tragedia y la comedia y cita como ejemplos en uno y otro género Ricardo II, Ricardo III, Tito Andrónico, Enrique IV, Romeo y Julieta y Rey Juan, y La comedia de las equivocaciones, Los dos hidalgos de Verona, El sueño de una noche de verano, Trabajos de amor perdidos y El mercader de Venecia.
En menos de una década, si situamos el comienzo de su carrera como dramaturgo en 1590, Shakespeare había probado sobradamente la variedad de su genio en la dura palestra de los escenarios. Aunque en lo familiar sufrió en 1596 el duro golpe del fallecimiento de su hijo Hamnet, que se suele asociar a la posterior escritura de Hamlet, su situación financiera iba viento en popa gracias a sus éxitos teatrales. Se sabe que en 1597 compró una casa en Stratford, a la que siguieron otras propiedades, aunque también se tiene constancia de que vivía en Londres sin demasiada ostentación.
La muerte sin descendencia de Isabel I en 1603, llevó al trono de Inglaterra a su pariente Jacobo I, que era hijo de María Estuardo y reinaba entonces en Escocia como Jacobo VI. El nuevo soberano demostró su gran afición por la escena —pidió a Shakespeare una obra escocesa y este escribió Macbeth— y su talante benéfico para con la grey teatral shakesperiana, pues otorgó marchamo real a la Compañía del Chambelán, que pasó a denominarse Compañía del Rey, The King’s Men, una alta distinción que se prolongó con contratos y alguna que otra prebenda. En 1608, por ejemplo, la compañía obtuvo licencia para gestionar un nuevo teatro en Blackfriars, con menos espectadores que The Globe, en total podía acoger unos seiscientos, pero con las localidades más caras. Shakespeare ostentaba la sexta parte de la propiedad.
Un año después veía la luz, editado por Thomas Thorpe, un libro de bellísimos sonetos del Bardo sobre el que se dispone de muy poca información y ha dado pie a multitud de especulaciones sobre su redacción y su o sus destinatarios, pues una parte de ellos está dedicada a un hermoso joven, lo que acrecienta las teorías sobre la condición homosexual de Shakespeare, mientras que otra aparece dirigida a una dama oscura, destinatarios ambos desconocidos, aunque los especialistas barajan diversos candidatos como Henry Wriothesley y William Herbert, conde de Pembroke, en el primer caso, y Emilia Bassano y Mary Fitton en el segundo.

La despedida

Tal vez por fatiga, desgana o falta de tiempo, a partir de 1608 Shakespeare comenzó a trabajar en colaboración con otros autores. Con George Wilkins escribió Pericles y con John Fletcher, Enrique VIII, Los dos nobles caballeros y ladesaparecida «Cardenio, de inspiración cervantina. El manuscrito de esta última, probablemente el postrer trabajo del Cisne del Avon, se consumió en el incendio de The Globe, aunque en 1727 el dramaturgo y editor Lewis Theobald presentó, con el título de Dobles mentiras o Los amantes preocupados, una pieza en cuya composición aseguraba haber utilizado una copia del texto de la comedia perdida; las dudas sobre la procedencia del material y las acusaciones de patraña literaria disiparon el interés por ella, hasta que en fechas recientes, tras diez años de arduas pesquisas, el profesor Brean Hammond, de la Universidad de Nottingham, concluyó que la obra está empapada de estilo shakesperiano y, pese a no estar absolutamente seguro de ello, certificó que en su opinión es evidente el peso de la pluma del Bardo en la redacción del texto. Así, en 2010, la respetada colección Arden Shakespeare dio rango oficial al descubrimiento incluyendo el título en su catálogo, y en 2011 la Royal Shakespeare Company la representó en Stratford.
En torno a 1610, el dramaturgo abandonó Londres, aunque siguió visitando la capital con cierta frecuencia, y se instaló en su ciudad natal, donde, tras verse involucrado en varios pleitos, moriría el 23 de abril de 1616 se dice que después de haber bebido copiosamente junto a sus amigos Ben Jonson y Michael Drayton. Como los hijos de Susanna y Judith, las dos hijas que le sobrevivieron, fallecieron sin descendencia, el linaje de Shakespeare desapareció con ellos, aunque se sospecha que el dramaturgo pudo haber sido el padre del escritor William Davenant, al que protegió como ahijado.
William Shakespeare fue enterrado en el coro de la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford; una leyenda asegura que junto a él fueron inhumados sus escritos inéditos. En la lápida no aparece nombre alguno, solo una inscripción que recuerda los epitafios de las estelas funerarias romanas:
Amigo, por amor de Jesús no oses
perturbar este polvo aquí encerrado:
bendito aquel que respete estas piedras
y maldito quien mis huesos remueva.
Así se despedía del mundo aquel a quien muchos definen como el mejor escritor de la historia, fuera quien fuese el que dejara una obra inabarcable y un apasionante enigma.

