1. Modelos de formación

En primer lugar queremos situar este manual en el contexto actual de la formación en tratamientos psicológicos. Aunque a escala internacional las formaciones en psicología clínica y psicoterapia son muy heterogéneas, en las últimas décadas se han ido generalizando las formaciones de posgrado que combinan teoría, práctica y, en algunos casos, investigación doctoral.

En el momento de redacción de este manual, en el contexto español existen de manera paralela tres formaciones: 1) La especialidad en psicología clínica vía residencia hospitalaria (psicóloga o psicólogo interno residente, PIR), adaptada al sistema de formación médica especializada, de cuatro años de duración. Esta formación se realiza y habilita para ejercer dentro del Sistema Nacional de Salud, referido habitualmente como «público», ya que para acceder se necesita tan solo disponer de una tarjeta sanitaria, aunque en algunas comunidades autónomas, como Cataluña, muchos servicios son provistos por entidades privadas. 2) El máster oficial en Psicología General Sanitaria (PGS), de menor duración (dos años), que habilita para el ejercicio privado y dentro de instituciones públicas o sin ánimo de lucro no pertenecientes al SNS (atención precoz infantil, ayuntamientos, asociaciones de atención a víctimas, etc.). 3) Acreditaciones de psicote­rapia otorgadas por entidades sin ánimo de lucro como la Asocia­ción Española de Neuropsiquiatría (AEN), la Federación Española de Asocia­cio­nes de Psicoterapeutas (FEAP), la Federación Española de Aso­cia­cio­nes de Terapia Familiar (FEATF) y la Federación Europea de Asociaciones de Psicólogos (EFPA)1 a través del Consejo General de la Psicología de España. Actualmente no existe ninguna formación oficial que cumpla con todos los requisitos de estas asociaciones, aunque algunos títulos propios cubren la parte formativa de algunas de las asociaciones federadas en FEAP o FEATF. Por ello, el proceso de acreditación suele consistir en demostrar un proceso formativo y práctico adecuado. Las acreditaciones de la AEN, FEAP y FEATF son accesibles tanto para graduadas y graduados en medicina como en psicología (suponiendo un plus estar en posesión de la especialidad en psiquiatría o psicología clínica), mientras que para la obtención del certificado de psicoterapeuta europeo es indispensable colegiarse como psicólogo o psicóloga. En este libro, destinado a las tres especializaciones mencionadas (psicólogas y psicólogos clínicos, sanitarias y sanitarios y psicoterapeutas) en el contexto español y a los profesionales hispanohablantes en general, nos referiremos siempre en general a los y las profesionales con potestad para implementar un tratamiento psicológico.

A pesar de los grandes esfuerzos tanto dentro del SNS para crear plazas PIR, como a nivel universitario para la acreditación del PGS, la existencia simultánea de estos dos procesos formativos no está exenta de polémica. Mientras que la Asociación Nacional de Psicólogos Clínicos y Residentes, sectores colegiales y del SNS reclaman que el máster sea un paso intermedio entre el grado y el PIR (González-Blanch, 2015), la Conferencia de Decanos de Psicología y algunos sectores profesionales defienden que sean dos formaciones independientes y complementarias (Carrobles, 2012). Por último, a pesar de que el sistema de acreditación en psicoterapia es más antiguo que el sistema PIR y el Máster en PGS, actualmente ninguna administración lo considera suficiente para trabajar dentro del SNS (para lo que se requiere la especialización vía residencia), y no existe una reglamentación clara para hacerlo en el contexto de otras administraciones públicas, asociaciones o consultas privadas (para lo que los psicólogos deben estar en posesión del PGS o la especialidad). Sin embargo, la acreditación europea ha nacido con la vocación de ser un instrumento de libre circulación de profesionales dedicados al tratamiento psicológico dentro de la Unión Europea. Si esto se produce, se debería reconocer su validez dentro del territorio español. Sin embargo, en los últimos diez años apenas se han producido avances en este sentido.

Por otro lado, la formación en investigación sobre tratamientos psicológicos en España se hace sobre todo en el ámbito universitario. Aunque existe una cooperación necesaria con instituciones asistenciales, ambas apenas mantienen estructuras comunes. Mientras que a muchos docentes e investigadores universitarios se les exige dedicación exclusiva a las tareas académicas y científicas, en psicología apenas empiezan a crearse plazas vinculadas a instituciones clínicas, donde profesionales de prestigio puedan combinar tareas asistenciales con otras de investigación y docencia, hecho muy común en las especialidades médicas.

El sistema español contrasta con el del resto de los países, al ser el único que tiene una formación en tratamiento psicológico totalmente equiparada a la formación médica especializada. No obstante, la heterogeneidad es muy grande. Vamos a describir con más detalle los sistemas anglosajón y germánico que han tenido mayor influencia en España y América Latina, dando también algunas pinceladas sobre el resto del planeta.

En el mundo anglosajón (Reino Unido, Irlanda, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica) aunque la formación no es idéntica, la práctica de la psicología clínica con plenas potestades está sujeta a la posesión de un título de doctor o doctora. Para su consecución se realiza tanto formación práctica como académica, que siempre culmina con un proyecto de investigación. En algunos casos, este proyecto tiene una exigencia algo menor que los doctorados de investigación. La parte práctica tiene una organización similar al sistema PIR, aunque con la diferencia de que los estudiantes tienen que solicitar por separado cada estancia práctica, teniendo mayor libertad de elección, pero a la vez posibles dificultades para conseguir plaza en alguna de las estancias. Los profesionales con menor nivel académico (grado o máster) tienen menores atribuciones, aunque también pueden realizar tareas asistenciales en los sistemas sanitarios de estos países.

Los países germanoparlantes (Alemania, Austria y Suiza) cuentan con una formación en psicoterapia de tradición común. En estos tres países la formación está explícitamente adscrita a la corriente de la escuela donde se lleva a cabo la formación. Las escuelas comúnmente reconocidas son la psicodinámica, la cognitivo-conductual, las llamadas «profundas» (incluye corrientes cercanas al humanismo y Gestalt) y la escuela sistémica. En el caso de Austria, la formación en psicoterapia (realizada casi exclusivamente en institutos privados de gran coste) tiene mayores atribuciones que la formación de posgrado en psicología clínica, de menor duración. En el caso de Alemania el término «psicología clínica» se usa casi exclusivamente en referencia a la investigación y formación teórica sobre trastornos y tratamientos psicológicos, mientras que la formación en psicoterapia, posible para personas en posesión de títulos de medicina y psicología,2 es la única que está reconocida por las aseguradoras médicas que gestionan el sistema de salud. La situación en Suiza es algo más compleja, puesto que se regula a nivel de cantón. Las personas en posesión de la especialidad en psiquiatría deben tener formación en psicoterapia de tres años de duración, mientras que las personas formadas en psicología con formación clínica deben hacer un posgrado y un año de práctica.

En otros países europeos como Chequia, Eslovaquia, Italia, Países Bajos y Suecia también existe la exigencia de formarse en psicología clínica o psicoterapia a través de posgrados universitarios o escuelas especializadas adscritas explícitamente a alguna corriente teórica, con sistemas relativamente similares al PIR en los casos concretos de Holanda y Suecia. Por otro lado, existen formaciones específicas, aunque el grado en que se exigen para la práctica es variable en Bulgaria, Croacia, Chequia, Francia (donde conviven sistemas públicos y privados de formación de complejo encaje), Grecia, Hungría y Noruega. En el resto de los países de la Europa occidental, o no existe formación especializada, o el propio grado ofrece un itinerario especializado que se considera suficiente (Berdullas y otros, 2006). En casi todos los países de América Latina existen formaciones, sistemas de posgrado, o itinerarios especializados que conjugan la formación teórica con prácticas supervisadas (con sistemas tipo PIR de implantación parcial en Argentina y Uruguay). Sin embargo, la posesión de la licenciatura o grado en Psicología suele considerarse suficiente para ejercer tareas de evaluación y tratamiento incluso en el ámbito de los sistemas públicos de atención.

Países de la Europa Oriental y asiáticos como Corea del Sur, China, Japón, o la mayoría de los antiguos miembros de la Unión Soviética exigen formaciones especializadas y/o acreditaciones para ejercer la psicoterapia y algunos países árabes como Egipto, Irán, Marruecos o Túnez tienen posgrados e institutos de formación en psicoterapia. Por último, en el África subsahariana, muy influenciada por la psicología de las metrópolis francesa y británica, cuenta con algunas facultades de psicología, aunque la formación se suele dar en el marco de carreras de filosofía o humanidades y los posgrados son prácticamente inexistentes (Moodley y otros, 2013). Una síntesis de los modelos de formación a nivel internacional se puede apreciar en la figura 1.

