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OME CALI SHÍHUITL, «AÑO DOS CASA: 1429»

Apenas se asoman en el horizonte los primeros rayos del sol, Totoquihuatzin, tecutli de Tlacopan,13 inicia el doloroso recorrido por la ciudad que lo vio nacer: Azcapotzalco, hoy un llano de cenizas. De la majestosa capital tepaneca nada quedó, las casas, el tianquiztli,14 los talleres, las escuelas, los teocalis y el palacio de huehue15 Tezozómoc fueron incendiados por las tropas enemigas. Ni un solo muro se mantuvo en pie —se desmoronaron por completo— y las estructuras que no cayeron fueron derribadas a golpes. Nezahualcóyotl, el príncipe chichimeca, el heredero acólhua, el Coyote en ayunas, el Coyote hambriento, sediento de venganza, por fin, logró su objetivo: destruir al pueblo tepaneca. Sus tropas desmembraron con los macuahuitles16 a quienes se les cruzaron en el camino, violaron a las mujeres, saquearon la ciudad, derrumbaron todo a su paso y prendieron fuego a las casas y a los teocalis. Todo fue consumido por las llamas.

Totoquihuatzin recorre a paso lerdo la calle principal de Azcapotzalco, la que llevaba al palacio de su abuelo Tezozómoc, la misma por la que corrió cientos de veces cuando era niño. El hedor a muerte es insoportable, el aire apesta a carne quemada y podrida. Por todas partes hay cadáveres: muchos calcinados, algunos descuartizados por los macuahuitles y otros con las tripas de fuera o las gargantas abiertas. Imposible reconocer a las víctimas con tanta sangre, lodo y cenizas mezclados en sus rostros.

El nieto de Tezozómoc tiene los pies ennegrecidos por el manto de cenizas que cubrió en su totalidad la capital tepaneca. La senda de ruinas parece interminable. A la izquierda se encuentra con el mercado hecho moronas. Aún puede distinguir algunas mercancías incendiadas; pocas, ya que la mayoría fueron hurtadas por las huestes meshícas, tlatelolcas, tlashcaltecas, chichimecas y demás aliados de Nezahualcóyotl. El tianquiztli más importante del valle, hasta hace unos días, ha desaparecido para siempre. Muy pronto los pueblos vecinos deberán buscar artículos de consumo en otros lugares o reorganizarse para instaurar un nuevo eje mercantil, ya que la mayoría proviene de las costas totonacas y de los pueblos del poniente y el sur, como Mishuácan y Huashyácac.17

El tecutli tlacopancalca avanza otros cincuenta metros y reconoce los talleres donde se construían las acalis.18 Le llega, como una ráfaga, el recuerdo del día en que entró por primera vez a observar la manera en que, de un solo tronco, construían una acali. Los carpinteros utilizaban sólo dos herramientas: una piedra y un cincel de obsidiana o de hueso. Con la piedra golpeaban el extremo obtuso del cincel, mientras que el extremo afilado, en forma de cuña, labraba la madera hasta darle la forma externa e interna a la canoa. Una labor que, a pesar de ser forjada por ocho o diez hombres, demoraba veintenas.19 Los carpinteros de aquel taller se habían ganado el reconocimiento de muchos otros en los pueblos vecinos, pues las canoas tepanecas gozaban de una estabilidad y belleza que pocas podían presumir. Totoquihuatzin observa con melancolía los restos del taller y las cenizas de las canoas.

Continúa su recorrido con un nudo en la garganta e intenta llegar al palacio que, años atrás, perteneció a su abuelo Tezozómoc. Pero ahora, más que nunca, la distancia le resulta infinita. A cada paso que da, se encuentra con un hombre desmembrado o una mujer degollada. Se detiene por instantes para observarlos y tratar de reconocerlos. Conocía a tanta gente. Habló con cientos de ellos a lo largo de su vida. Azcapotzalco era su ciudad natal, el lugar donde jugó y corrió por primera vez, la villa que le había dado todo: familia, comida, casa, amigos, mujer, hijos… ¡Oh, cuánto dolor! ¡Azcapotzalco, la tierra de huehue Tezozómoc, ha muerto!

