La aventura de una médium
Cuando reviso mi vida, me doy cuenta de que mi infancia estuvo llena de lo que ahora llamamos experiencias psíquicas y espirituales. Sabía algunas cosas que iban a ocurrir, acontecimientos sencillos de la escuela como qué vestidito llevaría la profesora, qué preguntaría, etcétera. Ahora sé que muchos de estos juegos de infancia eran una oportunidad para mi mente de hacer lo que llamamos transmisión de pensamientos, telepatía, viajes astrales…
El tipo de visiones y experiencias que he tenido desde mi más temprana infancia me marcaron para siempre. Con los años, para mí ha sido totalmente natural el hecho de abrirme y mostrar mi don espiritual a todos, pero en un primer momento no fue tan sencillo.
Además de estudiar misticismo judío, otras dos ramas que han contribuido a mi formación han sido el yoga clásico Vedanta —tradicional de la India— y las tradiciones del espiritismo moderno.
Las dos figuras más importantes e influyentes que me enseñaron a aumentar mi intuición fueron los médiums más importantes de su época, también ministros del Movimiento del Espiritismo Moderno: Mamie Brown —que me dio ejemplo con su estilo de vida, católica convencida, y me sirvió como guía espiritual hasta poco antes de su muerte, en 1986, a la edad de noventa y seis años—, y Clifford Bias, decano del Seminario de Chesterfield, donde me gradué.
Padres y maestros del amor
La primera inspiración para la misión de mi vida vino de mis padres, Sarah y Abraham Zweig. El primer recuerdo que tengo de mi padre es el de estar rezando. Crecí en el seno de una familia profundamente espiritual, donde mis progenitores oraban dos veces al día y meditaban.
Mis padres vinieron desde Polonia y eran personas que no habían recibido educación. Aunque trabajaban muy duro, éramos pobres económicamente pero ricos en espíritu. Cuando yo preguntaba o manifestaba cualquier deseo, mis padres siempre decían que con fe Dios lo puede todo. Mi familia me enseñó a vivir con fe y amor. Cuando mis dos hermanos o yo queríamos algo, mis padres me decían: «Voy a intentar conseguírtelo».
Recuerdo que con nueve años me encantaba patinar, así que pedí unos patines. Mis padres no tenían dinero, pero aun así me dijeron que me conseguirían unos. Días después mi padre me dio una caja con los patines y mi madre me dijo que había vendido algunos muebles y que ahora podría patinar por casa.
Mi familia era muy protectora y se desvivía por nosotros porque habían perdido a muchos seres queridos durante el Holocausto. Por ejemplo, mi madre perdió a su hermana. Yo nunca aprendí a ser una gran patinadora, pero lo importante es que me compraron unos patines. Mis padres me querían mucho y me enseñaron que lo primero es el amor, no juzgar y ser amable.
Fui bendecida con una buena infancia donde siempre fui aceptada y apoyada. Mis padres querían que fuéramos buenos trabajadores y ciudadanos, que ayudáramos a los demás. Lo importante es qué hacemos con las oportunidades que tenemos, porque Dios nos ama y debemos dar lo mejor de nosotros mismos.
Otros maestros de vida
Además de mis padres, otro gran maestro para mí ha sido Swami Vishnudevananda, con quien he pasado mucho tiempo aprendiendo yoga y su camino vital, además de alimentarme adecuadamente. He tenido la fortuna de ser una de las pioneras al introducir el yoga en el trabajo con niños con necesidades especiales, y tanto su filosofía como sus técnicas han influido profundamente en mi vida.
La reverenda Mamie Brown, una médium increíble, casi ha sido como una segunda madre para mí. Cuando la conocí me dijo: «Eres la niña que nunca tuve». Siempre estuvo ahí para ayudarme; ella era parte de mi destino y me enseñó cómo ayudar a la gente, y a entender qué hay después de la muerte.
En mi vida y en mi trabajo con niños, la presencia de la Madre Teresa de Calcuta me impresionó e influyó; no he sido la misma desde que la conocí. Agnes Gonxha Bojaxhiu, monja católica de origen albanés, durante más de cuarenta y cinco años, trabajó y ayudó de forma incansable a enfermos, huérfanos, pobres y moribundos. Descubrió su vocación, como yo, a temprana edad, y optó por cambiar su nombre por el de Teresa, la patrona de los misioneros.
En sus propias palabras: «A veces sentimos que lo que hacemos es tan sólo una gota en el mar, pero el mar no sería tan grande si le faltara una gota».
Aunque si lo pienso más profundamente, mis maestros y gurús más grandes son mis niños especiales, porque me han demostrado que, a pesar de todos los sufrimientos que puedas pasar, siempre hay lugar para el amor.