Figura 1. Modelos de formación en el mundo según el nivel máximo ofrecido

2. Contexto actual de las orientaciones teóricas

Aunque las controversias y debates entre escuelas de psicoterapia es un tema que ha hecho correr ríos de tinta (para profundizar sobre este tema véase Dryden, 1996; Feixas Viaplana y Miró, 1993; Hadfield, 1967; Martorell y Ypiens, 1996) y en este manual no podemos incluir una revisión exhaustiva, creemos importante dar una idea general del contexto internacional en que nos basamos en este manual para exponer diferentes tratamientos psicológicos. Dentro de la psicología y la psicoterapia nos encontramos ante un momento histórico peculiar. Mientras que las tensiones entre las diferentes escuelas psicodinámicas y las cognitivo-conductuales parecen haberse estabilizado en una separación más o menos amistosa, surgen diversos intentos integradores y se agudizan las tensiones con la psiquiatría biologicista.

2.1. Enfoque psicodinámico

En el campo psicodinámico, mientras que escuelas como la lacaniana mantienen viva la tradición freudiana, el psicoanálisis relacional ha supuesto el cambio de paradigma probablemente más significativo en décadas. Relacionado con la tradición kleiniana y el psicoanálisis interpersonal de Harry Stack Sullivan (Mills, 2005), su aportación más importante es la de proponer el establecimiento de una relación «curativa» o «reparadora» con las personas usuarias. Otras aproximaciones psicoanalíticas modernas proponen conceptualizar la terapia como un proceso de comprensión cognitiva y emocional de los síntomas (Luborsky, 1984). Los estudios empíricos aplicados al psicoanálisis breve3 en el tratamiento de trastornos mentales comunes muestran una buena eficacia de estas terapias (Abbass y otros, 2014) a poca distancia de terapias cognitivo-conductuales (Leichsenring y otros, 2009). Hay que tener en cuenta que, aunque estas últimas muestren un tamaño del efecto comparativamente mayor, desde el psicoanálisis se reivindica que se destinen menos recursos a medir la eficacia de los tratamientos (que, argumentan, se suele dar en ámbitos de poca validez externa, es decir, poco generalizables a las situaciones clínicas reales), y más al estudio de los procesos, que consideran igual de importantes. Mientras que los ensayos aleatorizados se centran en la reducción sintomática, los estudios de proceso analizan el cambio global experimentado por la persona usuaria. Precisamente a estos aspectos se le prestan gran atención en los foros de investigación psicodinámica. Aunque el psicoanálisis y las diferentes tendencias psicodinámicas han perdido peso en contextos como España, Gran Bretaña o Estados Unidos, no es así en el mundo germanoparlante, Francia, Italia o Argentina y, en general, cuenta con medios de divulgación y formación sólidos y con un flujo estable de financiación y seguidores en todo el mundo.

2.2. Enfoque cognitivo-conductual

En el campo cognitivo-conductual, la aparición de la teoría de los marcos relacionales (Hayes, 1991) ha supuesto una nueva mirada al conductismo radical, a la vez que ha abierto puertas al uso de nuevos elementos en las terapias. La teoría de los marcos relacionales trata el lenguaje y la cognición; y se considera un desarrollo de las teorías de Skinner, suponiendo una de las bases fundamentales de lo que se ha bautizado como «terapias de tercera generación» frente a la primera (exclusivamente conductual) y la segunda (centrada en la cognición y el aprendizaje social). En términos muy sencillos, considera que los seres humanos adquieren el lenguaje y establecen relaciones entre conceptos a través de interacciones con su ambiente (esta perspectiva es denominada «contextualismo funcional» y por ello con frecuencia podemos encontrar referencia a estas terapias como «contextuales»). A nivel terapéutico ha dado pie a la terapia de aceptación y compromiso (a menudo citada como ACT, por las siglas de Acceptance and Commitment Therapy en inglés) centrada sobre todo en dos mecanismos que considera «ubicuos» (Hayes, 2004), esto es, transversales a muchos malestares psicológicos: la fusión cognitiva y la evitación experiencial. El primero se refiere a basar la percepción de la realidad en pensamientos, memorias o asunciones, en lugar de en función de nuestra percepción actual de la realidad. El segundo se refiere a la incapacidad para ponerse en contacto con experiencias (sensaciones, emociones, pensamientos o recuerdos) y la puesta en práctica de estrategias de evitación de esas experiencias. La terapia basada en atención plena (MBCT,4 Segal y otros, 2002), la terapia dialéctico-conductual (DBT,5 Linehan, 1993) especialmente indicada para el trastorno límite de personalidad (TLP), la psicoterapia analítico-funcional (Kohlenberg y Tsai, 1994) o la terapia de pareja integrativa (Jacobson y otros, 2000) son otros ejemplos de terapias de tercera generación que, en menor o mayor medida, toman como punto de partida los modelos conductuales del comportamiento verbal (Pérez Álvarez, 2012). La evidencia apunta a que la ACT tendría una eficacia similar a las terapias de segunda generación (Powers y otros, 2009) y la DBT, aunque se ha mostrado efectiva, no ha reunido suficiente evidencia como para ser considerada más eficaz que otros tratamientos del TLP (Kliem y otros, 2010).

2.3. Enfoque constructivista

La reivindicación por parte de los teóricos de las terapias cognitivo-conductuales de tercera generación de tener un espíritu integrador ha generado cierta controversia con la tradición sociocognitiva y constructivista que durante décadas han dedicado esfuerzos a la integración desde la coherencia epistemológica.6 Desde una postura ontológica7 más relativista, critican que desde un planteamiento conductista radical se intente absorber orientaciones terapéuticas de muy distinto origen teórico, sin abordar su diversidad epistemológica de raíz. Es decir, argumentan que la tercera generación cognitivo- conductual intenta recopilar de manera acrítica técnicas derivadas de planteamientos enfrentados del modo como los seres humanos construimos significados.

Independientemente de esta polémica, las posiciones socio-cognitivas, con raíces en el humanismo, han tenido impacto en el tratamiento del trauma psicológico a través de los trabajos, entre otros, de Janoff-Bulman (1992) sobre el impacto de las experiencias extremas en las asunciones básicas de benevolencia, significado y dignidad. En cuanto a otras orientaciones de origen humanista, dentro del constructivismo, los trabajos de Feixas enmarcados en la terapia de los constructos personales (TCP, Villegas Besora y Feixas Viaplana, 2000) y el trabajo con dilemas implicativos (Feixas Viaplana y Compañ Felipe, 2015) continúan profundizando en el tratamiento basado en el modelo de constructos personales de George Kelly (1955). A pesar de que el volumen (que no la calidad) de evidencia es menor, las terapias basadas en la TCP muestran una efectividad similar a las terapias psicodinámicas y cognitivo-conductuales (Metcalfe y otros, 2007). En el campo narrativo, tras el legado de Michael White (White y Epston, 1993), estas tendencias centradas en lo teórico en la identidad y la construcción de significados y en lo práctico en las prácticas colaborativas, cuentan con una excelente salud. La escuela estratégica encarnada en Giorgio Nardone y Paul Watzlawick (1990), también desde el constructivismo, ha desarrollado un modelo de tratamiento breve orientado al cambio. Por otro lado, las escuelas sistémicas, entre las que destacamos la estructural de Minuchin (1974), la estratégica de Selvini-Palazzoli (Selvini Palazzoli y otros, 1989) y las tendencias posmodernistas (Boston, 2000) o constructivistas (Reid y otros, 2008), en auge desde la década de los años ochenta, ofrecen una manera de entender e intervenir a nivel familiar.