Por fin llega al recinto sagrado. En el lado izquierdo yacen los restos de uno de los teocalis tepanecas; en el derecho descubre los escombros del calmécac. Se detiene un instante, su respiración se agita, le tiemblan las piernas y las manos, no se atreve a dar un paso más. Sabe que lo que encontrará en el interior lo quebrará en mil pedazos.

Se acerca a la entrada del calmécac y, de pronto, escucha algo que cruje en el piso. Baja la mirada lentamente y se encuentra con una mano calcinada, justo debajo de su pie. Lo quita de inmediato. Sus pupilas siguen el rastro de aquella mano hasta llegar al cráneo chamuscado. Por su tamaño, deduce que era un niño. Siente que se le acaba el aire. Se dobla un poco para recuperarse. Está al borde de las lágrimas. Le tiembla la quijada. Levanta la mirada y se endereza para seguir su paso hacia el interior de aquella escuela, donde se encuentra con los cuerpos quemados de decenas de niños y adolescentes que ahí se refugiaron con sus maestros durante las largas horas del combate. Sin poder evitarlo, cae de rodillas y llora. Se lleva las manos al abdomen y se dobla hasta que su cabeza toca el piso cubierto por los escombros.

—Perdónenme —Sus lágrimas se derraman sobre las cenizas—. ¡Fui un cobarde! ¡Debí defender la ciudad! ¡Fui un cobarde! ¡Los traicioné!

La culpa no lo deja descansar. Lleva tres noches sin dormir. Tres días y tres noches arrepintiéndose.

Nadie escucha los lamentos de Totoquihuatzin. La ciudad se encuentra completamente vacía. No hay una sola persona que se acerque a consolar al señor de Tlacopan, hijo de Tecutzintli, sobrino de Mashtla y Tayatzin, y nieto de huehue Tezozómoc.

Ciento diecisiete días atrás, su tío Mashtla había solicitado su presencia en el palacio de Azcapotzalco para, lo que ellos ignoraban que sería, la última reunión del comité de guerra que se preparaba para salir a luchar contra las brigadas de Nezahualcóyotl. Si bien Totoquihuatzin, de treinta y ocho años de edad, no tenía lazos de afecto o de amistad con su tío Mashtla, sí cultivaba genuinamente una gratitud hacia él por haberle cedido a su padre, Tecutzintli, el señorío de Tlacopan que, por herencia, le pertenecía a Mashtla, pero que había despreciado toda su vida por ser, como él le llamaba, insignificante.

Tecutzintli, igual que su hermano Tayatzin, jamás mostró interés por heredar el imperio ni por acudir a las guerras. A diferencia de Tayatzin, la vida de Tecutzintli concluyó sin pena ni gloria. Jamás contradijo a su hermano mayor ni pretendió arrebatarle algún privilegio, lo que le valió para que le heredara el pequeño pueblo al sur de Azcapotzalco. Tecutzintli falleció por una enfermedad veintenas después de la muerte de su hermano Tayatzin. Inmediatamente, Mashtla, nombró a Totoquihuatzin como legítimo heredero de Tlacopan… pueblo que al final permitió la entrada del ejército enemigo a Azcapotzalco.

Ciento diecisiete días atrás, una tropa liderada por Nezahualcóyotl había subido a la cima del cerro de Cohuatépec, cercano al cerro de Tepeyácac. Desde ahí encendieron una fogata, la cual indicaba a los ejércitos aliados que había llegado el momento de comenzar la guerra y cobrar venganza. Todos los aliados salieron de sus escondites: saltaron de sus acalis, bajaron de los árboles y marcharon al mismo tiempo que iban tocando los tambores de guerra: ¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

—¡Muerte a los tepanecas! —gritaban los soldados—. ¡Muerte a Mashtla!

