Miedo y control: uña y carne

 

¿Qué es lo que más temes en este mundo? ¿Qué es lo que más controlas en este mundo? ¿Le encuentras relación? No cabe duda de que todos tenemos miedos que pueden generar más o menos angustia, del mismo modo que todos ejercemos control sobre unas cosas más que otras. Es sencillo adivinar que, a más miedo, más control. Excepto las personas que sufren lesiones en el núcleo central o bilateral de la amígdala, en el sistema límbico cerebral, y por tanto no pueden ni condicionarse, ni reconocer «el miedo», la mayoría de los humanos sentimos temores diversos relacionados con nuestra vida, con lo que hacemos, lo que nos hacen, lo que nos pasa o lo que nos pasará. Mientras tengamos la capacidad o la sensación de que los podemos controlar no hay problema, pero cuando nos sobrepasan se encienden todos los mecanismos psicológicos de que disponemos. Los neuróticos también.

Dicho de esta manera parecería que el miedo es algo normal, y de hecho es así. Estamos programados para tener miedo y lo tenemos. Otra cosa es lo que hacemos con él. También estamos programados para ser felices y muchos deciden inscribirse en el arte de amargarse la vida. El problema entonces no es tener miedo sino entenderlo y gestionarlo. Parece que una de las formas elegidas para administrar nuestros temores sea controlar obsesivamente todo lo que rodea nuestra vida.

¿Acaso no es normal querer tener control sobre nuestras cosas? Por supuesto que sí. Si se trata de nuestras cosas. Pero ¿qué ocurre cuando se trata de nosotros? ¿Qué ocurre cuando se trata de los nuestros? ¿Qué ocurre cuando se trata de la vida? Las cosas se pueden controlar más o menos, pero ¿se puede hacer lo mismo con las personas? ¿Con el tiempo? ¿Con el futuro? ¿Con el amor? Algunas personas creen que sí, aunque dicen que no, y por eso pretenden que todo esté bajo su control. Necesitan controlarlo todo. Su vida se construye sobre el control, aunque en realidad viven bajo el miedo. Un gran miedo que les arruina la vida y, de paso, la de los demás.

En cada ocasión en la que he desvelado el contenido del que ahora es este libro, me he sorprendido al encontrarme con la misma respuesta: ¡Este tema es el mío! ¡Esto es lo que me está pasando! ¿Acaso tanta gente se ha puesto de acuerdo para sufrir del mismo síndrome? La respuesta pasa por la cultura, el contexto en el que envolvemos nuestras vidas, la manera en la que sin darnos cuenta nos acostumbramos a vivir. Si en los años cincuenta del siglo pasado el insigne psicoanalista Wilhelm Reich[1] ya observaba que «Cada hora del día la educación familiar y las condiciones sociales crean millares de nuevas neurosis», imagínate lo que puede suceder en la actualidad.

Como predica el psiquiatra Luis Rojas Marcos[2]: «No cabe duda de que hoy, la inseguridad, la incertidumbre y la vulnerabilidad forman parte de la definición de quienes somos... La violencia arbitraria e imprevista forma el argumento de nuestras peores pesadillas, y rompe los esquemas y principios básicos sobre los que se construyen la convivencia y el orden social». Así vamos viviendo de susto en susto y la piel se encoge cada vez que realizamos tareas hasta ahora tan cotidianas como ir en tren o metro.

En un semanario aparecía hace poco una reseña sobre lo que nos han deparado los últimos sesenta años después de las bombas de Hiroshima y Nagasaky. Aunque la atención estaba puesta en los sucesos dramáticos, el panorama era para asustar a cualquier extraterrestre con ganas de visitarnos: guerras, terrorismo, migraciones, sida, contaminación, en definitiva, terror global. Es como decir que después de aquella masacre no hemos aprendido nada y según se mire, vamos a peor. «Precisamente cuanto más incapaces nos sentimos de anticipar el mañana y más incierto nos parece nuestro porvenir o el de nuestros seres queridos, más espacio dejamos abierto para que la angustia nos invada y conmocione el cimiento vital de la confianza en nosotros mismos y en el mundo que nos rodea».

