La copla en el medio rural:
deseo frente a opresión

Yo debí, serrano, cortarme las venas

Cuando ante los ayes de una copla mía,

Pusiste en vilo mis carnes morenas

Con una palabra que no conocía...1

Apenas ha amanecido y las carnes morenas de una mocita trigueña siguen en vilo. Aún se estremecen evocando los versos que anoche cantaron junto a su reja, que siguen resonando en su pecho, y que la hacen sentir la más desgraciada del mundo. Tararea quedo mientras rocía con agua y lágrimas el empedrado de su acera. Ay, Elvira, qué triste tu sino, qué triste. Esas manos con las que sueña nunca darán consuelo al ardor que la consume: él es de otra, otra que es sangre de su sangre, y la traición no oscurecerá su corazón, nunca, aunque la busque cada madrugada, envalentonado por los suspiros que se escapan sin querer de la boca que lo enloquece y que traspasan las rejas de su condena.

El frescor de la mañana calma su desazón por instantes. Algunas mujeres, madrugadoras como ella, enjalbegan las puertas, compitiendo en blancura y en pulso para trazar el zócalo azulete, recuerdo de nuestros antepasados árabes. Elvira las admira absorta y sonríe a las muchachas que, en un borriquillo, alegres pasan camino de la fuente de la Santanilla, ahí donde nace el río Zújar; en las aguaderas de esparto traerán la alegría del agua fresca al hogar. Adela va delante, es la moza de cántaro que ayuda en la Casa Grande, la más imponente de la calle Real, y cada día se encarga de acarrear el agua necesaria. Ríe y adorna con su cascabeleo el aire serrano de la mañana. Se acerca a Soledad, la niña chica de los señoritos, y la abraza: Soledad se ha teñido de grana cuando uno de los segadores, nervioso, se ajustó el sombrero y la traspasó con su mirada. Es tan ingenua y sencilla como el delantal blanco que retuerce inquieta.

Amante de abril y mayo, moreno de mi pasión,

Te llevo como a caballo sentado en mi corazón.

Me están doliendo los centros de tanto quererte a ti,

Me corre venas adentro tu amor de mayo y abril.2

Su corazón humilde se desboca y lo sigue hasta abrazarlo con latidos indomables. Anoche, ese segador tan guapo y apuesto, cuando paseaba en la plaza cogida del brazo de las amigas, la rozó con sus manos atezadas: alas de colibrí que zarandearon sus centros, rodeándola en sueños, cubriendo de sudor su enfebrecida piel. Quítatelo de la cabeza que no es de tu condición, Soleá, eso le dice su padre. Qué condición más grande puede haber que esta que me nubla el sentío, que no me deja vivir, que aletea en mi seno como un pajarillo herido. O él o ninguno, se jura sollozando, doliéndose de su aciago destino.

En el prado que rodea la fuente, algunas mujeres descargan las ropas que han de lavar, tempranito para que el calor no las coja. Las han traído en un barreño de zinc sobre un rodete de trapo que ajustan a la cabeza, tan airosas que van haciendo aspavientos con sus manos, comentando los últimos amoríos y desengaños de las mozuelas. En la batidera, junto al agua jabonosa, dejarán correr sus desencantos de mujer sometida a un designio que la oprime, anhelando caricias y palabras que no las condenen.

Josefa cuenta que su marío la busca toas las noches y que p’a ella eso es como meao de gato, que cuando acuerdas se ha acabao, ay, por Dios. Lolilla, la más vivaracha les cuenta en voz baja que ella sabe cómo pasarlo bien en esos ratillos y que a su Rafaé también le gusta.

Las carcajadas resuenan como castañuelas de dicha; el sol las acompaña entibiando su alborozo y consolando, indulgente, el frío desengaño.

Decir te quiero con la voz velada

y besar otros labios dulcemente,

no es tener sed es encontrar la fuente

que te brinda una boca enamorada.

Un beso así no quiere decir nada,

es ceniza de amor, no es lava hirviente,

en el amor hay que estar siempre presente,

mañana, tarde, noche y madrugada.

Que el cariño es más potro que cordero,

más espina que flor, sol no lucero,

perros en el corazón, candela viva, candela viva.3

Manuela maja su pasión en la barreña que su padre talló, con toda la energía que le regala su sangre joven; el machacador repiquetea como el eco de su corazón. Tomates de la huerta de su Antonio, los más coloraos pa un gazpacho de verdad. Primero los ajos, que se queden bien machacaítos, luego los tomates, después este pan ya duro y tan bueno de mi pueblo, todo regado con el aceite de sus olivos, un poquito amargo. Y la sal que siempre la añade su madre.