2.4. Psicología positiva

La psicología positiva está sin duda siendo uno de los fenómenos más sonados en la psicología del inicio del tercer milenio. Desde que Seligman y Csikszentmihalyi (2000) publicasen su artículo seminal, el estudio de las características que permiten a las personas desarrollar y mantener un estado de bienestar psicológico ha tenido un aumento exponencial. Vázquez, Hervás y Ho (2006) proponen explorar procesos como flujo, perdón, gratitud, asombro, curiosidad o humor en el ámbito clínico. No obstante, el impacto en psicología clínica es aún muy modesto. Wood y Tarrier (2010) proponen una adaptación de la psicología positiva al ámbito clínico sin suponer un cambio radical que no sería aceptado por profesionales cuyo día a día implica enfrentarse al sufrimiento. Además, destacan que en un contexto donde existen corrientes de pensamiento no siempre compatibles entre sí, la utilidad de un movimiento trasversal como la psicología positiva podría fomentar la reflexión y la innovación dentro de las corrientes de pensamiento ya afianzadas. Esto se materializa en cuatro propuestas: a) que los psicólogos y psicólogas clínicos aprovechen las innovaciones en psicología positiva como medio de reconceptualización de la relación entre bienestar y malestar, b) el desarrollo de una actitud de colaboración hacia otros campos que tienen experiencia en el estudio y el fomento de funcionamiento positivo, como la salud pública, c) que las intervenciones positivas sean sometidas al mismo nivel de rigor que el resto de las intervenciones psicológicas y d) que los psicólogos y psicólogas clínicos consideren cuánto quieren comprometerse con la demanda pública de intervenciones para mejorar el bienestar de la población que, a pesar de no tener un diagnóstico, se podrían beneficiar a nivel de promoción o prevención.

Aunque la psicología positiva ha supuesto la oportunidad de explorar múltiples espacios hasta ahora ignorados, también ha sido criticada por ser demasiado «occidental» en su perspectiva conceptual, «de clase media» en sus valores (Christopher y Hickinbottom, 2008), ignorar las circunstancias sociales y políticas de la gente que desean ayudar (Held, 2004), tener bases filosóficas difusas (Pérez-Álvarez, 2016) y estar basada en conclusiones científicas prematuras (Brown y otros, 2013, 2014; Lazarus, 2003). Teniendo en cuenta estas críticas, recientes movimientos dentro de la psicología positiva están desarrollando perspectivas críticas que ayuden a tener un campo de producción de conocimiento del bienestar humano que camine hacia la justicia social y la interculturalidad (Brown y otros, 2017).

2.5. Integración en psicoterapia

Al comienzo de la tendencia constructivista hemos hablado de la vocación integradora de estos y de la tercera generación cognitivo-conductual. En realidad, la tradición integradora es un movimiento complejo que se ha desarrollado desde diferentes espacios, no siempre «remando» en la misma dirección. Arkowitz (1991) en su escrito inaugural del Journal of Psycotherapy Integration apunta que el movimiento integrador aglutina esfuerzos en tres grandes áreas de trabajo: los factores comunes, la integración técnica (o eclecticismo técnico) y la integración teórica (o eclecticismo sintético).

A continuación describiremos estas tres áreas de trabajo a partir de los trabajos de Feixas y Miró (1993) y Corbella y Botella (2004).

El estudio de los factores comunes, que es un elemento transversal en diferentes capítulos de este libro, se refiere a la identificación de los factores que comparten la mayoría de las intervenciones psicológicas y que pueden explicar, al menos en parte, sus efectos. La integración técnica (eclecticismo técnico), por su parte, consiste en la selección de técnicas y procedimientos terapéuticos con independencia del enfoque teórico originario. Se distinguen estos subtipos:

• La integración (o eclecticismo) técnica o intuitiva. La selección se basa en el criterio del terapeuta.

• La integración (o eclecticismo) técnica pragmática. Selecciona las técnicas en función de la eficacia empírica demostrada.

• La integración (o eclecticismo) técnica teórica o de orientación. Selecciona técnicas de distintos orígenes en función de una teoría concreta. Como en la terapia cognitiva de Beck (1976).

• La integración (o eclecticismo) técnica sistemática. Se escogen los procedimientos o técnicas en función de unas características establecidas de las personas usuarias. Un representante sería el enfoque transteórtico de Prochaska y DiClimente (1982).

• Por último, en la integración teórica (eclecticismo sintético) se combinan los conceptos teóricos de dos o más enfoques psicoterapéuticos, con la finalidad de obtener un enfoque más completo. Engloba:

– La integración teórica híbrida: Intenta fusionar dos enfoques ya establecidos y que se consideran complementarios. Por ejemplo, la terapia cognitivo-analítica (Mirapeix, 1994).

– La integración teórica amplia; se articulan distintos aspectos del funcionamiento humano (cognitivos, emocionales, conductuales e interpersonales) y se nutren de las aportaciones de distintos enfoques psicoterapéuticos. Un ejemplo sería la propuesta de Fernández-Álvarez (1992).

– La integración metateórica: se articulan diferentes teorías psicoterapéuticas bajo un marco común metateórico. Un ejemplo sería el integracionismo teórico progresivo (ITP) de Neymeyer y Feixas (1990).

2.6. Tensiones con el biologicismo

A pesar de la introducción del modelo biopsicosocial (Engel, 1977) a finales de la década de los años setenta como paradigma de trabajo en salud, la evidencia de la falta de contextualización de la salud mental sigue siendo una fuente de críticas, especialmente en el contexto de la polémica que ha acompañado la publicación de la quinta edición del DSM (Whooley, 2014).

Si bien diagnósticos intrínsecamente polémicos como el de atención por déficit de atención e hiperactividad han acaparado buena parte de los debates (en este caso sobre su existencia y la pertinencia del tratamiento farmacológico frente a las posibilidades de intervención psicosocial), la escasez de recursos durante la crisis económica del final de la primera década del milenio ha evidenciado los desacuerdos entre los profesionales más proclives al tratamiento farmacológico, frente a los que abogan por las intervenciones psicosociales en diversos ámbitos de la salud mental y las adicciones. Aunque existen una gran cantidad de intereses económicos que influyen en este debate, con peso específico tanto de la industria farmacéutica como de las aseguradoras en países con sistemas de salud privados o semiprivados,8 el debate académico se suele centrar en la evidencia utilizada para justificar en qué casos son más adecuados unos u otros métodos o la integración de ambos.

En ambas disciplinas se utilizan metodologías experimentales (ensayos clínicos) para probar la eficacia de nuevos tratamientos. En estos estudios se aleatoriza la asignación de participantes, generalmente y de forma simplificada, a dos grupos. A uno de ellos, el grupo experimental, se le ofrece el tratamiento que se quiere probar. Al otro grupo, denominado «control», se le ofrece el tratamiento que ya se proporciona de forma habitual para la problemática en cuestión, un placebo,9 permanece en lista de espera, o no recibe tratamiento. Se hipotetiza que el grupo experimental debe presentar mejores resultados que el control después de la implementación del tratamiento.

En este contexto, la psicofarmacología se reivindica como productora de evidencia de mayor calidad, ya que puede aplicar más control en la experimentación, reduciendo la variabilidad. Así, puede aplicar lo que se llama «doble ciego», esto es, estudios donde ni participante ni profesional saben qué fármaco se está estudiando (se administran pastillas con cubiertas genéricas) e incluso a veces se distribuyen placebos (el grupo control no recibe fármaco, sino una pastilla sin efecto alguno). Estas metodologías son imposibles de implementar en el campo del tratamiento psicológico. Mientras que al participante se le puede «ocultar» qué tipo de tratamiento está siguiendo (aunque por motivos éticos se le debe informar que ha sido asignado aleatoriamente a una de varias posibilidades), es imposible que un terapeuta administre una terapia sin saber que lo está haciendo. Pese a esta limitación lógica, los investigadores de tratamientos psicológicos se defienden aduciendo que la investigación psicofarmacológica también tiene muchas limitaciones. Por ejemplo, es muy difícil ocultar el efecto de ciertos fármacos, haciendo absurdo aplicar control por placebo ante medicaciones con un efecto muy acusado, como los tranquilizantes o los antipsicóticos.

Antes de pasar a la siguiente sección, os proponemos un ejercicio de reflexión utilizando una metáfora, que esperamos os ayude a entender el uso diferencial de la evidencia científica por distintas disciplinas y corrientes.

Imaginemos que necesitamos encargarle los planos de una construcción a un arquitecto. Aunque no somos especialistas en el tema podemos imaginar que hay tres variables importantes que se deben tener en cuenta: la estructura, los materiales y el tipo de clima que tendrá que soportar la construcción. Imaginemos que conocemos a un profesional que nos dice que lo más importante es la estructura y que, además, existe evidencia de mejor calidad sobre las estructuras que sobre los materiales, ya que la física (que estudia las estructuras), se considera una ciencia más exacta que la química (que estudia los materiales). Pero, por sentido común, podemos llegar a la conclusión de que un edificio construido con materiales endebles, por muy buena estructura que tenga, no podrá en ningún caso ofrecer la seguridad suficiente para ser habitado.