Ésa es la clave para entender no sólo cómo vivimos hoy, sino cómo esa angustia se ceba en las personas provocando miedos, ansiedades y en los casos más extremos, obsesiones. La necesidad de controlar nace como respuesta a los temores, reales o imaginados, que percibimos a nuestro alrededor. Ya nada ni nadie se salva de la incertidumbre. Nuestro porvenir puede truncarse por una acción terrorista, pero también por mobbing en el trabajo, por acoso psicológico en la escuela, por las inesperadas consecuencias de una crisis económica o por un capricho de la naturaleza. Bien mirado, nuestra vida puede cambiar en un instante.

Por eso hay que cimentar con doble hormigón la confianza en nosotros mismos. Cuando eso no ocurre nos sentimos tentados a transformar la angustia en máxima seguridad, es decir, en demasiado control. Es muy difícil que lleguemos a comprender la vida y sus misterios mientras tratemos por todos los medios de asirnos a cualquier cosa que nos garantice seguridad.

 

Levantarse por la mañana no es una acción de gracias, sino un temor expectante: ¡A ver qué va a pasar hoy!

 

Controlar y controlarnos forma parte de nuestro equipaje evolutivo y por lo tanto su función es, como casi todo, garantizar nuestra supervivencia y nuestra adaptación al medio. Además, un control razonable de nuestra vida se inscribe dentro del equilibrio emocional necesario para confiar en nosotros mismos. En contextos más culturales como los nuestros, el control no se limita a garantizar las necesidades básicas, sino en dominar bien las relaciones interpersonales y sociales. Nuestras tareas cotidianas se resuelven conviviendo, influenciando, impactando, vinculando o negociando, comunicando en definitiva, además de ser muy diestros tecnológicamente hablando. La materia prima hoy somos nosotros mismos, nuestras capacidades, y el entramado de relaciones con las que vivimos y trabajamos. Aunque hayamos cambiado los peligros de la vida salvaje por otros más culturales, eso no significa que sean menos significativos. Seguimos teniendo miedo porque ahora nuestro depredador puede ser otro humano.

Ese miedo es la cara opuesta a la confianza y al amor. Lo contrario del miedo no es la valentía, sino el amor. El que ama verdaderamente confía, el que teme desconfía. El que ama atrae amor. El que teme atrae miedo. El que se quiere, se acepta, confía en sí mismo. Más amor, más confianza. Más temor, más control. Demasiado control, obsesión. Parece como si nos debatiéramos entre la confianza y la desconfianza. Entre la seguridad y la inseguridad.

Como expresa Alan Watts[3]: «El deseo de seguridad y la sensación de inseguridad son una y la misma cosa. Retener el aliento es perderlo. Una sociedad basada en la búsqueda de seguridad no es más que un concurso de retención del aliento en el que cada uno está tenso como un tambor y morado como una remolacha». Tal vez nos estamos poniendo morados de controlar demasiado, de tensar nuestra vida intentando conseguir una ilusoria seguridad. Al ver que no la alcanzamos, caemos en el miedo.

Aunque parezca que hay personas más predispuestas que otras a sufrir o a controlar, achacándolo a su carácter o personalidad, poca gente se libra de hacer malabares con el tiempo, las exigencias laborales y la vida familiar. Más que vivir en horizontal, o sea, una cosa detrás de la otra, vivimos en vertical: ¡Todo nos cae encima! Tanta presión es como mínimo temeraria. Pero tal vez lo peor es acarrear este sobreesfuerzo sin demasiado sentido, ¿para que controlar tanto? Es obvio que en algunos niveles de la experiencia puede que sea altamente útil, tanto el tener miedo, como el ejercer un control absoluto. Sin embargo, ¿tiene sentido vivir como si nos jugáramos la vida? Si no sabemos lo que va a suceder mañana, ¿tiene sentido preocuparse tanto por todo lo que pueda pasar? ¿Esa preocupación, va a mejorar o va a empeorar la situación? ¿Anticipando lo que puede ocurrir, no estamos preparando el camino para que ocurra?

