EL HILO ROJO,
O QUE SI ESTO ES EL AMOR
La idea de que quedarnos con alguien toda la vida es la única finalidad de una relación, de que si no dura para siempre es un fracaso, de que las peleas solo son parte de un camino hacia el Amor, y por tanto necesarias, son eslabones de ese constructo cultural llamado Amor Romántico (S.A. de C.V.).
Una frase en Facebook afirma contundente: «No me vengan con cuentos… ni hilo rojo, ni media naranja, ni príncipe azul. El amor romántico nos pone en lugares desnivelados. #Antisanvalentín». La sigue una imagen que muestra un hilo rojo, metáfora del amor único, magnificado para mostrar que en realidad es alambre de púas: «Si duele, tal vez no sea hilo». Las respuestas (¡110 humanxs peleándose!) son de todos los sabores. Cada una presenta una idea particular del amor, pero se dividen claramente en dos grupos: lxs que defienden el amor romántico, que asimilan con la idea de romance (flores, citas, caballerosidad) y también en gran medida con la de que el dolor y las peleas son necesarias. Ese grupo clama por su derecho a que los dejen amar así, a la clásica. Se sienten juzgados en su intimidad y dicen:
Existe el amor… el amor de verdad… y cada uno lo vive como quiere y siente. Sí, coincido en que el amor nunca hace mal, pero por más que se ame también se pelea y eso también contribuye a acrecentar el amor!! (sic)
El hilo rojo es real. Siempre hay un amor que pudo no ser… Que es el ideal. Aunque muy pocas personas se quedan con su hilo rojo, pero la mayoría llegamos a conocerlo.
El otro grupo les explica, con frecuencia en tono pedante, que el Amor Romántico no es lo que creen, que las flores nada tienen que ver con el término y que no es la cita a la luz de las velas la que está mal, sino el sistema completo. ¿Cómo es que el sintagma Amor Romántico puede tener sentidos tan opuestos para personas que convergen en un solo muro de Facebook?
Me parece que uno de los principales problemas es terminológico. Fuera de algunos restringidos círculos, el sintagma amor romántico habla más de cierta idea de pasión, de romanticismo (la ya mentada cita, los detallitos, la ternura, los chocolates y globos); mientras tanto, desde el feminismo, la noción de amor romántico hace referencia más a un modelo específico de afectividad que tiene una historia particular y comprende una serie de elementos, los cuales enumeraré en la siguiente sección. El término sigue siendo un tecnicismo cuyo uso está restringido a algunos grupos.
La pelea en los comentarios de esta publicación me hace cuestionarme quién posee los términos para nombrar un fenómeno y por qué quienes creemos tenerlos nos sentimos en posición de superioridad con respecto a quienes no. Creo que hay que llevar la conversación a terrenos menos hostiles, más propicios para los matices. Cuando pienso en esto, intento tener presente que si señalas la forma de relacionarse de alguien más como algo nocivo, estás entrando al resbaloso terreno de la intimidad ajena, ahí donde todos los sentimientos quieren estallar. El cariño y el cuidado siempre estarán por encima de la teoría, como también suele estar la experiencia.
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La princesa prometida (The Princess Bride) es una de mis películas favoritas. Ocupaba un lugar importante entre las jornadas exhaustivas de películas medievaloides a las que mi papá me exponía de niña. Fueron estas las que con el paso del tiempo consolidaron mi interés por los temas medievales y las épocas distantes; pero el culto por las espadas y los vestidos pomposos no fue lo único que me inseminaron. Tanto en esta película como en otras muchas obras ambientadas en otros tiempos, el centro de la narrativa es el fenómeno que Christopher Ryan llama flinstonisación (flinstonization), en el que se impone creencias modernas en culturas o fenómenos sociales del pasado.* En el caso de La princesa prometida, el medievo (sic) se trasviste del Amor Verdadero como lo entendían en los ochenta, y, en gran medida, como se entiende también ahora. Todas sus relaciones son básicamente iguales que las de cualquier telenovela con Lucerito de niña, pero hay más caballos y vestidos suntuosos. Buttercup, la protagonista, y Westley, su campesino de confianza, se enamoran y se juran Amor Para Siempre, puesto que su amor es Amor de Verdad. Luego Westley es secuestrado por un malvado pirata y muere, y Buttercup jura no volver a amar. A partir de ahí, la película entera se vuelve un manual exhaustivo de Amor Verdadero. Algunas de las cosas que mi yo preadolescente aprendió viéndola son:
1) El Amor Verdadero es único, sucede una vez en la vida y
2) Va más allá de la muerte. (Westley dice explícitamente: «La muerte no destruye al Amor Verdadero, solo lo retrasa un poco»).