Las armadas de Nezahualcóyotl entraron a Azcapotzalco por el norte desde Tepeyácac y Tenayocan. Por el poniente, desde el río entre Azcapotzalco y Tlalnepantla. Por el oriente, desde el lago de Teshcuco y por el sur entraron por Tlacopan, ciudad que debía impedir el avance de los soldados enemigos.

¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…¡Pum, pup, pup, pup, Pum!…

Por todas partes se dieron sangrientas batallas. Parecía aquello un gigantesco hormiguero. Gritos, gritos y más gritos, sangre por todas partes, cuerpos mutilados, hombres heridos rogando que los salvaran o les dieran muerte para no sufrir más.

La milicia de Tlacopan opuso resistencia tan sólo unas cuantas veintenas. Totoquihuatzin sabía que los soldados que pretendían entrar a su ciudad eran liderados por Izcóatl y Cuauhtlatoa, señores de Tenochtítlan y Tlatelolco, altamente experimentados en las guerras. En cambio, Totoquihuatzin —al igual que su padre y su tío Tayatzin— jamás había asistido a un combate. Y su abuelo Tezozómoc tampoco se esforzó por obligarlos. Totoquihuatzin tenía perfectamente claro que aquella guerra estaba perdida, que su tío Mashtla era un incompetente al frente de un ejército y de un gobierno, que nada los salvaría y que su tío no escucharía su consejo de rendirse. Su necedad había empujado al pueblo tepaneca a la muerte. Mashtla había abusado demasiado de los pueblos vasallos, los cuales le dieron la espalda cuando Nezahualcóyotl marchó rumbo a Azcapotzalco. Izcóatl y Cuauhtlatoa rompieron la barrera de la ciudad y Totoquihuatzin salió de su palacio inmediatamente.

En ese momento los soldados tepanecas pausaron el combate, lo cual provocó que los enemigos hicieran lo mismo. Hubo un instante de silencio y desconcierto. Nadie sabía si Totoquihuatzin se estaba rindiendo o había salido a confrontar a los tetecuhtin de Tenochtítlan y Tlatelolco, quienes se mantuvieron en guardia, con sus macuahuitles en alto, mientras el tecutli de Tlacopan caminaba hacia ellos con las manos vacías. Aquel acto bien podía haberlos convencido si el señor de Tlacopan no hubiera sido sobrino de Mashtla, un hombre acostumbrado a traicionar.

—Hablemos —dijo Totoquihuatzin al encontrarse a unos metros de Izcóatl y Cuauhtlatoa.

Tanto el ejército tepaneca como los soldados meshícas y tlatelolcas seguían apuntando con sus tlahuitolis y atlátles.20

—Bajen sus armas —exigió Cuauhtlatoa a su primo Totoquihuatzin—. Y entonces hablaremos.

—Los invito a que conversemos en mi palacio —ofreció Totoquihuatzin.

Izcóatl y Cuauhtlatoa se miraron entre sí. Ninguno de los dos confiaba en el sobrino de Mashtla.

—Si no bajan sus armas, no habrá diálogo —respondió Izcóatl.

—No puedo bajar mis armas en tanto ustedes estén dentro de mi palacio. —Totoquihuatzin respiró profundo. Se sentía muy nervioso—. Las vidas de mis familiares y mi gente corren peligro. Propongo que ambos ejércitos permanezcan donde están y sin lanzar una sola flecha mientras ustedes dos y yo platicamos en privado.

—Nuestras vidas también corren peligro —respondió Izcóatl—. Puede tratarse de una trampa.

—Es un riesgo que tanto ustedes como yo debemos tomar —contestó el tecutli tlacopancalca.

