Capítulo I
LA VIDA SECRETA DEL NIÑO INTRAUTERINO
Este libro trata de muchas cuestiones —los orígenes de la conciencia humana, la formación y desarrollo del niño intrauterino y del recién nacido—, pero principalmente del modelado de la mente humana, de la forma en que nos convertimos en quienes somos. Se basa en el descubrimiento de que el niño no nacido es un ser consciente, que siente y recuerda, y, puesto que existe, lo que le ocurre —lo que nos ocurre a todos nosotros— en los nueve meses que van de la concepción al nacimiento moldea y forma la personalidad, los impulsos y las ambiciones de manera significativa.
Esta comprensión y el excepcional cuerpo de investigaciones de la que surge nos llevan mucho más allá de lo que sabemos —o creemos saber— sobre el desarrollo emocional del niño intrauterino. Aunque, en un sentido científico, esto es sumamente estimulante (entre otras cosas, desplaza definitivamente la vieja idea freudiana de que la personalidad no comienza a formarse hasta el segundo o tercer año de vida), aun lo es más la forma en que profundiza y enriquece el significado y la importancia del hecho de ser padres, sobre todo madres. En realidad, el aspecto más gratificante de nuestros nuevos conocimientos consiste en lo que revelan sobre la gestante y el papel que ésta desempeña formando y guiando la personalidad de su hijo no nacido. Sus herramientas son sus pensamientos y sentimientos, y con ellos tiene la posibilidad de crear un ser humano favorecido con más ventajas de las que anteriormente se consideraban posibles.
No afirmo que todo lo que le ocurre a ella en esos meses críticos modela de manera irrevocable el futuro de su bebé. Hay muchos factores en juego en la formación de una nueva vida. Los pensamientos y sentimientos maternos sólo son un elemento de esa combinación; pero lo que los singulariza es que, a diferencia de unas características dadas, como la herencia genética, son controlables. Una mujer puede convertirlos en una fuerza tan positiva como desee. Sin lugar a dudas, esto no significa que la felicidad futura de un niño depende de la capacidad de su madre para tener pensamientos optimistas las veinticuatro horas del día. Dudas, ambivalencias y ansiedades ocasionales son un aspecto normal del embarazo y, como veremos más adelante, pueden contribuir realmente al desarrollo del niño intrauterino. Lo que significa es que una embarazada o una futura madre disponen ahora de otro modo de influir activamente y para bien en el desarrollo emocional de su bebé.
Aunque se podrían emplear las palabras «avance decisivo» para describir esta comprensión, es necesario aclarar que ha surgido de otros descubrimientos recientes. Por ejemplo, a fines de los años sesenta descubrimos un sistema posnatal de comunicación madre-hijo denominado vínculo. En muchos sentidos, nuestra nueva investigación es una prolongación lógica de ese descubrimiento previo, dado que hace retroceder un paso el sistema de comunicación y lo sitúa en el útero. Desde el punto de vista médico puede decirse prácticamente lo mismo: si tenemos en cuenta lo que hemos aprendido en los últimos tiempos acerca de las consecuencias que la dieta y la ingestión de alcohol y de drogas por parte de la madre tienen en el niño no nacido, y también sobre el papel que desempeñan las emociones en la enfermedad y la salud, se deduce que los pensamientos y los sentimientos de la madre tendrían un efecto potencialmente benéfico en su hijo antes de nacer.
También tiene sentido que nuestros nuevos conocimientos realcen el papel del padre en el embarazo. Durante éste, la relación con un hombre cariñoso y sensible proporciona a la mujer un sistema constante de apoyo emocional. Así como en nuestra ignorancia habíamos desbaratado este delicado sistema excluyendo rudamente al hombre, ahora que hemos descubierto —o, para ser más exactos, redescubierto— lo importantes que son la seguridad y el nutrimento emocionales para la mujer y su hijo no nacido, puede aquél volver a ocupar su legítimo lugar en el embarazo.