Imaginemos que contactamos posteriormente con un experto en materiales. Este experto nos habla de un material sintético muy eficiente, que por un bajo coste nos ofrece grandes prestaciones y seguridad. No obstante, al visitar una construcción hecha con este material no sentimos conexión, no nos sentimos viviendo o trabajando dentro de un edificio construido con este material. Sin embargo, la madera nos hace sentir bien y, aunque sabemos que no es tan eficiente, podemos imaginarnos desarrollando actividades dentro de un edificio de madera sintiéndonos cómodos.

Por último, imaginemos que el edificio va a estar construido en un lugar donde hay riesgo de terremotos. No obstante, los expertos que hemos contactado antes pertenecen a una región geográfica donde hay humedad y viento intenso, pero nunca ha habido terremotos y las edificaciones no están preparadas para estos fenómenos sísmicos. Por ello contactamos a un tercer experto que nos clarifica lo apropiado de diferentes estructuras y materiales en el contexto de una zona con regulares movimientos de placas tectónicas.

Ejercicios:

1. Intenta establecer paralelismos entre el estudio de estructuras, materiales y clima en arquitectura con los factores etiológicos de naturaleza biológica, psicológica y social.

2. De forma similar, establece paralelismos entre la profesión de arquitecto y la de psiquiatra, psicólogo, trabajador y educador social.

3. En el ejemplo del edificio, si tuvieses que elegir a uno, ¿con qué profesional te quedarías?

4. ¿Cuáles crees que son las razones que impiden la integración del conocimiento biológico, psicológico y social en salud mental?

3. La evidencia sobre los tratamientos psicológicos y su uso

Acabamos de describir como las diferencias en los métodos de ob­­tención de evidencia científica sobre la adecuación de los tratamientos afecta a las relaciones entre los profesionales de orientación biomédica y psicosocial. Por otra parte, entre las diferentes escuelas de tratamiento psico­lógico, aparte de las diferencias de foco y conceptualización del sufrimiento humano, también existen diferencias en la manera en que creen que debe crearse y usarse el conocimiento sobre tratamiento psicológico. En este sentido, como ya vimos, existen posiciones epistemológicas enfrentadas como son las constructivistas-interpretativistas y las positivistas.

3.1. Constructivismo frente a positivismo

• Las posturas epistemológicas positivistas están fuertemente arraigadas en una posición ontológica realista y una axiológica que rechaza los sesgos y exige trabajar para eliminarlos en la medida de lo posible. La aproximación metodológica de los académicos positivistas se caracteriza por el uso de diseños experimentales y análisis estadísticos para el análisis de las variables.

• En contraste, las perspectivas constructivistas-interpretativistas son compatibles en mayor o menor medida con una posición ontológica relativista y una axiológica que acepta los sesgos (es decir, asume que la objetividad perfecta es imposible y apela a que cada cual haga explícitos sus prejuicios para poder trabajarlos). Los métodos de investigación cualitativos tienen mayor protagonismo bajo esta perspectiva, aunque en los últimos tiempos también se ha desarrollado un fuerte movimiento en apoyo al uso de metodologías mixtas (combinando cualitativas y cuantitativas).

Como podemos imaginar, estas dos posturas producen maneras muy diferentes de entender el diagnóstico y tratamiento de los trastornos mentales: mientras que los enfoques constructivistas dan importancia a la experiencia clínica y aceptan metodologías más flexibles que permitan exploran los procesos terapéuticos, los enfoques positivistas solo aceptan como cierto lo que se pueda probar de forma estandarizada dando preferencia a los ensayos clínicos aleatorizados, posteriormente sometidos a metaanálisis.10 Más recientemente ha habido esfuerzos integradores en los que se han diseñado ensayos clínicos de método mixto en los que a la vez se explora el proceso a través de metodologías cualitativas y se comprueba la eficacia de la intervención con metodologías de análisis cuantitativo.

3.2. Eficacia y efectividad

Otros autores recuerdan las implicaciones clínicas de las diferencias entre eficacia y efectividad. Mientras que la eficacia hace referencia a la capacidad que tiene un tratamiento de producir cambios psicológicos superiores a los de la no intervención o a los de otros tratamientos estándares disponibles y por ello se comprueba a través de métodos experimentales, es decir, priorizando la validez interna; la efectividad se refiere a la existencia de efectos en sí mismos, comprobados bajo condiciones habituales, priorizando, por tanto, la validez externa (Ferro García y Vives Montero, 2004). Teniendo esto en cuenta, se han hecho llamadas a estudiar la efectividad de las intervenciones ya que a veces se encuentran distancias importantes entre la eficacia de un tratamiento y su efectividad, esto es, entre los resultados en las condiciones controladas de los ensayos clínicos y la aplicación de estos tratamientos en contextos reales. El movimiento ha tomado el nombre de evidencia basada en la práctica en contraposición con el de práctica basada en la evidencia (Barkham y Mellor-Clark, 2000). Algunas de las explicaciones son que las muestras de los ensayos clínicos no son representativas de las personas que acuden a los servicios de salud mental, la influencia de variables socioeconómicas y culturales que no están suficientemente contempladas en los ensayos y la escasez de recursos en los servicios de salud mental, lo que impide incorporar en la práctica las innovaciones propuestas.11

3.3. Paradigmas epistemológicos en el contexto de la historia de la psicología

La dicotomía constructivismo-positivismo no es un fenómeno nuevo en el campo de la psicología. En los inicios de la disciplina hubo un enfrentamiento si cabe más radical, cuando se pasó del predominio de las ideas psicoanalíticas (paradigma interpretivista) al surgimiento de la primera generación de tratamientos conductuales (paradigma positivista). Posteriormente, el paso a la suma de lo cognitivo con el modelo conductual supuso un esfuerzo de integración de diferentes posiciones epistemológicas y teóricas ya que lo conductual, arraigado en un empirismo heredero del movimiento británico del siglo XVII (encarnado en Locke y Hume), tuvo que aceptar una cierta dosis de racionalismo (movimiento opuesto de tradición indoeuropea encarnado en Descartes y Kant). La influencia del cognitivismo, también de corte epistemológico positivista, no afectó a la manera de evaluar los tratamientos psicológicos. Mientras que el empirismo aportó la idea del diseño experimental, el racionalismo aportó instrumentos de medida para cuantificar las variables dependientes.12 De hecho fue durante el auge de la segunda generación de tratamientos psicológicos cognitivo-conductuales cuando se generalizó el estudio sistemático a través de metodologías experimentales. En este sentido, desde la década de los años cincuenta del pasado siglo se ha desarrollado una creciente actividad de análisis sobre la eficacia y efectividad de los tratamientos psicológicos (iniciada por el psicólogo alemán afincado en Reino Unido Hans Eysenck, también famoso por sus trabajos en personalidad). Como vimos más atrás, la teoría de marcos relacionales ha devuelto una dosis de empirismo al entendimiento del lenguaje y la cognición.

Actualmente, los tratamientos propuestos desde el modelo cognitivo-conductual, cuentan con mayor número de estudios destinados a analizar el grado de evidencia que el resto de las corrientes en su conjunto. Este fenómeno, enmarcado dentro del movimiento de medicina y psicología basada en la evidencia (PBE, ver Vázquez y Nieto, 2003), se relaciona con el hecho de que son intervenciones para las cuales es más fácil crear un protocolo, es decir, pueden manualizarse y administrarse homogéneamente, facilitando su estudio. Los críticos de esta perspectiva argumentan que la homogeneización de los tratamientos psicológicos es un mero intento por emular de algún modo la «inocuidad» e «imparcialidad» de la administración de fármacos. Según estos autores, esto no tiene por qué ser algo positivo. Si bien aplicar un «mismo tratamiento» a muchos sujetos sin duda facilita su evaluación, también dificulta personalizarlos, simplificando la situación de las personas usuarias e ignorando parte de su diversidad e idiosincrasia. Los defensores de la PBE reconocen que no hay una manera sencilla de crear y sistematizar la evidencia, pero señalan que no evaluar empíricamente las terapias podría poner en peligro la salud de muchas personas. Por otro lado, cabe destacar que a nivel de la práctica real, aunque la mayoría de los terapeutas dicen aplicar terapias cognitivo-conductuales, debido a su popularidad y la evidencia recabada en condiciones experimentales, a la hora de la verdad se aplican intervenciones diversas que a veces distan mucho de lo que dictan las guías de tratamiento (Waller y otros, 2012).