El tlatoani de Meshíco Tenochtítlan hizo una señal para que los soldados bajaran sus armas. Luego se dirigió al tlacochcálcatl,21 llamado Huehuezácan, hijo del difunto meshícatl tecutli Huitzilíhuitl, y le ordenó que mantuviera a los soldados en guardia y que, si no salía en breve, invadieran la ciudad. Cuauhtlatoa ordenó lo mismo a su ejército. Ambos tetecuhtin habían entrado pocas veces a Tlacopan. Mashtla, por ser el legítimo heredero de Tlacopan, había prohibido el trato entre Tlacopan, Tenochtítlan y Tlatelolco. Al tomar posesión de la ciudad, Tecutzintli continuó con la política de su hermano y evitó relacionarse con los meshítin, a quienes tanto odiaba Mashtla. Totoquihuatzin no tenía nada en contra de los meshícas ni de los tlatelolcas.

—Deben estar hambrientos y sedientos —dijo el tecutli de Tlacopan en cuanto entraron a la sala principal del palacio—. Ordenaré que les traigan algo de comer y de beber.

—Sería mejor si nos dijeras de una sola vez qué es lo que quieres —preguntó el tlatoani de Tenochtítlan.

Totoquihuatzin miró hacia el techo del palacio. Se mantuvo en silencio por un instante. Parecía conmocionado y, a la vez, tranquilo. Cerró los ojos y agachó la cabeza.

—Recuerdo que, cuando era niño, un día me encontraba jugando en el huei tecpancali22 de Azcapotzalco al que, de pronto, entró una mujer solicitando hablar con mi abuelo. Los soldados le respondieron que Tezozómoc estaba ocupado y que no la podía atender. Ella les respondió que era una emergencia. Los hombres insistieron que no había emergencias para el tepantecutli.23 La mujer les gritó que la hija de Tezozómoc estaba en peligro y, sin esperar respuesta, se metió al palacio. Los soldados la alcanzaron, pero en ese momento salió Totolzintli, el viejo esclavo de mi abuelo. Todo lo que ocurría en el huei tecpancali pasaba por los ojos y oídos de Totolzintli, el sirviente más fiel y el mejor amigo de Tezozómoc. La mujer le informó a Totolzintli que mi tía Tecpatlshóchitl estaba en peligro. Totolzintli le hizo una señal para que no hablara más y la llevó a una sala privada. Poco más tarde, mi abuelo salió corriendo del palacio, seguido de Totolzintli y una docena de soldados. Su objetivo era llegar a uno de los palacios de descanso que tenía mi abuelo en el sur de Azcapotzalco… Éste. —Totoquihuatzin señaló el piso con los dedos índices.

Izcóatl y Cuauhtlatoa conocían la historia. Guardaron silencio para que el nieto de Tezozómoc terminara su relato.

—Cuando mi abuelo llegó, ya era demasiado tarde. Mi tía Tecpatlshóchitl se había quitado la vida, para evitar la vergüenza de haber sido devuelta siete días después de haberse casado con Ishtlilshóchitl, quien la había despreciado como esposa. Mi abuelo, mi padre y mis tíos Mashtla y Tayatzin se encontraban furiosos ante aquel agravio. Todos querían ir a matar a Ishtlilshóchitl. Ésa fue la única vez que mi padre y mi tío Tayatzin estuvieron dispuestos a tomar las armas. Si mi abuelo hubiera aceptado declararle la guerra a Teshcuco en esos días, la historia de mi padre habría sido otra. Quizá habría muerto en combate. Tal vez se habría convertido en un gran soldado, y mi abuelo lo habría nombrado heredero del imperio. Pero mi abuelo decidió esperar hasta que muriera Techotlala para cobrar venganza en contra de Ishtlilshóchitl. Cuando esa guerra comenzó, el enojo que mi padre y Tayatzin sentían por la muerte de mi tía ya se había desvanecido y optaron por no ir a la guerra. Mi padre siempre fue objeto de burlas por negarse a entrar al ejército, pero eso a él no le afectó y continuó su vida con la frente en alto, siempre con la convicción de que las guerras no eran las soluciones para los conflictos entre los pueblos. Y de esa manera me educó a mí. Ésta es la primera vez que estoy al frente de un ejército. Digo al frente porque soy el tecutli de esta ciudad, no porque haya salido personalmente a disparar flechas.