Estas ideas novedosas han salido directamente de los laboratorios de Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Francia, Suecia, Alemania, Austria, Nueva Zelanda y Suiza, donde, durante las últimas dos décadas, los investigadores han trazado callada y concienzudamente una perspectiva espectacularmente nueva del feto, del nacimiento y de las primeras etapas de la vida.
El presente libro constituye un primer intento por acercar tan revolucionarios trabajos a un público lo más amplio posible. Dado que se trata de un primer intento, algunas cuestiones resultarán necesariamente especulativas, si bien trataré de separar lo incuestionable de lo hipotético. Como es de prever, ciertas cuestiones se prestarán a la polémica, mas no espero que todo el mundo esté de acuerdo conmigo en todos y cada uno de los puntos expuestos.
Sin embargo, estoy convencido de que este libro e incluso todo este campo de investigación ofrece una optimista e ilimitada esperanza: esperanza para los médicos, pues les permitirá evitar muchas de las oportunidades perdidas de embarazo y nacimiento; esperanza para madres y padres, porque profundiza y enriquece la naturaleza del hecho de ser padres, y, sobre todo, esperanza para el niño aún no nacido.
Éste es el principal beneficiario de nuestros nuevos conocimientos. Muy distinto, mucho más consciente, receptivo y cariñoso de lo que nadie había imaginado, en el útero y durante el nacimiento merece —en realidad, requiere— un tipo de asistencia más sensible, nutritiva y humana de la que recibe en la actualidad. El obstetra francés Frederick LeBoyer, autor de El nacimiento sin violencia, lo percibió instintivamente y por eso defendió de manera tan convincente métodos de alumbramiento más delicados. Lo que nosotros hemos aprendido clínicamente confirma su punto de vista.
Proporcionar al recién nacido un entorno cálido, tranquilizador y humano plantea una diferencia, porque el niño es muy consciente de cómo nace. Percibe ternura, delicadeza y un trato cuidadoso, y responde a ellos del mismo modo que siente y responde de una manera totalmente distinta a las potentes luces, las señales eléctricas y la atmósfera fría e impersonal que tan a menudo se asocian con el nacimiento en la sala de partos de un hospital.
Sin embargo, este conocimiento y la revolución que implica también van más allá de LeBoyer y de cualquier idea sobre el parto; nos abre por primera vez la mente del niño aún no nacido. Lo más extraordinario es que revela que éste es consciente, aunque su conciencia no sea tan profunda o compleja como la de un adulto. Es incapaz de comprender los matices de significado que el adulto puede adjudicar a una simple palabra o a un gesto. De todos modos, como demuestran algunos estudios nuevos (serán analizados con más detalle en el próximo capítulo), el niño intrauterino es sensible a matices emocionales excepcionalmente sutiles. Puede sentir y reaccionar no sólo ante emociones amplias e indiferenciadas, como el amor y el odio, sino también ante complejos estados afectivos más matizados, como la ambivalencia y la ambigüedad.
Aún se desconoce en qué momento exacto sus células cerebrales adquieren esta capacidad. Un grupo de investigadores cree que algo semejante a la conciencia existe desde los primeros momentos de la concepción. A modo de prueba, señalan los millares de mujeres totalmente sanas que tienen abortos espontáneos repetidas veces. Se especula con que, en las primeras semanas —tal vez incluso horas— posteriores a la concepción, el óvulo fertilizado posee suficiente conciencia de sí mismo para sentir el rechazo y para obrar en consecuencia. Esta idea y las pruebas que la sustentan serán analizadas más adelante y con más detalle. De momento, por muy interesante que sea, esta teoría sólo es eso, una teoría, y no un hecho demostrado.
En lo que respecta al niño, la mayor parte de lo que se conoce con verdadera autoridad —porque ha sido confirmado por estudios fisiológicos, neurológicos, bioquímicos y psicológicos— se refiere al período desde el sexto mes de embarazo en adelante. Prácticamente, en un sentido global, a esas alturas es un ser humano fascinante. Ya puede recordar, oír e incluso aprender. En realidad, tal como demostró un grupo de investigadores en lo que ha llegado a considerarse un informe clásico, el niño no nacido es un aprendiz muy veloz.