La priorización de la investigación experimental por parte de la PBE tiene también un efecto sobre las prioridades de los profesionales, especialmente de los que combinan carreras clínicas y de investigación. El estatus dominante durante décadas de escuelas positivistas ha hecho que muchos psicólogos y psicólogas prioricen la validez interna (el diseño de los ensayos clínicos o el análisis estadístico), ignorando en mayor o menor medida la evaluación de la calidad del proceso terapéutico y el contexto sociocultural donde se realizan las intervenciones. Ya que las instituciones de control de calidad entienden nuestra profesión como práctica basada en la evidencia, es decir en investigación y los que la practicamos tenemos el derecho y el deber de evaluar nuestros resultados, una aproximación exclusivamente experimental podría fomentar una falta de atención a la efectividad en condiciones habituales. En este contexto los componentes narrativos o identitarios de las terapias son los que en último término posibilitan que el proceso terapéutico se lleve a cabo.13 Aunque la investigación cualitativa y mixta ha experimentado un gran impulso en los últimos años (quizá más acusado en el contexto anglosajón), la presencia de estas metodologías en las revistas de mayor impacto en psicología clínica y psiquiatría sigue siendo minoritario. Esto supone un gran obstáculo para la consecución de plazas y subvenciones para aquellos que optan por estas metodologías. Esto es, la investigación experimental y en general la cuantitativa sigue siendo un camino más rápido al éxito académico que la cualitativa o mixta.

En consonancia con la necesidad de hacer investigación para la consecución de puestos de alto nivel en el sistema sanitario, también se ha visto que muchos investigadores e investigadoras tienden a publicar los resultados de los ensayos clínicos en mayor medida cuando estos han tenido resultados positivos, es decir, cuando el tratamiento no tiene el efecto esperado se tiende a no publicar estos resultados. Para prevenir o al menos visibilizar este fenómeno, se ha generalizado la inclusión del análisis de estos sesgos en los metaanálisis. Una manera sencilla de ver si existe un sesgo de publicación, es decir, si los estudios negativos se guardan en un cajón, son los gráficos de embudo.14 Teóricamente, los estudios con más participantes tenderán a estar más cerca de la media ponderada de un gran número de estudios, mientras que los que tienen pocos participantes es más probable que se desvíen, dado que son más vulnerables al azar (dentro de lo poco común, es más probable obtener cinco caras seguidas tirando una moneda, que obtener cien seguidas). Representando el tamaño del efecto de los estudios en una gráfica donde el eje vertical sea el número de participantes y el horizontal sea el efecto de la intervención, la forma del gráfico debería ser un embudo o una pirámide. Como se puede ver en la figura 2, si el lado izquierdo de la parte ancha del embudo presenta muchos huecos, es probable que se deba a que algunos estudios con resultados negativos no se han llegado a publicar.

Figura 2. Gráficos de embudo de metaanálisis sin sesgo (izquierda) y con sesgo (derecha) de publicación.

Paralelamente, las tradiciones psicodinámicas y las herederas de las humanistas (las de corte socio-cognitivo y constructivista), aunque guardan una cierta distancia epistemológica hacia el uso de metodologías experimentales (recordemos que entienden que lo importante es la interpretación o la construcción compartida del conocimiento), han aceptado el uso de estas, sobre todo para poder ofrecer sus servicios en el contexto de sistemas de salud dominados por el paradigma de la PBE. En este sentido, existen metaanálisis que reportan resultados positivos de terapias psicodinámicas, sistémicas o narrativas.

Adicionalmente, se han intentado someter a análisis empírico intervenciones más personalizadas. Aunque ha habido resultados positivos, este tipo de estudios tienen dificultades añadidas, dado que se modifican variables clave como, por ejemplo, el número de sesiones (haciendo que persista la duda de que si lo que funciona es el método o la posibilidad de desarrollar mejor la relación, independientemente del modelo teórico). Además, la inclusión de diversas condiciones, grupos o personalizaciones del tratamiento en un ensayo clínico dispara el número de sujetos necesarios para llevar a cabo un estudio. Valga como ejemplo el proyecto MATCH (Project MATCH Research Group, 1997), en el que se compararon tres tipos de tratamientos para personas con problemas de alcohol. Los participantes podían ser asignados a tres tipos de tratamientos (cognitivo-conductual, motivacional o modelo de doce pasos) al azar o ser destinados al tratamiento que se suponía mejor respecto a sus características clínicas y sociodemográficas (es decir, un total de seis condiciones posibles), de ahí el acrónimo MATCH, de «emparejar» en inglés. Este proyecto costó 27 millones de dólares, incluyó a más de mil quinientos participantes y no llegó a proporcionar resultados concluyentes sobre las diferencias entre los tratamientos, ni entre la asignación aleatoria o según características concretas de los participantes.

Posteriormente, en el ámbito de la práctica basada en la evidencia en general, se está extendiendo el estudio de las preferencias de las personas usuarias, con gran evidencia de los beneficios que tiene sobre el efecto del tratamiento (Preference Collaborative Review Group, 2008). En el ámbito de la salud mental, un metaanálisis evidencia la preferencia de las personas usuarias por tratamientos psicológicos por encima de los farmacológicos (McHugh y otros, 2013), y dos metaanálisis (Lindhiem y otros, 2014; Swift y otros, 2018) muestran como respetar las preferencias de las personas usuarias recibiendo tratamiento psicológico mejora los resultados y disminuye los abandonos independientemente de la dirección de la elección.

Por otra parte, se ha demostrado que la orientación o el tipo de técnicas escogidas es menos determinante para los resultados que algunos de los llamados «factores comunes» (Rosenzweig, 1936), como son, por ejemplo, los rasgos de personalidad de persona usuaria y terapeuta, la calidad de la relación terapéutica entre ambas o la existencia de experiencias relacionales correctivas o de catarsis en el contexto de la psicoterapia (Uribe Restrepo, 2008). Lambert y Barley (2001) afirman que los factores comunes son el segundo elemento con mayor poder predictivo de cambio (30 %) por detrás de los factores de cambio extraterapéutico (40 %)15 y por delante de las técnicas (15 %) y las expectativas previas de la persona (15 %, entendidas como placebo por estos autores).16 No obstante, aunque los factores comunes desempeñan un papel indiscutible, todo terapeuta al fin y al cabo se basa en algún modelo, ya que lo necesita para formular sus casos. Por ello, aunque la diferencia entre la efectividad de estos modelos no sea grande, hay que tener en cuenta que siempre que se trabaja con uno es muy importante reconocerlo y ser conscientes de las presuposiciones que tenemos cuando partimos de una manera específica de ver las cosas.

Algunas orientaciones dan instrucciones más o menos concretas sobre el estilo que debe adoptar el terapeuta. De acuerdo con la conceptualización original de McNair y Lorr (1964) hay tres factores que parecen definir la conducta terapéutica: uso de técnicas (psicoanalíticas en su caso) y los niveles de impersonalidad y de directividad. Más recientemente, Fernández-Álvarez y otros (2003) han desarrollado un sistema de evaluación que incluye cinco dimensiones bipolares que pueden interaccionar con el curso de un proceso terapéutico: instruccional (flexible vs. rígido), atencional (abierto vs. focalizado), expresiva (próximo vs. distante), operacional (espontáneo vs. pautado) e involucrativa (muy vs. poco comprometidos). La idea de estos modelos no tiene que ver con encontrar «buenos» o «malos» terapeutas, sino con entender cómo los estilos terapéuticos interaccionan con las características de las personas usuarias, y dan lugar a relaciones únicas. Aprovechamos para señalar que también es importante tener siempre presentes las limitaciones propias y del modelo desde el que trabajamos, ser honestos, reconocer cuando no podemos hacernos cargo de determinadas situaciones y necesitamos la colaboración de otros profesionales o incluso derivar.

4. Aspectos socioculturales

Un grupo de profesionales británicos de la salud mental, críticos con las conceptualizaciones dominantes sobre el malestar emocional (Cromby y otros, 2013; Johnstone y Boyle, 2018) nos recuerdan que, aparte de los viejos aunque vigentes debates sobre las diferentes visiones en relación con la producción de conocimiento, la dimensión social de la salud mental reclama que las y los terapeutas tengamos conciencia de temas como el contexto de exclusión social en el que se desarrollan buena parte de los malestares psíquicos o la estigmatización que llevan a cabo los medios de comunicación de manera sistemática y que, a la postre, contribuye al miedo y al rechazo que causan los problemas de salud mental en la población. Estos autores también nos recuerdan que el sufrimiento psíquico (posible traducción de «distress» en inglés, término que va ganando reconocimiento) se interpreta desde el marco cultural de referencia y, por tanto, el grado en el que las acciones de una persona se juzgan como disfuncionales dependerá del contexto normativo y de relaciones de poder, y tendrá que ver con su significado cultural y el grado en el que esas acciones son inusuales.