Un mundo que ha visto cómo se derrumbaban los cimientos de la razón universal y de la realidad objetiva ha dejado huérfanos a los integristas de «las cosas son así». Según Rojas Marcos «la conciencia de vulnerabilidad está alimentada por el miedo a lo imprevisto y desconocido. Se trata de un miedo indefinido, latente e incómodo, que nos roba la tranquilidad, nos hunde el ánimo y nos transforma en caracteres aprensivos, suspicaces, irritables, asustadizos, tímidos y distantes».

Dicho esto no puedo negar que los aprendizajes que hacemos a lo largo de nuestra vida van moldeando una serie de creencias y conductas que predicen nuestros comportamientos futuros. Así, el que arrastra miedos acaba situándolos en muchas esferas de su vida, con lo que incrementa su necesidad de controlarlo todo y a todos, aunque tal pretensión como veremos no es más que una ilusión. Por eso los psicólogos hablamos a menudo de una personalidad controladora que no deja de ser un trastorno más. Y yo me sigo preguntando: ¿Qué gran miedo tendrá esa persona que necesita controlarlo todo?

No podemos huir pues de hablar sobre el miedo. Tal vez vaya siendo hora de que reconozcamos, que nos reconozcamos en nuestros miedos, como primer paso para afrontarlos. Y ese primer paso consiste en «darse cuenta», en aceptar que detrás de esos excesos controladores, que detrás de nuestras pequeñas o grandes obsesiones, se esconden nuestros mayores temores. A menudo nos resistimos a aceptarlo porque ya de pequeños nos han dicho que no debemos tener miedo, que eso nos hace «miedicas». En definitiva, que el mundo es de los valientes. Lo que no nos dijeron es que tratar de ser valientes es estar asustados.

 

La persona supercontroladora está convencida de la necesidad de sus actos y los justifica por el bien de los demás y de sí misma. Vive engañándose porque es más fuerte la necesidad que la razón.

 

En algún momento de mi vida creí que el miedo tenía una parte positiva, podía servir como estímulo para «tirar para adelante». Veía en él una parte generadora de energía, de palanca que te impulsa a lograr objetivos. Hoy lo veo muy diferente. El miedo sólo trae más miedo. El miedo paraliza o espabila pero no es creativo, no es motivador. Del miedo no vamos a obtener resultados porque no inspira, ni es generativo. Es destructivo siempre que no se limite a su función de supervivencia. Las carencias crean valor, dice Demartini. En cambio el miedo no. El miedo paraliza. En una entrevista[4] al regatista Guillermo Altadill, que se ha pasado veinte años dando vueltas por el mundo a vela, aseguraba que «pasar miedo a menudo, no te lo hace superar, pero sí acostumbrarte a él».

Por desgracia aún suelo observar padres que creen que amedrentando a sus retoños van a salirles más hechos y derechos. Aún funciona en muchas empresas la amenaza y el castigo como fórmula de supuesta motivación del personal. Aún hay quien se cree que lo mejor es tener asustados a los empleados para que cumplan con sus obligaciones, por eso se pasan el día haciendo cara de perro mordedor. Aún existen políticos que lanzan mensajes amenazadores y catastrofistas considerando que una población asustada sobre su futuro les va a dar un mayor rédito electoral. Puede que en un primer momento nos espabilemos, que obedezcamos, que del susto reaccionemos. No obstante: ¿Actuamos con ilusión? ¿Estamos motivados? ¿Nos dura mucho esa primer fogonazo? ¿Por qué será que acabamos volviendo a las andadas?