La primera vez
De pequeña fui a una escuela pública y, un día, cuando tenía unos cuatro años, nuestro profesor nos hizo confeccionar un árbol de Navidad en papel. Mientras lo estábamos haciendo, me sentí mareada y todo empezó a darme vueltas.
De pronto, una cara apareció ante mí —no sabía nada de las experiencias fuera del cuerpo en aquel momento— y el rostro era hermoso, tenía una mirada penetrante y cabellos largos, y me dijo al oído derecho: «Cristo es Dios, Cristo es de hecho el Señor». Justo entonces vi a un grupo de niños que se tomaban de las manos y cantaban: «Somos uno en el Espíritu, somos uno en el Señor».
En cuanto salí de la escuela, corrí llorando a explicárselo a mi madre.
Los años siguientes, continué teniendo estas experiencias: vi parientes muertos a los que nunca había conocido y finalmente me llevaron a ver a un rabino en Nueva York, quien tranquilizó a mis padres y les dijo que yo tenía dones especiales, así como una importante vocación.
A partir de entonces me apuntaron a lecciones de hebreo en una escuela, mientras continuaba viendo auras alrededor de la gente y prediciendo cosas, algo que hizo que algunos niños me tuvieran miedo.
Mis padres llevaron siempre una vida espiritual. En realidad, llevaban una vida muy yóguica a su manera. Así que, para ellos, no resultaba nada extraño tener un hijo a quien le encantase rezar y meditar. Lo que no entendían era que yo les hablase de Cristo, de memorias de vidas pasadas, e incluso que a los siete años tuviese una visión que me empujó a no comer carne porque matar animales de modo innecesario conlleva un karma muy negativo.
Reticencias familiares
Si vuelvo la vista atrás, a la época en que era pequeña, recuerdo que, estuviera donde estuviera, siempre había monjas. Un día, con tres años, me escapé de mi madre y me agarré a los hábitos de una de ellas. «¡Llevadme a casa!», dije, antes de romper a llorar.
Las experiencias visionarias de mi vida espiritual me han acompañado desde que nací, como si todo mi cuerpo y cualquier lugar donde me encontrara estuviera marcado por huellas dactilares del Cielo.
Nací en una familia judía ortodoxa, y mis padres eran profesores de religión mística, además de grandes trabajadores, como ya he dicho. A pesar del don que demostré tener desde niña, éste no fue reconocido inmediatamente por mi familia.
Mi madre trataba de convencerme con suavidad de que las niñas judías no ven a Dios ni tienen visiones, a lo que yo respondía: «¿Y por qué no?», pues explicaba a mis padres cada detalle de lo que veía o de quienes me visitaban o encontraba. Además, la aparición de Dios no respondía ni a un dios judío ni a uno cristiano, sino simplemente a un dios que quería ayudar a todo el mundo.
Algunas personas cercanas a nuestra familia prohibieron a sus hijos que tuvieran relación conmigo a causa de mis visiones y mis frecuentes conversaciones sobre Jesús, pues malinterpretaban mis palabras y entendían que rechazaba mi fe judía, y aunque nunca fue así, mi sensibilidad fue a menudo incomprendida.
Durante mi infancia, adolescencia y hasta mi madurez, fui rechazada por casi toda la comunidad ortodoxa, excepto por mis familiares directos. Mi madre, una pequeña mujer santa e inteligente, me demostró un inmenso amor incondicional y siempre me describía como una «niña muy buena». Mi padre era kohen, o sacerdote heredero judío, descendiente de Aarón, y líder en la sinagoga de Montreal, donde daba misa por las mañanas y por las tardes. Era un hombre muy devoto.
Nunca supo qué hacer conmigo, aunque me quería y reconocía en mí un poder visionario. Todo cambió cuando fui reconocida y bendecida por uno de los rabinos hasídicos, quien dijo que yo estaba bien y que Dios me protegía.
A pesar de estos momentos de incomprensión y del rechazo de algunas personas, reconozco que estuve acompañada toda mi infancia por mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y mi abuela.
La niña de Park Avenue
Nunca fui una niña como las demás y, a pesar de ser judía, tuve una visión de Jesús y de un hombre hindú que me decía: «Tendrás una vida pura, mi niña, y crecerás para ayudar a todos los niños enfermos del mundo». Durante mi infancia experimenté la visión de Jesús y de la Virgen María en distintas ocasiones.