4.1. Justicia social y tratamiento psicológico

Al considerar la intervención de factores relacionados con la justicia social en el tratamiento psicológico podemos pensar en el posible efecto de la pobreza y la exclusión social a dos niveles: la posible influencia etiológica (en la génesis del problema que desencadena la demanda a un profesional) y los especiales problemas de acceso y cumplimiento de los requerimientos del tratamiento por parte de personas con problemas socioeconómicos.

En relación con el primer aspecto (la influencia etiológica) se ha estudiado el papel de las desigualdades sociales (tanto las cronificadas, como las que se producen a consecuencia de un vuelco político o una crisis económica que cambia drásticamente la vida de las personas). Este campo tiene una gran tradición de investigación que se remonta a las revoluciones francesa y americana –encarnada en los trabajos de Philippe Pinel y Benjamin Rush, respectivamente (Rosen, 1968)– y ha llegado hasta la reciente crisis financiera que afectó especialmente a los países mediterráneos (Economou y otros, 2013; Gili y otros, 2013). A nivel psicológico, los mecanismos concretos por los que opera el proceso de deterioro de la salud mental ante las adversidades económicas, producidas por desigualdades sociales, parece que tiene que ver con la evaluación subjetiva de nuestros propios recursos, la opinión sobre el clima social y las creencias previas sobre eficacia (Eiroa-Orosa, 2013). Ante estos factores y para afrontar una situación difícil como puede ser perder el empleo, las personas elaboramos un plan de acción de manera más o menos consciente. Dependiendo del éxito que tenga el plan podemos caer en la indefensión aprendida (Seligman, 1972) y la percepción de que no tenemos capacidad predictiva alguna sobre los acontecimientos que nos rodean (Botella y Feixas, 1998). Todo ello puede acabar produciendo angustia, estrés y depresión. Según esta conceptualización del afrontamiento a dificultades de origen socioeconómico, mientras que las personas que han tenido un adecuado desarrollo con oportunidades tienden a tener un mayor nivel de autoeficacia, locus de control interno y estrategias de afrontamiento más flexibles, las que no han disfrutado de estas oportunidades tienden a desimplicarse socialmente, ya que en estos casos la implicación causa frustración y desánimo. En este sentido Tomasik y otros (2010) encontraron que los jóvenes menos implicados socialmente en áreas de Alemania con problemas económicos y elevadas tasas de paro disfrutaban de mayor satisfacción vital que aquellos más implicados, mientras que esta relación era inversa en las regiones con mejor situación económica. Es decir, la implicación social y el emprendimiento que se les pide a los jóvenes en forma de búsqueda activa de formación continuada y ocupación solo aumentan la satisfacción vital y, por consiguiente el bienestar psicológico, cuando las oportunidades de crecimiento son reales.

Por otro lado, recientes estudios han evidenciado que, a nivel de bienestar psicológico y salud, los recursos materiales con los que se cuentan objetivamente no son tan determinantes, sino que la percepción subjetiva de justicia y de que obtenemos lo que nos corresponde sería lo que realmente afecta a nuestro bienestar. La percepción subjetiva de injusticia está relacionada con una peor salud mental (Kivimäki y otros, 2003), psicosomática (Schmitt y Dörfel, 1999), física (De Vogli y otros, 2007) y el aumento de bajas laborales (Elovainio y otros, 2004). Prilleltensky (2012) se pregunta por qué las ciencias comportamentales y la psicología aplicada le prestan tan poca atención a las condiciones de justicia social, como sí ocurre en las disciplinas relacionadas con la salud pública. Este autor propone un modelo para contextualizar el malestar y la capacidad de bienestar psicológico de cada persona en función de su situación objetiva y subjetiva de justicia, muy útil para tener en cuenta estos factores en un tratamiento. Mientras que en condiciones óptimas de justicia podemos ayudar a la gente a prosperar o florecer,17 si las condiciones son subóptimas deberíamos contextualizar la intervención en el afrontamiento. En situaciones de vulnerabilidad, Prilleltensky habla de confrontación y finalmente en situaciones donde la injusticia es persistente, de sufrimiento. Esto nos lleva a pensar que a veces el sistema de atención en salud mental y en específico sus profesionales, deberían adaptar partes de su intervención a las necesidades de las personas usuarias con más dificultades de acceso a los servicios (por no disponer de seguro de salud, tener horarios laborales incompatibles con los horarios de atención, etc.) y mayores dificultades para seguir el tratamiento (por tener menor nivel cultural, por no poder pagar servicios privados, etc.). Esto es así en general en colectivos sometidos a mayor estrés psicosocial y, como veremos en el siguiente apartado, específicamente en colectivos de migrantes y refugiados.

4.2. Aspectos culturales

El aumento de los flujos migratorios y el éxodo de refugiados desde zonas en constante conflicto ha empujado a la creación de un extenso campo de estudio sobre las diferencias culturales en la etiología y expresión de los malestares mentales, así como las distintas necesidades terapéuticas de personas de origen no occidental, encarnadas en la psicología y psiquiatría transcultural. A nivel etiológico es importante considerar la diferente importancia que damos a los síntomas según nuestro origen cultural. Por ejemplo, en Occidente solemos ser bastante más tolerantes con una persona de rasgos obsesivos que con una que muestre sintomatología psicótica. Esto puede ser debido a que mientras el orden es juzgado como algo positivo, un momento «de locura» o «brote» es juzgado como peligroso. Sin embargo, esto no es algo universal, ya que hay lugares donde la psicosis es tolerada e incluso integrada en prácticas religiosas.

Adicionalmente existen lo que se ha denominado «síndromes culturales» o «síndromes ligados a la cultura». Un ejemplo clásico es el síndrome de Koro o de retracción genital que se define como una creencia abrumadora de que los genitales masculinos se están reduciendo y desaparecerán, a pesar de la falta de verdaderos cambios (al menos de larga duración) en los genitales. Este síndrome se da de manera casi exclusiva en personas originarias de India, China, Japón y algunas regiones de África.

Qureshi y Eiroa-Orosa (2012) ponen de manifiesto que la capacidad de ser sensible a las diferentes necesidades que personas usuarias de origen distinto tienen, y más específicamente a la propia relación entre el clínico y la persona usuaria –denominada «competencia cultural»–, parece ser uno de los ingredientes principales implicados en la desigualdad en la atención sanitaria a grupos étnicos minoritarios. La competencia cultural hunde sus raíces teóricas en dos conceptos muy debatibles: la «cultura» y la «raza». La cultura hace referencia a una construcción social compartida, dinámica, en constante transformación y sujeta a múltiples interpretaciones. La cultura, pues, surge de la interacción entre seres humanos y no es un concepto fijo ni estable. Además no todas las personas cumplimos con los estereotipos de una cultura en el mismo grado. No todas las personas de origen andaluz bailan sevillanas (pero quizá sí es más probable que usen aceite de oliva que de girasol para freír) ni todas las personas de origen árabe llevan velo o son musulmanes practicantes (aunque sí es poco probable que coman carne de cerdo por costumbre).

Por otro lado, la raza, concepto denostado y rechazado por el cuerpo científico, no puede ser ignorada como problema social real. Smedley y Smedley (2005) titulan precisamente un artículo sobre el concepto de raza «la raza como biología es una ficción, pero el racismo como un problema social es real». Omi y Winant (1993), en la misma línea, rompen con la vieja dicotomía de la raza como constructo objetivo vs. ideológico, dirigiéndose hacia una comprensión crítica del uso del concepto de «raza» basado en el contexto sociohistórico donde se usa. En definitiva, independientemente de si las razas son o no un concepto biológico válido, los terapeutas, como cualquier persona, tendemos a estereotipar a personas de grupos sociales y étnicos diferentes, lo que causa que su experiencia al recibir tratamiento psicológico pueda ser distinta si no lo tenemos en cuenta.