Dicho grupo enseñó a dieciséis bebés intrauterinos a responder a una sensación de vibración mediante el pataleo. Normalmente, el niño intrauterino no reacciona de ese modo ante una sensación tan suave. A decir verdad, la ignora. Ahora bien, en este caso, los investigadores pudieron crear en sus jóvenes sujetos lo que los psicólogos conductistas denominan respuesta condicionada o aprendida, exponiéndolos primero varias veces a algo que los haría patalear naturalmente: un ruido fuerte (éste se producía a poca distancia de la madre, y las reacciones de su hijo se controlaban mediante sensores colocados en su abdomen). Luego, los investigadores introdujeron la vibración. Cada niño era expuesto a ésta inmediatamente después de que se produjera el ruido cerca de su madre. Los investigadores suponían que, después de suficientes exposiciones, la asociación entre vibración y pataleo se volvería tan automática en la mente de las criaturas que patalearían incluso cuando la vibración se aplicara sin el ruido. Y estaban en lo cierto. La vibración se convirtió en un indicio para ellos y el pataleo de respuesta en una conducta aprendida.
Este estudio, que permite vislumbrar las capacidades del niño intrauterino, también logra algo más: muestra una de las formas en que las características y los rasgos de la personalidad comienzan a formarse en el útero. Nuestros gustos y nuestras aversiones, nuestros miedos y nuestras fobias —en síntesis, todas las conductas definidas que nos convierten singularmente en nosotros mismos— también son, parcialmente, producto del aprendizaje condicionado. Como acabamos de ver, el útero es el sitio donde se inicia este tipo específico de aprendizaje. A fin de ilustrar cómo modela los rasgos futuros, analicemos la sensación de ansiedad. ¿Qué podría provocar en un niño intrauterino el origen de una ansiedad profundamente arraigada y a largo plazo? Una posibilidad es que su madre fume. En un extraordinario estudio el Dr. Michael Lieberman demostró que un niño intrauterino se agita emocionalmente (medido según la aceleración de los latidos de su corazón) cada vez que su madre piensa en fumar un cigarrillo. No necesita llevárselo a los labios ni encender una cerilla; la sola idea de fumar un cigarrillo basta para alterar al niño. Naturalmente, el feto no puede saber que su madre está fumando —ni pensar en esto—, pero intelectivamente es lo bastante perspicaz para asociar la experiencia del fumar de su madre con la desagradable sensación que provoca en él. Esto se debe a la disminución de su provisión de oxígeno (el tabaco reduce el contenido de oxígeno de la sangre materna que pasa a través de la placenta), lo cual es fisiológicamente nocivo para él, aunque es posible que sean todavía más nocivas las consecuencias psicológicas del fumar por parte de la madre. Arroja al feto a un estado crónico de incertidumbre y miedo: no sabe cuándo volverá a ocurrir esa desagradable sensación física ni cuán dolorosa será cuando aparezca; únicamente sabe que volverá a ocurrir. Éste es el tipo de situación que predispone hacia un tipo de ansiedad profundamente arraigada y condicionada.
Otro tipo de aprendizaje más feliz que tiene lugar en el útero es el habla. Cada uno de nosotros da un ritmo idiosincrásico a su manera de hablar. A menudo es tan apagado que los que nos rodean no lo perciben, pero la diferencia siempre aparece en las pruebas de análisis del sonido. Nuestros patrones del habla son tan definidos como nuestras huellas digitales. El origen de estas diferencias no constituye un gran misterio. Provienen de nuestras madres. Aprendemos nuestra habla imitando el modo de expresarse de ellas. Como es lógico, los científicos solían suponer que esta imitación no se producía hasta bien entrada la infancia; mas, con el tiempo, muchos han llegado a coincidir con el Dr. Henry Truby en el sentido de que este proceso de aprendizaje comienza antes, en el útero. Como prueba, el Dr. Truby señaló estudios que demostraban que el feto oye claramente desde el sexto mes en el útero y, aun más sorprendente, que adapta su ritmo corporal al habla de su madre.