Los niños hablaban de esa extraña niña que paraba a la gente en la Park Avenue de Montreal, y les decía cosas que no podía saber, pues me encantaba acompañar a mi padre a su restaurante favorito y plantarme en la puerta para adivinar cuánto habían pagado los comensales. ¡Y acertaba!
Cuando tenía sólo cuatro años y medio, un gran maestro hasídico vio en mí a una niña especial y así lo anunció a mis padres. Les advirtió de que me cuidaran mucho, pues había sido escogida por el cielo para una misión muy especial. Dijo que poseía el poder del Ruach Ha Kodessh, en hebreo «Espíritu Sagrado».
Tuve muchas visiones en las que se me aparecieron Jesús y María, junto con santos de otras religiones como la hindú, el budismo, el islam… Aunque el Dios de todos y para todos era siempre el mismo. Era lo que llamaríamos el Cristo universal, el cosmos, el athman.
Pronto empecé a protagonizar algunas experiencias y tuve más de una visión de maestros que me decían que había venido a la Tierra para mostrar la verdad. Al haberme criado en el seno de una familia judía ortodoxa, mis visiones sorprendieron mucho a todos, pero no tuvieron más remedio que creerme cuando empecé a describir a la perfección a las personas que estaban sentadas con nosotros a la mesa. Sólo yo las veía.
Resultaron ser mis parientes muertos en el Holocausto nazi.
También vi en más de una ocasión a un maestro hindú que me dijo: «Viajarás por el mundo, el mundo será tu hogar, la gente del mundo serán tus hermanos y hermanas, y enseñarás». Era Sivananda, aunque no lo supe hasta muchos años después.
Mensajes y advertencias del más allá
Cuando tenía seis años de edad empecé a ver a los seres queridos que habían muerto y, un día, mientras recorría el camino a casa, apareció ante mí la imagen de mi abuela, que vivía en Toronto. Ella me dijo que se había muerto y que corriera a casa a decirle a mi madre que el bebé que llevaba en el vientre tenía que llamarse como ella, Hannah.
Mi madre, que efectivamente estaba embarazada, sufrió un shock cuando recibió un telegrama de Toronto anunciando la muerte de la abuela. Así que cuando nació la niña la llamaron Hannah. Desde entonces, he sido capaz de ver a través de la vida espiritual y de recibir ayuda guiada, describiendo a personas muertas, consolando a los vivos, mostrando el buen camino a niños y a personas necesitadas, haciendo predicciones muy precisas…
Uno no puede imaginar lo reconfortante que es para una madre que ha perdido a su hijo tener la seguridad de que está bien y de que sigue vivo.
Pero fue a partir de los ocho años cuando nació en mí el deseo de comprender los fenómenos que estaba experimentando. Preguntaba a los rabinos, pero ellos me decían que no me preocupase, que olvidase lo que no eran más que sueños. Algún sacerdote llegó incluso a decirme que estaba poseída. Yo, mientras tanto, seguía orando y orando en busca de una respuesta. Y como mi madre respetaba a todo el mundo, me trató siempre de forma natural, de modo que crecí creyendo que todos eran como yo.
Cuando tenía nueve años, vi que mi prima iba a caerse por las escaleras y le dije a mi madre y a mi tía que arreglaran la barandilla. No me hicieron caso. Mi prima se cayó y casi se rompió la espalda; es jorobada desde entonces.
Recuerdo muchos ejemplos como ése de gente que no sigue mis consejos y viene años después para decirme que le gustaría haberme hecho caso.
La predicción de un adiós
Para mí este don que acabo de ilustrar no es raro en absoluto. Ha estado conmigo toda la vida, de modo que estoy acostumbrada a ello. Es como cuando miras un coche y ves que es rojo o azul y no nos sorprende saberlo. Es exactamente igual que cuando yo recibo mensajes del más allá.
A lo largo de mi vida he ido encontrándome con muchas personas que poseían dones, pero también con gente que desea tenerlos y no lo sabe hacer bien, que se engañan a sí mismas más que a los demás. Y sí, también me he encontrado con algún fraude, aunque no demasiados.
Sobre esto último, recuerdo una excursión que hice con un psicólogo que se había unido a nuestro grupo de yoga. Me llevó al hospital para estudiar cómo funcionaba mi cerebro y, en una ocasión, me condujo hasta un ala concreta del hospital y me dijo: «¿Ves a todos esos? Todos ellos han tomado drogas y han jugado con los poderes psíquicos porque no saben ni quiénes son».
No fue hasta los catorce años que me di cuenta de por qué los demás no me entendían. Yo creía que veían como yo, y en ese momento comprendí que yo tenía un don. Un día sucedió algo que me hizo observar más de cerca a mis compañeros.