Se habla para acallar esos arrebatos que la enajenan a cada instante. Qué poquito tiempo los dejan a solas, con su hermana vigilando y tosiendo cada vez que se acercan un poquillo. Pero esos instantes robados le han hecho brotar un venero que discurre desbordado y que no se agotará por mucho que intenten cegarlo. Sus labios, sus manos, sus cuerpos se entrelazan serpenteando un jadeo, como un sello que tapona la hemorragia de su ardor, en breves minutos que los transforman en fieras solícitas. Marcada y candente por cada trozo de piel que su Antonio ha rozado. Y así quiere sentirse cada segundo, con perros en el corazón, con su candela viva.

Ay, pena, penita, pena, pena,

pena de mi corazón,

Que me corre por las venas, pena,

con la fuerza de un ciclón.

Es lo mismo que un nublado

de tinieblas y pedernal,

es un potro desbocado

que no sabe a dónde va.4

Esa mujer que grita asustada, con lamentos que acallan los golpes, esta mañana muy temprano, regaba alegre sus flores mientras cantaba en voz baja una copla. Es feliz sola, limpiando y soñando, soñando otras vidas que ella no tiene la suerte de vivir.

Siempre regalaba palabras bonitas, caricias y besos a los niños que pasaban por su calle. Todos la querían y la visitaban al salir de la escuela. Eran capaces de sentir su alma generosa y pura.

Su alegría se transformaba en dolor y pena cuando ese hombre, que prometió amarla y cuidarla, volvía a casa envalentonado por el vino que compartía en la taberna con otros, otros que aplaudían y azuzaban sus hazañas miserables. Y con cada bofetada hería su inocencia; con cada correazo lastimaba la dignidad que se arrastraba por el suelo de la humillación y la desesperanza. Y era un eco sin respuesta su voz asustada. Oían y callaban, cerraban sus puertas al desconsuelo, al horror de la soledad impía. Era un pueblo fantasma, como si los quejidos de esa muchacha tapiaran su compasión, su humanidad. Callaban y consentían, callaban y aprobaban su vileza, callaban y golpeaban también con su silencio.

Marce era su vecinita, pequeña para su edad: en su casa se masticaba pobreza, como en tantas otras casas de esos pueblillos olvidados. Cada día la visitaba para que sus manos peinaran sus alborotados cabellos, acariciando las rodillas heridas en los incansables juegos, para sentir los abrazos que le faltaban. Y para saborear esa jícara de chocolate que tantos días le ofrecía, sentada en su regazo, como si fuera su niña.

La primera vez que escuchó sus gritos, corrió despavorida pidiendo auxilio. Ni una puerta se abrió; sus manos pequeñas dolían de tanto golpear las cancelas de la indiferencia. Lloraba y corría de una casa a otra. Solo una mujer, valiente y misericordiosa, se atrevió. La vas a matar, por Dios, la vas a matar. ¿Qué te ha hecho, con lo trabajadora y buena que es? ¡Que no se peine tanto, que no se lave tanto, que no barra tanto la puerta, que se encierre en la casa o la mato, la mato! Esos eran los absurdos motivos para castigarla, con eso justificaba su violencia cobarde.

Al día siguiente, cuando el último lucero se despedía, Marce corrió a la casa de las macetas más frondosas de la calle Aurora y le regaló unas florecillas del campo, las más bonitas que encontró, de todos los colores. La abrazó sin hablar, y fundieron sus lágrimas en un pacto secreto y leal. Acarició sus heridas que eran suyas también, como ella había hecho cada día.

Siempre la tendrá presente en sus recuerdos de niña tímida y triste. Cada día la besa cuando la encuentra paseando libre en su soledad. Pasea con la mirada inocente, sonriendo aún a la vida, ya viejita pero atildada, con la ilusión que no lograron apagar.

Mi pelo negro, mi pelo, p’a que lo quiero, serrano,

si ya no tengo el consuelo de la seda de tus manos.

Mis carnes de flor morena de qué me pueden servir,

sí me atormenta la pena porque no han de ser p’a ti.

Y este dolor que me muerde, es una cruz de pasión,

maldigo tus ojos verdes, ay, tus ojitos verdes,

maldigo tu corazón.5

Qué silencio hay en la casa. Los hombres descansan; en las calles vacías algún galgo pasa con cadencia de letargo. El sol ha dejado las esquinas sin sombra. La siesta da tregua a los trabajos inmisericordes que castigan hasta el alma, pero las pasiones se avivan cuando el tiempo se detiene.