—¿Y por qué lo haces? —preguntó Cuauhtlatoa.

—Porque Mashtla es mi tío. Estoy obligado a respaldarlo con el ejército de Tlacopan.

—Mashtla también es mi tío —respondió Cuauhtlatoa, tecutli de Tlatelolco y bisnieto de Tezozómoc—. Y no por eso lo apoyo.

—Porque tú no estás en deuda con él —respondió Totoquihuatzin— Yo sí. Mashtla nos cedió estas tierras a mi padre y a mí.

—¿Eso significa que seguirás luchando a favor de Mashtla? —intervino Izcóatl.

Aquella pregunta fue para el señor de Tlacopan como una flecha en el corazón. El tlatoani meshíca le estaba preguntando abiertamente si estaba dispuesto a traicionar a su tío. Hacerlo implicaba dejar morir a miles de tepanecas.

—Quiero saber… si… —Respiraba agitadamente—. Si podemos llegar a un acuerdo sin el uso de las armas…

Cuauhtlatoa lanzó una carcajada: «¿Para esto nos invitaste a entrar?».

Totoquihuatzin se sintió avergonzado y sumamente nervioso. Temió que, en ese momento, Izcóatl y su primo lo asesinaran o lo llevaran preso para luego sacrificarlo a los dioses.

—No es fácil dialogar con mi tío —explicó Totoquihuatzin.

—¿Y por qué crees que estamos atacando Azcapotzalco? —respondió Cuauhtlatoa con enojo. Él, igual que Nezahualcóyotl, sentía mucho odio hacia Mashtla. Años atrás, el entonces tecutli de Coyohuácan había amenazado de muerte a su sobrino Tlacateotzin, padre de Cuauhtlatoa, y lo cumplió años más tarde. De manera cobarde, envió a sus soldados para que lo asesinaran. Una noche lo capturaron en medio del lago y lo llevaron a Atzompa, donde lo golpearon con palos en la cabeza y lo ahorcaron.

—Pero… —carraspeó—, podrían entrar a Azcapotzalco y capturar a Mashtla sin hacerle daño a los pobladores.

—¡Cállate si no quieres que te mate en este preciso momento! —exclamó Cuauhtlatoa, que se llevó la mano a la cintura donde llevaba un técpatl, «cuchillo de pedernal».

Izcóatl intervino inmediatamente. Se colocó frente a su compañero y evitó que sacara el cuchillo.

—Lo que pide Totoquihuatzin es justo —explicó Izcóatl a Cuauhtlatoa.

—¿Y fue justo que Mashtla asesinara a mi padre y a mi hermana? —Cuauhtlatoa se encontraba furioso.

—No. —Izcóatl agachó la cabeza.

—Si querías convencernos de que nos rindiéramos, te equivocaste. —Cuauhtlatoa empuñó las manos.

—Quiero evitar miles de muertes. —Los ojos de Totoquihuatzin enrojecieron.

—Esta guerra la está dirigiendo Nezahualcóyotl —explicó Izcóatl—. Nosotros no podemos tomar decisiones. Entraremos a Azcapotzalco con o sin tu consentimiento.

—¿Si les permito pasar prometen no hacerle daño a la gente de Tlacopan? —Totoquihuatzin estaba temblando.

—Eso sí te lo puedo prometer —respondió Izcóatl. Al mismo tiempo, Cuauhtlatoa lo miraba con enojo.

—Deberíamos matarte por traidor —le dijo el tecutli de Tlatelolco.

—¡Ya cállate! —le gritó Izcóatl.

—Soy un traidor. —llora Totoquihuatzin de rodillas en un mar de cenizas—. Los traicioné. Perdónenme. —Comienza a golpear los escombros con el puño—. ¡No debí dejarlos entrar! ¡Debí pelear por ustedes! ¡Debí morir con ustedes!