El 23 de abril del año en que había cumplido los catorce, me desperté y oí una voz que me decía que Bárbara, mi mejor amiga, moriría el 19 de mayo. Cuando llegué a clase tuve la extraña visión de una fecha, día, mes y año sobre el aura grisácea de mi amiga, y me di cuenta de que estaba ante la fecha del día de su muerte.
Preocupada por aquello, compartí mis visiones, con total inocencia, con una de mis amigas. Olvidamos el tema hasta que el día, mes y año exactos, Bárbara fue llevada urgentemente al hospital afectada de leucemia y murió el día que predije. Resultó que mi amiga, a pesar de parecer completamente sana, padecía un trastorno del que no se dieron cuenta hasta después de su muerte.
La escuela entera sufrió un shock y se corrió la voz. Los niños me preguntaban cómo había podido saberlo, y yo respondía convencida de que ellos me entenderían. «Estaba rodeada por un color grisáceo y tenía la fecha escrita», les decía. Naturalmente, esta explicación no hizo más que confundir a mis compañeros y me preguntaron qué quería decir con eso del color grisáceo, a lo que respondí: «Ya sabéis, eso de cuando la gente está envuelta de colores: azul, amarillo, gris, blanco…». Alucinados y asustados, mis compañeros respondieron: «¡No, no lo sabemos! No vemos colores alrededor de la gente. ¿A qué te refieres?»
Eso me chocó más de lo que mis respuestas habían chocado a mis compañeros, pues fue la primera vez que me di cuenta de que no todo el mundo veía de la misma forma que yo.
Entonces lo comprendí. Al principio me asusté mucho y no supe qué hacer con las dotes paranormales que tenía, hasta que llegó un punto en que pensé que me volvería loca.
Ésta fue una época clave en mi vida, ya que se desencadenaron muchos acontecimientos a la vez. Cuando Bárbara dejó este mundo, empecé a hablar con gente y les contaba muy inocentemente que mientras unos son rosas y azules, otros tienen auras grises y sombras. Ellos naturalmente no entendían nada de lo que les decía. Fue entonces cuando, por primera vez, comprendí que no todo el mundo tenía esa visión interna, ni siquiera en mi familia.
La verdad es que no recuerdo ninguna época de mi vida en la que no fuese consciente de la existencia de seres de otro plano y no recibiese todo tipo de revelaciones internas. Pero desde entonces no sólo intenté comprender lo que eran estos fenómenos, sino también combinarlo con mi trabajo académico.
He llegado a la conclusión de que todos esos fenómenos son parte de la naturaleza y que ocurren según una ley natural.
La casa de los espiritistas
Después de predecir la muerte de mi amiga recé a Dios para saber para qué servía mi don, hasta que, meses más tarde, se me acercó en la calle un hombre a quien no conocía y me dijo que me llevaría a un lugar donde me entenderían.
Me condujo a una casa donde un grupo de personas se dedicaban al espiritismo y una mujer, ya muy mayor, se me acercó y me dijo: «Cariño, quiero hablar contigo. Eres una médium y vas a trabajar por todo el mundo».
Aunque yo nunca antes había oído esa palabra, ella me dijo que un día yo haría lo que ella estaba haciendo y que, de hecho, tenía que hacerlo. Más tarde me explicó lo que era la comunicación con el mundo de los espíritus y, mientras hablaba, comprendí muchas cosas. Supe quién era Daisy —mi espíritu guía—, y entendí por qué caminando por las calles podía saber cosas que iban a suceder.
A partir de ese momento empecé a tener visiones sobre mi vida, una tras otra, hasta entenderlo todo. Al mirar a mi alrededor empecé a ver espíritus detrás de la gente.
El presagio de Father John
Mientras contemplaba mi vida, tuve la clara visión de que iba a casarme con un sacerdote en el año 1974. Había visto claramente la imagen de un hombre vestido con hábito y con el número 1974 escrito encima de su cabeza. Ni yo ni mi abuela judía ortodoxa sabíamos por aquel entonces que había algunos sacerdotes anglicanos a quienes les estaba permitido casarse. Naturalmente, eso tampoco hubiera tenido importancia a la hora de evitar el horror que demostró mi pobre abuela ante mi visión.
También supe que jamás iba a tener hijos propios, que iba a viajar por todo el mundo y que sería guiada en cada momento.
Y, efectivamente, en 1972 conocí a un pastor anglicano mientras me dirigía a un retiro espiritual. Quien acabó siendo mi marido, conocido por sus alumnos como Father John, introdujo estos fenómenos en la universidad y enseñó hasta hace muy poco que el espíritu es el eslabón que falta entre la religión y la ciencia.