Otelo, el moro de Venecia

William Shakespeare debió de escribir Otelo a finales de 1603 o comienzos de 1604, y la obra fue publicada por primera vez en 1622; al año siguiente, se incluyó en el Primer Folio con centenar y medio de versos más que la edición precedente, que contaba en cambio con fragmentos que no figuran en la recopilación de Heminges y Condell. Entre ambos textos hay cerca de un millar de variantes más o menos significativas de vocabulario y acotaciones, y aunque bastantes ediciones actuales de la pieza se basan en el Primer Folio, incluyen también detalles del libro publicado un año antes.
El Bardo compuso la obra en su época de mayor plenitud creativa, en la que también dio a las tablas las tragedias El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra y Coriolano, y la comedia de difícil clasificación Medida por medida. Este fecundo periodo coincide con los años postreros del reinado de Isabel I y los primeros del de Jacobo I, quien sin duda asistió a la primera representación de la obra de la que se tiene noticia, aunque el estreno propiamente dicho bien pudiera haberse producido algo antes en The Globe. Esa primera función documentada tuvo lugar el 1 de noviembre de 1604 en el salón de banquetes del londinense palacio de Whitehall, soberbio edificio que entre 1530 y 1698 —año en el que fue destruido por un incendio— fue la residencia principal de los monarcas ingleses y la construcción palaciega más grande de Europa, ya que, según datos de la época, contaba con más de mil quinientas habitaciones.
Se especula con que Shakespeare, en unos momentos de euforia nacional por la subida al trono de un nuevo soberano, quisiera halagar a este, autor de un poema titulado Lepanto, haciendo que el protagonista de la obra, Otelo, fuera un brillante general a quien la república veneciana confía el mando de la guerra contra los turcos. Conviene hacer notar que la presencia rampante del imperio otomano fue, más o menos hasta el final del siglo XVII, una de las amenazas más inquietantes para las monarquías europeas. Chipre —plaza a cuya defensa es destinado Otelo— estuvo bajo la protección de Venecia entre 1489 y 1570, fecha de la invasión de la isla por las tropas musulmanas; consecuentemente, las referencias apuntadas en el texto ayudan a situar la acción en momentos anteriores a esa invasión. En el comienzo de la obra, se menciona en concreto que una flota turca se dirige hacia Chipre, y al poco se anuncia que una tormenta la ha hecho naufragar. Por otra parte, la atmósfera victoriosa vincula el tiempo de la pieza con la campaña contra el turco y remite a 1571, año en que se libró la decisiva batalla de Lepanto, donde la armada reunida por una coalición católica logró detener el expansionismo otomano en el Mediterráneo occidental, pero no varió la situación de Chipre, que se mantuvo durante tres siglos bajo tutela de la media luna. Puesto que el respeto de Shakespeare por la realidad histórica no resulta precisamente encomiable, no es aventurado señalar que el Bardo pudo situar intencionadamente a su personaje en el contexto bélico de la triunfante efeméride lepantina. Como hizo en bastantes de sus creaciones introduciendo con habilidad diversos detalles, el escritor logra con esa mención a los turcos otorgar a la pieza un oportuno alcance político e histórico y situarla en la órbita de las preocupaciones de la época.
En este orden de cosas, es preciso resaltar también que Jacobo I se ocupó de mantener la paz con España durante su reinado, y se sabe que la Compañía del Rey, los prestigiosos King’s Men, actuó para el embajador extraordinario del monarca hispano Felipe III en la corte inglesa. Ese ambiente de concordia cortesana puede haber motivado que en la obra aparezcan varios personajes con nombres de evocación española como Rodrigo, Yago, Emilia y Blanca.
Por lo que respecta al perfil de Otelo, parece ser que Shakespeare pudo encontrar inspiración del natural, pues desde finales del XVI una notable cantidad de moriscos, huyendo de la para ellos conflictiva situación política española que desembocaría en su expulsión en 1609, se había refugiado en Inglaterra y su profusión provocó la promulgación de un edicto de Isabel I contra «la gran cantidad de negros y moros que se han introducido en el reino desde los problemas entre Su Alteza y el Rey de España» 9, muy suave manera de referirse a los enfrentamientos entre ambos países durante el periodo isabelino. Asimismo, parece que en el año 1600 un embajador masamuda de la Berbería, Abd al-Wahid bin Muhammed al-Annun, fue objeto de curiosidad y fascinación en la corte inglesa, posó para un retrato y asistió a una representación palaciega ofrecida por el Bardo y su tropa teatral en las Navidades 10 de ese año. Resulta lógico asociar la imagen de este diplomático exótico a la de Otelo, quien, pese a que el imaginario contemporáneo lo quiera de piel negra, debería tener, por los datos que de él se dan en la obra, el pronunciado tono moreno de los habitantes del norte de África.