Estrella ya recogió los aperos que trajeron los hermanos del campo y se recuesta en la mecedora arrullando pensamientos que la calcinan por dentro. Acaricia su mata de pelo negro, y la congoja le muerde las entrañas. Ay, Diego mío, mi Diego. Ya no lucirá el firmamento sobre los dos en la era, al cobijo de la noche; ningún lucero les avisará del alba; la luna, compañera, fulgirá para otros. Diego se casó con otra, con más dinero, menos salá, con la que quiso su madre. Su madre, que siempre la despreció, aunque sabía que era la luz de su hijo.

No lo puede olvidar, cómo olvidarlo si su piel aceitunada guarda la esencia del hombre que gozó junto a ella esa pasión indecible, si aún la baña en sueños ese sudor que perló su pecho en tantas madrugadas. Su aroma tatuado en ella como un estigma doloso. Maldigo tus ojos verdes, maldigo mi corazón.

Siesta,

siesta en un pueblo cordobés.

Tres hermanos juegan, morenos de olivo,

cabalgan sus sueños por el olivar.

Sus risas de plata adornan la tarde,

esconden sus miedos tras el azahar,

sus manos pequeñas acunan quimeras

que al caer la noche parecen volar...6

La tarde va cayendo, ya se oye al heladero con su carrillo pregonar «al ricooooo heladoooo». Los niños se arremolinan empujándose felices. Las muchachas colocan sus sillas en la puerta, altaneras porque ya tienen edad de disponer su ajuar y de que las pretendan. Con esmero, bordan quimeras en dos iniciales. Hoy ha tocado en la puerta de Pepita, serena y callada. Pepita guarda secretos que le dibujan una sonrisa en su carita pecosa y la hacen aún más bonita. Algunas exhiben sus labores con orgullo y el anhelo de que un día las cubran junto a su amado. Vainicas dobles, punto de cruz y calados, bodoques de finos colores que sus madres y abuelas les enseñaron, una tradición que las inicia en el recóndito universo femenino.

La Mary no borda, es la más pequeña y sobre su sillita de enea descansa la almohada dobladita, con el cañamazo que su madre le ajustó y con unos cuantos de puntos. Por eso no le preparó una sábana, ya sabe que no es tan hacendosa como las otras chicas. Azogada y vivaz, no tiene paciencia. Ella prefiere hacer teatrillos y cantar bailando, con miles de pájaros revoloteando siempre en su cabeza soñadora. La aguja se oxidó apuntada sobre la cenefa del embozo; sus sueños volaron más allá de sábanas y mantelerías primorosas. Y entona con voz melosa, subida sobre el umbral, la última copla que su padre le enseñó.

Como lamentos del alma mía

son mis suspiros, válgame Dios,

fieles testigos de la agonía

que va quemando mi corazón.7

Qué frescor junto al pozo, da gusto sacar agua y que te salpique los brazos cansados de tanto faenar. Ya solo quedan por regar los rosales de mi madre, tan bonitos, sobre todo el de pitiminí amarillo y el de las rosas de té. Sus macetas y sus rosales, con qué mimo los cuida, sabe que son el tesoro de su resignada madre. Mi padre alguno le arrancó p’a sembrar olivos en el corralón, y la pobre mía hasta lloró escondida en la enramailla p’a que él no la viera. Si son su alegría, tanto olivo, tanta aceituna p’a qué, siempre pensando en los dineros. Los pobres también necesitamos ilusiones, y las flores nos acompañan y adornan nuestra trabajosa vida.

Amadora aligera su briega, ya es la hora de subir a la plaza, a pasear, a ser admirada por los mocitos. Algún requiebro agradecerá con su sonrisa franca y candorosa. Con la bata que le arregló su madrina Rosario, de florecillas rojas y violetas, luce orgullosa su cuerpo de hembra serrana. Hoy se adornará con los zarcillos que le trajo su padre de la feria de Azuaga, cuando cumplió quince años, de filigrana de plata y con un coral, qué bonitos lucen enredados en su preciosa cabellera morena.