3) Quien decide rehacer su vida luego de que perdió al Amor Verdadero nunca lo sintió realmente. Como ya se dijo en los puntos a y b, solo puede existir una vez; si hay algún romance después, significa que el primero era solo una ilusión. Es amor Para Siempre o es mentira.
4) True Love Will Find You in The End, como dice la canción. Hay algo casi mágico y cósmico sobre encontrar el amor que va más allá de lo humano, y es que solo sucede.
5) Cuando sucede, sabes que está ahí y tienes que entregarte con todo tu ser para luchar por ello. Si parece no funcionar, el problema es temporal. Lucha y vas a superar todos los obstáculos, incluyendo secuestros, asesinatos, Acantilados de la Locura, príncipes malvados y locos, insultos de tu novio y demás.
Este conjunto de creencias corresponde a la idea de Amor Romántico S.A. de C.V. que tantas narrativas actuales y pasadas han reproducido hasta convencernos de que es la única y verdadera forma de querer.
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Para llegar al Amor Romántico partamos de aquello que se define como «amor». No pretendo llegar a una conclusión filosófica y elevadísima, digna de un gran señor, sino abordar dos acepciones relevantes.
La primera es la que propiamente remite a Eros, Cupido, ese flechazo que más bien podríamos meter en la idea de enamoramiento. ¿Qué se denomina amor cuando se piensa en Cupido? El momento en el que vemos a otro ser y nos enamoramos a causa de un querubín que perfora con flechas, que hiere y castiga con su arma. Un niño inocente que en su travesura lastima. Una está parada en un bar y ese maldito Cupido lanza una flecha que lo cambia todo. La víctima de Eros es, ante todo, pasiva; solo le sucede. Por ello, también le es imposible evitar el evento. Eros es ese levante hormonal que viene de manera inmediata. Esa etapa de enamoramiento que es más fuerte los primeros seis meses (serotonina) y luego sigue existiendo de manera ligeramente más mesurada (oxitocina) por otros pocos años.1
Es relevante pensar que, en griego antiguo, la palabra Eros hace referencia tanto a la idea de deseo como a la de carencia. «Donde Eros es carencia, exige tres componentes estructurales para ser activado: el amante, el amado y aquello que está entre los dos», dice Anne Carson al hablar de un poema de Safo en el que la poeta ve a un hombre hablar con la mujer que ella ama.2 Ese espacio, minúsculo o enorme, en el que los amantes nunca se unirán es el motor de Eros. Carson habla de los límites que rodean al ser y que lo definen como una unidad ajena al amante, de ese breve intervalo entre decir te amo y recibir de vuelta un te amo también, de la «ausencia presente» del deseo. Esther Perel, psicóloga especialista en relaciones, señala que «mezclarte» o «fundirte» con tu pareja, cosa común en relaciones largas, es la mejor manera de matar la pasión, porque para que haya deseo tiene que haber un límite entre los amantes, el pequeño misterio que es el otro.3
Este primer periodo de acercamiento a otra persona, en el que se vive a plenitud la incertidumbre de Eros, con todos los movimientos químicos, es el que más idolatra la cultura pop. Es donde viven y perviven la mayoría de las relaciones que vemos en la televisión, la música y el cine.
Uno de los pasajes más bellos y precisos sobre el primer enamoramiento aparece en Dafnis y Cloé, una novela erótica griega escrita por Longo de Lesbos en el siglo II. El amor y el enamoramiento, que son lo mismo y a la vez no, una vez más son asimilados. Después de bañarse con Dafnis, el pastorcillo que antes era solo su compañero, Cloe, también pastora, deja de poder dormir, descuida a sus ovejas y llora sin razón:
Estoy mala e ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada a la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiera en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos! ¡Oh, agua perversa, que a él solo haces hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salvan a la doncella que se crio con ustedes? ¿Quién las coronará de flores después de mi muerte?...4
Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.
