

El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada.
Los riñones estaban en su mente cuando se movía suavemente por la cocina, disponiendo las cosas del desayuno de ella sobre la gibosa bandeja. En la cocina había una luz y un aire destemplados, pero fuera la suave mañana de verano se extendía por todas partes. Le despertaba un poco el apetito.
Los carbones enrojecían.
Otra rebanada de pan con manteca: tres, cuatro; está bien. A ella no le gusta que el plato esté lleno. Está bien. Se apartó de la bandeja, tomó la pava del fogón y la colocó sobre el fuego. Allí quedó, pesada y rechoncha, el pico amenazante. Pronto la taza de té. Bueno. La boca seca. La gata caminaba rígidamente alrededor de una pata de la mesa con la cola levantada.
–¡Mrkrñau!
–¡Oh, estás ahí! –dijo el señor Bloom, volviéndose del fuego.
La gata contestó con un maullido y volvió a dar vueltas alrededor de la pata de la mesa, tiesa y maullando. En la misma forma que anda sobre mi mesa de escribir. Prr. Ráscame la cabeza. Prr.
El señor Bloom observó con curiosidad, cordialmente, la flexible forma negra. Tan limpia: el brillo de su piel lustrosa, el botón blanco bajo la cola, las verdes pupilas luminosas. Con las manos sobre las rodillas se inclinó hacia ella.
–Leche para la minina –dijo.
–¡Mrkrñau! –hizo la gata.
Lo llaman estúpido. Entienden lo que decimos mejor de lo que nosotros los entendemos a ellos. Ella entiende todo lo que necesita. Vengativa, también. Me pregunto qué le parezco a ella. ¿Altura de una torre? No, ella me puede saltar.

–Tiene miedo de los pollitos –dijo burlonamente–. Tiene miedo de los piú piú. Nunca vi una minina tan estúpida como la minina.
Cruel. Su naturaleza. Es claro que las lauchas nunca chillan. Parece que les gustara.
–¡Mrkrñau! –gritó la gata.
Guiñó hacia arriba sus ávidos ojos vergonzosos maullando largo y quejosamente, mostrándole sus dientes blancoleche. Observó las oscuras lumbreojos encogiéndose verdes hasta que los ojos de ella se volvieron piedra verde. Luego se dirigió al aparador, tomó la jarra que el lechero de Hanlon acababa de llenar, volcó la calienteburbujeada leche en un plato y colocó éste lentamente en el suelo.
–¡Gurrhr! –hizo ella, corriendo a lamer.
Él observó los bigotes brillando como alambres en la débil luz, mientras ella se agachaba tres veces y lamía rápidamente. ¿Será cierto que si se los cortan ya no pueden cazar lauchas? ¿Por qué? Quizá porque los extremos brillan en la oscuridad. O porque son una especie de antenas en la oscuridad tal vez.
Escuchó su lanlamida. Jamón y huevos, no. No hay buenos huevos con esta sequía. Necesitan agua pura y fresca. Jueves: tampoco es buen día para un riñón de carnero en lo de Buckley. Saltado con manteca y una pizca de pimienta. Mejor un riñón de cerdo en lo de Dlugacz. Mientras hierve el agua de la pava. Ella lamió más lentamente, relamiendo luego el platillo hasta dejarlo limpio. ¿Por qué son tan ásperas sus lenguas? Para lamer mejor, todo agujeros porosos. ¿Nada que ella pueda comer? Echó una ojeada en torno. No.
Sobre botas que crujían discretamente, subió la escalera hasta el vestíbulo, y se detuvo a la puerta del dormitorio. Tal vez a ella le gustaría algo sabroso. Por la mañana le gustan rebanadas delgadas de pan con manteca. Sin embargo, a lo mejor, para variar.
Dijo a media voz en el vestíbulo, vacío:
–Voy hasta la esquina. En un minuto estoy de vuelta.
Y luego de oír a su voz decir eso, agregó:
–¿No quieres nada para el desayuno?
Un débil gruñido somnoliento contestó:
–Mn.
No. Ella no quería nada. Oyó entonces un cálido suspiro profundo, más amodorrado, al darse ella vuelta en la cama, y las flojas arandelas de bronce del elástico retintinearon. De veras tengo que hacerlas arreglar. Lástima. Todo el trayecto desde Gibraltar. Ella olvidó el poco español que sabía. Me gustaría saber cuánto pagó su padre por eso. Estilo antiguo. ¡Ah!, sí, naturalmente. La compró en el remate del gobernador. Un golpe seco de martillo. Duro como los clavos para regatear, el viejo Tweedy. Sí, señor. En Plevna era eso. Me salí de las filas, señor, y estoy orgulloso de ello. Sin embargo, él tuvo olfato suficiente para hacer esa especulación con las estampillas. Eso sí que fue ver lejos.
Tomó su sombrero de la percha en que pendía su pesado abrigo inicialado y su impermeable de segunda mano de la oficina de objetos perdidos. Estampillas: figuras de reverso pegajoso. Me atrevería a decir buena tanda de funcionarios también metidos en el asunto. No me cabe duda. La grasosa inscripción en el fondo de su sombrero le recordó en silencio: Plasto, sombre de alta calidad. Atisbó rápidamente dentro de la banda de cuero. Tira de papel blanco. Bien segura.
