CAPÍTULO 1

DONALD TRUMP: EL HOMBRE TRAS EL MITO

PARA ENTENDER CÓMO DONALD TRUMP llegó a la Casa Blanca es necesario hacer un breve repaso por su biografía con el fin de comprender cómo consiguió hacerse un tiburón de los negocios. La verdad, claro, no lo que le escribieron sus negros en libros como Trump, el arte de la negociación o Cómo hacerse rico, auténticos superventas en el país de las barras y estrellas, hasta el punto de vender infinitamente más que los grandes escritores. Y es que Donald es mucho Donald, desde hace unas cuantas décadas.

El que contra todo pronóstico acabaría siendo el 45.º presidente de los Estados Unidos de América nació en Nueva York, la ciudad que lo catapultaría al éxito en la vida adulta, un 14 de junio de 1946, un año después de que terminase la Segunda Guerra Mundial y el país se dirigiera directo y sin red hacia el retórico «sueño americano». También la familia Trump, que sí pudo lograrlo gracias al sector de la construcción.

Donald es hijo del empresario de ascendencia alemana Fred Trump y de la inmigrante escocesa Anne MacLeod. Se crio en el barrio del distrito neoyorquino de Queens conocido como Jamaica, con cuatro hermanos. Trump creció en una mansión de ladrillos rojos y columnas blancas construida por su padre en una comunidad cerrada, casi toda de vecinos blancos. Una casa ostentosa en un barrio humilde. Como señaló en su autobiografía el propio Trump, El arte de la negociación, insisto, no escrita por él aunque sí basada en sus revelaciones, era un niño difícil y voluble al que le gustaba poner a prueba a los demás.

El abuelo, Frederick Trump, había hecho una fortuna con la fiebre del oro antes de morir de gripe española en 1918, casi una ironía del destino teniendo en cuenta la controvertida relación del nieto, Donald, con la pandemia del coronavirus. El tipo se las traía, y su biografía es tan apasionante que parece sacada de una novela de Jack London con toques de thriller financiero. El verdadero apellido de la familia era Trumpf, con la efe final, pero tras la Segunda Guerra Mundial Fred la eliminó: mentía sobre su origen germánico y se hacía pasar por sueco para no ahuyentar a potenciales clientes judíos a los que podía vender inmuebles. El genocidio nazi estaba muy reciente y no convenía airear dichos ascendentes ni en Europa ni al otro lado del Atlántico.

Donald asistió al The Kew-Forest School en Forest Hill, Queens, y a los trece años, tras varias muestras de problemas de conducta, su padre lo matriculó en la Academia Militar de Nueva York (NYMA por sus siglas en inglés) para que lo metieran en vereda, esa frase que tanto les gustaba decir a nuestras madres y abuelas. Durante dos años asistió a la Universidad de Fordham, en el Bronx, y luego continuó su formación en la Escuela de Negocios Wharton de la Universidad de Pensilvania, ya que era una de las pocas con un programa de estudios orientado al sector inmobiliario, el que había hecho rico a su padre. Allí, en 1968, se graduó a los veintidós años, aunque, si hacemos caso de algunas revelaciones, fue un paso por la universidad un poco tramposo.

Una figura capital en su vida y desarrollo profesional sería su padre, al que siempre temió y quiso superar, y que le salvó el pellejo en más de una y dos ocasiones. Según afirmó durante una entrevista el congresista por Nueva York Peter T. King, uno de los aliados del entonces presidente Trump: «Su estilo como líder es tener que ser un tipo duro. No puedes mostrar ninguna clase de debilidad. No quiere demostrar que esto lo supera». Por lo que se desprende de declaraciones de su círculo más íntimo, Trump se ha comportado así toda su vida, y lo ha aprendido de su padre. En el mundo de su progenitor, mostrar tristeza o dolor era signo de vulnerabilidad. Fred Trump era la máxima autoridad y los hijos «aprendieron a ser estoicos ante la pérdida».

The New York Times recordaba las palabras durante una entrevista de George White, un antiguo compañero de escuela del presidente Trump en la Academia Militar de Nueva York, quien convivió con padre e hijo durante años: «Lo único que le importaba a Trump era eso de: “Tengo que ganar. Enséñame a ganar”». Al rememorar la fuerte influencia de Fred, White señaló que el antiguo mentor escolar de Donald, un veterano de combate de la Segunda Guerra Mundial de nombre Theodore Dobias, le dijo una vez: «Nunca había visto un cadete cuyo padre fuera más duro que el padre de Donald Trump». Al parecer, Fred visitaba la academia casi todos los fines de semana para vigilar a su hijo.

