Otra esclava como la madre, más negra que una ceguera, los asea con sus manos desnudas, a caricias, tras llevarse el agua a los labios y comprobar que tiene la temperatura de un beso enamorado. Todas en el harén de Medina Azahira la llamamos la Nubia, a pesar de ser hija y nieta de andalusíes, porque a sus ancestros los lavaron al nacer en el mismo Nilo. Con la precisión de un orfebre, despega de sus pieles lascas de placenta y sangre coagulada, una a una, hasta no quedar más rastro del parto que el tocón de sus ombligos. Luego seca sus cuerpos con paños perfumados de lavanda y los envuelve con una sábana de lino rasgada por mitad, que a la niña sirve de arrullo y a su hermano de sudario. La partera los toma con ternura para entregárselos a su madre, muy despacio, uno en cada brazo. Y justo cuando los está mirando para fraguar el primer recuerdo de sus caras, quizá el más perenne de la vida, entra el visir de Almanzor y pregunta a la comadrona:

—El hayib quiere saber si fue varón.

—Uno de ellos sí. Pero nació muerto.

—Entonces, por mandato del hayib y de nuestro Derecho, que la madre sea devuelta a su anterior dueño. Es el merecido castigo que se impone a las esclavas por tener descendencia con su amo, aunque se trate del mismísimo Almanzor.

La madre no contesta. Ni lo mira siquiera. Solo tiene oídos, ojos y voz para sus hijos. Se los echa en el pecho. Y movida por el instinto, en fiel cumplimiento de una misión atávica, recuerda una nana que su abuela cantó a su madre y que esta vez, por una sola vez, cantará a sus niños recién paridos para que ella se duerma y él no despierte nunca. De fondo se oye a los muecines llamar a la oración del ocaso, en el último día de la luna de Ramadán del año 384 de la Hégira, en la constelación de Escorpio.

Nadie se atrevió a perturbar sendas melodías sagradas. Tampoco el cielo, a pesar de estar cubierto de esas nubes de color ceniza que amenazan tormenta en otoño. Solo cuando enmudecieron sus ecos, cayó la noche en Córdoba y la desgracia para la madre. El visir manda a la Nubia quitarle los niños de encima y enterrar al muerto.

La madre se vendrá conmigo. Rápido. Ponedle trapos en la entrepierna para que no manche la montura de sangre. Y que la partera nos acompañe.

En esta ocasión, la orden del visir le trepana los oídos y los ojos y la voz, y cada uno de los átomos de su alma. Vuelve a sentir invertidos los dolores del parto, como si un fantasma le asestara un espadazo desde el útero hasta la garganta. Pero no grita. Ni llora. Se limita a derramar los brazos por los costados de la cama, sin oponer la más mínima resistencia. No lo hace en señal de tregua. Ni por la obediencia sumisa que se le presume como esclava. Todo lo contrario. Un sabio granadino escribió que los recuerdos grandes se quedan a vivir en los cuartos del corazón, durante la vida asoman cuando quieren, vuelven a la hora de la muerte y se transmiten por la sangre1. La madre lo hace en unstumo acto de rebeldía para que sus hijos no la recuerden más rota por fuera que por dentro.

A diferencia de la Nubia, ella es una esclava cristiana de ojos claros y de una carne tan pálida que deja traslucir la blancura de sus huesos. Pero las dos se quieren como hermanas: habían mamado la misma leche, crecido entre las mismas faldas del harén, y fueron zaheridas por el sexo del mismo hombre. Nadie mejor que la Nubia para confiarle el legado de sus hijos. Así que cuando la esclava negra toma al niño muerto en sus manos, la madre le susurra al oído que no le ponga nombre, que ya lo hará ella en el paraíso. Y al abrazar a la niña viva, le pide que la llame Maryam, como su madre y su abuela, que se las ingenie para que la niña jamás olvide que también es hija de Almanzor, y que sea educada para amar y morir como una mujer libre aunque haya nacido esclava. Así será, le promete la Nubia con una sonrisa que duele nada más verla, antes de separarlos por segunda vez del vientre que los protegió de la lluvia, del frío y de la maldad humana. La niña, al presagiar el trauma de la despedida, despliega sus brazos sin soltar la sábana y los sacude en un aleteo estéril intentando regresar al regazo materno.

Desde esa noche hasta el día de su muerte será conocida con el laqab de al Hamama, Maryam la Paloma.