El saetazo atraviesa la carne, descubres como pocas veces que el otro es un ente ajeno, y lo descubres en tanto que quieres que no lo sea. El enamoramiento concebido así no ofrece certezas, solo posibilidades y, en muchas ocasiones, miedos. A la par, ofrece un estallido de deseo, no solo sexual sino también de cercanía, de conocimiento y, en nuestra cultura, de posesión. Dentro del discurso machista y heterosexual, esta posesión es del hombre a la mujer, pero, en menor medida, también lo es de la mujer al hombre. Soy tuyo y tú eres mía.
La necesidad de poseer se basa en la ilusión de seguridad que eso brinda. Es una forma de aplacar lo volátil de Eros. Enamorarse puede generar adicción y, como veremos después, algunxs adictxs no tienen empacho en dejar cadáveres emocionales en su camino con tal de obtener más y más droga.5 A esta adicción abonan otros factores, como el imperativo cultural de querer siempre más; las nociones predominantemente masculinas de cacería, de justificar la hombría mediante las mujeres que se «poseen», la adicción al poder, al dominio del otrx. Ya sin el glamour del término, enamorarse puede ser adictivo porque abarca muchas satisfacciones: desde la de conseguir algo que se quiere, hasta el goce de las hormonas en el cuerpo, la emoción, la intriga, la novedad. Querer repetir la experiencia es tentador para muchxs. Para otrxs es aterrador. Quién no conoce a uno de esos maravillosos ejemplares de patán que viven de esos pequeños destellos de hormonas y, una tras otra, conquistan mujeres de las que creen enamorarse pero que luego desechan una vez que son correspondidos. En estos patrones, además de historias personales que habría que ver una por una, hay elementos culturales.
Con todo esto a cuestas, recuerdo a una amiga decirme con ojitos de borrego que este tenía que ser el bueno, que su corazón no podía estar engañándola; era el amor de su vida, tenían que casarse… llevaban tres semanas de conocerse (¿quién no ha sido esa amiga?). La importancia que se atribuye al enamoramiento es altísima. Se toma como un omen de algo más elevado, se dice que hay que seguir al corazón, metáfora imprecisa que reúne química y cultura. Muchas personas que preguntan sobre amor no monogámico inician con ese cuestionamiento: ¿qué pasa si te enamoras?, ¿qué pasa si tu pareja se enamora? El tono de voz con el que esto se dice es muy parecida a la agonía. Probablemente esa pregunta sea una de las que más temores causan, en parte porque el enamoramiento es tan pesado, tan fuerte y tan poderoso, que es difícil aceptar que puede no ser la definición completa de amor, que cuando Cloe se enamora de Dafnis, descubre solo una pequeñísima parte de lo que es, que puede ser solo un hecho puntual y no una promesa a futuro, que se puede localizar en otro espacio distinto al del absoluto del Amor Romántico, según el cual debes quedarte para siempre con la persona de quien te enamoras (y debe ser una a la vez). Es brutal pensar en que mi pareja pueda sentir una sensación tan fuerte… por alguien más.
El término energía de nueva relación (ENR), extendido entre las comunidades poliamorosas desde los años noventa, designa el conjunto de emociones y sensaciones físicas que surgen al inicio de un nuevo vínculo. Se ve como algo deseable para establecer conexiones, pero a la vez como un suceso que debe ser gestionado* emocionalmente. Cualquiera que haya estado enamorado sabe que las sensaciones son tan fuertes que pueden distorsionar algunas percepciones y llevar a decisiones precipitadas (hola, querido exligue con el que me quería casar, y al que vi como una estatua de mármol durante un mes y que ahora dimensiono como el simple mortal que es). Cuando se piensa desde esta perspectiva, a diferencia del Eros, se parte de la idea de que debe ser reflexionado. Lo principal es explorar la maraña de expectativas y miedos que sentimos cuando nos enamoramos. Difícil, a veces incluso imposible. Es una conducta que, como muchas otras, requiere práctica y acomodar el delicado balance entre la entraña y los deseos de la mente.