La cocina de Shakespeare

El argumento de Otelo, narrado de forma sucinta, se desarrolla fundamentalmente en torno a dos personajes, el general norteafricano que da título a la obra, y Yago, un alférez a su mando que esperaba ser ascendido a teniente y, al serle concedido el grado al aristócrata Casio, urde una venganza contra ambos de la que también será víctima Desdémona, joven hija el senador veneciano Brabancio, que, contrariando a su padre, se ha casado en secreto con Otelo. La tensa situación familiar se tranquiliza cuando el general, al servicio de Venecia, es enviado a Chipre para organizar la defensa de la isla ante la amenaza de una flota turca. Allí, Yago, con el auxilio de Rodrigo, antiguo pretendiente de Desdémona, se las ingenia para desacreditar a Casio e inocular el virus de los celos en el ánimo de Otelo. El alférez logra con engaños que su esposa, Emilia, dama de compañía de Desdémona, le entregue un pañuelo bordado de esta que termina en manos de Casio. Con esta prueba y hábilmente dirigido por el sinuoso Yago, Otelo se convence de que su mujer lo engaña con el teniente y la mata; Emilia le descubre la verdad y el general se suicida delante de una comisión de dignatarios venecianos. La pieza concluye con el nombramiento de Casio como gobernador de Chipre y el anuncio de un duro castigo para Yago.
Como era costumbre inveterada en la época, Shakespeare espigó en campos ajenos en busca argumentos para sus obras. El de Otelo lo recogió de Un capitán moro, el cuento número treinta y siete de los Hecatónmitos, una colección de relatos estructurados a la manera del Decamerón boccacciano y salidos de la pluma de Giovanni Battista Giraldi, conocido como Cinthio, Cintio o Cinzio, según las grafías; en esa misma obra también pescó la trama de Medida por medida. Es probable que el dramaturgo tuviera acceso al original italiano aparecido en Venecia en 1565 o a la traducción francesa que realizó en 1584 Gabriel Chappuys, o haber sopesado ambos. Algunas hipótesis señalan que el molde de Otelo pudo haber sido el noble veneciano Cristoforo Moro, que en 1508 realizó misiones militares en Chipre y perdió a su esposa en la singladura de regreso a la serenísima república 11, y otras prefieren a Francesco da Sessa, italiano del sur al servicio de Venecia, que era conocido como «capitán moro» y fue condenado a galeras por las autoridades de la isla chipriota en 1544 por un delito no determinado 12.
Para documentarse, don William acudió también, como fuentes menores, a la Descripción de África de León el Africano, que había sido traducida al inglés en 1600 por John Pory, la Historia natural de Plinio, y The Commonwealth and Government of Venice de Lewis Lewkenor 13; sin duda conocía también De magistratibus et Republica Venetorum de Gasparo Contarini. Con respecto al texto de Cintio, Shakespeare amplió, profundizó y superó lo narrado en la farragosa plantilla argumental, en la que solo aparecen nombrados Otelo y Desdémona. El Bardo dibuja con mayor hondura los caracteres de los personajes, hace que el norteafricano proceda de una familia noble y enriquece la complejidad de su carácter, igual que perfila con finos trazos la personalidad de Yago, que, más que un malvado prototípico, aparece como un ser humano devorado por el despecho y la envidia, elementos del combustible que pone en marcha el motor de un plan de venganza en el que derrocha su gran capacidad de manipulación, su tremenda agilidad mental y una conciencia moral refractaria a nada que no sea su propio provecho 14.

El demonio de los celos

El primer acto, situado en Venecia, es entera invención de Shakespeare, quien con pasmosa economía de medios logra, en unas pocas frases de la conversación que mantienen Yago y Rodrigo, poner en antecedentes de la situación y plantear por boca del primero las líneas maestras por las que discurrirá la tragedia: la decepción por no haber recibido el cargo que esperaba, el aborrecimiento hacia Otelo y Casio, la descripción con matices racistas de la relación entre el general y Desdémona, y el anuncio de su venganza. Yago, furioso agente del caos, se define a sí mismo con precisión al aclarar que si continúa al servicio de Otelo «no es por agradecimiento, ni por cariño ni obligación, sino —especifica— por ir derecho a mi propósito. Si alguna vez mis acciones dieran indicio de los ocultos pensamientos de mi alma, colgaría de la manga mi corazón para pasto de grajos. No soy lo que parezco».
El resto de la obra, de los actos segundo al quinto, se desarrolla y finaliza en Chipre. Y aún cuando en algunos momentos siga la línea trazada por Cintio, Shakespeare hace que los personajes se expliquen por sus acciones, ilumina la trama con su habilidad retórica y la altura seductora y deslumbrante de su verbo poético, y desarrolla una medida estructura dramática que funciona como un mecanismo de relojería: el espectador ve cómo cada pieza ocupa su lugar movida por la inteligencia perversa de Yago, que, igual que una araña teje su pegajosa tela, sabe pulsar el resorte adecuado de las pasiones de quienes manipula y lleva la acción al desenlace inevitable. Todo ello hace de Otelo una de las más potentes y arrebatadoras tragedias del teatro universal y ha convertido a su protagonista en arquetipo dramático y paradigma del celoso patológico.
La semilla de los celos se siembra ya en el primer acto de la obra (escena tercera) cuando, con énfasis de advertencia admonitoria, Brabancio acepta el matrimonio de su hija con Otelo y se la encomienda con estas palabras más bien poco corteses: «Moro, guárdala bien, porque engañó a su padre y puede engañarte a ti». Y ya en el tercer acto (escena tercera), en un prodigioso ejemplo de ansiedad inducida, Yago consigue que el general le implore que le comunique sus sospechas y además se quede luego con el ánimo esponjado de agradecimiento: «Este Yago es buen hombre y muy conocedor del mundo», comenta el moro.