En el umbral se palpó el bolsillo trasero del pantalón buscando el llavín. No está. En los pantalones que dejé. Hay que buscarlo. La papa, la tengo. El ropero cruje. No vale la pena que la moleste. Se dio vuelta somnolientamente ahora. Cerró muy silenciosamente la puerta del vestíbulo tras de sí, más, hasta que la hoja inferior se ajustó suavemente sobre el umbral, una floja tapa. Parecía cerrada. De todas maneras está bien hasta que vuelva.
Cruzó hacia el lado del sol, evitando el agujero del sótano del número setenta y cinco. El sol se acercaba al campanario de la iglesia de San Jorge. Me parece que hoy hará calor. Sobre todo lo siento con estas ropas oscuras. El negro conduce, refleja (¿es refracta?) el calor. Pero no podría andar con ese traje claro. Parecería un picnic. Sus párpados se cerraban apaciblemente por momentos mientras andaba en el agradable calorcito. Los furgones de Boland entregando en bandejas el nuestro de cada día; pero ella prefiere pan de ayer, pastelillos con las tostadas cortezas calientes. Lo hace sentirse joven a uno. En alguna parte en el este: mañana temprano; partir al alba, viajar en redondo frente al sol, ganarle de mano por un día. Seguir así, para siempre nunca envejecer un día más técnicamente. Caminar a lo largo de una playa en un país desconocido, llegar a la puerta de la ciudad, un centinela allí, veterano de las filas también; los grandes bigotes del viejo Tweedy apoyándose sobre una larga especie de lanza. Vagar a través de calles entoldadas. Rostros con turbantes pasando. Oscuras cuevas donde venden alfombras, hombre grande, Turco el terrible, sentado con las piernas cruzadas fumando una pipa en espiral. Gritos de vendedores en las calles. Beber agua perfumada con hinojo, sorbetes. Vagar a la ventura todo el día. Encontrarse a lo mejor con uno o dos ladrones. Bueno, enfréntalo. Aproximándose al crepúsculo. Las sombras de las mezquitas a lo largo de los pilares; sacerdotes con su pliego de pergamino arrollado. Un temblor de los árboles, señal, el viento del crepúsculo. Sigo. Cielo de oro esfumándose. Una madre observa desde su puerta. Ella llama a casa a sus hijos en su lenguaje oscuro. Alta pared: más allá puntear de cuerdas. Noche cielo luna, violeta, color de las ligas nuevas de Molly. Cuerdas. Escucha. Una joven tocando uno de estos instrumentos, ¿cómo se llaman?: dulcémeles. Paso.
Probablemente ni una pizca así en la realidad. Clase de cosas que uno lee: en la senda del sol. Explosión de sol en la portada. Sonrió, satisfecho de sí mismo. Lo que dijo Arthur Griffith acerca de la viñeta sobre el artículo de fondo del Freeman: un sol autónomo levantándose al noroeste desde el sendero detrás del banco de Irlanda. Prolongó su sonrisa placentera. Un hallazgo de Isaac: sol autónomo ascendiendo en el noroeste.
Se acercó a lo de Larry O’Rourke. Del enrejado del sótano salía flotando el flojo borboteo de cerveza. A través de la puerta abierta el bar despedía bocanadas de jengibre, polvo de té, bizcochos mascados. Buena casa, sin embargo: justo la terminación del tráfago de la ciudad. Por ejemplo, el de M’Auley allí abajo: n. v. n. como ubicación. Naturalmente que si tendieran una línea de tranvías a lo largo del North Circular, desde el mercado de ganado hasta los muelles, su valor subiría como un tiro.
Cabeza calva sobre la persiana. Lindo viejo loco. No vale la pena rastrearlo por un aviso. Sin embargo, es el que mejor conoce su propio negocio. Allí está, no hay duda, el célebre Larry, apoyado contra el cajón de azúcar, en mangas de camisa, observando a su dependiente en delantal fregar con estropajo y balde. Simon Dedalus lo remeda a la perfección torciendo los ojos. ¿Sabes lo que te voy a decir? ¿Qué es eso, señor O’Rourke? ¿Sabe qué? Los rusos no serían más que un modesto desayuno para los japoneses.
Pararme y decir una palabra: quizá acerca del funeral. Qué triste lo del pobre Dignam, señor O’Rourke.
Doblando por Dorset Street dijo con soltura, saludando a través de la puerta:
–Buen día, señor O’Rourke.
–Buen día tenga usted.
–Hermoso tiempo, señor.
–Por cierto.
¿Dónde consiguen el dinero? Vienen como peones cabizrrojos del condado de Leitrim, juntan los restos de las copas y fabrican vinachos en el sótano. Luego, pum, y ahí están floreciendo como Adam Findlaters o Dan Tallons. Pensad luego en la competencia. Sed general. Buen rompecabezas sería cruzar Dublín sin pasar por una taberna. Evitarlo no pueden. Con los borrachos tal vez. Poner tres y llevar cinco. ¿Qué es eso? Un chelín aquí y allá, rebusques y enjuagues. Tal vez en las órdenes al por mayor. Haciendo un doble juego con los viajeros que pasan por la ciudad. Arréglate con el patrón y partiremos la tajada, ¿eh?