Después de terminar una relación larga, me regalé a mí misma un periodo de madrazos seriales enamorándome única y exclusivamente de personas inalcanzables, ya fuera porque estaban lejos, porque tenían pareja o porque estaban emocionalmente indispuestas. Nada me parecía más encantador que el olor a rechazo, que poder decir «yo puse todo, me quiero comprometer, pero pues la otra persona no». Y así andaba yo, bien enamorada (x4), penando por la vida. No sé si aun habiendo pensado todo lo que me he dedicado a pensar los últimos años habría canalizado mejor mis enamoramientos, pero lo habría intentado al menos. En la idea de gestionar la energía de una nueva relación no se niega lo hormonal del fenómeno; solo se invita a reflexionarlo, a construir desde la educación emocional y no desde la idea del designio divino del deseo.* Sin la dosis de Amor Romántico del enamoramiento se pueden evitar muchas desgracias.*
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En nuestra narrativa cultural, el Amor Verdadero parte del poder de Eros, se conoce desde el momento del flechazo (el momento puede tratarse de un lapso más amplio), y perdura hasta el Parasiempre que Westley y Buttercup, mi querida Princesa prometida, ven más allá de la muerte. Menos que eso es traición. O peor: es fracaso. ¿Cuántas veces no nos hemos cuestionado si una relación «va a algún lado»? Y ¿cuántas relaciones malas no se mantienen solo porque terminarlas sería admitir que no fueron importantes o que se erró al elegir? Si dejamos todo por amor, cambiamos de país, olvidamos amigos, rompemos con la familia, ¿cómo admitir que era solo algo temporal?
La narrativa del Amor Verdadero afirma también que Eros nunca desaparece. Westley y Buttercup seguirían cogiendo a sus 40 años, profundamente enamorados luego de veintitantos de relación, edad en la que ambos morirían (solo para mantener un poco de rigor histórico con el promedio de vida medieval) en sus camas, agarrados de la mano. Nunca tendrían ojos para nadie más. Las tentaciones (nótese la carga cristiana del término) podrían haberse presentado, pero serían despejadas con el poder de su arma más valiosa, el Amor. Amantes hasta el último día. Ese es el lugar de Eros en el Amor Romántico: es el primer paso al Parasiempre, que a la vez perdura hasta el fin.
El problema, como Perel señala en Mating in Captivity: Reconciling the Erotic and the Domestic, viene ya implícito en la fórmula. Actualmente buscamos que nuestra pareja sea un puerto seguro en el que podamos resguardarnos del mundo tempestuoso de allá afuera. Lo seguro es lo previsible, lo que se tiene en las manos. Eros, la tormenta inaprensible. El romance del siglo XXI es la promesa de que se pueden cubrir ambas necesidades en un solo sitio. Basta ver los comentarios que recibe el libro en GoodReads6 para tener un atisbo de la furia que desata la idea de que pasión y seguridad (o cierta idea de esta) son poco compatibles a largo plazo, especialmente en un mundo en el que el pronóstico de vida es del doble que hace ciento cincuenta años.
Aquí podemos conectar con el segundo sentido de Amor Verdadero, el que dejando a un lado el flechazo se finca en la idea del Parasiempre: seguridad, bienestar, paz. En el fondo de este está la idea de la media naranja. Cuando la encuentras, todo se soluciona. Nace en parte del diálogo platónico de El simposio, en el que Aristófanes narra que, en el inicio del tiempo, lxs humanxs eran un ser de dos mitades. Había tres sexos, mujer-mujer, hombre-hombre y mujer-hombre, esferas con patas y manos que, al pretender subir al Olimpo, fueron partidas a la mitad por Zeus.* Todxs buscamos a nuestra otra mitad, que es una y solo una, que nos hace un ser completo, le da sentido a nuestra existencia. Estamos unidxs a esa mitad por un hilo rojo. Una vez reencontradxs, nada puede separarnos. Qué bonito, qué precioso. O eso dice este mito que está entre los fundacionales del Amor Romántico. (Se nos olvida que Aristófanes era un cómico). Buttercup nunca volvería a amar después de perder a Westley, porque solo él era su mitad. Y ahí andamos, buscando a esa otra mitad, ese ser único, entre una multitud de personajes de los más variados, como si la vida fuera un libro de Encuentra a Wally. Listas para encerrarlo con nuestro plumón (rojo) en el momento en que emerja entre tres sombrillas de playa y un tiburón.