La visión de Sivananda
Ese mismo día, después de esa revelación crucial, tuve una nueva visión al llegar a casa. De nuevo se mostró ante mí el maestro hindú que se me había aparecido en otras ocasiones y me explicó una filosofía oriental que yo nunca había estudiado.
Años después descubriría que el santo hindú que se me aparecía a menudo de niña era el doctor Swami Sivananda de Rishikesh, también llamado «el San Francisco de la India Moderna». Era conocido por su gran labor humanitaria trabajando con niños enfermos y ciegos.
Swami Sivananda, maestro espiritual yogui y gurú hindú, fundador de la Divine Life Society, trabajó hasta su muerte en 1963 como médico en Malasia durante muchos años antes de convertirse en monje. Propagó el yoga y la doctrina Vedanta y estableció su sede, el Ashram Sivananda, a orillas del río Ganges, además de escribir más de trescientos libros de temáticas médicas y espirituales.
Mucho antes de saber quién era, el maestro me había hecho llegar el siguiente mensaje: «¡Toda la humanidad es una! Servimos a Dios en cuanto servimos a todos los niños del mundo independientemente de su raza, religión o nacionalidad». Éste fue exactamente el mismo mensaje que Jesús me había dado en anteriores apariciones. La filosofía del sabio era la misma que había recibido a través de frases y visiones cuando tenía tan sólo cuatro años, así que comprendí que todas las religiones y creencias son en realidad la misma.
La formación de una médium
Pese a todas estas visiones, mi juventud transcurrió tranquila y feliz. Sentía que aquello para lo que me educaban como a los demás no era lo único que formaba la experiencia del vivir, aunque entonces no entendía cosas como la clarividencia, la psicometría, la percepción extrasensorial o la lectura de auras.
Después de estas experiencias que he contado, quise entrenarme para separar lo que era la percepción de los cuerpos físicos de las personas de otras cosas que veía alrededor de éstas; cosas que la gente normal parecía no ver ni escuchar. Desde el aura coloreada y las energías que me indican el estado de salud y las emociones de la persona, hasta las palabras a veces escritas sobre sus cabezas, las cuales completan la información detallada con la cual soy ayudada para poder guiar a estas personas.
La clave de toda visión que experimento desde mi más tierna infancia es el gran poder del amor hacia las personas y el deseo de poderlas ayudar espiritualmente.
Pronto me di cuenta de que debía entrenarme para emplear mejor mi don y ayudar a la gente, así que desarrollé una manera muy personal de tratar con las percepciones humanas, comportamientos, terapias, tanto tradicionales como innovadoras.
Nunca había sido educada por guías espirituales durante mis años de infancia, ni había tenido acceso a conocimientos del misticismo o del yoga. La fuente de mi conocimiento infantil fue completamente natural, dependía totalmente de mi intuición y sabiduría, se encontraba en mis genes y en la simple y pura devoción hacia Dios que tenían mis maravillosos padres judíos, con una larga tradición familiar de maestros espirituales, muchos de los cuales habían muerto durante el Holocausto.
Swami Vishnu
Entré en contacto con el yoga a los catorce años, cuando tuve otra visión. El sabio hindú me dijo entonces que debía vivir un determinado tipo de vida, a lo que yo le pregunté: «¿Qué tipo de vida?» Y él respondió: «Tú enseñarás mis enseñanzas. Debes vivir mis enseñanzas».
Poco después, leyendo un periódico, encontré una nota sobre un centro de yoga. Sin pensarlo más, decidí ir a tomar una clase. No conocía para nada al joven monje que había llegado a Montreal y había fundado una escuela de yoga, y fue por el destino que entré para ver de qué se trataba.
Todavía recuerdo a Swami Vishnu dando la clase con sus pantalones cortos rojos y su camiseta naranja. En la entrada reconocí una foto de Swami Vishnudevananda con otro monje mayor, y enseguida me di cuenta de que era el hombre que había visto desde pequeña. Era el anciano y santo rodeado de niños que aparecía en la imagen que había visto a los cuatro años.
Me sentí como si hubiese llegado a casa. Entré en la escuela, pero estaba tan emocionada que no hablé hasta terminar la clase. Entonces le pregunté:
—¿Quién es usted?
Aún parece que oigo a Swami contestándome:
—¿Por qué lo preguntas? ¿Quién eres tú? ¿Quién te envía?
Yo le conté la visión que había tenido y él me explicó que el hombre de la imagen era su maestro de yoga en la India, así que le terminé de explicar todas mis visiones y todo lo que me había contado.