¿Cuánto suma lo de la cerveza en un mes? Digamos diez barriles de mercadería. Digamos que sacó el diez por ciento. O más. Diez. Quince. Pasó delante de la Escuela Nacional de San José. Clamor de mocosos. Ventanas abiertas. El aire fresco ayuda a la memoria. O una cancioncilla. Abeecee deefeeegee kaelemene opeecu erreeseteuve dobleuvee. ¿Varones? Sí. Inishturk. Inishark. Inishboffin. En su juergafía. La mía. Monte Bloom.
Se detuvo delante de la vidriera de Dlugacz, contemplando las madejas de salchichas, pasteles, negro y blanco. Cincuenta multiplicado por. Las cifras palidecieron en su mente sin resolverse: descontento, las dejó escurrirse. Los lustrosos eslabones rellenos de picadillo alimentaban su mirada y respiró tranquilamente el tibio aliento de la cocida condimentada sangre de cerdo.
Un riñón rezumaba sangregotas sobre el plato saucedecorado: el último. Se quedó parado frente al mostrador cerca de la chica de al lado. Lo compraría ella también nombrando las cosas escritas en un pedazo de papel que tenía en la mano. Agrietada; soda de lavar. Y una libra y media de salchichas de Denny. Sus ojos descansaron sobre sus vigorosas caderas. Él se llama Woods. ¿De qué se ocupará? La esposa está avejentada. Sangre nueva. No se permiten pretendientes. Fuerte par de brazos. Sacudiendo una alfombra sobre la ropasoga. La sacude de veras, por Jorge. Cómo salta su pollera curvada a cada golpe.
El chanchero de ojos de hurón dobló las salchichas que había cortado de un golpe con sus dedos manchados, salchicharrosados. Buena carne allí como una novilla establocebada.
Tomó una página de la pila de hojas cortadas. La granja modelo en Kinnereth sobre la orilla del lago de Tiberíades. Puede convertirse en ideal sanatorio de invierno. Moisés Montefiore. Yo creí que era él. Alquería rodeada de muros, ganado borroso paciendo. Sostuvo la hoja apartada de sí: interesante; la leyó más de cerca, el ganado borroso paciendo, la página crujiendo. Una joven novilla blanca. Esas mañanas en el mercado de hacienda las bestias mugiendo en sus corrales, ovejas marcadas, rociada y caída del estiércol, los cuidadores de botas herradaveteadas abriéndose paso trabajosamente entre las camas de paja, haciendo sonar su palmada sobre un cuarto trasero de carne en sazón, ésta sí que es de primera, varillas descortezadas en sus manos. Pacientemente mantuvo la página inclinada, conteniendo sus impulsos y sus deseos, la mirada suavemente atenta y reposada. La pollera curvada balanceándose al pluf pluf pluf.
El chanchero arrebató dos hojas de la pila, envolvió sus salchichas de primera e hizo una mueca roja.
–Ahí tiene, señorita –dijo.
Sonriendo descaradamente, ella alargó una moneda, mostrando su muñeca regordeta.
–Gracias, señorita. Y un chelín tres peniques de vuelto. ¿Qué le doy a usted, señor?
El señor Bloom señaló enseguida. Apurarse y caminar detrás de ella si iba despacio, detrás de sus jamones en movimiento. Agradables como primera vista de la mañana. Apúrate, maldito sea. Hay que aprovechar la ocasión. Ella se detuvo bajo el sol a la puerta del negocio, y comenzó a andar luego perezosamente hacia la derecha. Él suspiró con la nariz: ellas nunca entienden. Manos sodaagrietadas. Uñas de los pies encostradas también. Escapularios castaños en jirones, defendiéndola por los dos lados. El aguijón del desprecio se enardeció para debilitar el placer dentro de su pecho. Para otro: un alguacil fuera de servicio la abrazó en Eccles Lane. A ellos les gustan de buen tamaño. Salchicha de primera. Oh, por favor, señor policía, estoy perdida en el bosque.
–Tres peniques, por favor.
Su mano aceptó la húmeda glándula tierna y la deslizó dentro de un bolsillo lateral. Luego sacó tres monedas del bolsillo de su pantalón y las colocó sobre las púas de goma. Estuvieron allí, fueron examinadas rápidamente y rápidamente deslizadas, disco por disco, dentro del cajón.
–Gracias, señor. Hasta la vista.
Una chispa de vehemente fuego en los zorrojos le agradeció. Desvió su mirada después de un instante. No: mejor que no; otra vez.
–Buen día –dijo alejándose.
–Buen día, señor.
Ningún rastro. Se fue. ¿Qué importa?
Volvió por Dorset Street, leyendo con atención. Agendath Netaim: compañía de plantadores. Comprar vastas áreas arenosas del gobierno de Turquía y plantar eucaliptos. Excelente para sombra, combustible y construcción. Montes de naranjos e inmensos campos de melones al norte de Jaffa. Paga ocho marcos y le plantan para usted, en una fracción de tierra, olivos, naranjos, almendros o limoneros. Olivos más baratos: naranjos necesitan el riego artificial. Cada año usted recibe un envío de la cosecha. Su nombre queda registrado para toda la vida como propietario en el libro de la compañía. Puede pagar diez al contado y el resto en cuotas anuales. Bleibtreustrasse 34, Berlín, W. 15.