Se muestra siempre distante con los hombres, pero su corazón se hace catedral para acoger la sonrisa de Carmelo, tan cohibido, tan trabajador, tan bueno. Sabe que no lo quieren en su casa, solo porque es un poco más pobre que ellos, porque no tiene padre reconocío, aunque todos saben quién es: un hijo más de ese señorito que a tantas sirvientas desgració. Pobres somos casi tós, eso a mí qué me importa, le dije a mi madre, yo lo que quiero es un hombre bueno que me haga sentir la rosa más bonita de su pecho, madre, la única. Con su tierno abrazo me quiere confirmar que algunas venimos con el destino marcado: trabajo y silencio, suspiros y más silencio. ¿Yo?, yo no me callaré, yo no, a los cuatro vientos voy a pregonar lo que llevo escondiendo tanto tiempo, pa que no me reconcoma más. Y después, que pase lo que tenga que pasar, que al destino también se le puede revolear.

Córdoba palpita de tanto querer

y hasta la mezquita

suspira de noche como una mujer.

Ay, Córdoba de mi suerte

que en azahar se hace adivina,

con la vida y con la muerte juegas

a las cuatro esquinas...8

Isabel trenza su pelo mimando cada mechón, con parsimonia y celo, como si fueran otros dedos los que lo hacen. Pronto se sentará junto a las rejas, temblorosa y ufana. Su Manuel viene cada noche, desde que su padre le dio permiso no ha faltao ni una. Él le cuenta su día en la huerta y siempre le trae algún regalillo: un melón de la casta de los Pazos, tan dulce, o algún racimo de uvas, moradas y grandes. Qué largo se hace el día, recreando el instante en que ella se pierde en sus vientos ¡Con un cuchillito de luna lunera cortaría esos hierros! Esos hierros de la reja que los separa cada atardecer, para que sus manos la acariciaran como ellas se imagina, despacio y suavemente, como brisa del amanecer, y poder entregarse sin miedo. Sus hermanas le advierten de la noche de boda, como si eso fuera un suplicio, qué tontería más grande, un martirio. Qué sabrán ellas cómo es mi Manuel, tan pinturero, tan hombre... Si con sentir na más su aliento en mi cuello me desordeno. Por eso borda su camisón de novia imaginando tantas cosas que más de un pinchazo la ha hecho sangrar: sangre apasionada que hace tiempo que clama un nombre.

Hablaron más de la cuenta

Las niñas de Peñaflor

Que si ella tiene cuarenta

Y que él sólo veintidós...9

Lo vio a lo lejos y notó que su sangre rejuvenecía, se estremeció de placer y pudor. Tan joven y garboso, altivo como la luna. No me asustan sus años, no, se decía Mercedes segura, tengo entrañas de mocita, lo sé, cada noche en mi soledad lo deseo y sé que también él sueña con hacerme suya. Cuando me cogió el cántaro en la Fuente de la Salud, selló mi destino ante el pueblo. Ni una palabra me dijo, p’a qué si ya estaba tó dicho.

Desde niño, cuando le revolvía el cabello, me miraba adorándome. Y yo pensaba que nadie me había mirado así, de muchas maneras sí, de otras que no me gustan casi todos los hombres, pero esa devoción, aún niño, nunca, nunca. Y aquel día se atrevió, hacía tanto calor, y era el quinto cántaro que acarreaba ¡Cuánto cuesta llenar la tinaja grande, ave María!

Llevaba un buen rato en la esquina, fumándose un cigarrillo, haciéndose el distraído, pero mirándome como un perrillo chico. Lo vi venir y me sobresalté porque no esperaba su ayuda: les cuesta tanto a los hombres rebajarse al trabajo de las mujeres, ni los hermanos te ayudan a ná. Eso no es p’a mí, te dicen tan frescos. !Rebajarse!, como si nuestra faena no fuera tan necesaria como la suya. Y tú a lavar sus ropas, a ponerle la mesa, a arreglarle sus cuartos y ni una sola palabra de cariño. Así es en los pueblos serranos: los hombres p’al campo, las mujeres p’a la casa. Pero bien que te reclaman p’a recoger aceitunas, con el frío que hace en invierno, que hasta el alma se te hiela. Y en verano cuando andan apuraos, a segar, y hasta a recoger garbanzos me han puesto. Menos mal que soy fuerte, más alta que las otras mujeres y con una salud que Dios me la guarde; ni una vez me he metío en cama, paso los resfriaos trajinando, no sirvo p’a señorita. Yo soy feliz con mis trapos y perolas, que bien relucientes las tengo, y ayudando a mi pobre madre, tan malita siempre, con esos dolores de cabeza que la doblan como un junco. Se ríe cuando me ve retorcer la aljofifa: Muchacha, que la vas a partir por la mitad. Cómo se ríe mi madre, con la inocencia de una niña, la pobre mía. Por ella, por ella sufro, pero antes que las lechuzas del pueblo vengan con el cuento, se lo cuento yo.