Si tenemos en cuenta su fino oído, no es una sorpresa que el niño intrauterino también sea capaz de aprender algo de música. Un feto de cuatro o cinco meses responde claramente al sonido y la melodía... y lo hace de maneras muy distintas. Si pones un cedé con un tema de Vivaldi, hasta el bebé más agitado se relaja. Si pones otro con un tema de Beethoven, hasta el niño más sereno comienza a patalear y a moverse.
Sin duda alguna, la personalidad es mucho más que la suma de lo que aprendemos... dentro o fuera del útero. Considero que, puesto que al fin hemos identificado algunas de las experiencias tempranas que modelan rasgos y características futuros, ahora una mujer puede influir activamente en la vida de su hijo desde antes del nacimiento. Una forma consiste en dejar de fumar o en reducir la cantidad de cigarrillos que se fume durante el embarazo. Otra es hablándole al niño. Éste oye realmente y, lo que es más importante, responde a lo que oye. Una charla suave y dulce le lleva a sentirse amado y deseado. Esto no se debe a que entienda las palabras, que evidentemente están más allá de su comprensión, pero el tono de lo que se dice no lo está. Intelectivamente es lo bastante maduro para percibir el tono emocional de la voz materna.
Incluso es posible empezar a enseñar a un niño no nacido. En el peor de los casos, una embarazada que todos los días escucha unos minutos de música tranquilizadora puede lograr que su hijo se sienta más relajado y tranquilo. Y en el mejor de los casos, esa exposición temprana podría crear en el niño un interés musical para toda la vida. Es lo que le ocurrió al director de orquesta Boris Brott.
Hace años, una noche oí que entrevistaban a Brott por la radio. Es un hombre pintoresco con cierto don para contar anécdotas. Aquella noche le hacían preguntas sobre ópera; hacia el final de la charla, el entrevistador le preguntó cómo había llegado a interesarse por la música. Era una pregunta simple —supongo que planteada, más que nada, para llenar la papeleta—, pero lo cierto es que pareció afectar a Brott. Este vaciló unos segundos y respondió: «Aunque parezca extraño, diré que la música ha formado parte de mí desde antes de mi nacimiento.» Perplejo, el entrevistador le pidió que se explicara.
«Bueno —dijo Brott—. De joven, quedé confundido por la excepcional capacidad que tenía... para interpretar ciertas piezas sin haberlas leído previamente. Dirigía una partitura por primera vez y repentinamente la parte del violoncelo se lanzaba sobre mí; conocía el curso de la pieza incluso antes de volver la página de la partitura. Un día comenté este asunto con mi madre, que es violoncelista profesional. Pensé que le llamaría la atención, porque siempre era la parte del violoncelo la que aparecía claramente en mi mente. Se sorprendió, mas, cuando supo de qué pieza se trataba, el misterio se resolvió rápidamente. Todas las partituras que yo conocía sin haberlas previamente leído eran las que ella había tocado mientras esperaba mi nacimiento.»
Hace algunos años, en una conferencia, me topé con otro ejemplo de aprendizaje prenatal que no sólo era tan impresionante como el de Brott, sino que, además, apoyaba las ideas del Dr. Truby acerca de la formación del habla en el útero. Correspondía a una joven madre norteamericana que había vivido su embarazo en Toronto. Una tarde, encontró a su hija de dos años sentada en el suelo de la sala repitiendo para sí misma: «Aspira, exhala, aspira, exhala.» La mujer afirmó que había reconocido inmediatamente las palabras, pues pertenecían a un ejercicio de Lamaze.1 Ahora bien, ¿cómo las había captado su hija? En un primer momento pensó que la pequeña las había oído por televisión, pero en seguida comprendió que eso era imposible. Vivían en Oklahoma y cualquier programa que su hija pudiera haber visto habría correspondido a la versión norteamericana de Lamaze: esas palabras sólo se emplean en la versión canadiense. Puesto que ése era el método que ella había seguido, sólo existía una explicación: su hija había oído y memorizado2 las palabras mientras aún estaba en el útero.