Padre de familia made in USA

Donald Trump inició su carrera en los negocios en la empresa de bienes raíces de su padre, Elizabeth Trump and Son, enfocada a la vivienda de alquiler de clase media en Brooklyn, Queens y Staten Island. En 1971 se instaló en Manhattan, el corazón del glamur neoyorquino, donde participó en importantes proyectos inmobiliarios y construyó edificios enormes y muy significativos con los que buscaba la notoriedad, ser el centro de atención, algo que ha perseguido siempre y que continuará haciendo como presidente e incluso después. Trump siempre es noticia. Emprendió su exitosa aventura en solitario con el préstamo de un millón de dólares —según él, simbólico— de su progenitor. Si a cualquiera de nosotros, simples mortales, nos prestasen esa cantidad (hoy habría que multiplicar su valor unas cuantas cifras), quizá también seríamos magnates.

En 1977, Trump se casó con Ivana Zelnickova, una mujer de gran temperamento, inteligencia y belleza que se haría cargo de gran parte de los negocios de la familia durante años. Juntos tendrían tres hijos: Donald Jr. (nacido en 1977), Ivanka, el ojito derecho del magnate (nacida en 1981), y Eric (nacido en 1984). Tras llegar a ser una de las celebrities que más portadas de revistas copaba en los ochenta, la década de oro del emporio Trump, el matrimonio se separó en 1992 tras un largo proceso judicial y el consiguiente escándalo, y en 1993 Donald se casaba con la que fuera su amante, la exmodelo Marla Maples, con quien tuvo a su cuarta hija, Tiffany. Se divorciaron el 8 de junio de 1999.

En enero de 2005, el magnate volvió a casarse (dicen que a la tercera va la vencida) con la eslovena nacionalizada estadounidense Melania Knauss —en Palm Beach, Florida, uno de los estados decisivos que darían a su esposo la victoria en las presidenciales—, quien acabaría por convertirse, algo que jamás soñó —ni parece que le entusiasmara demasiado—, en la primera dama. Con ella tuvo a su quinto hijo, William Trump, en 2006. El neoyorquino tiene diez nietos. Lo que se dice una estirpe amplia y bien alimentada. Todo un padre de familia made in USA.

Primero adquirió y remodeló un hotel en las inmediaciones de Grand Central Station, gracias a préstamos y exenciones fiscales, y ganó prestigio al reconvertirlo en uno de los edificios más lujosos de la ciudad de los rascacielos. Luego, sacó de la bancarrota al mítico Hotel Commodore del Grand Hyatt, reconstruyéndolo y relanzando el negocio, pero solo cuando consiguió una exención fiscal de cuarenta años del Gobierno de Nueva York, una medida que muchos consideraban aberrante y casi inconstitucional, incluso dentro del mismo consistorio. Prácticamente una trampa al sistema que le salió redonda. Entonces creó la Trump Organization a partir de la empresa matriz de su padre, dedicada a la gestión de propiedades y hoteles en diferentes países y al desarrollo de proyectos de construcción y bienes inmuebles. Dejó a un lado las viviendas de clase media que habían hecho rico a Fred (y por ende a él mismo) y se centró en construir y comprar nuevas propiedades de alto nivel económico. Hasta el momento, su proyecto más ambicioso fue la construcción de la Torre Trump, sede de la empresa, símbolo del imperio familiar y cuartel general durante la pugna por la candidatura republicana y la campaña a las presidenciales frente a Hillary Clinton.

En los ochenta, la empresa controlaba multitud de proyectos y complejos urbanísticos. Una de sus más notables adquisiciones entonces sería el emblemático Hotel Plaza, situado frente a Central Park y escenario recurrente de las películas ambientadas en Nueva York. En 1992, el año de su publicitado divorcio de Ivana, se estrenaba la película Solo en casa 2, donde un Macaulay Culkin perdido en Nueva York (que no desamparado) ocupaba una suite del Plaza y se encontraba en el hall con el mismísimo Donald Trump en uno de sus más célebres cameos (quienes le conocen dicen que siempre está citando frases de películas y llegó a pensar en trasladarse a Hollywood para convertirse en productor). Todo un personaje. Si por un momento robáramos el nombre a la película de 1990 de Abel Ferrara, de trasfondo mafioso y protagonizada por Christopher Walken, Donald sería un auténtico «rey de Nueva York». Durante décadas.

