Mi abuelo era un hombre complejo. Solitario y ambicioso. Tenía un carácter muy fuerte, dictatorial. Con esa forma de ser fue acumulando poder y bienes. Y se impuso. Siempre acumulando cada vez más de todo. Tenía un humor ácido. Ante un posible diálogo siempre se anticipaba con una frase que imponía el clima de la conversación. También solía marcar claramente cuándo ese diálogo empezaba y cuándo terminaba: lo que comúnmente se denomina «un hombre fuerte», y que simboliza el centro y la razón del poder patriarcal.
Hay una frase que mi abuelo me decía y me reiteraba desde muy chiquita y que desde siempre trato de interpretar: «¡Negrita! Venga. ¿Sabe una cosa? Usted es mi crédito». Recuerdo que me llamaba desde lejos y yo iba corriendo hacia él con mucha alegría y una confianza tremenda. Era la única que tenía esa actitud con él. Es que todo el mundo se acercaba a mi abuelo con cierta mezcla de respeto, temor y hasta por momentos, vergüenza. Quien tenía que hablar con él se iba acercando de a tramos y los últimos pasos los daba cuando mi abuelo le hacía una señal con la mano o asentía con la mirada. Yo, en cambio, iba derecho, como una flecha. Qué lindo abrazo nos dábamos, enorme. Recuerdo que me llamaban la atención sus ojos celestes, clarísimos, y el intenso olor a habano. Con una de sus enormes manos me agarraba la nuca, fuertísimo, tanto que me inmovilizaba. «¡Aprenda a quedarse quieta… Negrita!», me decía. Me dejaba tiesa por unos instantes, hasta que yo le agarraba su sombrero y se lo dejaba fuera de su alcance y en ese momento me soltaba y se reía con una fuerte carcajada: Jugaba a perder.
Cuando recuerdo a mi abuelo pienso que era una persona que tuvo mucho poder, hizo una fortuna inmensa y también tuvo mucha influencia social y política. Creo que todo eso quedaba detenido antes de llegar a su lugar de siempre, la casa de las tierras de Las Margaritas, donde vivió toda su vida, las que heredó de su padre, mi bisabuelo.
Pero para continuar con el poder asentado por la personalidad de mi abuelo, había que delinear y definir un heredero, un hombre —por supuesto, debía ser un hombre— que continuara el mandato de «ejercer» el poder como él mismo. No podía ser que toda esa energía y esa coherencia se desvanecieran en la generación que lo sucedía.
Ivar, el mellizo de mi papá —Raucho, su sobrenombre—, era un hombre inteligente, culto y sagaz. También fue juez y ensayista. Con cierta independencia de criterio. Un perfil que dista del necesario para realizar trabajos sucios. No resistió las imposiciones a la fuerza de su padre. Al notar que no le servía, mi abuelo lo fue hachando hasta dejarlo casi completamente desenfocado de su rol en la familia, y sufrió por eso. Raucho no respondía a las exigencias que le imponía su padre. Al contrario, lo interpelaba desde la coherencia de su inteligencia y a mi abuelo eso lo incomodaba.
Mi abuelo también era una persona inteligente y sagaz, pero se hacía lo que él quería porque, sencillamente, era quien tenía el poder. Quien le significaba una competencia era eliminado, descartado. Eso ocurrió con Ivar: mi abuelo lo quebró. Hubo una época que puedo identificar muy bien, en la que Ivar, muy enfermo, vivía en casa, en uno de los cuartos de huéspedes, desde donde emanaba un intenso vaho característico de la ingesta de remedios. Su piel olía a fármacos. Su ropa también. Mi padre, por su parte, no tenía la preparación ni el vuelo de su hermano mellizo pero sí era bien mandado, tenía en claro quién era su superior. Se alineaba, callado, detrás de las órdenes de mi abuelo y las cumplía sin importarle ni considerar las consecuencias, que perjudicaban a propios y a extraños.
Finalmente, Luis Félix Etchevehere, mi padre, sería el encargado de cumplir con las órdenes del manejo inescrupuloso para continuar y expandir el poder. El poder real.
Arturito, era el tercero de los hermanos. Era diez años menor que Ivar y papá. En ese tiempo demasiado chico para recibir órdenes y ejecutarlas. Ni bien murió papá vendió su parte de El Diario a Walter Grenón y luego dio la orden de que Leonor Barbero se desafectara de Etchevehere Rural S.R.L., de lo contrario, al tener él la parte mayoritaria de esa empresa iba a realizar un aporte de capital de tal magnitud como para licuar la participación nuestra, es decir, los herederos de mi padre. Arturito conoce muy bien a los Etchevehere corruptos y bajo todo concepto trata de zafar de ellos. Primero fue al vender su parte de El Diario, luego al sacarse de encima a Leonor Barbero y cuando tuvo la oportunidad de soltarle la mano a Luis Miguel Etchevehere también lo hizo. Fue cuando el juez Martín Furman le solicita que informe sobre un lapso determinado dentro del desenvolvimiento económico de Etchevehere Rural. Arturito, en vez de ceñirse al pedido, entrega toda la información a partir del momento que muere mi padre. Fue a través de ese movimiento de información que, entre otras inconsistencias, yo observo y luego denuncio que Luis Miguel Etchevehere se llevaba a sus bolsillos los dividendos de Etchevehere Rural. Él los cobraba por ventanilla firmando el retiro a pulso pero no los depositaba ni los rendía en la Sucesión. (3)
Mi abuelo enviudó antes de ser una persona muy mayor. Fue poco afectuoso con su esposa, Dolores Bonazzola. Tengo el honor de llevar su nombre. Murió muy joven, a los cincuenta y seis años. Era una mujer bondadosa y piadosa y era muy, pero muy bella.
Cuando abuelo sale del cuarto donde mi abuela Dolores murió, lo abraza a Ivar y le dice: «Yo la maté». Su culpa, que cargó por el resto de su vida, es por ser consciente del tipo de vida a la que sometió a su mujer. Mi abuelo tenía otras mujeres. Todos los Etchevehere tienen otras mujeres. Sí, «tienen» como un objeto. Como otro objeto más que usan. Como las cosas, las mujeres también tienen su ciclo de uso. Y, si no hablan, si no se hacen notar, si no molestan, pueden quedar ahí, en el lugar que se les concedió para compartir. En cambio yo, para mi familia, siempre fui la rebelde, la persona que los interpelaba.
Quien contaba, una y otra vez, la escena de la muerte de mi abuela Dolores, era Ivar. Mi papá lo sabía. Yo le preguntaba insistentemente no sólo sobre la causa de ese desenlace tan triste, sino también por otros acontecimientos ocurridos en nuestra familia, y contestaba siempre con una evasiva: «Es preferible no hablar de ciertas situaciones, sobre todo si ya pasaron». En realidad, callar la muerte de Dolores Bonazzola era la orden de mi abuelo Arturo. Mi padre debía encargarse de que fuera cumplida.
3- https://www.proyectoartigas.ar/documentacion/Intimaci%C3%B3n%20LME%20cobros%20ERSRL.pdf
Denuncia a Luis Miguel Etchevehere por cobrar dividendos de Etchevehere Rural S.R.L. y no depositarlos en la cuenta de la Sucesión.