No me interesa. Sin embargo, ahí hay una idea.
Miró el ganado, desdibujado en un color de plata. Olivos espolvoreados de plata. Largos días apacibles: maduran las ciruelas. Las aceitunas se envasan en tarros, ¿eh? Me quedan unas pocas de lo de Andrews. Molly escupiéndolas. Ahora conoce su gusto. Naranjas en papel de seda embaladas en canastos. Limones también. Me gustaría saber si todavía vive el pobre Citron en Saint Kevin’s Parade. Y Mastiansky con su vieja cítara. Agradables veladas tuvimos entonces. Molly en la silla de mimbre de Citron. Agradable de tomar fresca fruta, cerosa, tenerla en la mano, llevarla a la nariz y aspirar el perfume. Así, pesado, perfume dulce, salvaje. Siempre la misma, año tras año. También conseguían precios altos, me dijo Moisel. Arbutus Place: Pleasants Street placenteros tiempos viejos. Tiene que ser sin una falla, dijo él. Recorriendo todo ese camino: España, Gibraltar, Mediterráneo, el Levante. Canastos alineados a lo largo del muelle de Jaffa, el sujeto controlándolos en su libro, los peones vestidos con ropas ordinarias de fajina manejándolos. Allí salió elquecomolollamas. ¿Cómo está usted? No ve. El sujeto que se conoce solamente como para saludar es un poco aburrido. Su espalda es como la de ese capitán noruego. ¿Lo encontraré hoy? Carro de riego. Para provocar la lluvia. Sobre la tierra como en el cielo.

Una nube comenzó a cubrir el sol enteramente, lentamente, enteramente. Gris. Lejos.
No, así no. Una tierra árida, desnudo desierto. Lago volcánico, el mar Muerto: sin peces ni plantas acuáticas, hundido en la tierra. Ningún viento movería esas olas, gris metal, aguas cargadas de vapores ponzoñosos. La lluvia de azufre le llamaban: las ciudades del llano: Sodoma, Gomorra, Edom. Todos nombres muertos. Un mar Muerto en una tierra muerta, gris y vieja. Vieja ahora. Dio a luz la raza más antigua, la primera raza. Una bruja encorvada cruzó de lo de Cassidy agarrando una botella por el cuello con la mano crispada. La gente más antigua. Vagaron lejos por toda la tierra, de cautiverio en cautiverio, multiplicándose, muriendo, naciendo en todas partes. Yace allí ahora. Ahora no puede engendrar más. Muerto: de una vieja: la hundida concha gris del mundo.
Desolación.
Gris horror desecó su carne. Metiéndose el papel doblado en el bolsillo dio vuelta por Eccles Street, apurándose hacia casa. Aceite frío se deslizaba a lo largo de sus venas, helándole la sangre: la edad lo encontraba con un manto de sal. Bueno, estoy aquí ahora. La mañana vocifera malas imágenes. Me levanté con el pie izquierdo. Tengo que empezar otra vez esos ejercicios de Sandow. Sobre las manos vueltas. Pardas casas de ladrillo manchadas. El número ochenta todavía desocupado. ¿Por qué es eso? Solamente veintiocho de alquiler. Towers, Battersby, North, MacArthur: las ventanas de la sala empapeladas de afiches. Emplastos sobre un ojo enfermo. Oler el suave humo del té, vapor de la sartén: manteca chirriante. Estar cerca de su abundante carne camacalentada. Sí, sí.
Ágil luz cálida vino corriendo de Berkeley Road, rápidamente, en delicadas sandalias, a lo largo de la vereda resplandeciente. Corre, ella corre a mi encuentro, niña de rubio cabello al viento.
Dos cartas y una tarjeta yacían sobre el piso del vestíbulo. Se inclinó y las recogió. Señora Marion Bloom. Su corazón apresurado latió más despacio de inmediato. Escritura suelta. Señora Marion.
–¡Poldy!
Entrando en el dormitorio entrecerró los ojos y atravesó la cálida penumbra amarillenta hacia su cabeza despeinada.
–¿Para quién son las cartas?
Él las miró. Mullingar. Milly.
–Una carta para mí de Milly –dijo con circunspección– y una tarjeta para ti. Y una carta para ti.
Dejó la tarjeta y la carta sobre el asargado cubrecama cerca de la curva de sus rodillas.
–¿Quieres que levante la persiana?
Mientras subía la persiana hasta la mitad con suaves tirones, con el rabo del ojo la vio echar una mirada a la carta y meterla bajo la almohada.
–¿Está bien? –preguntó, dándose vuelta.
Estaba leyendo la tarjeta, apoyada sobre el codo.
–Ella recibió las cosas –dijo ella.
Esperó hasta que ella hubo dejado a un lado la tarjeta y se hubo vuelto desperezándose con un suspiro de satisfacción.
–Apúrate con ese té –dijo ella–. Tengo la garganta reseca.
–La pava está hirviendo –respondió él.
Pero se detuvo a desocupar la silla. La enagua rayada, ropa blanca usada tirada: y en una brazada lo puso todo al pie de la cama.