* * *

Cuando Ali Ahmad ibn Hazm supo que sería nombrado visir de Almanzor, se trasladó con su familia de los viejos arrabales del algarbe, camino de Medina Azahara, a las aristocráticas almunias de la axerquía, cercanas a Medina Azahira. De poniente a oriente, de los caprichos del Califa omeya a los del dictador amirí, desafiando al sol, al destino y al orden natural de las cosas. Su diplomacia y su aparente frialdad, sin embargo, le permitieron ubicarse en una mediatriz política que lo mantenía indemne, cerca y lejos a la vez, como un péndulo prendido de una cuerda invisible entre ambos. Guardaba la misma distancia de seguridad frente a una borrachera de Hixem que ante una matanza de Almanzor. En contra de lo que se cree, la política no es el arte de la traición y de la amnesia. Para sobrevivir en esa jauría de lobos hay que respetar para ser respetado y recordar para ser recordado. El visir era un buen político porque sabía respetar lo que no merece ningún respeto y recordar lo que cualquiera desearía borrar de su cabeza. Más allá de los avatares de su oficio, tenía el corazón más abierto y frágil que los pétalos de las amapolas.

Por eso regresa a pie hasta su casa, bajo la negrura de la última luna de Ramadán, acompañando a la madre y a la partera subidas en un piostro a lomos de su caballo, con las riendas en una mano y un candil en la otra que apenas ilumina sus babuchas. Quien conozca al visir por dentro apostaría una mano a que ese gesto no se debe a una impostada galantería sino a la pura generosidad. Y a fe que no se estaría equivocando. Además de hombre erudito que domina las etimologías griega de la empatía y latina de la compasión, Ali Ahmad es un hombre bueno porque las lleva a la práctica, sin importarle el nombre exacto que tengan para las tres razas y las tres religiones de Al Ándalus. El visir defiende, como humanista, que a todas las personas nos corre el mismo rojo por las venas; como jurista, que todas gozamos de la misma ciudadanía andalusí; y, como teólogo, que todas somos hijas de Dios y merecemos la misma fraternidad como hermanas, cualquiera que fuera nuestra forma de rezar. Los problemas nunca provienen de la religión, siempre de sus creyentes, mascullaba con sorna cuando le tocaba terciar entre unos y otros. Como político, sin embargo, hará lo que se le mande, incluso contra sus creencias más firmes.

Cruzan el barrio al abrigo de los candiles que cada noche prenden los serenos en las esquinas de las calles de Córdoba. Ya en la boca del adarve que conduce a su casa, una de sus criadas lo espera nerviosa, agitando un farol para hacerle saber que su mujer ha roto aguas. El visir agradece el aviso con una sonrisa serena a pesar de que ya se escuchan los gritos de la madre tras la puerta. Sin perder la calma, golpea el llamador alto para advertir al servicio que no viene solo. La sirvienta y la matrona entran a toda prisa para asistir a su esposa, mientras él descabalga a la recién parida, la lleva en volandas como a una novia atravesando el umbral, el zaguán, el salón, el patio, para acomodarla sobre un jergón mullido de lana que tiene en su biblioteca para echarse las siestas. La cubre con su alquicel blanco a modo de manta y le dice:

—Perdóname. No soy cruel, te lo juro por Dios. Más bien, otro esclavo como tú. Me debo a los caprichos de mi amo, que unas veces es el Califa y otras el padre de tus hijos. Intentaré ayudarte. No te puedo devolver a tu hija viva, y mucho menos a tu hijo muerto, pero sí que puedo no devolverte a tu antiguo dueño. Te quedarás en mi casa. Nadie podrá saberlo. Nadie. Será como cambiar de cárcel, lo sé. Solo que yo no te rozaré el cuerpo con mis manos, ni te dañaré el alma con mi lengua. Te doy mi palabra. A partir de ahora te llamarás Salma. Y tu pasado no existe.

Antes de abandonar la sala, el visir busca entre sus libros una Biblia en latín que heredó de su padre y se la deja junto a la lumbre como última muestra de respeto. Sabe que una madre no encontrará consuelo en ningún libro sagrado, por muy creyente que sea, después de perder a sus hijos y la memoria de lo vivido —la misma tragedia a fin de cuentas—. Y mucho menos reconociéndose en cada uno de los alaridos de dolor y alegría que profiere otra parturienta en el cuarto contiguo. Pero qué más podía hacer para apaciguarle el alma. Ella entiende la razón íntima de la ofrenda. Solo que, en legítima defensa y no por despecho, aparta la Biblia de su lado, apaga el candil y se jura a sí misma que si su pasado ya no existe, tampoco el Dios que la había abandonado, cualquiera que fuera o ninguno, mientras retumban en sus oídos el llanto del recién parido y la llamada de los almuédanos a la oración de al subh, en la aurora del 7 de noviembre del año 994, después del nacimiento del profeta Isa para los musulmanes, Jesús para los cristianos.