En cuanto Izcóatl y Cuauhtlatoa salieron del palacio de Tlacopan, Totoquihuatzin se arrepintió de lo que había hecho. En su afán por salvar las vidas de los habitantes de Tlacopan, entregó a los tepanecas de Azcapotzalco. Esa tarde, los soldados tenoshcas y tlatelolcas regresaron a sus cuarteles para continuar la batalla a la mañana siguiente, como era costumbre en toda la región.

—Llegué a un acuerdo con Izcóatl y Cuauhtlatoa. —Totoquihuatzin se apresuró a dar instrucciones a todos los soldados de Tlacopan—. Van a pasar por Tlacopan sin herir a ninguno de nosotros.

La mayoría de los soldados lo miró con enojo. Creían firmemente en la ideología que Tezozómoc les había heredado. Aspiraban a la supremacía tepaneca que Mashtla tanto les había prometido. Las instrucciones de Totoquihuatzin contradecían por completo todo lo anterior.

—¡Eso es traición! —gritó un yaoquizqui 24 de manera anónima.

El tecutli tlacopancalca sintió mucha vergüenza. No pudo siquiera buscar con la mirada al acusador.

—Si tienen esposa e hijos —continuó Totoquihuatzin sumamente agobiado—, ¡llévenlos a un lugar seguro! ¡Pongan a salvo a las abuelas y a sus madres!

—¡Traidor! —gritó alguien más.

—Esta guerra está perdida. No hay escapatoria —continuó sin responder a los insultos.

—¡Debemos morir con honor!

—¡Traidor!

—Hablen con los abuelos. Escúchenlos. Abracen a sus críos. Vienen días de mucho dolor. Escucharán los gritos de guerra y los muros de Azcapotzalco derrumbarse. No intenten ser valientes. Salven sus vidas y las de sus esposas, hijos, madres, padres y abuelos.

—¡Traidor! ¡Traidor! ¡Traidor!

Totoquihuatzin regresó a su palacio y se encerró con los yaoquizque, «soldados macehualtin» que estuvieron dispuestos a acompañarlo hasta el final. A la mañana siguiente escuchó los gritos de los regimientos que comenzaron a correr por las calles de Tlacopan rumbo a Azcapotzalco. Algunos de los sirvientes del palacio subieron a la azotea para ver el río de soldados que transitaban con sus macuahuitles en todo lo alto. De vez en cuando, bajaban a contarle a Totoquihuatzin lo que habían visto, pero éste se negaba a escuchar.

Al caer la tarde, llegó una embajada que Nezahualcóyotl envió a Totoquihuatzin para retribuir su gesto y ofrecerle inmunidad después de la guerra, con la condición de que lo reconociera como huei chichimecatecutli. El señor de Tlacopan agradeció el mensaje y prometió cumplir con las condiciones. No sólo por salvarlo, sino también porque dos años atrás, cuando Tezozómoc seguía con vida, Totoquihuatzin le había entregado, en secreto, una de sus hijas como concubina a Nezahualcóyotl, pues él bien sabía que tarde o temprano el príncipe chichimeca recuperaría el imperio; y cuando ese día llegara, sería necesario tener algún lazo con él. ¿Y qué mejor que una concubina?

Jamás contempló la posibilidad de que Mashtla le arrebataría el imperio a Tayatzin y, a su vez, que Nezahualcóyotl llevaría a cabo una de las guerras más sangrientas de la historia para recobrar el imperio. Ahora sólo le queda el inmenso dolor de haber sido él quien permitió la entrada de las brigadas enemigas a Azcapotzalco.

Totoquihuatzin camina lentamente hasta el palacio de Tezozómoc. O lo que queda de él. A su paso por el centro de la plaza, se topa con los cuerpos decapitados de los miembros de la nobleza. Los conocía a todos. De pronto, se encuentra ante un cadáver, igualmente decapitado y con el abdomen abierto. Por las prendas que lleva el difunto, concluye que tiene frente a él los restos de Mashtla. Siente mareos y náuseas. Le tiemblan las rodillas y las manos. Quisiera salir corriendo. Escapar de esa vida. Cerrar los ojos para despertar en otro lugar menos cruel. Y, sin poder evitarlo, sus ojos se inundan de lágrimas.