De forma remisa y como resistiéndose a pronunciar las palabras que va vertiendo como un veneno en los oídos de su superior, Yago le dice: «Vigila a tu esposa. Repárala bien cuando hable con Casio, pero que no conozca tus recelos en la cara. No sea que se burlen de tu excesiva buena fe. Las venecianas solo confían en Dios el secreto y saben ocultárselo al marido. No consiste su virtud en no pecar, sino en esconder el pecado», para poco después quitar importancia a la ponzoña derramada aconsejándole: «… inclinaos a pensar que me he equivocado en mis sospechas y temores y no desconfiéis de su fidelidad». Con ese astuto tira y afloja, el alférez, que ejerce como muñidor de la catástrofe, sabe introducir en el corazón del moro unas sospechas y despertar unos temores que probablemente estaban ya latentes inconscientemente en él 15.
Por otra parte, en otro pasaje de la obra, es Yago el que manifiesta celos de Otelo, del que, motivos de ambición no satisfecha aparte, quiere tomarse revancha porque, dice, «tengo sospechas de que el antojadizo moro merodeó en otro tiempo por mi jardín. Y de tal manera me conmueve y devora esa sospecha, que no quedaré contento hasta haberme vengado» (acto segundo, escena primera), aventurando una posible relación adúltera entre el general y Emilia, a la que en otro momento también parece enlazar con Casio, y que es, por cierto, uno de los personajes femeninos más interesantes y mejor trazados de la obra del Bardo, por su determinación e independencia en los momentos decisivos de la acción 16.
No obstante, sería injusto reducir al esquematismo de tragedia de los celos —o de la envidia, la venganza o la perfidia— una obra que, tanto por las dimensiones del gran personaje que es el noble general enceguecido por turbios rumores como por la profundidad sinuosa y compleja de Yago, se sitúa en las cumbres de la intensidad dramática y es uno de los títulos más conocidos y populares de su autor, lo que es decir de la literatura de todos los tiempos.

La cuestión racista

Una de las cuestiones más interesantes que plantea Otelo, que lleva el subtítulo de El moro de Venecia, es la de la xenofobia racista subyacente en la obra. El general aparece como un hombre de lealtad y virtudes comprobadas al servicio del Dux veneciano, y así lo aprecian y respetan en la serenísima república, valorando sus virtudes personales por encima del tono de su piel y aceptando incluso, en una muestra de tolerancia avant la lettre, su matrimonio con una aristócrata de níveo cutis. Pero hay indicios suficientes de que en la refinada corte de esa entonces potencia comercial europea, donde se aprecia el interés económico y la eficacia militar por encima de otros detalles, existe un sustrato de prejuicios y recelos tanto ante el extranjero, el que viene de un lugar misterioso y distinto, como ante la oscuridad de su piel, una suerte de lo que un psicólogo denominaría temor atávico a la amenaza que representan la intuida fuerza salvaje del africano y su mitificado vigor viril. Estos elementos otorgan a la unión de Otelo y Desdémona, un hombre oscuro y una mujer blanca, una pátina de transgresión al orden establecido y un añadido de sexualidad turbadora, lo que acarrea que sobre su unión interracial gravite el peso larvado del rechazo social.
Esa mezcla de racismo y sexualidad pervertida deja su huella en el lenguaje de la obra y queda patente también desde el primer acto (escena primera), cuando Yago avisa a Brabancio de que Desdémona se ha fugado con Otelo: «Ahora mismo está solazándose con vuestra blanca cordera un macho negro y feo. Pedid ayuda a los ciudadanos o, si no, os vais a encontrar con nietos por artes del diablo». Al toparse con Otelo en la calle (escena segunda), el padre indignado y sorprendido lo increpa: «¡Infame ladrón! ¿Dónde tienes a mi hija? ¿Con qué hechizos le has perturbado el juicio? Porque si no la hubieras hechizado con artes diabólicas, ¿cómo sería posible que una niña tan hermosa y tan querida y tan sosegada, que ha despreciado los más ventajosos casamientos de la ciudad, hubiera abandonado la casa de su padre, atropellando mis canas y su honra y siendo ludibrio universal, para ir a entregarse a un asqueroso monstruo como tú, afrenta del linaje humano y cuya vista no produce deleite sino horror?».
Poco más adelante (escena tercera), reitera Brabancio sus descalificaciones, añadiendo matices xenófobos y clasistas: «Una niña tan tierna e inocente que de todo se ruborizaba, ¿cómo habría de enamorarse de un monstruo feísimo como tú, que ni eres de su edad, ni de su índole, ni su tierra? Es aberración contra naturaleza suponer tal desvarío en una niña que es la misma perfección». Y, ya obligado por las circunstancias a aceptarlo como yerno, le aclara: «… te doy lo que te negaría si ya no lo tuvieras».