Es fundamental darse cuenta de que el mayor de nuestros temores es precisamente la sensación de perder el control. El miedo aparece cuando una situación se nos escapa de las manos. El miedo aparece cuando no tenemos tiempo. El miedo aparece cuando hay que elegir con la duda eterna de si escogimos la opción correcta. El miedo aparece cuando los demás no responden como queremos. El miedo aparece cuando desconfiamos de nosotros y cuando creemos que los demás no merecen confianza. El miedo aparece cuando las cuentas no salen. El miedo aparece cuando tememos no ser queridos. El miedo aparece cuando las noticias no son buenas. El miedo aparece cuando la salud no es buena. El miedo aparece cuando nos sentimos ignorantes e ignorados. El miedo aparece cuando no sabemos si seremos capaces. El miedo aparece cuando las expectativas son demasiado altas. El miedo aparece cuando estamos solos ante el peligro porque nada ni nadie nos garantiza lo que va a suceder. El miedo aparece cuando vivimos en la incertidumbre. Y a día de hoy, ¿quién no vive así?

 

La sensación de perder el control trae consigo la necesidad de recuperarlo. Y ahí es donde perdemos la cabeza. Nace la ansiedad y por intentar aplacarla caemos en la obsesión.

 

Uno de los papás de la psicología transpersonal, Stanislav Grof[5], apunta finamente al observar que: «Enfrentados al temor de perder el control, la mente y el ego se tornan muy ingeniosos en sus esfuerzos por mantenerlo. Las personas en una situación de esta naturaleza pueden crear un complejo sistema de negación, diciéndose a sí mismas que ya están bien como están y que no tienen por qué cambiar, o que los cambios que están sufriendo son ilusorios. Pueden intelectualizar los estados mentales que están sufriendo y crear elaboradas teorías para explicarlos. O simplemente tratar de olvidar que los tienen».

Quien acaba padeciendo nuestros temores es sin duda el cuerpo. Aunque ahora esté tan de moda la dichosa ansiedad, lo cierto es que cualquier pequeño desajuste en nuestra vida provoca a su vez un desajuste, para empezar, en la musculatura. Es ahí donde vamos cargando las angustias del día a día, junto con la espalda. A veces nos irritamos, sentimos que nos sube la sangre a la cabeza y, si pudiéramos, responderíamos con más o menos agresividad (lo que no significa, ni justifica, violencia alguna). Pero la inhibimos. Nos la tragamos, además de acorazarnos. Esa doble acción redobla el tono y la rigidez muscular. Al relajarnos nos llevamos una gran sorpresa: en lugar de sentirnos aliviados, sentimos desasosiego.

Buena prueba de ello es el significativo aumento de consultas a todo tipo de profesionales de la fisioterapia. Ponemos en sus manos todas las contracciones emocionales que hemos sufrido y que cada músculo se ha encargado de registrar. No es de extrañar que al poco de masajear las zonas más contraídas acabemos llorando, a veces con un cierto desconsuelo. Incluso mi peluquera me contaba recientemente cómo, sólo con el masaje capilar durante el lavado, algunas personas han mezclado sus lagrimas con el agua enjabonada. Cuando nos quitan la presión, entonces aparece la angustia. Se suelta el músculo y con él la tristeza contenida. Por fin podemos llorar lo que antes reprimimos. El miedo y su control tienen su propia traducción en el cuerpo en forma de contracturas. Es su primer síntoma.

¡Tantas y tantas personas viven sufriendo! De las que más, sin duda, aquellas que se escudan detrás de obligaciones y responsabilidades: «Si no lo hago yo, quién lo va a hacer», suelen decir. En el fondo, el problema no consiste en quién acabe haciendo las cosas, sino el temor, la desconfianza a que no se hagan como uno quiere, o sea, que se hagan mal. Con esa excusa, bajo la sospecha del desastre, consiguen lo que más desean: controlar la situación. Sólo así pueden justificarse ante el mundo; sólo así pueden hacerse la ilusión de ser imprescindibles. Pero ya hablaré más adelante sobre la figura del sufridor.