Hasta no hace mucho, una historia como la precedente o como la de Brott habría tenido suerte si hubiese aparecido como nota al pie de página en una ponencia médica. Debido al desarrollo de una nueva y estimulante disciplina llamada psicología prenatal, estos incidentes reciben, al fin, la seria consideración científica que merecen. Centrada sobre todo en Europa y extrayendo la mayor parte de sus practicantes de los campos de la obstetricia, la psiquiatría y la psicología clínica, esta disciplina es singular no sólo por la naturaleza extraordinaria de su contenido, sino también por la fuerte inclinación práctica de sus investigaciones. Ciertamente, desde su creación, nosotros ya hemos aprendido lo suficiente sobre la mente y las emociones del niño intrauterino como para ayudar a rescatar a miles de pequeños de una vida de debilitantes trastornos emocionales.
Digo «nosotros» porque fue la esperanza de evitar estas tragedias la que me condujo a la psicología prenatal. A lo largo de los años, en hospitales, en la enseñanza y en mi práctica, he visto centenares de personas profundamente marcadas por experiencias prenatales destructivas, pacientes cuyas enfermedades sólo pueden explicarse en términos de lo que les sucedió en el útero y durante el nacimiento. Mi experiencia no es única; muchos de mis colegas psiquiatras han tratado casos parecidos. Me parece que la psicología prenatal ofrece finalmente un modo de evitar que, en primer lugar, muchos de estos dramas se produzcan. Más allá de esta afirmación, contamos con un modo de mejorar prácticamente las posibilidades que toda una generación tiene de ingresar en la vida libre de los corrosivos trastornos mentales y emocionales que, en el pasado, han acosado a los niños.
No estoy diciendo que tengamos una panacea universal que mágicamente desterrará nuestros males. Tampoco sugiero que todo trastorno emocional trivial que nos afecta se remonte al útero. La vida no es estática. Lo que ocurre a los veinte, a los cuarenta e incluso a los sesenta años indudablemente nos influye y nos altera. Sin embargo, es importante recalcar que los acontecimientos nos afectan de manera muy distinta en las primeras etapas de la vida. Un adulto y, en menor medida, un niño han tenido tiempo de desarrollar defensas y respuestas. Pueden suavizar o desviar el impacto de la experiencia. Un niño intrauterino no puede hacerlo. Lo que le afecta lo hace de manera directa. Por ese motivo las emociones maternas se graban tan profundamente en su psique y su fuerza sigue siendo tan poderosa más tarde, en la vida. Las principales características de la personalidad rara vez cambian. Si el optimismo queda grabado en la mente del niño intrauterino, más adelante serán necesarias muchas adversidades para borrarlo. ¿Ese niño será artista o mecánico, preferirá a Rembrandt con relación a Cézanne, será zurdo o diestro? Tan sutiles detalles se hallan más allá de los conocimientos que actualmente poseemos y sinceramente pienso que está bien que así sea. Poder predecir con absoluta precisión rasgos muy específicos de la personalidad restaría a la vida gran parte de su misterio.
El punto en que nuestros conocimientos pueden significar legítimamente una diferencia reside en ayudar a identificar y prevenir el origen de graves problemas de personalidad. La mayoría de las mujeres saben que ocuparse emocionalmente de sí mismas significa, de manera automática, ocuparse de sus hijos no nacidos. Como científicos, con nuestras tablas y estudios hemos confirmado ese saber, pero también lo hemos superado. Estoy convencido de que nuestra creciente capacidad de reconocer en el útero una conducta potencialmente conflictiva y perturbada puede ser altamente beneficiosa para miles de niños que todavía han de nacer, para sus padres y, en última instancia, para la sociedad. Ya hemos comenzado a ejercitar esta capacidad en menor grado y a menudo hemos obtenido resultados sorprendentes, como demuestra el siguiente estudio.