En la ya aludida escena tercera del tercer acto, Yago echa más leña en la caldera de los celos, expresando a Otelo esas consideraciones racistas y de clase para justificar la hipotética conducta culpable de Desdémona: «… a decir verdad, el haber despreciado tan ventajosos casamientos de su raza, de su patria y condición, y haberse inclinado a ti, parece indicio no pequeño de torcidas y livianas inclinaciones. La naturaleza hubiera debido moverla a lo contrario». Y poco después, el mismo Otelo se interroga: «¿Quizá me estará engañando por ser yo viejo y negro, o por no tener la cortesía y ameno trato propios de la juventud?».
Hay, por otra parte, referencias al paganismo africano de Otelo, es decir, a la recóndita naturaleza salvaje e inquietante de su condición, asociadas al pañuelo bordado que Yago utiliza como prueba de la infidelidad de Desdémona. Es el propio marido celoso el que las expone al solicitarle a su esposa la prenda perdida y revelarle que el pañuelo «se lo dio a mi madre una sabia hechicera, muy hábil en leer las voluntades de las gentes, y le dijo que mientras lo conservase sería siempre suyo el amor de mi padre, pero si perdía el pañuelo su marido la aborrecería y buscaría otros amores. Al tiempo de su muerte me lo entregó, para que yo se lo regalase a mi esposa el día que llegara a casarme». Aclarando además que «hay en esos hilos oculta y maravillosa virtud, como que los tejió una sibila agitada de divina inspiración. Los gusanos que hilaron la seda eran asimismo divinos. Licor de momia y corazón de virgen sirvieron para el hechizo» (acto tercero, escena cuarta).
Todavía hoy, las supercherías sobre hechizos y amuletos son creídas por muchas personas de todo el mundo, pero colocadas en el contexto de la obra, rezumante de prejuicios raciales y temores subterráneos, cobran un claro sentido definitorio de la identidad profunda del personaje, cuyo universo íntimo aparece así vinculado a creencias primitivas y ritos ocultos, y viene a revelar que, bajo la capa de civilización europea con que Otelo se desenvuelve en Venecia, retumba todavía el tam-tam de la barbarie. Recordemos también al respecto unas palabras de Brabancio ya subrayadas, en las que el senador veneciano alude a hechizos «con artes diabólicas» para tratar de explicarse cómo su hija puede haber sucumbido al amor del galán bruno, tan opuesto a unos preceptos de corrección tal vez no expresamente formulados, pero implícitos en la tupida red de convenciones sociales vigente entonces.

Tragedia y comedia

Se suele insistir en que no hay en Otelo traza de elementos cómicos, circunstancia que comparte con Coriolano y cosa rara en la producción de Shakespeare, aunque no faltan opiniones que asocian la obra con el mundo de la comedia del arte, oponiendo a los motivos propios de esa forma teatral elementos insólitos en ella como la inocencia de Desdémona o la estela heroica del general Otelo 17. El especialista shakesperiano Ángel-Luis Pujante opina que «Otelo es una comedia al revés, los personajes de Otelo se basan inicialmente en los de la comedia del arte, el cornudo es esencialmente un personaje cómico, etc. La cuestión sería saber qué función cumplen estos ingredientes. Si no nos dejamos llevar por el sentimentalismo, podemos comprobar que Shakespeare emplea las convenciones cómicas para invertirlas irónica y trágicamente» 18.
A nuestros ojos tal vez resulte sorprendente saber que el crucial papel de Yago fue interpretado en su origen por Robert Armin, un actor especializado en roles bufonescos y de payaso en la Compañía del Rey. El primer actor Richard Burbage, protagonista de buen número de piezas del Bardo, encarnó a su antagonista Otelo. Armin debió de construir su papel de malvado de forma poliédrica, contrapesando los registros perversos con una actitud de abierta de comicidad en muchas escenas, según dejó registrado a finales del siglo XVII el escritor y crítico Charles Gildon, recopilador de información sobre los actores de ese periodo y enemigo de Jonathan Swift y Alexander Pope, que lo satirizó por considerarlo un oportunista digno de poco crédito. No obstante tales referencias, resulta interesante destacar que Gildon escribió que sabía de buena tinta que, en esas primeras funciones de la obra, «la persona que representó a Yago era muy estimada como cómico, lo que llevó a Shakeseare a incorporar varias palabras y expresiones (tal vez no tan agradables para el personaje) a fin de hacer reír al público, que aún no había aprendido a permanecer serio durante toda la obra» 19.
Como el respetable manda, no es descabellado suponer que Shakespeare, con intereses económicos en The King’s Men y The Globe, aprovecharse la ocasión para propiciar que Armin subrayara con énfasis cómico las referencias abiertamente sexuales de la obra, algo muy del gusto del dramaturgo, que jugó con esos elementos en muchos de sus títulos, pues el machihembrado de lo cómico y lo trágico es consustancial a la escritura del cisne del Avon. Además, esos guiños procaces se engarzan en la tradición clásica que él tan bien conocía y pueden hallarse tanto en las manifestaciones teatrales cultas como en las populares.