Posteriormente, la compañía adquirió numerosas propiedades reconocidas (no siempre de la forma más transparente) y siguió construyendo gran cantidad de edificios y complejos, extendiéndose a otros sectores y facturando miles de millones de dólares: Trump compró una línea aérea, se hizo «editor» de revistas e incluso lanzó productos de consumo. Uno de los más singulares (y podríamos decir que extravagantes) fue nada menos que su propio juego de mesa. Sí, han leído bien. Puede parecer irrisorio, pero vendió millares de ejemplares. Se llamaba Trump: The Game, y en la caja aparecía un joven Donald con un grupo de edificios dorados en primer plano, al estilo del Monopoly pero con estética retro ochentera. El juego se basaba en amasar la mayor fortuna posible para después pujar por bienes inmuebles y convertirse en el jugador que más «cartas Trump» había acumulado, cartas que luego se usaban en una fase de negociación cuya finalidad era hacerse con la máxima cantidad de propiedades. Para hacerlo más emocionante, los jugadores no sabían el valor de los inmuebles por los que pujaban hasta tenerlos en su poder. Ganaba quien más dinero lograba reunir, como hiciera su creador en la vida real. Soñar ser Trump por unas horas, pero con dinero de cartón.

En 1984 fundó Trump Entertainment Resort y comenzó a operar con el casino de lujo Trump Castle, construido en Atlantic City, el único lugar para apostar legalmente en el este de Estados Unidos, por lo que durante un tiempo fue el centro de juego más grande después de Las Vegas. Bajo la gerencia de Ivana Trump despegó rápidamente y obtuvo grandes ganancias, por lo que siguió invirtiendo en el Trump Plaza y después en el Taj Mahal, llamado a ser un inmenso y lujoso casino y hotel que representaría la joya de su imperio. Su construcción terminó convirtiéndose en un verdadero quebradero de cabeza para la compañía. Durante aquellos años, el hombre que cubría las espaldas del magnate era el oscuro abogado Roy Cohn, nada menos que la mano derecha del senador Joseph McCarthy durante la llamada «caza de brujas», el conjunto de procesos emprendidos contra presuntos comunistas infiltrados en el Gobierno estadounidense, cuyo lado más turbio se muestra en un reciente documental de HBO en el que se le denomina el «mentor político de Donald Trump». Un tipo para darle de comer aparte.

Trump Entertainment Resort prosperó rápidamente y se convirtió en una de las más lucrativas inversiones del magnate neoyorquino, que copaba las portadas de los grandes medios, como la revista Time, cuyas múltiples páginas con sus apariciones tenía —y tiene— enmarcadas en su despacho y enseñaba con orgullo a todo el que visitara la Torre Trump. Pero los tiempos estaban a punto de cambiar.

Renacer de las cenizas

No todo fueron vino y rosas. La crisis de 1992 que se cebó principalmente con el sector inmobiliario golpearía seriamente a la organización Trump, paralizando muchos de sus proyectos en desarrollo y devaluando sus propiedades mientras los bancos la dejaban prácticamente en bancarrota, al no concederle préstamos. Nadie daba un duro por Donald y todos creían que estaba a punto de sucumbir, pero logró esquivar el desastre, eso sí, dejando por el camino varios pufos y numeroso personal sin empleo. Entonces, renació en parte gracias a la venta de su aerolínea Trump Shuttle Inc. y su yate de gran lujo Trump Princess, y por la actividad de los casinos, que se convirtieron en las principales fuentes generadoras del efectivo necesario para continuar con su imperio empresarial (también por la ayuda in extremis del paterfamilias, Fred sénior). A pesar de todo, se vio obligado a paralizar la construcción del soberbio Taj Mahal y a vender parte del Trump Castle.

Finalmente, logró salir de la crisis, concluyó el Taj Mahal, emprendió la construcción de más casinos y adquirió otros. Pero en 2004, la empresa se declaró insolvente por tercera vez y los acreedores tuvieron que hacer frente a una pérdida de quinientos millones de dólares, lo cual demostraba que el gran Donald Trump nunca fue tan brillante empresario como vendía en sus libros y como hizo creer —y sigue haciéndolo, incluso después de salir de la Casa Blanca— a la opinión pública, estrategia que también utilizará en su carrera política.

En palabras de uno de sus biógrafos, Michael Wolff1, Trump provocó bancarrotas, despidió a centenares de personas o esquivó sus obligaciones fiscales, y encima tenía el descaro de convertir esos actos en un ejercicio de pundonor: «En esos momentos, hay que ser muy fuerte para no pagar», llegó a decir públicamente. Por unas razones o por otras, el magnate siempre es noticia. A finales de febrero del pasado 2021, uno de sus legendarios casinos, el Trump Plaza, fue demolido. El empresario e inversor estadounidense Carl Icahn lo adquirió cuando compró Trump Entertainment Resorts, la otrora gloriosa empresa ochentera, en bancarrota en 2016. Según el alcalde demócrata de Atlantic City, Marty Small, con el derribo «la era Trump en Atlantic City terminará oficialmente». Cuesta creerlo.