Nada mata más la creatividad, la iniciativa y la motivación de las personas que la desconfianza. Podemos inspirar e incluso modelar el trabajo de otra persona, a partir de la confianza y la aceptación. Pero «sufrir» porque los demás no harán las cosas como a nosotros nos gusta denota inseguridad y necesidad de control. Una necesidad que se incrementa cuanta más responsabilidad tenga una persona sobre su tarea o sobre los demás. Muchos problemas en las empresas tienen su origen en la incapacidad de delegación que tienen sus directivos. Viven atrapados en la paradoja de delegar desconfiando del resultado. Lo que ocurre es que desconfían de sí mismos, les aterra la idea de equivocarse, de fallar. Con tal de evitarlo necesitan ejercer un control tan abusivo que los demás no soportan tanta presión.

También esto ocurre en las relaciones y en la familia. En lugar de ser un espacio de crecimiento en el amor, sin duda la mayor de las seguridades, acaba siendo el origen de nuestras peores neurosis. ¿Por qué si nos quieren tanto desconfían tanto? Cierto que muchas veces nos metemos en líos, hacemos cosas indebidas y nuestra vida parece un caos destinado al desastre. Pero ¿cómo aprenderemos a salir de él sin experimentar por nosotros mismos? Muchas veces con la mejor de las intenciones intentamos que nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros amigos sigan las sendas que creemos más óptimas para su desarrollo. Y en cambio hacen todo lo contrario. Eso nos hace sufrir, acrecienta nuestra preocupación por lo que les pueda pasar. Lo que no se nos ocurre pensar es ¿qué les estamos transmitiendo?

Sin darnos cuenta les transmitimos resistencia, les traspasamos nuestros miedos. Les estamos voceando que no les aceptamos como son y para colmo que desconfiamos de ellos. Eso sí, todo con amor. ¡Para qué puñetas me quieres si no me dejas ser como soy! Lo que sencillamente ocurre es que cuando los otros nos hacen sufrir, no soportamos esa ansiedad y pretendemos quitárnosla de encima. ¿Cómo? Culpabilizando, amenazando, ordenando, manipulando, cualquier gerundio que sirva para expulsar ese golpe bajo en nuestras entrañas. Algo hay que hacer con «eso que tú me haces sentir».

 

En lugar de asumir la responsabilidad sobre lo que sentimos vamos echando la culpa a los demás sobre nuestros sentimientos. Pagamos nuestro miedo con la moneda de la desconfianza.

 

De nuevo estamos ante una situación en la que la pérdida de control se hace insufrible. Muy a menudo recibo a padres preocupados por la etapa adolescente de sus hijos. La viven desde la inquietud, la incertidumbre, porque no saben qué estarán haciendo esas criaturas en un mundo que les parece lleno de riesgos y temeridades. En lugar de apreciar lo que tienen de bueno sus hijos, lo que aprecian es lo que tiene de malo el mundo en el que habitan y del que hay que proteger a sus vástagos. Los adolescentes, por su parte, reclaman que se les tenga confianza. Quieren demostrar que pueden sobrevivir siendo ellos mismos en el universo que les ha tocado vivir, que no es otro que el construido por la generación de sus padres.

Tarde o temprano empieza la rebelión porque ha llegado la hora de desapegarse de casa. Suele ocurrir que bajo el pretexto de que nadie les conoce mejor que ellos, los padres se creen con derecho a decidir hasta el aire que deben respirar. «Hay que estarles encima», dicen, mientras los hijos luchan para «quitárselos de encima». A falta de confianza en casa, o incluso habiéndola, los adolescentes valoran más la que encuentran en el grupo, en la pandilla, por eso se pasan el día juntos. Están forjando su identidad social. Llegados a este punto muchos padres optan por ejercer todavía más control. Más normas, más exigencias pero, sobre todo, menos confianza. El mensaje que van a recibir sus hijos es: «No puedo confiar en ti». Por supuesto, ellos tampoco lo harán con sus padres.