Entre otros aspectos, la singularidad de Otelo estriba en esa proyección de lo trágico sobre una estructura cómica. Su protagonista participa de la grandeza derrotada de Edipo o el rey Lear, que ciega y testarudamente abonan el camino hacia su propia caída. Otelo precipita su destrucción y la de Desdémona, que no puede creer que aquel a quien tanto ama la acuse de adulterio y pueda acabar con si vida, y apenas presenta oposición cuando su marido le anuncia su intención de matarla.
Cuando comprende la magnitud del desastre al que le ha conducido su equivocada obstinación, cuando se sabe culpable de su dolor, el moro se eleva a la condición de héroe trágico y Shakespeare le otorga un emotivo parlamento de despedida antes de propinarse la estocada fatal, una suerte de epitafio verbal con el que Otelo no pide perdón ni pretende una reivindicación 20, sino que realiza una suerte de expiación antes de muerte, víctima de su propia sentencia, ante los nobles venecianos que asisten sobrecogidos a la escena: «Oídme una palabra, nada más, y luego os iréis. He servido fielmente a la República, y ella lo sabe; pero no trataremos de eso. Solo os pido, por favor, una cosa: que cuando en vuestras cartas al Senado refiráis este lastimoso caso, no tratéis de disculparme ni de agravar tampoco mi culpa. Decid que he sido un desdichado: que amé sin discreción y con furor…» (acto quinto, escena segunda).

Otelo en el cine

La tragedia de Otelo es uno los mejor valorados títulos del Bardo, aunque su aceptación primera sufrió los vaivenes de la bolsa de los prestigios. Tras las reapertura en 1660 de los teatros cerrados por los puritanos dieciocho años antes, la suerte de las obras de Shakespeare en Inglaterra fue desigual. En 1678, en su libro Examen de las tragedias del último siglo (The Tragedies of the Last Age Considered), el severo Thomas Rymer menoscabó el valor del gran dramaturgo isabelino y descalificó despectivamente la obra dedicada al Moro de Venecia deslizando, entre otras ironías, que su sustancia consiste en ser «un aviso para evitar que las chicas de buena familia se fuguen con un negro sin el permiso de sus padres» y concluir asegurando que «el componente trágico de esta obra no es más que una farsa sangrienta, sin orden ni concierto, sin gusto ni sabor» 21. Como es notorio, esa apreciación cambió y la obra de Shakespeare concita hoy la admiración mundial y sube a los escenarios de todo el planeta. Por lo que respecta a España, la primera traducción al castellano de la que se tiene noticia la realizó en 1802, a partir de la versión francesa de Jean-François Ducis, Teodoro de la Calle 22.
Como otros trabajos de Shakespeare, Otelo ha sido y es semillero de inspiración para creadores de diversas disciplinas. En el terreno musical, la pieza sirvió de argumento a sendas óperas de Gioacchino Rossini y Francesco Maria Berio di Salsi (1816), y Giuseppe Verdi y Arrigo Boito (1887), tituladas ambas con el nombre del protagonista. Y más recientemente, en 2009, ha inspirado un espectáculo musical estrenado en Argentina con dirección y adaptación de Pepito Cibrián y partitura de Ángel Mahler.
El cine advirtió pronto el potencial de la tragedia, que fue llevada a la pantalla en numerosas ocasiones durante el periodo mudo, en una serie de iniciativas que pretendían dar digna carta de naturaleza como actividad culta al arte recién nacido. Entre ellas, figuran las dirigidas por Mario Caserini y Gaston Belle (Italia, 1906), William V. Ranous (Estados Unidos, 1908), Franz Porten (Alemania, 1909), Ugo Falena (Italia, 1909), Max Mack (Alemania, 1918) y Dimitri Buchowetzki (Alemania, 1922); esta última, sin duda la de mayor fuste, estaba protagonizada por el astro cinematográfico Emil Jannings.
Pero fue Orson Welles, en 1952, el primero en realizar una producción notable y fiel al texto shakesperiano, Otelo, el moro de Venecia, cuyo reparto encabezaba él mismo y fue galardonada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes. De factura muy sólida es la adaptación soviética dirigida en 1955 por Sergei Yutkevich, que consiguió por su trabajo el premio al mejor director en Cannes y contaba con Sergei Bondarchuk como protagonista.
Como resultaría tedioso repasar todas las ocasiones en que Otelo ha sido trasladada al cine, mencionaré únicamente las más destacadas o interesantes, como la que con el título de Doble Vida (A Double Life, 1947) realizó George Cukor; el filme narra los trastornos de personalidad de un actor (Ronald Colman) que interpreta Otelo en un teatro y traslada el conflicto de los celos obsesivos a la vida real. Una idea que ya había tenido una versión muda, Carnival (Harley Knoles, 1921), y otra hablada, Men Are Not Gods (Walter Reisch, 1936).