Y a pesar de sus tropiezos, cual ave fénix el magnate siempre renacía. Trump sacó su mala reputación mediática de Nueva York, ganada a pulso, y se trasladó a Hollywood, donde se convirtió en estrella de su propio reality show, The Apprentice (El Aprendiz), para la cadena NBC, una serie de quince temporadas2 que alcanzaría índices de audiencia inauditos y lo convertiría en una estrella mediática de punta a punta del país, haciendo honor a la máxima que tan beneficiosa resultaría durante la campaña electoral: «En un país de espectáculos, no hay mayor bien que la fama». Pondría todos sus esfuerzos en ser un rostro habitual de las televisiones a base de sembrar discordia y esparcir dudas.

Barack Obama nació en África y otras falacias…

Y es que muchas teorías de la conspiración fueron ganando terreno tras la llegada de Trump a la Casa Blanca y se fueron extendiendo a través de altavoces como InfoWars, RedState, Breitbart News o Fox News, que respaldaban su política; no obstante, él mismo era ya era un consumado experto en difundir desinformación. El magnate, que en 2011 barajaba la posibilidad de presentarse a las elecciones del año siguiente (probablemente en aquel momento habría fracasado, pues no se daban muchas de las circunstancias que más adelante le permitirían sobrepasar a Hillary Clinton), no paró de diseminar en redes el rumor de la dudosa nacionalidad de Barack Obama: afirmaba que no había nacido en territorio estadounidense, lo que le imposibilitaba, según la Carta Magna, para dirigir la nación. Aquella teoría conspirativa que comenzó con un rumor y que fue tomando fuerza incluso en Europa fue bautizada como Spygate, nombre prestado del escandaloso caso de espionaje de la temporada 2007 de Fórmula 1.

Sobre aquellos maliciosos rumores, la ex primera dama Michelle Obama escribió en sus memorias, Becoming, publicadas en noviembre de 2018 —lanzadas en castellano con el simplón título Mi historia—, que nunca perdonaría a Trump por haberlos difundido, acusándolo de poner en peligro a su propia familia.

Pero Obama, aquel lejano 2011, concretamente el 30 de abril, se vengó del magnate en la cena de corresponsales de la Casa Blanca a la que Trump estaba invitado. Lo que en aquel momento fue una humillación que despertó las risas de todos los presentes, y dio la vuelta al mundo, acabaría volviéndose en contra de los demócratas. Mientras daba su discurso, en un momento dado el anfitrión decidió dedicar unas palabras a un incómodo Trump, aludiendo a su auténtica nacionalidad y a la búsqueda incesante de la «verdad» por parte del magnate, y sentenció: «Ahora revelaré el vídeo de mi nacimiento». Entonces la sala enmudeció ante la proyección en el escenario del nacimiento de Simba en El rey león, que por supuesto tiene lugar en el continente africano.

A este golpe de efecto sucedió una réplica cargada de ironía del presidente demócrata: «Desvelado este misterio al fin [Trump] podrá centrarse en los asuntos que de verdad importan. ¿Falseamos el aterrizaje en la Luna? ¿Qué ocurrió realmente en Roswell?». Trump quedó humillado ante los presentes (periodistas en su mayoría, para más inri, a los que convertiría en permanente objeto de sus ataques durante su mandato) y sin posibilidad de réplica. Obama lo elevaba así a la categoría de teórico de la conspiración; en cierta manera lo era y lo sería más aún en el futuro.

El presidente demócrata bromeó diciendo que si el magnate llegaba a la Casa Blanca la cambiaría por completo, y para goce de los presentes (salvo del aludido), ilustraba sus palabras con un montaje del icónico edificio lleno de colores y luces blancas en una composición marcadamente hortera que recordaba a unos grandes almacenes. Aquel día de mofa, sin embargo, Obama y sus colaboradores pusieron la semilla del futuro empeño de Trump por llegar a la presidencia. El neoyorquino aparcó sus aspiraciones en 2012, pero volvería con fuerza inusitada en la siguiente cita electoral, cambiando las reglas del juego, alcanzando lo que nadie esperaba y haciendo brillar la máxima: «Quien ríe el último, ríe mejor».