Mientras bajaba por las escaleras de la cocina, ella le gritó:
–¡Poldy!
–¿Qué?
–Escalda la tetera.
Seguro que está hirviendo: un penacho de vapor del pico. Escaldó y enjuagó la tetera y puso en ella cuatro cucharadas llenas de té, inclinando luego la pava para que el agua cayera dentro. Habiendo dejado que se hiciera la infusión, sacó la pava, aplastó la sartén sobre los carbones vivos y observó el pedazo de manteca deslizarse y derretirse. Mientras desenvolvía el riñón la gata maullaba hambrienta hacia él. Dele demasiada carne y no cazará ratones. Dicen que no comen cerdo. Kosher. Toma. Dejó caer el papel embadurnado en sangre y envió el riñón a la chirriante salsa de manteca. Pimienta. La desparramó en círculos a través de los dedos, tomándola del posahuevos quebrado.
Luego rasgó el sobre de su carta lanzando una ojeada hacia el final de la misma y de vuelta. Gracias: boina nueva: el señor Coghlan: picnic al lago Owel: joven estudiante: las bañistas de Blazes Boylan.
El té estaba listo. Llenó su propia taza «de bigote», imitación corona Derby, sonriendo. Pueril regalo de cumpleaños de Milly. Entonces tenía solamente cinco años. No, espera: cuatro. Yo le regalé el collar imitación ámbar que rompió. Ella se enviaba papel marrón doblado metiéndolo en el buzón. Sonrió, vertiendo el té.
¡Oh!, Milly Bloom, eres mi encanto,
eres mi espejo desde la noche a la mañana;
te prefiero a ti con tu pobreza
antes que a Katey Keogh con su asno y su jardín.
Pobre viejo profesor Goodwin. Horroroso caso viejo. Sin embargo era un viejo cortés. La forma anticuada en que acostumbraba hacer una reverencia a Molly desde el andén. Y el pequeño espejo en su sombrero de seda. La noche que Milly lo trajo a la sala. ¡Oh, miren lo que encontré en el sombrero del profesor Goodwin! Todos nos reímos. El sexo ya apuntaba entonces. Ella era una cosita atrevida.
Clavó un tenedor en el riñón y lo hizo golpear al darlo vuelta: luego acomodó la tetera sobre la bandeja. Su giba rebotó al levantarla. ¿Está todo? Pan y manteca, cuatro, azúcar, cuchara, su crema. Sí. La llevó escaleras arriba, el dedo pulgar enganchado en el asa de la tetera.
Abriendo la puerta con la rodilla entró con la bandeja y la colocó sobre la silla, al lado de la cabecera de la cama.
–¡Cuánto tardaste! –dijo ella.
Hizo tintinear los bronces al levantarse ágilmente, un codo sobre la almohada. Echó una mirada tranquila a su tronco y entre los grandes senos ablandados que se derramaban dentro de su camisón como la ubre de una cabra. El calor de su cuerpo acostado ascendió en el aire mezclándose con la fragancia del té que ella vertió.
Un pedazo de sobre roto asomaba debajo de la almohada ahuecada. En el momento de irse se detuvo para acomodar el cubrecama.
–¿De quién era la carta? –preguntó.
Escritura suelta. Marion.
–¡Oh!, de Boylan –respondió ella–. Va a traer el programa.
–¿Qué vas a cantar?
–Là ci darem con J. C. Doyle –dijo ella– y Love’s Old Sweet Song.
Sus labios carnosos, bebiendo, sonrieron. El olor un poco rancio que el incienso deja al día siguiente. Como fétida aguaflor.
–¿Quieres que abra un poco la ventana?
Ella dobló una rebanada de pan adentro de la boca, preguntando:
–¿A qué hora es el entierro?
–A las once, creo –contestó él–. No vi el diario.
Siguiendo la señal del dedo de ella sacó de la cama una pierna de sus calzones sucios. ¿No? Luego una retorcida liga gris enrollada en una media: planta arrugada y lustrosa.
–No: ese libro.
Otra media. Su falda.
–Debe de haberse caído –dijo ella.
Él palpó aquí y allá. Voglio e non vorrei. Quisiera saber si ella pronuncia bien eso: voglio. No en la cama. Debe de haberse resbalado. Se agachó y levantó la colcha. El libro, caído, estaba abierto contra la curva del orinal naranjafileteado.
–Déjame ver –dijo–. Puse una señal. Hay una palabra que quería preguntarte.

Tomó un trago de té de su taza sostenida del lado sin manija y, habiéndose limpiado la punta de los dedos elegantemente sobre la frazada, recorrió el texto con una horquilla hasta que llegó a la palabra.
–¿Meten si qué?1 –le preguntó él.
–Aquí –dijo ella–. ¿Qué quiere decir?
Se inclinó hacia delante y leyó cerca de la lustrada uña de su pulgar.
–¿Metempsicosis?
–Sí. ¿De dónde salió eso?
–Metempsicosis –dijo él, arrugando el entrecejo–. Es griego: viene del griego. Significa la transmigración de las almas.
–¡Qué pavada! –exclamó ella–. Dilo en palabras sencillas.