Otras familias optan por la negociación. Eso significa asumir los límites de la confianza mutua y optar por un consenso en el que cada parte toma responsabilidad en el asunto y deja de preocuparse por estar todo el día al acecho. De no hacerlo así, ¿qué se puede esperar de unos hijos que han vivido bajo un control estricto? ¿Qué personas estamos construyendo desde la desconfianza? Hoy en día no es fácil ni ser padres, ni ser hijos. Nada ayuda a esta relación si no se basa en la capacidad de generar amor, confianza, diálogo sincero y responsabilidad. Eso en la práctica se traduce en una buena comunicación y en la implicación en la organización del conjunto del sistema familiar. Y eso compete a las dos partes. Y eso se trabaja desde el primer día de vida del bebé.

De lo contrario, nuestros adolescentes pueden acabar como los jóvenes nipones que se encierran durante años en su habitación. El fenómeno del Hikikomori que azota últimamente a la sociedad japonesa, es un espejo para este libro al confrontar la prosperidad y riqueza con un grado sumo de presión social, académica y laboral. El estrés que esto provoca recibe como respuesta la reclusión casera, el encierro permanente entre videojuegos, televisión y el ordenador. Es como desconectar de su vida para enchufarse a máquinas sin alma, tal vez porque es así como se sienten. Es la fatídica combinación del miedo con las exigencias. Aquí, en nuestro contexto cultural, algunos jóvenes no se encierran en casa, sino en sí mismos. Deambulan por la vida porque han aprendido a evitarlo todo. Puede que existan algunas patologías asociadas, pero sin duda ahí detrás hay mucho miedo.

También en el trabajo se han perdido los papeles. En una resolución del 1999, el Parlamento Europeo[6] estima que se debe adaptar el trabajo a las capacidades y necesidades de la personas y no a la inversa. ¡Hombre, ya era hora! Se insta a la Comisión que examine los nuevos problemas que no están cubiertos por la actual legislación, es decir, el estrés, el agotamiento profesional, la violencia y la amenaza de violencia por parte de la clientela y el acoso en el lugar del trabajo. No me extraña que concluyan que las enfermedades músculo-esqueléticas y los factores psicosociales constituyen la mayor amenaza moderna para la salud de los trabajadores.

Conciliar familia, trabajo y salud parecen hoy una quimera, aunque por suerte parece que se está tomando conciencia del asunto. Cada vez son más los que desean reducir sus grandes aspiraciones profesionales por trabajos acordes con una vida más equilibrada. Decrece la adicción al trabajo y se empieza a imponer un sentido más flexible en la gestión empresarial. Es que de no hacerlo así, más de la mitad de los trabajadores no acudirán a trabajar por estar de baja permanente. O controlamos demasiado, o perdemos el control. ¡Qué difícil parece encontrar un equilibrio razonable!

Perder el control asusta demasiado. Por eso Grof concluye: «Mucha gente se pasa años creyendo que su mundo está en orden y que tienen una autoridad completa sobre el curso de su vida. Cuando descubren que no poseen el control total sobre su trayectoria vital, a veces, se sienten aliviados. Otras, asustados, en particular si están muy identificados con estar a cargo de las cosas. Pueden preguntarse: ¿Si no soy la autoridad, quién lo es? ¿Puedo abandonarme a alguna fuerza desconocida y creer que se hará cargo de mí?»