Una aproximación singular al asunto es la titulada Noche de pesadilla (All night long, 1961), dirigida por el británico Basil Dearden, cuya ambientación londinense, de atmósfera jazzística, propicia la aparición de destacados músicos de la especialidad, como Dave Brubeck y Charlie Mingus. Merecido prestigio conserva la que en 1965, a partir de una producción del National Theatre, firmó Stuart Burge, con Laurence Olivier como cabeza de cartel; logró cuatro candidaturas a los Oscar, entre ellas la de Olivier como mejor actor, aunque ninguna se sustanció en la dorada estatuilla.
La tónica habitual ha sido que actores blancos achocolatadamente maquillados se encargaran de prestar su físico a Otelo, pero los actores negros también han tenido su turno. Entre los títulos con un protagonista de color, sobresalen la adaptación de una ópera rock de éxito en la escena londinense, Catch My Soul (Patrick McGoohan, 1974), con el cantante Richie Havens al frente del reparto; la dirigida en 1980 por Liz White, con Yaphet Kotto en la piel del celoso general; la firmada en 1989 por Ted Lange, que también se encargó de encarnar a Otelo, y la producción de 1996 con dirección de Oliver Parker, Lawrence Fishburne en el papel del moro y Kenneth Branagh en el de Yago.
Los territorios del western también son un escenario adecuado para desatar las pasiones enfrentadas en la pieza shakesperiana. Lo demostró en 1956 Delmer Daves en “Jubal”, un estupendo filme con Ernest Borgnine como Shep, un ranchero celoso tras el que se transparenta Otelo; Rod Steiger en el papel de Pinky, un Yago con revólver al cinto; Glenn Ford como Jubal, trasunto del noble Casio, y Valerie French encarnando a la sufrida Desdémona, que aquí se llama Mae.
En el terreno operístico, Herbert von Karajan y Roger Benamou dirigieron en 1974 la adaptación a la gran pantalla de la obra musical de Verdi, y Franco Zefirelli hizo lo propio en 1986, con Plácido Domingo como espléndido Otelo. Y con el marchamo de calidad de la BBC, descuellan dos producciones televisivas: la dirigida en 1955 por Tony Richardson, que por primera vez llevó a la pequeña pantalla la historia del moro veneciano con un actor protagonista negro, Gordon Heat, y la que firmó en 1981 Jonathan Miller, con Anthony Hopkins como Otelo y Bob Hoskins como Yago.
Mas por su valor anecdótico que fílmico, resulta curiosa Othello, el comando negro, producción franco-española de 1982 que traslada el argumento a un país africano en guerra civil y azotado por una grave epidemia; la filmó el actor y director negro Max H. Boulois, que interpretaba también al protagonista, mientras que un crepuscular Tony Curtis asumía el papel de Yago; intervenían también Joanna Pettet, Nadiuska, Ramiro Oliveros y Fernando Sancho. Otras curiosidades: en 1997, el especialista Joe D’Amato trasladó al ámbito pornográfico la trama shakesperiana, y en 2001, con el título original de O y el español de Laberinto envenenado, Tim Blake Nelson la llevó a un instituto de los Estados Unidos de nuestros días, con Josh Harnett, Mehki Phifer, Julia Stiles y Martin Sheen, en el reparto. Y para concluir, comentar que también ha servido de base a Huapango (México, 2004), una multipremiada película musical dirigida por Iván Lipkies y cuyo protagonista celoso responde al nombre de Otilio. Resulta evidente que en Shakespeare cabe todo.
1En una amena y documentada indagación, Shakespeare (RBA. Barcelona, 2009), Bryson agrupa los datos comprobados y las hipótesis sobre el gran dramaturgo para trazar un perfil muy plausible de su vida y la composición de sus obras.
2Esa tesis probatoria, y otras más, que sostiene James Shapiro en Contested Will (Simon & Schuster. Nueva York, 2010), la hace también suya el dramaturgo venezolano Gustavo Ott en el expresivo artículo «Ser como él», recogido en la página web de la revista teatral Artezblai (http://www.artezblai.com/artezblai/aproposito-del-estreno-de-otelo-en-el-teatro-san-martin-de-caracas.html). Shapiro acumula pruebas documentales que determinan la existencia de Shakespeare y reitera que nadie, hasta doscientos años después de la muerte del dramaturgo, formuló duda alguna sobre su vida y su obra.
3Veáse al respecto el capítulo titulado «La comedia humana: una obra compuesta» (página 294), incluido en Los creadores, de Daniel J. Boorstin (Editorial Crítica, primera edición en español, Barcelona, 1994).
4Este gran especialista polaco nacionalizado estadounidense (1914-2001) es autor de un libro fundamental sobre la interpretación de la obra shakespeariana en nuestros días: «Shakespeare, nuestro contemporáneo» (Alba Editorial, Madrid, 2007).
5El oceánico crítico estadounidense analiza en profundidad la obra del autor isabelino en una suerte de «Biblia» shakesperiana: Shakespeare. La invención de lo humano (Anagrama, Barcelona, 2002).
6En su libro Shakespeare. Una investigación (Ediciones Palabra, Madrid, 2008), Joseph Pearce sostiene que William Shakespeare «fue un creyente católico, fiel a Roma, que supo vivir en una época muy anticatólica en la que familiares, amigos y vecinos padecieron la persecución y el martirio», y a la luz de esta tesis analiza la vida y la obra del Bardo.