Cuando el joven monje me explicó a qué se había dedicado su maestro en vida, comprendí inmediatamente que ése era el verdadero propósito de la mía: ayudar a la gente a comprender que no hemos nacido para luchar en la guerra, que los niños delincuentes no nacen, sino que se hacen, y que la mayoría de nuestros comportamientos son básicamente aprendidos aunque incluyan, por supuesto, los condicionamientos heredados, las memorias ancestrales y, cómo no, los espíritus que nos rodean, que también pueden traernos dificultades.
Con Swami Vishnu aprendí que con el yoga y otras técnicas puedes aprender a trabajar con tu campo energético de manera que las cosas exteriores no te afecten.
Mi amistad con este maestro ha sido una gran aventura para los dos y para muchas otras personas. Su misión pacífica ha inspirado a millares de personas en todo el mundo durante décadas.
He viajado por todo el mundo. Algunos de estos viajes los hice con mi maestro Swami Vishnu y me siento orgullosa de haber sido la primera en abrir un campo de yoga para niños en Val Morin, Norteamérica, en 1972. El yoga y la comunicación espiritual han sido la base de mi vida.
La llegada de Father John
La gente que me conoce suele decir que siempre he tenido una apariencia joven, pequeña e infantil, y que aún hoy la conservo. Fue por eso que, cuando me conoció, mi marido me confundió con una niña.
No obstante, en la época en que nos conocimos yo ya había recibido el reconocimiento por mi trabajo con niños en escuelas e instituciones de Quebec y estaba al mando de los programas educativos del Departamento de Psiquiatría del Hospital de Niños. En verano de 1972 había sido nombrada ministra del Movimiento Moderno Espiritual.
Fue una noche del caluroso verano de 1972 cuando conocí a John. Yo viajaba en autobús con destino a un retiro en un campamento espiritual en Estados Unidos. Un arquitecto canadiense de origen alemán había reunido a un grupo de personas para hacer un taller-seminario que consistía en conocer los milagros, variedades y formas del mediador.
A mitad del trayecto, a eso de las tres de la madrugada, el autocar paró en una cafetería. Los cuarenta pasajeros medio dormidos bajamos. Y mientras estaba sentada en la barra con Rosa Rosenstone, una segunda madre para mí, un hombre se sentó con nosotras y empezamos a hablar con él. El hombre era profesor de universidad.
No volví a verle hasta septiembre del mismo año, cuando me encontraba en Montreal, en la capilla de la YMCA, un domingo por la tarde.
Nos cruzamos en la entrada, donde él daba la bienvenida a los participantes. Cuando empezó la charla, fui presentada al público como la profesora Marilyn Zweig, especialista en educación especial, médium y experta en filosofía, metafísica y uso del yoga para terapias infantiles. Me dieron un taburete alto para que los asistentes me pudieran ver, y empecé a tratar el tema que me había llevado hasta allí.
Al final de la charla, cuando todo el mundo ya se iba, se acercó a mí aquel hombre misterioso que meses antes había conocido en el café. Me dio las gracias y me felicitó por el seminario. Me dio su tarjeta y me propuso comer juntos un día, si se daba el caso de que me encontraba cerca de su universidad.
Pasaron muchas semanas y olvidé el tema, pero un día una amiga encontró la tarjeta mientras buscaba algo en mi bolso y resultó ser justamente alumna del profesor John. ¿Coincidencia? Cuando ella se enteró de que me había propuesto que comiéramos juntos, no tardó ni un segundo en tomar el teléfono y llamar por mí y me dijo que no podía dejar escapar a ese joven brillante y guapo. ¿Cómo podía no haber aceptado su invitación? Finalmente, le llamé a la oficina y quedamos para comer.
Así fue como ocurrió y, siguiendo las predicciones que había hecho en mi niñez, John y yo nos casamos en 1974 sin haberle contado aún que era parte de nuestro destino.
Campanas de boda
Según me contó tiempo después quien llegaría a ser mi marido, no sólo estábamos unidos por esa predicción, sino que todo el universo se había confabulado para ello.
Un día, mientras él se tomaba un descanso durante la redacción de un artículo, tomó sin saber por qué un trozo de papel y empezó a escribir a mano una invitación de boda. La celebración iba a tener lugar en la catedral anglicana de Montreal, y los anunciantes de la boda eran mis padres. Sin darse cuenta había escrito la invitación de nuestra boda y ni siquiera lo habíamos hablado antes. Justo entonces sonó la campana y guardó el papel en su bolsillo para ir a recibir a las primeras personas del consejo espiritual que se celebraba en aquel momento, entre las cuales me encontraba yo.