He aquí la gran duda sin respuesta. He aquí el trampolín por el que lanzarse al misterio de la vida. ¿Cómo vamos a saltar si no sabemos lo que nos espera debajo? ¿Cómo quedarse sin nada que nos sostenga? Ante la incertidumbre, unos confían y otros no. Unos deciden soltar el miedo y otros inoculárselo. Unos se descontrolan y otros controlan demasiado. Unos encuentran donde ser libres y otros encuentran donde hacerse dependientes. Unos miran adelante y otros atrás. Unos miran hacia dentro y otros hacia fuera. ¿Quién se hará cargo de mí si me suelto?

Yo también he sido un gran controlador hasta que tuve que aprender a vivir en la incertidumbre. Los últimos años de mi vida han sido un desprendimiento de todas mis seguridades, de mis burbujas de comodidad. He dejado en paréntesis una carrera artística de veinte años para abrazar mi vocación más íntima de psicólogo. He abandonado las cuatro paredes y el entorno en el que he vivido desde mi infancia. He cambiado de ciudad, de trabajo y he iniciado una nueva relación después de largo tiempo en solitario. En definitiva, he empezado una nueva vida... de abandono e incertidumbre. Todo ello tuvo su origen al darme cuenta de que mi vida se había encerrado entre miedos.

Cuando recibí el abrazo tierno y espiritual de Amma[7], recibí de sus labios un mensaje claro y dedicado: «No miedos, no, no, no; no miedos». Al levantarme, o mejor dicho, cuando me arrastraron fuera de ese abrazo maternal sentí que de nuevo me llegaba un mensaje dirigido a esos miedos que por lo visto estaban haciendo nido en mi interior. Inmediatamente recordé que apenas tres años antes, unos compañeros de terapia me habían invitado a participar en una «canalización», una forma de comunicación en la que un o una médium recibe información de fuentes no físicas del «más allá», tus espíritus guardianes, para que te enteres de cómo estás viviendo el «más aquí». Hollywood sacó una buena tajada del fenómeno en la película Ghost al unir, con fines lacrimógenos, romanticismo con esoterismo.

Llevado por mi ingenuidad y por la alegría de participar en una sesión práctica entre colegas, de pronto me encontré con una bella mujer tumbada en una camilla, las piernas cubiertas con una manta y una sonrisa que aprecié de simpatía. Aquello no era el ejercicio de energías que había supuesto, sino una canalización en regla, es decir, ahí estaba yo, la bella mujer y entre los dos mis «guías» invisibles, aunque presentes, que traían noticias sobre mi vida.

Ya a su lado, aquella sonrisa se convirtió en un alarido, como si de alguna parte le estuvieran arrancando el alma. Tuvo unos pequeños espasmos, mientras un sudor frío recorría todo mi cuerpo. Temblaba y apenas era capaz de moverme o articular palabra. De repente me acerqué a ella y me habló en susurros: «¿De qué tienes miedo?... Elimina primero la tristeza y el miedo... Primero vendrán los miedos, luego las dudas y la confusión...», y acababa con lo siguiente: «El momento más oscuro de la noche es el que precede al amanecer. Siempre amanece. Confía». Aunque me lo dijeron bajito, más clarito no podía ser.

Para acabarlo de rematar, en un curso de antiestrés en el que participé, dirigido por mi maestro Oriol Pujol y su mujer Mary, me metí de lleno en una meditación dinámica, con efectos contundentes a través de la hiperventilación respiratoria. Al margen de sufrir diversas «tatátanias», sentí cómo mi inconsciente me mandaba un mensaje en forma de sonido: ¡¡¡¡Uy, uy, uy!!!! Como un niño asustado, las lágrimas me caían a borbotones, aunque para ser sincero no tenía ningún tipo de sentimiento interno. Cuando recobré la capacidad reflexiva me di cuenta de cuán cargado de miedos estaba, aunque a los ojos de todo el mundo, también de los míos, me hacía el valiente. Muchos miedos sí, pero miedos ¿a qué?