Él sonrió, mirando de soslayo sus ojos burlones. Los mismos ojos jóvenes. La primera noche después de las charadas. El Dolphin’s Barn. Dio vuelta las páginas sucias. Ruby: el orgullo de la pista. Hola. Ilustración. Fiero italiano con látigo de cochero. Debe de ser Ruby orgullo de la sobre el piso desnudo. Amable préstamo de una sábana. El monstruo Maffei desistió y arrojó a su víctima lejos de sí con un juramento. Crueldad detrás de todo eso. Animales dopados. Trapecio en lo de Hengler. Tenía que mirar a otra parte. La turba mirando con la boca abierta. Rómpete el cuello y reventaremos de risa. Hay familias enteras. Desarticúlenlos jóvenes para que se puedan metempsicosear. Para que vivamos después de muertos. Nuestras almas. Que el alma de un hombre después que se muera. El alma de Dignam...
–¿Lo terminaste? –preguntó él.
–Sí –dijo ella–. No tiene nada de obsceno. ¿Está ella enamorada del primer tipo siempre?
–Nunca lo leí. ¿Quieres otro?
–Sí. Consigue otro de Paul de Kock. Tiene un lindo nombre.
Vertió más té en su taza, mirándolo fluir de soslayo.
Tengo que reponer ese libro en la biblioteca de Capel Street, o escribirán a Kearney, mi fiador. Reencarnación: ésa es la palabra.
–Algunas personas creen –dijo él– que seguimos viviendo después de muertos en otro cuerpo que el que hemos tenido antes. Llaman a eso reencarnación. Que todos hemos vivido sobre la tierra hace miles de años, o en algún otro planeta. Dicen que lo hemos olvidado. Algunos pretenden recordar sus vidas pasadas.
La crema perezosa devanó cuajadas espirales a través de su té. Mejor que le haga acordar la palabra: metempsicosis. Un ejemplo sería mejor. ¿Un ejemplo?
El baño de la ninfa sobre la cama. Regalado con el número de Pascua de Photo Bits: espléndida obra maestra en colores artísticos. El té antes de poner la leche. Algo de ella con sus cabellos caídos, finísimos. Tres chelines y seis pagué por el marco. Ella dijo que quedaría bien encima de la cama. Ninfas desnudas: Grecia: y por ejemplo todas las personas que vivieron entonces.
Volvió las páginas.
–Metempsicosis –dijo él– es como lo llamaban los antiguos griegos. Ellos creían que uno podía convertirse en un animal o un árbol, por ejemplo. Lo que ellos llamaban ninfas, por ejemplo.
Su cuchara dejó de revolver el azúcar. Miró delante de él, aspirando con las enarcadas ventanas de su nariz.
–Hay olor a quemado –dijo ella– ¿Dejaste algo sobre el fuego?
–¡El riñón! –exclamó él.
Hizo entrar a la fuerza el libro en un bolsillo interior, y golpeándose los dedos del pie contra la cómoda rota, salió deprisa hacia el olor, caminando apresuradamente escaleras abajo con piernas de cigüeña agitada. Un humo acre subía en irritado surtidor de un lado de la sartén. Clavando una punta del tenedor bajo el riñón lo separó de la sartén y lo dio vuelta. Solamente un poco quemado. Lo hizo saltar de la sartén a un plato y dejó gotear encima la escasa salsa ennegrecida.
Ahora una taza de té. Se sentó, cortó y enmantecó una rebanada de pan. Recortó la carne quemada y la tiró a la gata. Luego se puso en la boca un bocado, masticando con discernimiento la sabrosa carne tierna. A punto. Un trago de té. Luego cortó pedacitos de pan, empapó uno en la salsa y lo llevó a la boca. ¿Qué era eso de un joven estudiante y un picnic? Desdobló la carta a un costado, leyéndola lentamente mientras masticaba, mojaba otro pedacito de pan en el jugo y lo llevaba a la boca.
Queridísimo papito:
Un millón de gracias por el hermoso regalo de cumpleaños. Me queda espléndidamente. Todos dicen que estoy preciosa con mi boina nueva. Recibí la hermosa caja de bombones de mamita y le escribo. Son deliciosos. Me va muy bien en el asunto de la fotografía. El señor Coghlan me sacó una a mí y la señora la mandará cuando esté revelada. Había mucho apuro ayer. Con un día tan lindo estaban allí todas las elegancias dudosas. El lunes iremos al lago Owel con unos amigos para hacer un picnic. Mis cariños a mamita y para ti un gran beso y gracias. Los estoy escuchando tocar el piano abajo. Va a haber un concierto en el Greville Arms el sábado. Hay un estudiante joven que viene aquí algunas tardes, que se llama Bannon; sus primos o algo así son gente copetuda y él canta la canción de Boylan (estuve en un tris de escribir Blazes Boylan) sobre esas chicas bañistas. Dile que la tontita de Milly le manda sus mejores saludos. Tengo que terminar con el mayor cariño.
Tu hija que te quiere
MILLY
P. D. Disculpa la mala letra, estoy apurada. Hasta prontito. M.
Quince ayer. Curioso, el quince del mes también. Su primer cumpleaños lejos de casa. Separación. Recuerdo la mañana de verano en que ella nació, corriendo a llamar a la señora Thornton en Denzille Street. Vieja jovial. Debe de haber ayudado a venir al mundo a muchos bebés. Supo desde el primer momento que el pobre pequeño Rudy no viviría. Bueno, Dios es bueno, señor. Enseguida se dio cuenta. Tendría once años ahora si hubiera vivido.