Existen diferencias objetivas de las diversas capacidades de acceso al sistema sanitario y en concreto al acceso a tratamiento psicológico de minorías étnicas, migrantes y refugiados. Estas diferencias ocurren no solo por una diferente capacidad económica para costear los tratamientos, sino por la incomprensión por parte de algunas personas (no solo pertenecientes a minorías, pero sí más frecuentemente) de la utilidad de las terapias psicológicas y la percepción de racismo. Esto nos puede llevar a pensar que la efectividad de los tratamientos puede ser variable dependiendo de factores socioculturales o incluso ser irrelevante, dado que muchas personas no pueden permitirse recibir un tratamiento psicológico (ya sea porque no se lo pueden permitir o porque los niveles de estrés psicosocial interfieren con el proceso) o no sienten que les pueda ayudar en el problema que tienen. Para superar esta falta de efectividad existen sobre todo dos tendencias en competencia cultural. En primer lugar, las denominadas «culturalistas» centran su atención sobre la compatibilización de los códigos culturales del profesional y el paciente, de intentar objetivar los diferentes modos de entender la expresión y dar sentido a la explicación del sufrimiento. En segundo lugar figuran las basadas en la superación de los prejuicios raciales del personal especializado a través del trabajo con los prejuicios, estereotipos y preconcepciones.

En general, los modelos de competencia cultural, como casi todos los modelos de competencia, consisten en tres ámbitos: conocimientos o competencia cognitiva, habilidades o competencias procedimentales y actitudes o competencias actitudinales (Sue y otros, 2009). Mientras que los conocimientos sería un ámbito especialmente afín a la perspectiva culturalista, la atención a los prejuicios y a la contratransferencia racial sería propia de la perspectiva basada en los prejuicios raciales.

4.3. Estigma

Aunque el tema del estigma en el contexto clínico será tratado sobre todo en la sección de diagnóstico, ya que buena parte de este fenómeno está relacionado con el uso de etiquetas nosológicas, creemos conveniente llamar la atención del lector sobre ello como elemento preliminar y tema relevante en el estudio contemporáneo de la salud mental. Goffman (1963) definió por primera vez el estigma como un «fenómeno por el cual un individuo con un atributo profundamente desacreditado por su sociedad es rechazado como resultado de ese atributo». El estigma, añade, es un proceso por el que la reacción de los demás deteriora la identidad. En el campo de la salud mental se define actualmente el estigma como la «atribución de cualidades negativas y despectivas sobre un colectivo de personas, que pasan a ser vistas, pensadas y tratadas a través de un prisma construido sobre prejuicios» (Obertament, 2016). Es decir, el estigma deriva de la atribución de causalidad entre la pertenencia a un grupo social y ciertas características personales que, si se encuentran en una persona no perteneciente a un colectivo estigmatizado, se suelen atribuir a características internas. Un modo de entenderlo sencillamente es equiparándolo al racismo frente a la inmigración: «Un emigrante roba porque es de fuera/de XXX país» (pertenencia étnica), mientras que un blanco «roba porque es malo/egoísta/impulsivo» (característica interna).

Como ya hablamos en el apartado anterior, aunque las razas no sean un constructo científico válido, el racismo existe y estructura de diversas maneras nuestra sociedad. Del mismo modo, aunque las personas que han tenido o atraviesan actualmente un periodo sintomático no son esencialmente diferentes al resto de la población, el estigma es un problema real que impide la recuperación completa de muchas personas. Así, existen suposiciones como «un hombre con esquizofrenia delinque porque las personas con estos problemas son peligrosas (calificación por pertenecer a un grupo)», «un hombre sin diagnóstico delinque porque es malo (característica interna)».

López y otros (2008) analizan el proceso de estigmatización que supone el encadenamiento del etiquetado, la asociación de características desagradables a los miembros del grupo, el acotamiento grupal («ellos» y «nosotros»), las repercusiones emocionales tanto en el grupo estigmatizado (sobre todo vergüenza) como en los que estigmatizan (sobre todo miedo y compasión), que llevan a una pérdida de estatus del grupo estigmatizado y a su pérdida de poder social. Esta reflexión se relaciona con la necesidad buscar una explicación para las personas que cometen actos poco aceptables, anómalos o distintos al resto: por ejemplo, «mató a su mujer porque se volvió loco».

Como vemos, un ejemplo de característica desagradable atribuida frecuentemente a las personas con un diagnóstico de salud mental es la peligrosidad, esto es, probabilidad de que desarrollen actos violentos en mayor medida que las personas sin diagnóstico. Por desgracia casos como los del piloto de German Wings,18 o el alumno del Instituto Joan Fuster en Barcelona,19 han ayudado a relacionar de manera acrítica diagnóstico de trastorno mental con violencia, pero los datos reales no avalan esta relación. Por ejemplo, según los principales metaanálisis llevados a cabo, los problemas de salud mental en general (Lam, 2014), la psicosis (Witt y otros, 2013), e incluso el diagnóstico concreto de esquizofrenia (Fazel y otros, 2009), que es el que más a menudo se relaciona con peligrosidad por la pérdida de contacto con la realidad que implica, no tienen relación directa con la comisión de actos violentos, sino que la diferencia absoluta de actos violentos cometidos por personas con este diagnóstico en comparación con el resto de la población se explica por la exposición a situaciones de riesgo (como el consumo de sustancias), muy vinculada con la exclusión social que sufren muchas de estas personas. Esto es, experimentar sintomatología psicótica no aumentaría la probabilidad de cometer actos violentos. No obstante, las personas con psicosis se ven envueltas en mayor proporción que la gente sin este diagnóstico en situaciones que implican conductas de riesgo, como el consumo de sustancias, que sí guarda una relación directa con la comisión de actos violentos. ¿Debemos entonces preocuparnos por el problema de salud mental en sí, o por el consumo irresponsable de alcohol y otras drogas, ya sea en personas con o sin diagnóstico? Sin embargo, las personas con problemas de salud mental tienen una probabilidad mucho mayor de ser víctimas de actos violentos que el resto de la población (Trevillion y otros, 2012) o hacerse daño a ellos mismos (Swanson y otros, 2015).

Aparte de la peligrosidad, los prejuicios que se suelen tener en relación con las personas con diagnóstico son (Sheehan y otros, 2017):

• La presencia de disminución psíquica, que se da en algunos casos concretos pero no es una característica representativa.

• La impredictibilidad, asociada a un alto nivel de impulsividad, independientemente del tipo de diagnóstico o las características personales.

• La infantilización, o atribución de características infantiles e inmadurez.

• La culpabilización, entendiendo que algunas personas tienen un malestar «porque quieren» o por no «tener voluntad». Por ejemplo, una adicción estaría relacionada con la falta de voluntad para dejarlo, o sufrir depresión con «ser vago» o no tener voluntad suficiente para superarlo.

• La atribución de cualidades graciosas y susceptibles de generar burla. Especialmente en el cine, se caracteriza a personas diagnosticadas de un trastorno mental como especialmente cómicas.

• La genialidad. De forma inversa, en algunas ocasiones se atribuyen a personas diagnosticadas de un trastorno mental cualidades intelectuales y artísticas superiores a personas sin esta característica.

Existe evidencia científica que demuestra que todas estas atribuciones son falsas o cuando menos no representativas del colectivo de personas con trastorno mental. Sin embargo, las campañas de sensibilización enfocadas de una manera racional, basadas en dar datos y explicar la etiología de los malestares mentales, no han tenido éxito para la población general (aunque las intervenciones educativas sí son eficaces para reducir el autoestigma de las personas con un diagnóstico; Griffiths y otros, 2014), mientras que parece que la normalización a través de testimonios en primera persona sería una de las estrategias de sensibilización más eficaces (Mehta y otros, 2015).

4.4. El movimiento de la recuperación

Como ya comentamos más arriba, los distintos movimientos sociales de las personas usuarias de servicios de salud mental han ido ganando protagonismo, sobre todo desde la década de los años setenta. Aparte de su lucha por la adquisición y recuperación de derechos y contra la estigmatización de las personas diagnosticadas de un trastorno mental, es importante destacar que muchas de estas organizaciones han promovido un cambio profundo en el sistema de atención a las personas con experiencias de sufrimiento psíquico.

A raíz de las sinergias creadas entre las reivindicaciones de estas personas, sus familiares y profesionales del ámbito de la rehabilitación psicosocial, nace a principios de los años noventa el movimiento de la recuperación (Anthony, 1993), que defiende el paso de la visión de los tratamientos que buscan, ante todo, la remisión sintomática hacia una visión que entienda la recuperación como un proceso personal e idiosincrático basado en la esperanza (Substance Abuse and Mental Health Services Administration, 2012). Además de la integración de personas con experiencia propia como profesionales como característica identitaria (Davidson, 2016), este movimiento se diferencia de las tendencias de rehabilitación psicosocial, por proponer una nueva reforma total del sistema de salud mental, también en dispositivos hospitalarios (Singh y otros, 2016), a través sobre todo del aumento del protagonismo de las personas usuarias y sus familiares en la toma de decisiones sobre el tratamiento.