—Yo te maté. —Se arrodilla frente a su tío—. Perdóname. Perdóname. Fui un cobarde. Debí salir a pelear con mis tropas. Yo también debería estar muerto. —Las lágrimas empapan su rostro.

Entonces levanta la mirada y observa un árbol pelón. Sus hojas yacen incendiadas en el piso. Ahí mismo, una soga intacta. Una soga que no fue tocada por las llamas. El señor de Tlacopan se pone de pie y camina hacia el árbol esquelético, para luego lanzar la cuerda hacia una de las ramas y colgarse. Pero, justo cuando se coloca la soga en el cuello, cae de rodillas y llora desconsolado, pues sabe que no será capaz de quitarse la vida.

13 Tacuba.

14 La palabra tianguis proviene del náhuatl tianquiztli, «mercado» o «centro comercial».

15 Huehue, «viejo, anciano o abuelo». Cuando había dos personajes con el mismo nombre se agregaba el huehue para diferenciarlos, como fue el caso de huehue Motecuzoma (Motecuzoma Ilhuicamina), huehue Totoquihuatzin, que protagoniza este capítulo, y huehue Xicoténcatl, tecutli de Tlaxcala en tiempos de la Conquista.

16 Macuahuitles, plural de macuáhuitl, una macana o garrote de madera que tenía unas cuchillas de obsidiana —vidrio volcánico— finamente cortadas y que se usaba como espada.

17 Michoacán y Oaxaca.

18 Acallis —se pronuncia acalis— es el plural de acalli (de atl, «agua», y calli, «casa»), cuyo significado literal es «agua casa», se interpreta más bien como «casa sobre el agua» o «casa flotante», es decir, la «canoa». Cabe aclarar que las palabras trajinera y chalupa no son vocablos de origen náhuatl, como generalmente se cree. Trajinera proviene del Caribe, y era utilizada para referirse a las pequeñas embarcaciones utilizadas para el comercio. Chalupa viene del francés chaloupe, que significa «bote».

19 «Existían varios tipos de canoas y de diversos tamaños. Las canoas chicas podían transportar entre dos y cuatro personas. Las canoas de grandes dimensiones eran empleadas en las festividades religiosas para transportar a los sacerdotes con sus ofrendas y otras más para conducir al tlatoani […] adornadas con bancos y cubiertas con techumbres que protegían a la gente del sol y de la lluvia. Las embarcaciones tenían un fondo plano perfectamente adaptado al contexto lacustre, lo que permitía a los tripulantes manejarlas de manera fácil y rápida. Los instrumentos de propulsión eran: la pértiga, el remo con forma de pala larga y estrecha, y otro en forma de pala acorazonada. El monóxilo exhibido en el Museo Nacional de Antropología fue encontrado en la década de los sesenta en la Calzada de Tlalpan. De acuerdo con sus dimensiones y su capacidad de carga, podemos estimar que podía transportar alrededor de una tonelada de peso», Alexandra Bihar.

20 Tlahuitolis, «arcos»; y atlátles, «lanzadardos».

21 Tlacochcálcatl, «el hombre de la casa de los dardos», rango militar de alto nivel, equivalente a gran general.

22 Huei tecpancali, «palacio».

23 Tepantecutli se compone de tepaneca, gentilicio de Azcapotzalco, y de tecutli, «señor» o «gobernador». Por lo tanto, tepanecatecutli o tepanécatl tecutli significa: «gobernador tepaneca o gobernador de Azcapotzalco».

24 Yaoquizqui yaoquizque en plural—, «soldado macehuali». El macehuallimacehualtin en plural— pertenecía a la clase social plebeya. Estaban por debajo de los pipiltin, los «nobles».