Con el grupo hicimos ejercicios de intuición, y la novia de uno de nuestros amigos, que había demostrado ser muy intuitiva, dijo de repente mientras sacaba el papel de su bolsillo: «Mire adonde mire, oigo campanas de boda y veo, además, pedazos de un papel escrito a mano de una invitación de boda. Es todo lo que puedo decir».
En ese momento Father John se puso muy nervioso, pues llevaba el papel en el bolsillo y no podía decir nada, ya que ni siquiera lo había hablado conmigo. Impresionado, continuó con los ejercicios y sólo fue capaz de decir: «El misterio se aclarará más adelante».
Al atardecer de ese mismo día, todo el mundo se fue excepto yo, pues John me pidió que me quedara un poco más. Yo le recordé las palabras de la chica sobre la invitación de boda, y extraje el papel de su bolsillo mientras le decía que la chica tenía una gran intuición. Luego me marché a casa.
Aquella noche John se fue a la cama muy inquieto.
Al día siguiente, mientras él terminaba al fin su artículo, llamé a su puerta con un montón de papeles y catálogos en las manos, y le dije:
—He visitado todos los hoteles y he comparado los precios y costes del convite de bodas.
Así pues, John nunca me pidió en matrimonio y yo nunca acepté. Nos íbamos a casar mediante un mensaje psíquico, una lectura de una persona ajena a nosotros dos.
Las despedidas
En cuanto estuvimos casados, nos mudamos a una gran casa en el barrio de St. Antoine, en Montreal, y mi llegada estuvo cargada de sucesos impresionantes y de hermosas experiencias.
Ayudé a mi marido, mediante una cuidada dieta, a convertirse en vegetariano. Ni siquiera se dio cuenta del cambio. Yo me encargué de modificar sus hábitos alimenticios con mucha delicadeza. Le preparaba la comida de aquel modo hasta que, gradualmente, perdió el interés por comer carne sin planteárselo.
Un día, en el verano de 1974, ya casados, en que John y yo estábamos en nuestro estudio charlando sobre algo que me había ocurrido aquella mañana y que me había hecho mucha gracia, de repente me quedé en silencio y muy quieta por lo que acababa de percibir.
Le dije a mi marido que la abuela de Ann, una muy buena amiga nuestra, acababa de morir y que se encontraba allí con nosotros. Había venido a vernos para decirnos que había muerto y que anunciáramos a su nieta que estaba bien y que se despedía. También nos dijo que no se iba lejos, que siempre amó a su familia y que quería que supieran que seguiría viva.
Con cautela, John me convenció de que no era muy buena idea llamar a Ann para decirle que su abuela había muerto, así que le hice caso y, en un par de horas, nos llamó ella misma para anunciárnoslo.
Sucesos como éste se han ido repitiendo a menudo durante toda nuestra vida en común: gente que muere y nos visita durante la transición de vidas.
Otro suceso muy similar ocurrió más de dos décadas después, en 1997. Me encontraba de visita en Valencia, cuando mi hermana llamó a John para anunciarme que nuestra madre de ochenta y seis años había muerto durante la madrugada.
Mi marido se dispuso inmediatamente a enviar un fax al hotel en el que me hospedaba durante aquellos días, pero justo en aquel momento recibió por fax un mensaje mío. Se trataba de una carta que había escrito para que se la entregara a mi padre:
Querido papá:
Por favor, dime qué es lo que está sucediendo. Acabo de tener una visión de mamá vestida con un vestido de cuando era joven. Estaba muy guapa y se encontraba con los espíritus de mis abuelos, tíos y tías. Me dijo que acababa de morir, pero que se encontraba muy bien y que estaban celebrando su llegada.
En el fax yo explicaba que aquella misma carta que estaba escribiendo me había sido respondida por mi propio padre que guió mi mano:
Querida Marilyn:
Éste es un mensaje para toda la familia: acabo de morir. Pero desde aquí estaré en mejor posición de ayudar que cuando me encontraba entre vosotros. Solía preocuparme mucho por mi familia, ahora ya no lo haré.
Tras el telón de acero: el oráculo de la Virgen María
Nuestra casa y nuestras vidas siempre estaban repletas de gente exótica e increíble y de grandes experiencias. Eventos con lamas tibetanos, monjes jainistas, mahasiddas hindús, médiums famosos, junto con distinguidos científicos que exploraban la frontera entre la física y la filosofía.
Toda esta actividad en Montreal durante esos tiempos abrió la mente a mucha gente. Era el inicio de nuestro matrimonio mágico, combinado con excitantes aventuras por todo el mundo: la India, España, Europa del Este, la Unión Soviética, Sudamérica, las Bahamas, el Caribe… Prácticamente todo el mundo. También visitamos al papa en Roma y al Dalái Lama en la India.