Los investigadores partieron del supuesto de que la actividad fetal es, con frecuencia, un claro signo de ansiedad. Calcularon que si la conducta de un niño en el útero posee algún significado profético, los fetos más activos se convertirían un día en los niños más ansiosos. Y eso es precisamente lo que ocurrió. Los bebés que más se movían en el útero se convirtieron en los niños más ansiosos. No eran solamente un poco más ansiosos de lo normal. Rebosaban de ansiedad. Esos pequeños de dos y tres años sentían una inquietud casi desgarradora incluso en las situaciones sociales más corrientes. Se alejaban, asustados, de sus maestros, de sus compañeros, de la posibilidad de hacer amigos y de todo contacto humano. Estaban más tranquilos, más relajados y menos ansiosos cuando se encontraban solos.
Como es lógico, no es posible prever con absoluta certeza su modo de comportarse más adelante. Es posible que un buen matrimonio, una carrera especialmente gratificante, la paternidad, la terapia, algo o alguien acaben contrarrestando parte de esas ansiedades. Pero se puede decir con confianza que, a los treinta años, la mayoría de esos niños asustados todavía se encaminarán a los rincones para evitar encuentros. La diferencia radica en que en ese momento intentarán evitar a maridos, esposas y a sus propios hijos, no a maestros y compañeros de juegos. El ciclo se repetirá una y otra vez.
No tiene por qué ser así. El hecho de que más embarazadas empezaran a comunicarse con sus hijos representaría un comienzo extraordinario. Imagínese cómo se sentiría uno a solas en una habitación durante seis, siete u ocho meses sin el menor estímulo emocional o intelectual. Ésa es, más o menos, la consecuencia de ignorar a un niño intrauterino. Lógicamente, sus necesidades emocionales e intelectuales son mucho más primitivas que las nuestras. Pero lo importante es que existen. Necesita sentirse amado y deseado tan apremiantemente como nosotros. Y quizá más aún. Es necesario hablarle y pensar en él; de lo contrario, su espíritu y a menudo también su cuerpo comienzan a debilitarse.
Los estudios sobre embarazadas esquizofrénicas y psicóticas proporcionan pruebas elocuentes de los efectos devastadores del abandono emocional en el útero. En estos casos, las mujeres no pueden evitarlo. Las consecuencias de la enfermedad mental impiden una comunicación significativa con sus hijos. Sin embargo, con frecuencia, ese silencio o caos dejan marcas profundas en los pequeños. Al nacer, suelen tener bastantes más problemas físicos y emocionales que los bebés de mujeres mentalmente sanas3
En los capítulos siguientes se analizará el planteamiento de cómo se produce esta comunicación. Lo que merece resaltarse aquí es que existe... y que podemos hacer algo con respecto a esto. Hasta cierto punto, incluso podemos medir su calidad y orientación. En líneas generales, la personalidad del niño intrauterino que una mujer lleva en sus entrañas es una función de la calidad de la comunicación madre-hijo y también de su especificidad. Si la comunicación fue abundante, enriquecedora y, sobre todo, nutritiva, existen muchas posibilidades de que el bebé sea robusto, sano y feliz. Esta comunicación es una parte importante del vínculo. Como todos los investigadores que han estudiado el vínculo después del nacimiento coinciden en que es enormemente provechoso para la madre y el hijo, es lógico pensar que el vínculo antes del nacimiento sería igualmente importante. Estoy convencido de que es mucho más provechoso. La vida, incluso la vida en los primeros minutos y horas, ofrece infinitas distracciones: imágenes, sonidos, olores y ruidos. Por su parte, la vida en el útero era mucho más uniforme y estaba completamente rodeada por su madre y todo lo que ésta decía, sentía, pensaba y esperaba. Hasta los ruidos externos pasaban a través de ella.