Mi Ricardo es tan bueno... tan noble como las mulillas de mi padre, y delicao como un encaje. Yo sé que me quiere como ninguno lo puede hacer, no hay más que verlo pasar por mi puerta día y noche, noche y día. Tantos años no son buenos, me dirán, ahora estás joven, pero en unos años empezará a mirar a las otras muchachillas. Si fuera al revés, nadie abriría la boca, pues no tiene Jacoba veinte años menos que su marío y a ver si alguien dice algo. Claro que él es hombre y además rico, quién le rechista, quién se atreve. Yo pobre no soy, en mi casa no falta de ná, pero tampoco sobra. Ricardo, criado sin madre, desde niño en el campo, de sol a sol y, sin embargo, parece un señorito. Esos andares suyos me hacen sudar, ni un rey moro tiene esa apostura.

Ya mi vida está en tus manos, hazme flor de tu querer que estoy muy sola, rey mío. Mis años serán soles en tu cara, mis manos bálsamo p’a las tuyas, mis ojos candiles p’a tus noches oscuras. Y cuando te digan lo vieja que p’a ti soy, óyeme en tu corazón, Ricardo, el mío hace tiempo que palpita por ti, solo por ti, y los corazones nunca engañan. Que la fuente que hoy nos ha unido, sea el presagio del manantial que calmará la sed que nos deshoja.

Cuando sale la luna, cuando sale la luna,

cuando sale la luna, mamita mía,

mi amor me espera, mi amor me espera.

entre jaras y olivos, entre jaras y olivos,

entre jaras y olivos, mamita mía,

la luna llena, mi vida entera.10

Carmela, apenas ha cenado. Ha retirado la mesa y ha fregado con premura los platos y vasos. Menos mal que el agua refresca un poco sus ansias. Ahora preparará la merienda de su padre y hermanos que con el alba parten a la siega. Un trozo de tortilla, uno de lomo de orza y pan con mucho migajón para su amado padre. Desde que murió su madre cuida de ellos con la devoción que ella le pidió. Lo hace con todo el cariño que ellos le dan, la única mujer en una casa de tantos hombres. Qué fatigas p’a lavar tantas chambras y calzones, acarreando agua, tendiendo en el prao. Y a planchar después con esa plancha de hierro que tanto pesa. ¡Así tiene esos brazos tan torneados! Y blancos: nunca se olvida de ponerse los manguitos y el sombrero cuando sale al campo a ayudar, que el sol no tueste la blancura que heredó de su madre.

En el patio ha puesto la jofaina para asearse. A la luz de la luna su piel reluce de deseo. Pronto el hogar dormirá acunado por el ronroneo de Maruja, la gatita. Se ajusta las alpargatas y por la puerta falsa volará al olivar. No tiene ley que la ampare, pero se alimenta a escondidas de sus besos y de esa locura bendita que la renueva cada noche. Es cautiva de un hombre y no va a renunciar a sus abrazos de sol y luna, de fuego y lluvia, de río y cielo.

Con la luna, luna, subo a la azotea,

bailo con el viento, sueño que él me espera.

En la noche oscura miro las estrellas,

y me siento libre y vuelan mis penas.

Noche, amiga mía, vuélveme a traer,

misterios y amores, mis sueños de ayer.11(11)

Soy y me siento como esas mujeres que cantan y sueñan por toda la tierra. No hay día en que no las recuerde con sus risas y coplas, peinando altivas sus penas, sonriendo y burlando a su oscuro destino. Nosotras somos las mujeres arrojadas y soñadoras que regaron nuestros campos con llanto de opresión y con el sudor de sus deseos. Por ellas y junto a ellas aprendí a amar las quimeras, a desear lo prohibido, a conquistar los anhelos. Toda mi admiración y gratitud, mis mujeres de clavel y olivo.

Carmen Agredano González


1 Letra de Rafael de León y Arias de Saavedra.

2 Letra de Rafael de León y Arias de Saavedra.

3 Letra de Rafael de León y Arias de Saavedra.

4 Letra de Rafael de León y Arias de Saavedra.

5 Letra de Antonio Gallardo Molina.

6 Letra de Carmen Agredano González.

7 Letra de Antonio Cintas Sarmiento.

8 Letra de José Antonio Ochaíta.

9 Letra de Rafael de León y Arias de Saavedra.

10 Letra de Carmen Agredano González.

11 Letra de Carmen Agredano González.