Su cara vaga contempló con lástima la posdata. Disculpa la mala letra. Apuro. El piano abajo. Sale del cascarón. Pelea con ella en el café XL acerca de la pulsera. No quería comer sus masas ni hablar ni mirar. Descarada. Empapó otros pedacitos de pan en el jugo y comió pedazo tras pedazo de riñón. Doce chelines y seis por semana. No mucho. Sin embargo, podría ser peor. Figuranta de music hall. Estudiante joven. Bebió un trago de té más frío para bajar la comida. Después leyó la carta otra vez: dos veces.
¡Oh!, bueno: ella sabe cuidarse. Pero ¿si no? No, nada ha sucedido. Naturalmente podría. Espera en cualquier caso hasta que suceda. El demonio en persona. Sus piernas delgadas subiendo a la carrera la escalera. Destino. Madurando ahora. Vanidosa: mucho.
Sonrió con preocupado afecto a la ventana de la cocina. El día que la sorprendí en la calle pellizcándose las mejillas para ponerlas coloradas. Un poco anémica. Se le dio leche demasiado tiempo. Y ese día en el Rey de Erín alrededor del Kish. La endemoniada bañera vieja cayéndose por ahí. Ni un poquito asustada. Su echarpe azul claro suelto en el viento con su cabello.
Toda mejillas con hoyuelos y bucles,
tu cabeza simplemente gira.
Chicas bañistas. Sobre roto. Las manos metidas en los bolsillos del pantalón, cochero de paseo por el día, cantando. Amigo de la familia. Gira, dice él. Muelle con lámparas, tarde de verano, banda,
Esas chicas, esas chicas,
esas hermosas chicas bañistas.
Milly también. Jóvenes besos: el primero. Lejos en el pasado ahora. Señora Marion. Leyendo ahora acostada de espaldas, contando las hebras de su cabello, sonriendo, trenzando.
Un débil espasmo de remordimiento se insinuó a lo largo de su espinazo, aumentando. Sucederá, sí. Prevenirlo. Inútil: no puedo moverme. Dulces labios frescos de niña. Ocurrirá también. Sintió que se le desparramaba el creciente espasmo. Inútil moverse ahora. Labios besados, besando besados. Glutinosos labios carnosos de mujer.
Mejor allí donde está: lejos. Ocuparla. Quería un perro para pasar el tiempo. Podría hacer un viaje hasta allí. Días festivos en agosto, solamente dos y seis ida y vuelta. Pero faltan seis semanas. Podría conseguir un pase de prensa. O por medio de M’Coy.
La gata, después de limpiarse toda la piel, volvió al papel manchado, lo olfateó y se fue majestuosamente hacia la puerta. Miró atrás hacia él, maullando. Quiere salir. Aguarda frente a la puerta, que ya se abrirá. Déjela esperar. Tiene fatiga. Eléctrica. Truenos en el aire. Se pasaba en ese momento la pata detrás de la oreja, de espalda al fuego.
Se sentía pesado, lleno: luego un suave aflojarse de sus intestinos. Se paró, desabrochando la pretina de sus pantalones. La gata le maulló.
–¡Miau! –le dijo contestando–. Espera que esté listo.
Pesadez: día caluroso en perspectiva. Demasiado trabajo trotar escaleras arriba hasta el descanso.
Un periódico. Le gustaba leer en el inodoro. Espero que ningún macaco venga a golpear justamente cuando estoy.
En el cajón de la mesa encontró un viejo número del Titbits. Lo dobló y se lo puso debajo del brazo, fue a la puerta y la abrió. La gata salió en suaves respingos. ¡Ah!, quería ir arriba, hacerse una pelota sobre la cama.
Escuchando, oyó la voz de ella:
–Ven, ven, minina, ven.
Salió al jardín por la puerta trasera: se paró para escuchar hacia el jardín vecino. Ni un ruido. Tal vez colgando ropa fuera a secar. La sirvienta estaba en el jardín. Hermosa mañana.
Se inclinó para observar una magra fila de menta verde creciendo al lado de la pared. Hacer una glorieta aquí. Trepadoras rojas. Enredaderas de Virginia. Hay que abonar todo el terreno, suelo roñoso. Una mano amarillenta de azufre. Todo el suelo es así cuando no tiene estiércol. Aguas servidas. Greda, ¿qué es lo que es eso? Las gallinas en el jardín de al lado; sus excrementos son muy buen abono de superficie. Sin embargo lo mejor es el ganado, especialmente cuando se lo alimenta con esas tortas de borujo. Mezcla de estiércol. Lo mejor para limpiar los guantes de cabritilla de señora. Lo sucio limpia. Cenizas también. Mejorar todo el terreno. Plantar guisantes en ese rincón. Lechuga. Entonces siempre tendría verdura fresca. Sin embargo las huertas tienen sus inconvenientes. Esa abeja o moscarda de lunes de Pentecostés.