¿Cómo no va a estar profundamente afectado por la madre? Incluso algo aparentemente tan terrenal y neutro como el latido de su corazón surtía un efecto. Sin lugar a dudas, es una parte fundamental de su sistema de sustentación de la vida. Evidentemente, el niño no lo sabe, pues lo único que conoce es que el ritmo tranquilizador de ese latido es una de las principales constelaciones de su universo. Se duerme con él, despierta con él, descansa con él. Puesto que la mente humana —incluso la mente humana en el útero— es una entidad productora de símbolos, gradualmente el feto le adjudica un significado metafórico. Su tac-tac constante llega a representar la tranquilidad, la seguridad y el amor hacia él. En su presencia, el niño suele prosperar.
Esto se demostró hace años mediante un estudio singular e ingenioso. Consistía, simplemente, en hacer sonar la cinta con la grabación de los latidos de un corazón humano en la sección de un hospital destinada a los recién nacidos. Los investigadores supusieron que si el latido materno poseía algún significado emocional, los recién nacidos que se encontraban en esa sección los días en que pasaban dicha grabación se comportarían de un modo distinto del de los bebés que estaban allí los días en que no ponían la cinta. Y eso es exactamente lo que sucedió.
Pero ocurrió de un modo mucho más concluyente de lo que se esperaba. Bastante convencidos al idear el experimento de que aparecerían algunas diferencias, los científicos quedaron asombrados ante la cantidad y magnitud de las que se produjeron. Prácticamente en todos los sentidos, los bebés sometidos a la grabación se encontraron mejor y, en la mayoría de los casos, mucho mejor. Comían, pesaban y dormían más, respiraban mejor, y lloraban y enfermaban menos. Esto no se debió a que recibieran un tratamiento especial, a que tuvieran padres superiores o mejores médicos, sino sólo a que estuvieron expuestos a una cinta de dos dólares en la que estaban grabados los latidos de un corazón.
Lógicamente, la mujer no tiene control sobre esta operación y, en cierto sentido, su latido funciona con el piloto automático. Pero puede llegar a comprender sus emociones y a abordarlas con más eficacia. Esto es vital para el bienestar de su hijo porque su mente se modela de manera fundamental según sus pensamientos y sentimientos. El hecho de que su mente evolucione hacia algo principalmente duro, angular y peligroso, o suave, fluyente y abierto depende, en gran medida, de que sus pensamientos y emociones sean positivos y reforzadores o negativos y cargados de ambivalencia.
Esto no significa, en modo alguno, que las dudas y las incertidumbres ocasionales harán daño al niño. Tales sentimientos son naturales e inofensivos. Me estoy refiriendo a un patrón de conducta bien definido y constante. Sólo este tipo de emoción intensa y constante puede crear los tipos de aprendizaje condicionado y que afectarán negativamente a un niño. Un nacimiento físicamente difícil con sus tensiones emocionales concomitantes no modifica las cosas. Lo importante es lo que la madre quiere, siente y comunica al bebé.
Por este motivo es tan importante que la embarazada piense en su hijo. Sus pensamientos —su amor, su rechazo o su ambivalencia— comienzan a definir y a modelar la vida emocional del niño. Lo que ella crea no son rasgos específicos, como la extroversión, el optimismo o la agresividad. Estas palabras son, sobre todo, palabras adultas con un significado adulto, demasiado específicas y afinadas para aplicarlas a la mente de un niño intrauterino de seis meses.
Lo que se forma son tendencias más amplias y más profundamente arraigadas, como el sentimiento de seguridad o de autoestima. A partir de estas tendencias, más adelante, en la infancia, se desarrollan rasgos específicos del carácter... como en aquellos niños que mencioné. No nacieron tímidos, sino ansiosos, y a partir de esa ansiedad puede surgir una dolorosa timidez.
Un ejemplo más afortunado es la seguridad. Una persona segura confía profundamente en sí misma. ¿Cómo no va a hacerlo si desde el filo mismo de la conciencia se le ha dicho que es deseada y querida? Atributos como el optimismo, la confianza, la cordialidad y la extroversión surgen naturalmente de ese sentimiento.