Rumbo a la carrera electoral

El 16 de junio de 2015, Donald Trump, rígido y con el rostro colorado, bajaba por las escaleras mecánicas al vestíbulo de uno de sus rascacielos en el corazón de Manhattan. Había un nutrido grupo de espectadores (muchos de ellos extras a los que se pagarían cincuenta dólares al abandonar el edificio y que debían fingir ser fervientes seguidores del magnate), que sostenían letreros y hacían fotos y vídeos con sus smartphones.

Por la megafonía atronaba el tema Rockin’ in the Free World, un himno escrito por el pacifista canadiense Neil Young. Su uso sin duda era muy diferente al que imaginó su creador al escribirlo. Trump, de hecho, tuvo varios encontronazos con artistas cuya música utilizaría en sus mítines sin su consentimiento3. Cuando el empresario llegó al vestíbulo, se agarró a un atril con ambas manos, visiblemente incómodo pero destilando su habitual arrogancia, y acto seguido mintió sobre el tamaño de la multitud que tenía delante, se burló de sus oponentes políticos (en esa ocasión señaló que «sudaban como perros») e informó a la concurrencia de que los terroristas musulmanes acababan «de construir un hotel en Siria», una afirmación que estaba lejos de ser cierta pero que tuvo a los periodistas ocupados comprobando a qué estaría refiriéndose y de qué falso rumor habría extraído aquello. En esa misma intervención, para más inri, añadió: «Los inmigrantes mexicanos son violadores y algunos, asumo, son buenas personas». Había comenzado su campaña, tras varios pasos en falso, fijando el tono que la marcaría de principio a fin.

Entonces aseguró al público: «Necesitamos alguien capaz de tomar la marca Estados Unidos y volver a hacerla grande. Ahora mismo no lo es». Se proponía gestionar el país como otra de sus grandes empresas. Anunció que se presentaba a presidente de la nación y los convocados, muchos de ellos actores de relleno, le vitorearon. El operador de sonido tenía lista de nuevo Rockin’ in the Free World para la apoteósica marcha del postulante, pero Trump no se bajó de la tribuna, hizo señales para que bajasen el volumen de la música y siguió hablando treinta minutos más, haciendo gala de una imprevisibilidad que sería marca de la casa.

La mayoría de los comentaristas expertos de los medios dominantes (incluidos los republicanos, salvo excepciones) lo menospreciaron, creyendo que solo era otro truco publicitario del businessman petulante; pensaron que pronto abandonaría la carrera, que su ideología era inmadura e inconsistente e, incluso, que carecía por completo de ideología. Un pensamiento seductor y peligroso, populista. Además, ni siquiera tenía por dónde empezar su camino hacia la victoria electoral, pues no había recibido los apoyos ni mucho menos la financiación suficiente para representar al Partido Republicano (después de barajar, años atrás, representar al Partido Reformista en las elecciones de 2000 y tras una tentativa republicana abortada en la campaña de 2012), a muchos de cuyos miembros Trump les generaba auténtica urticaria.

Pero estaba ahí… y acabaría llegando al Despacho Oval gracias al espionaje cibernético, la pujante ultraderecha que controlaba los llamados «medios sociales» (foros de opinión, el trolling, las redes sociales, etc.) y gracias también a un grupo de oscuros personajes que no dudarían en dar pábulo, incluso, a teorías de la conspiración (incluido el propio candidato) para ganar la batalla política. Una batalla política que se presentaba entonces completamente en desventaja para el magnate neoyorquino. Prácticamente un sueño inalcanzable.

1 Michael Wolff, Fuego y Furia. En las entrañas de la Casa Blanca de Trump.

2 Trump presentaría las catorce primeras, y tras anunciar su candidatura a la presidencia fue despedido por sus comentarios fuera de tono, algo que se tomó como una afrenta personal. La NBC anunció que el actor y exgobernador de California Arnold Schwarzenegger presentaría la decimoquinta y última.

3 En 2016 Young finalmente accedió a que el magnate utilizara el himno en la precampaña, pero las cosas cambiaron en 2020: Young denunció a Trump por el uso indebido de su tema. No fue el único. La lista incluye a Pharrell, Rihanna, Adele, Rem, Aerosmith, Elton John, los Rolling Stones, Queen, los herederos de Prince y al exbeatle George Harrison; también al vocalista de Guns n’ Roses, Axl Rose, uno de los más activos en redes. Se quejó cuando el entonces presidente usó el tema Sweet Child O’Mine durante un mitin en West Virginia. En 2016, en un concierto en Sao Paulo, Rose cambió la letra del himno antibélico Civil War, e incluyó la frase: «Vean el miedo que Trump está alimentando».