Cuando participaba en cursos de PNL o de crecimiento personal, era un clásico escuchar a mis compañeras y compañeros reprocharme mis miedos a ser yo mismo. Como ya expresó Carl Rogers, mucha gente teme mostrarse tal como es por miedo a reconocer sus sentimientos verdaderos. Teme que si los descubre pueda ser reprochado o lastimado. Es una forma de ocultamiento que conlleva desarrollar una mente prodigiosa. Todo sea por no ser descubierto.

Puede que ése fuera mi caso, pero no me convencía del todo. Lo que yo sentía no pertenecía a unas situaciones concretas, sino a un sentimiento más íntimo, una especie de preocupación permanente, como un estado de fondo, como si les hubiera comprado a mis padres algunos genes miedosos. Entre los mensajes de los de aquí y los del más allá, estaba claro que algo tenía que hacer con esos miedos. Entre otras cosas porque notaba que había perdido frescura, dinamismo, espontaneidad proactiva, incluso sentido del humor. Me sentía preso de la mente, de miedos, de excusas. La vida me apasionaba cuando salía de casa, pero de puertas adentro era carne de sofá, experto en pereza y vivía las emociones de los otros a través del televisor. Así que me dio por afrontar mis miedos y descubrir el origen de mis sombras. Todos son miedos que se manifiestan de forma diferente aunque puede que tengan un origen común.

 

No sé qué fue primero, si el huevo o la gallina. Es decir, no sé si tenemos miedo porque perdemos el control, o controlamos porque tenemos miedo. El caso es que miedo y control son como uña y carne.

 

Asumo que no nos gusta tener miedo y por ello hacemos todo lo posible por evitarlo. Pero esa evitación tiene un coste en nuestras vidas. Tiene un desgaste físico, energético y psicológico. A menudo es tanto lo que queremos evitar que logramos todo lo contrario: tener aún más miedo.

Asumo que vivir en la incertidumbre no es fácil. Acostumbrados a una sociedad que supuestamente no los da todo, parecería que no tiene ningún sentido sufrir innecesariamente. Precisamente ahí está la trampa, la paradoja de nuestro vivir cotidiano: ¡a más seguridad, más miedo a perderla! ¡Cuanto más tenemos, más obligados estamos a conservarlo! El debate actual entre ser ciudadanos más libres o más seguros es un buen ejemplo. Aún cuesta entender que sólo siendo más libres podemos sentirnos más seguros, y que todo lo contrario sólo genera dependencias. Que los problemas llegan cuando se pretenden poner ataduras al aire. El miedo nos hace reaccionar antes que comprender. Nos fijamos sólo en los efectos sin atender a las causas. Todo ello no trae más confianza sino todo lo contrario: provoca aún más miedo.

Por todo ello me gustaría hablarte sin miedo sobre el miedo. Deseo hacerlo desde la cotidianidad. Deseo que este trabajo sea un espejo en el que te puedas observar y que te inspire pasar a la acción. Por supuesto que voy a hablar sobre algunas patologías que son el resultado de situaciones específicas llevadas al extremo. Pero creo que hay mucho de que hablar más allá de la ansiedad, las fobias, el pánico y las obsesiones compulsivas. Hay mucho más miedo del etiquetado por la psicología.

 

1. REICH, Wilhelm. Análisis del carácter. Ediciones Paidós. Colección Surcos, 2005.

 

2. ROJAS MARCOS, Luis. Nuestra incierta vida normal. Retos y oportunidades, 2004.

 

3. WATTS, Alan. La sabiduría de la inseguridad. Editorial Kairós, 2005.

 

4. El Periódico de Catalunya. Suplemento. Edición del 30 de octubre de 2005.

 

5. GROF, Stanislav. El juego cósmico. Editorial Kairós, 1998.

 

6. Resolución del Parlamento A4-0050/99, de 25 de febrero de 1999.

 

7. SRI MATA AMRITANANDAMAYI DEVI. En los últimos treinta años, Amma ha abrazado a más de veintiún millones de personas en todo el mundo.