Hasídicos y cabalistas decían que fui escogida por los ángeles y por las almas espirituales para una vida de dedicación a los demás, pero sobre todo para los niños de todas las edades. Más allá de todos los fenómenos y experiencias, yo seguía siendo una niña que amaba a Dios y a mi familia.
En mi inocencia infantil, entendía que Dios ama a todo el mundo sin importarle su origen, raza o religión, y no podía entender el concepto de discriminación hacia otras personas. Asimismo, sí comprendí lo que Sivananda me comunicó siendo muy niña respecto al hecho de no comer carne. Lo había aceptado como algo natural y empecé a rechazar alimentos provenientes de animales que mis padres ponían sobre la mesa.
En 1998 tuve una visión que me indicaba que era necesario que dejara mi puesto de trabajo como profesora de educación especial en el Vanier College de St. Laurent, en Quebec, y aceptara la invitación que acababa de recibir para ir a la Unión Soviética a impartir clases sobre mis conocimientos.
Fui la primera persona del oeste que estuvo en la Unión Soviética y en el este de Europa enseñando y compartiendo experiencias profesionales bajo la reforma de la Perestroika, entre 1989 y 1991.
El viaje duró dos largos años y se extendió por toda la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia y otros países del Este.
Pude demostrar mi don juntamente con mi intuición para solucionar los trastornos y problemas de numerosos niños, y la monja católica y enfermera Leona Hartman, que todavía hoy vive conmigo, me acompañó durante el viaje para educar sobre las nuevas terapias a niños en instituciones psiquiátricas de la Unión Soviética y del este de Europa, de 1989 a 1991. Es miembro de la Orden Ecuménica y ha sido ordenada sacerdote en una comunidad católica libre.
Antes de emprender esta aventura, había tenido otra visión en la que aparecía la hermana Em, fallecida en 1986. La monja me daba las gracias a mí y a la madre Leona por continuar con la labor que ella misma había empezado y que había tenido que interrumpir años antes. Nos prometió protección y, cuando al cabo de unos días apareció otra vez, en esta ocasión la madre Leona estaba presente, nos comunicó que había venido con la Virgen María, que quería decirnos algo.
Todo lo que la Virgen nos comunicó aparece en el libro que publiqué en 1996, María está hablando: ¿Quién la escucha?,[1] el cual contiene locuciones con la Virgen María y otros santos. Estas conversaciones se iniciaron cuando visitamos y hablamos con los visionarios de Medjugorge. Las conversaciones con la Virgen continuaron durante nuestra estancia en la Unión Soviética, Polonia, y el este de Europa, adonde viajamos para mostrar nuevas terapias para niños a psiquiatras y médicos en instituciones y hospitales.
El libro contiene asimismo numerosas predicciones hechas por gente importante en las que se nombran las fechas exactas de la caída del régimen comunista de Checoslovaquia y de la Unión Soviética.
Más tarde, junto con Leona, subimos a un tren en Viena, que nos llevaría a Checoslovaquia. A nuestra llegada prediqué a sus habitantes que en menos de dos meses serían libres, tal y como estaba sucediendo con los alemanes. Los checos no me creyeron, pues no parecía posible que eso sucediera también en su país, ya que el régimen de Husak parecía resistirse al cambio. Tal predicción se cumplió la fecha exacta en que me habían dicho los espíritus.
Por aquellas fechas yo ya había ido hacia la Unión Soviética, donde recibía mensajes de mi marido, que permaneció en Canadá. Me explicó que había recibido numerosas cartas en las que la gente de Checoslovaquia me preguntaba cómo había podido adivinar la fecha exacta de lo que iba a suceder en su país; estaban asombrados.
Muchas de las predicciones que la Virgen María nos comunicó se han cumplido hoy en día, y otras muchas tienen que suceder aún. Está todo narrado y escrito en el libro que antes he mencionado y, sobre todo, hay que tener en cuenta que muchas de las cosas que la Virgen María me contó eran privadas y no revelaciones públicas.
Pero también es cierto que muchas de las predicciones que la Virgen María nos reveló forman parte del «Plan divino» y deben suceder en el momento en que estemos preparados para «ser una nueva humanidad en un nuevo mundo y un nuevo Cielo».
Por el valor y la clarividencia de esos mensajes, vamos a dedicarle todo el siguiente capítulo.
1. Mother Mary Is Speaking: Who Is Listening?, Int’l. Inst. of Integral Human Sc., 1996.