Algunas de las estrategias de los profesionales de la salud mental a la hora de trabajar desde el modelo de la recuperación han sido la separación de la persona del diagnóstico, la exploración de las necesidades de la persona, la atención a su estilo de autonomía, la negociación de planes personalizados de recuperación, la exploración de las dinámicas de poder que se dan entre profesionales y personas usuarias, la reducción de las coerciones y el trabajo en equipo, entendiendo a la persona en recuperación como parte de este, e incluso la incorporación de personas con experiencia de sufrimiento psíquico como profesionales especialistas en apoyo entre iguales (Davidson y otros, 2016). Estos nuevos profesionales, cuya principal herramienta es compartir la experiencia, realizan tareas de acompañamiento, fomento y organización de grupos de ayuda mutua, y asesoramiento a otros profesionales.

El enfoque del modelo de la recuperación es un paso importante en el proceso de mejora de la asistencia en salud mental. Supone una excelente justificación teórico-práctica para alejar la atención en salud mental del enfoque exclusivamente basado en diagnósticos que deben conducir, unívocamente, a tratamientos enfocados a la remisión sintomática. Sin embargo, las críticas planteadas por muchos movimientos de personas usuarias (Thomas, 2016) enfatizan la necesidad de estructurar ideas menos vulnerables a la «colonización». Esto es, el concepto de recuperación ha sido adoptado por muchos proveedores de servicios que desean renovar su imagen adoptando un lenguaje políticamente correcto. Sin embargo, en algunos casos, esta adopción no ha ido más allá del uso de algunos términos y no ha servido realmente para cambiar la práctica cotidiana. Muchos profesionales han dejado de decir «enfermo» para decir «no recuperado» (del mismo modo que en discapacidad se pasó del uso del concepto de idiocia al de subnormalidad sin que hubiese un cambio real de fondo), pero ello no ha llevado a reducir el paternalismo y la coerción de manera significativa. De hecho, el término recuperación se utilizó en las campañas para la implementación del tratamiento ambulatorio involuntario, una medida claramente contraria a una atención respetuosa con los derechos de las personas usuarias. Por ello, otras alternativas más recientes han propuesto el paso de la concepción de la atención en salud mental desde la perspectiva que concibe a las personas usuarias como objeto de cuidado y política asistencial, a la perspectiva de un modelo que conciba a las personas como sujetos de derechos.

Un ejemplo de modelo basado en derechos se ha dado en el contexto del fracaso de modelos de integración social basados en objetivos cuantificables. La aplicación de estos modelos, a pesar de tener éxito en términos materiales (consecución de vivienda, trabajo…), no conseguían que las personas se sintiesen parte de la comunidad en la que se «integraban» e incluso, en algunos casos, volvían a situaciones de exclusión social extrema. A través de diversos procesos de reflexión se han redefinido viejos planteamientos y se ha formulado el nuevo concepto de ciudadanía (Rowe y otros, 2001; Rowe y Pelletier, 2012). La propuesta del modelo de ciudadanía propone el trabajo sobre cinco dimensiones principales, que en inglés son cinco erres (una «d» y cuatro «r», en castellano): derechos, responsabilidades, roles, recursos y relaciones. Este modelo se ha utilizado recientemente en procesos de empoderamiento como marco para abrir oportunidades de participación social a miembros de grupos estigmatizados (Rowe y otros, 2009), a través de intervenciones que han mostrado eficacia en diversos contextos (Clayton y otros, 2013). Lejos de suponer una alternativa al movimiento de la recuperación, el modelo de ciudadanía se ha propuesto como un fortalecimiento para superar sus limitaciones. (Rowe y Davidson, 2016). En los programas de intervención basados en ciudadanía, en lugar de concebir a las personas diagnosticadas de trastornos mentales como problemas que deben abordarse mediante la intervención de otros, se les considera expertas en estos problemas y dificultades y, en consecuencia, las principales responsables en la identificación de soluciones. La tarea central de los profesionales que trabajan desde este modelo es involucrar a personas con malestar psíquico y riesgo de exclusión social en la redefinición de sus desafíos en sus propios términos.

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1 Siglas en inglés de European Federation of Psychologists’ Associations.

2 Trabajadores y pedagogos sociales pueden formarse, pero solo en terapia sistémica.

3 Sería bastante complicado someter a diseños experimentales formas más clásicas de psicoanálisis y, por consiguiente, los estudios de evidencia se centran casi en exclusiva en formas breves adaptadas a necesidades de servicios públicos de atención.

4 Acrónimo en inglés de Mindfulness-Based Cognitive Therapy.

5 Acrónimo en inglés de Dialectical Behavior Therapy.

6 La epistemología se encarga de los principios, fundamentos y métodos del conocimiento. Poniendo ejemplos extremos, en la psicología contemporánea el conductismo radical tendría una postura epistemológica puramente positivista, basada en la búsqueda del conocimiento objetivo, mientras que las terapias narrativas tendrían una postura puramente constructivista o interpretativista, basada en la búsqueda del conocimiento subjetivo.

7 La ontología va un paso más atrás que la epistemología y se encarga del estudio del ser. Si la epistemología se interesa por cómo conocemos, la ontología lo hace por el qué nos es posible llegar a conocer. Las posturas epistemológicas positivistas se podrían considerar realistas, mientras que las constructivistas-interpretativistas serían relativistas.

8 Los intereses de ambas industrias a veces están enfrentados, ya que mientras la industria farmacéutica gana dinero proporcionalmente al número de personas usuarias diagnosticadas y tratadas con fármacos, las aseguradoras son las que tienen que pagar en muchos casos el tratamiento. No obstante, ambas industrias tienen un conflicto claro con el interés común (Brezis, 2008).

9 Intervención no terapéutica o sustancia inerte usada en ensayos clínicos para ser administrado al grupo control. El llamado «efecto placebo» consiste en el efecto terapéutico que se produce dadas las expectativas de recibir una intervención o fármaco real.

10 Análisis ponderados que sirven para sintetizar los datos de un conjunto de estudios.

11 En muchos ensayos clínicos, tanto de tratamiento psicológico como farmacológico, se hacen grandes inversiones de dinero y se cuenta con profesionales muy experimentados, ya que se suelen hacer en hospitales universitarios. Una vez se ha demostrado la eficacia de la intervención, esta pasa a ser implementada en otros servicios que, por lo general, tienen menos recursos y más carga asistencial, como atención primaria o centros de especialidades.

12 En un diseño experimental la variable independiente es la que el investigador manipula, como, por ejemplo, la asignación al grupo experimental o control, mientras que la dependiente es la que esperamos que se modifique como resultado de la asignación, como, por ejemplo, los niveles de depresión o ansiedad.

13 Un ejemplo para entender esto serían los casos en los que existe una diferencia de formas de ver el mundo entre persona usuaria y terapeuta (Eiroá-Orosa y Fernández Gómez, 2012). Aunque las técnicas utilizadas hayan demostrado una gran eficacia, hay situaciones donde una persona usuaria puede percibir como una traición que el terapeuta tenga una manera muy distinta de ver las cosas, ya sea por temas ideológicos, de género, sexuales, raciales, etc. Un modo de evitar esto es hacer explícita la posición del terapeuta antes de que la persona usuaria se pueda sentir molesta. Algunos países como Estados Unidos tienen registros de terapeutas donde se pueden consultar datos como su orientación sexual o color de piel.

14 En castellano se utiliza la traducción literal «Funnel Plot» del inglés.

15 Cambios que se dan en la vida de las personas usuarias independientemente de la terapia, como conseguir un trabajo o tener un hijo.

16 Otros autores conceptualizan de manera distinta las expectativas de las personas usuarias, sobre todo cuando no se refieren a las expectativas previas, sino como elemento dinámico que influye en la relación terapéutica, la capacidad de llegar a catarsis, y otros factores comunes.

17 Del original «thrive» en inglés, podría también entenderse como «fluorish» utilizado por otros autores anglosajones.

18 Avión estrellado en los Alpes franceses. La principal hipótesis de la causa de la caída de la aeronave es que el copiloto Andreas Lubitz, recientemente diagnosticado de depresión, provocó que se estrellara deliberadamente: https://es.wikipedia.org/wiki/Vuelo_9525_de_Germanwings

19 Un estudiante armado con una ballesta disparó en una clase con el resultado de un profesor fallecido y cuatro estudiantes heridos. La consejera catalana de educación se apresuró a afirmar que el alumno había sufrido un «brote psicótico», expresión sin validez técnica: https://es.wikipedia.org/wiki/Asalto_al_IES_Joan_Fuster_en_Barcelona