Se trata de elementos preciosos para dar a un niño, elementos que pueden proporcionarse fácilmente: al crear en el útero un entorno cálido y emocionalmente enriquecedor, la mujer puede lograr una diferencia decisiva en todo lo que su hijo siente, espera, sueña, piensa y obtiene a lo largo de la vida.
Durante esos meses, la mujer es el nexo entre su bebé y el mundo. Todo lo que le afecta incide en él. No hay nada que la afecte más profundamente ni que la alcance con un impacto tan hiriente como las preocupaciones con respecto a su marido (o compañero). Por este motivo, emocional y físicamente hay pocas cosas más peligrosas para un niño que un padre que maltrata o deja sola a su esposa embarazada. Prácticamente, todos los que han estudiado el papel del futuro padre han descubierto que su apoyo es absolutamente indispensable para ella y, en consecuencia, para el bienestar del hijo de ambos.
Este hecho por sí mismo convierte al hombre en una parte importante de la ecuación prenatal. Un factor igualmente vital del bienestar emocional del niño es la actitud del padre hacia su pareja. Diversos elementos pueden incidir en la capacidad de un hombre para relacionarse con su compañera, desde lo que siente hacia ella o hacia su propio padre hasta las presiones laborales o sus propias inseguridades (en un sentido ideal, el momento para resolver esos problemas es antes de la concepción, no durante el embarazo). Recientes investigaciones han demostrado que lo que afecta más profundamente su sentido de compromiso —para bien o para mal— es en qué momento comienza la relación con su hijo, si es que ésta tiene lugar.
Por evidentes motivos fisiológicos, el hombre está, en este caso, en desventaja. El niño no es una parte orgánica de su ser. Sin embargo, no todos los impedimentos físicos del embarazo son insuperables. Algo tan corriente como hablar es un buen ejemplo: un niño oye en el útero la voz de su padre y existen claras pruebas de que oír esa voz supone una importante diferencia emocional. En los casos en que un hombre habló con su hijo utilizando palabras breves y tiernas, el recién nacido pudo distinguir la voz de su padre en una habitación, incluso en las primeras una o dos horas de vida. Más que distinguirla, responde emocionalmente a ella. Por ejemplo, si está llorando, se calla. Ese sonido cariñoso y conocido le dice que está protegido.
La relación también influye directamente en el futuro padre en un sentido más general. Los estereotipos suelen retratarlo como bienintencionado, pero torpe. Esto crea una perniciosa crisis de confianza en muchos hombres. A modo de defensa, suelen alejarse de sus esposas durante el embarazo y recurrir a la seguridad de amigos y colegas que les proporcionan respeto y el sentido de la propia valía. La relación es un modo —un modo muy importante— de romper este círculo vicioso e interesar al hombre mucho más profunda y significativamente en la vida de su hijo desde el principio mismo. Cuanto antes se interese, más posibilidades de beneficiarse tendrán su futuro hijo o su futura hija.
Esta visión de la paternidad es ciertamente novedosa. A decir verdad, la mayor parte de lo que aparece en las prwóximas páginas es novedoso y francamente radical, radical en el sentido original de la palabra: un profundo cambio desde la raíz del ser para alejarse de prácticas pasadas. Esto y sólo esto es necesario si abrigamos la esperanza de producir futuras generaciones de niños cada vez más sanos y emocionalmente seguros.
1. El método de Lamaze es uno de los diversos sistemas de preparación para el parto. (N. del T.)
2. Uno de los problemas que se plantean al escribir un libro sobre el niño intrauterino consiste en que uno se ve obligado a emplear un vocabulario destinado a estados mentales de los adultos. Como es lógico, el feto no «memoriza» activamente como lo hacemos nosotros. Sin embargo, como veremos más adelante, las huellas de la memoria comienzan a formarse en el cerebro del feto al sexto o séptimo mes y probablemente antes.
3. Siempre habrá personas que buscarán causas físicas para explicarlos trastornos emocionales. Sin embargo, después de realizar miles de estudios en esquizofrénicas y maniacodepresivas, en sus sistemas sanguíneos no se ha encontrado ninguna sustancia química cuyo traspaso reprodujera los síntomas.