* * *

A la semana del día posterior al alumbramiento, como manda la tradición, el visir invitó a sus allegados al ritual de la aqiqa para dar al niño la bienvenida a la vida. Fue la propia madre quien, después de la ablución y ataviarlo de blanco con una faja verde, le confiesa en los oídos su condición musulmana, que ya había adquirido en la intimidad desde el primer respiro. De seguido, su padre se encarga de la ansiada tasmiya declamando en voz alta su nombre: Ali ibn Ahmad ibn Said ibn Hazm. Y tras las alabanzas a Dios coreadas por todos los presentes, le rasura la cabeza con escrúpulo, guardando el cabello en un pequeño estuche de oro que muestra orgulloso a los invitados para que le entreguen a cambio unos dinares equivalentes al peso imaginario de aquellas pelusas recién cortadas.

Al convite de limonada con menta, dátiles, cordero y dulces, no pudo asistir Almanzor y no quiso asistir el Califa, poco importa que se debiera a su antojadiza voluntad o a las órdenes de su madre. El primero regresaba victorioso de unas aceifas por las taifas cristianas del norte, escoltado por el ejército de mercenarios beréberes y eslavos que tanto recelo despiertan entre nosotras. El segundo apenas salía de Medina Azahara para dejarse ver en la Mezquita Aljama, la legítima y omeya, no la que se construyó el caudillo amirí con el mismo rango en su ciudad palatina; o para verse a sí mismo disfrazado de mujer en las fuentes del Alcázar, el legítimo y omeya, no en los estanques de Medina Azahira con peces enjalbegados de oro para que nadie dude dónde se halla la ceca y el poder de Córdoba. Salma siente un alivio en las tripas por la ausencia de Almanzor en la ceremonia, y una quemazón insoportable por la suya en la de su hija.

Tuvo lugar al caer la tarde, en el harén de Medina Azahira, cuando la luz mortecina del sol dibuja un bosque de columnas inclinadas al atravesar las mawdas de ocho puntas que horadan el techo de los baños. La Nubia sostiene a la niña de cara a una de esas estrellas tartesias, en cueros, igual que su madre la trajo al mundo, apenas arropada con las vueltas rojas de su túnica de seda blanca. Es tan divina la estampa que ninguna de nosotras consigue distinguir si el haz luminoso proviene del cielo o del rostro de la niña. Tan divina, que a ninguna de nosotras se nos pasa por la cabeza discutir la apariencia virginal de la esclava negra que la sostiene.

Nos reunimos otras cincuenta mujeres más, entre esclavas y criadas, para dar las gracias a Dios por el nacimiento de la Paloma. Pero no sabíamos a cuál. Así que, por respeto a su origen rumí, decidimos que otra esclava vascona y cristiana como su madre le rocíe el cabello con agua tibia, sin llegar a rapárselo. En su lugar, la Nubia le corta las uñas mientras le canta al oído que no hay Dios sino Dios. Nos movía la mejor de las intenciones, ignorando que su madre había abdicado de todos los dioses y que quizá cometíamos la misma herejía honrando a dos a la vez. Para nuestro corazón, libre siendo esclavas, Dios y el amor son cuerpos desnudos a los que sientan igual de bien cualquier atuendo, más hermoso cuánto más humilde. O ninguno, a poder ser.

La misma partera que la sacó del vientre le abre los agujeros en las orejas para unos zarcillos de plata que le regalamos a juego con los aladares de su pelo negro, la única herencia de la que no podrá renegar de su padre. Y para terminar con nuestro particular rito de bienvenida a la vida, sincrético, femenino y rebelde, sabedoras de estar perpetrando un acto prohibido, le tatuamos invertido en el cuello su nombre para que jamás olvide su alcurnia al mirarse en el espejo: Maryam bint Maryam ar Rummyya bint al Mansur al Amirí al Hamama.

María, hija de María la cristiana, hija de Almanzor el amirí, la Paloma.


1 José Luis Serrano.