Siguió andando. De paso, ¿dónde está mi sombrero? Debo de haberlo vuelto a poner en la percha. O tirado por el piso. Curioso, no me acuerdo de eso. El perchero del vestíbulo demasiado lleno. Cuatro paraguas, su impermeable. Recogiendo las cartas. La campanilla del negocio de Drago sonando. Curioso lo que estaba pensando en ese momento. Castaño cabello abrillantinado sobre su cuello. Solamente una lavada y una peinada. ¿Tendré tiempo de darme un baño esta mañana? Calle Tara. El tipo en la caja de pago de allí dicen que hizo escapar a James Stephens. O’Brien.
Voz profunda tiene ese tipo Dlugacz. ¿Agenda qué es? Ahora, mi señorita. Entusiasta.
Abrió de un puntapié la puerta desvencijada. Cuidado no ensuciarme los pantalones para el entierro. Entró, inclinando la cabeza, al pasar el bajo dintel. Dejando la puerta entreabierta, entre el hedor de mohosa agua de cal y viejas telas de araña, se quitó los tiradores. Antes de sentarse espió a través de una hendija la ventana de la puerta vecina. El rey estaba en su tesoro. Nadie.
Acurrucado en el asiento desdobló su periódico dando vuelta las páginas sobre sus desnudas rodillas. Algo nuevo y fácil. No hay gran apuro. Aguanta un poco. Nuestro trozo premiado. El golpe maestro de Matcham. Escrito por el señor Philip Beaufoy, Club de Teatrómanos, Londres. El autor ha recibido a razón de una guinea por columna. Tres y media. Tres libras, tres. Tres libras trece seis.
Leyó tranquilamente, reteniéndose, la primera columna y cediendo pero resistiendo, comenzó la segunda. A la mitad, cediendo su última resistencia, permitió que los intestinos descargaran calmosamente mientras leía, leyendo todavía pacientemente, esa ligera constipación de ayer completamente desaparecida. Espero que no sea demasiado grueso y remueva las hemorroides de nuevo. No, sólo lo necesario. Así. ¡Ah! Estreñido una tableta de cáscara sagrada.2 La vida podría ser así. No lo agitó ni emocionó, sino que fue algo rápido y limpio. Imprimen cualquier cosa ahora. Tonta temporada. Siguió leyendo, sentado en calma sobre su propio olor ascendente. Macanudo. Matcham piensa con frecuencia en el golpe maestro con el que ganó la riente hechicera que ahora. Empieza y termina moralmente. La mano en la mano. Ingenioso. Repasó con la mirada lo que había leído y mientras sentía los orines fluir calladamente, envidió al bueno del señor Beaufoy que lo había escrito y recibido el pago de tres libras trece seis.
Podría hacer un sketch. Por el señor y la señora L. M. Bloom. ¿Inventar una historia por algún proverbio que? La época en que acostumbraba tratar de apuntar en mi puño lo que ella decía mientras se vestía. Desagradable vestirse juntos. Me corté afeitándome. Mordiendo su labio inferior, abrochando el cierre de su pollera. Marcándole el tiempo. 9.15. ¿No te pagó Roberts todavía? 9.20. ¿Qué llevaba puesto Gretta Conroy? 9.23. ¿En qué pensaba cuando compré ese peine? 9.24. Estoy hinchada después de ese repollo. Una motita de polvo sobre el charol de su bota.

Su modo de frotar vivamente la capellada de un zapato después de otro contra la pantorrilla de su media. La mañana después del baile del bazar donde la banda de May tocó la Danza de las horas, de Ponchielli. Explicar eso: las horas de la mañana, mediodía, luego viene la tarde, después las horas de la noche. Ella lavándose los dientes. Eso fue la primera noche. Su cabeza bailando. Las varillas de su abanico repiqueteando. ¿Es pudiente ese Boylan? Tiene dinero. ¿Por qué? Noté al bailar que tenía buen aliento. No valía la pena canturrear entonces. Aludir a ello. Extraña clase de música la de anoche. El espejo estaba en la sombra. Ella frotó su espejo de mano vivamente sobre su tricota de lana, contra su amplio seno oscilante. Atisbando en él. Arrugas en sus ojos. Imposible prever resultados.
Horas de la tarde, jóvenes en gasa gris. Horas de la noche, negras con dagas y antifaces. Poética idea rosa, luego dorada, luego gris, luego negra. Además concordante con la vida también. El día, luego la noche.
Rasgó bruscamente la mitad del cuento premiado y se limpió con él. Luego se ciñó los pantalones, reajustó los tiradores y se abrochó los botones. Abrió de un empujón la crujiente puerta desvencijada y emergió de la penumbra hacia el aire libre.
En la luz clara, aligerado y fresco de miembros, examinó cuidadosamente sus pantalones negros, los bajos, las rodillas, la corva de las rodillas. ¿A qué hora es el entierro? Mejor ver en el diario.
Un chirrido y un grave zumbido en el aire allá arriba. Las campanas de la iglesia de San Jorge. Señalaban la hora: oscuro hierro resonante.
¡Digadón! ¡Digadón!
¡Digadón! ¡Digadón!
¡Digadón! ¡Digadón!
Menos cuarto. Una vez más: la armonía siguiendo a través del aire. Un tercero.
¡Pobre Dignam!
1. Met him what? literalmente, «¿Encontró el qué?».
2. En español en el original.