7Así lo recoge Bill Bryson en el libro antes mencionado.
8Ídem.
9Así lo recoge Peter Ackroyd en Shakespeare. La biografía (Edhasa, Barcelona, 2008).
10Ídem.
11En la localidad chipriota de Famagusta, que fue el último bastión veneciano en la isla y resistió numantinamente hasta 1571 el acoso de las tropas turcas, existe hoy una denominada torre de Otelo porque, según una leyenda apócrifa convenientemente divulgada con fines turísticos, allí fue donde Cristoforo Moro, que se dice que gobernó Chipre entre 1506 y 1508, mató a su esposa Desdémona, a quien se han dedicado unos jardines y cuyo nombre sirve de enseña a diversos establecimientos comerciales, sobre todo del ramo de la hostelería.
12Giuseppe Tomasi di Lampedusa defiende la opción de entender Moro como apellido en su delicioso opúsculo Shakespeare (Editorial Nortesur. Barcelona, 2009),en el que escribe que la filiación negra de Otelo está motivada por «una luz racial derivada de una mala traducción inglesa de las novelle italianas de las que Shakespeare lo extrajo. El Moro de Venecia para Cinzio, no es en absoluto un moro sino un señor Moro, apellido muy común (junto con Moroni y Moretti) en el Bergamasco. Los camioneros de Lombardía, del Véneto y del Piamonte todavía hoy gritan un Ciao bella mora a cualquier muchacha que no sea rubia con la que se topen. Y si el anónimo traductor inglés hubiera asistido a uno de estos encuentros en las autopistas, el drama habría resultado mucho menos conmovedor y la figura de Desdémona menos extravagante. Pero contra esto no hay nada que hacer: Shakespeare se tragó a fondo la trola libresca y desde las primeras intervenciones, precisamente desde el verso 66, en la primera escena del primer acto, Otelo es señalado ya como “negro de túrgidos labios”».
13Obra de Peter Ackroyd citada.
14En su libro ya mencionado, Lampedusa, no sin ironía y alguna exagera «un mediocre malhechor de los que encontramos a decenas en las administraciones estatales, paraestatales y privadas, ocupados en escribir cartas anónimas a los superiores que no les han promocionado. Tan mezquina es su maldad que no prevé que se derrame sangre, ni tiene intención de ello, ni de provocar esa gran desgracia que conocemos […]. El que estalle la tragedia se debe solo al temperamento de Otelo y su extremada tendencia al desequilibrio. En esa línea, define la tragedia shakesperiana como una «sórdida intriga de guarnición colonial».
15Sobre las angustias profundas que anidan en el ánimo del general norteafricano, Harold Bloom subraya en Shakespeare. La invención de lo humano que, «en algunos aspectos, Otelo es la más hiriente representación shakesperiana de la vanidad y el miedo masculinos ante la sexualidad femenina, y por ende de la ecuación masculina que hace del miedo a los cuernos y del miedo a la oralidad una misma amenaza».
16Emilia posee, por otra parte, una temperamento que podría asociarse a postulados feministas y formula abiertamente al final del cuarto acto: «Y sepan los maridos que las mujeres tienen sentidos lo mismo que ellos, y ven, y tocan, y saborean, y saben distinguir lo dulce de lo amargo. Cuando ellos abandonan a su mujer por otra, ¿qué es lo que buscan sino el placer? ¿Qué los domina sino la pasión? ¿Qué los vence sino la flaqueza? ¿Nosotras no tenemos también apetitos, pasiones y flaqueza? Conforme nos traten, así seremos».
17En su Guía de las obras dramáticas de Shakespeare (Alba Editorial, Madrid, 2000), Kenneth MacLeish y Stephen Unwin sostienen que «pese a la tragedia, el mundo de la obra está emparentado con el violento y cruel de la commedia del’arte, donde las únicas motivaciones son el dinero y el sexo. Por debajo de la farsa de commedia, la perspectiva del drama es tenebrosa: terreno ideal para una tragedia sexual y hogareña».
18Pujante expone esa teoría en su introducción a Otelo, pórtico de una cuidada edición de la obra, traducida y anotada por él, y publicada en 1989 por la Universidad de Murcia.
19Recogido por Peter Ackroyd en su libro ya citado.
20T. S. Eliot pone en duda la sinceridad de Otelo en esa escena y coincide con Frank Raymond Leavis en que el general se está dando ánimos antes de su mutis definitivo, como recuerdan Pujante en su texto mencionado y Vicente Molina Foix en su prólogo a Otelo (Alianza Editorial, Madrid, 2010). Harold Bloom opina que esa interpretación «no es correcta».
21Subrayado por Jan Knott en Shakespeare, nuestro contemporáneo.
22En ese mismo año, con el texto traducido por De la Calle, alcanzó el gran actor español Isidoro Máiquez su primer éxito memorable en el madrileño Coliseo de los Caños del Peral, que se alzaba en el lugar que hoy ocupa la plaza de Isabel II, también conocida como de la Ópera.