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El Amor Romántico parte de la idea de que el amor es una elección individual que redimirá a quien lo experimente, llevándole a un plano utópico, una suerte de paraíso. Existe un kit de características de arranque: heterosexualidad, monogamia, que tu identidad de género coincida con tus órganos sexuales de la manera más tradicional. Luego, hay que construir sobre eso: poner por encima de todas las cosas a la pareja. Es la renuncia de una misma, el te amo más que a mi vida, el sin ti no puedo vivir. El peso de esta renuncia recae principalmente en las mujeres, puesto que para los hombres es tradicionalmente poco masculino mostrar emociones desbordadas que no sean la ira.
Marcela Lagarde señala las enormes diferencias de las que partimos cuando queremos estar en relaciones heterosexuales.7 El anhelo de las mujeres es ser amadas, porque somos educadas para amar (y este anhelo se naturaliza al grado de que se dice que nos viene por default, que somos «seres amorosos»). En la sociedad occidental, el amor de pareja es el centro de las aspiraciones de la vida de las mujeres. Los hombres, en cambio, forman parte del sujeto amor, son los receptores; ellos son amados, en voz pasiva. Las mujeres se desbordan, los hombres se contienen. Las mujeres perdemos nuestros límites, buscamos romper las barreras entre nosotras y el otro, lograr que el otro dependa vitalmente de nosotras. Un hombre no admitirá esa dependencia aunque la sienta, porque «depender de una vieja, jamás». Además, su razón de ser no es el amor. La subjetividad masculina se articula alrededor de la idea de éxito: laboral, monetario, etc. El amor lo dan por sentado. Que diga, en cambio, cuánto de su tiempo ha dedicado la amable lectora a pensar en amor en vez de en sus ambiciones personales en otros ámbitos.
Cuando pienso en esto, recuerdo una estadística brutal: cuántas personas van a ver a los presos hombres y cuántas a las mujeres. La mayoría de ellas no recibe visita alguna; la mayoría de ellos, en cambio, son visitados… por mujeres.8 Es en esta balanza desbalanceada donde nos paramos para pensar el amor romántico y es por ello que el feminismo ha dedicado tantos esfuerzos a pensarlos y a develar sus mecanismos.
Esta desigualdad está plagada de pequeñas paradojas. El filósofo de la salsa les dijo a los «hombres» de la clase (tardó varias sesiones en decir «los que guían» en vez de «los hombres») que, como en la ley de la selva, cuando contara hasta tres, todos debíamos ir por una mujer. Puesto que eran muchas menos, solo los más fuertes tendrían pareja. Uno, dos... y mis compañeros se desperdigaron como hormigas en fuga mientras yo los veía quieta y algo divertida de que incluso en una clase se tomaran tan en serio su cacería. Debo admitir que me sentí muy aliviada de no tener que ser «elegida» por uno de ellos. La insistencia y proactividad del varón es una cualidad, la pasividad de la dama, su virtud. (Pero aun así, el hombre conquista porque es un cazador, pero no se entrega porque es un sujeto integral en sí mismo. Es amado en tanto eso). La consolidación es el matrimonio y los hijos. Las parejas pueden pasar por una serie de retos (que no problemas), pero estos deben ser superados para alcanzar el fin mayor (la redención). En esta historia, como en todo buen cuento de hadas, el héroe es el hombre, la rescatada, la mujer, y vivieron felices para siempre. El Amor Romántico es naturalizante en el sentido de que tiende a autoexplicarse como lo normal, la única opción válida. No por nada, según este discurso, el Amor Verdadero es el Romántico. En este sistema, cualquier otra forma de amar siempre será inferior a esa. Remitiéndome a la historia que narré al inicio, para Z. una relación abierta no podía estar basada en amor real, puesto que no se ajustaba a aquella idea única de lo que son la pareja y el amor.
Brigitte Vasallo apunta, además, que el sistema monogámico, que está hondamente ligado con el Amor Romántico, crea una forma de jerarquía que inicia con la pareja (esta y sus hijxs si los hay) y pone por debajo de eso todo lo demás: la familia extendida, las amigas, las compañeras, etc. Unx amigx es «solo unx amigx», pero una pareja es algo más elevado.
El Amor Romántico lleva a sus adeptos a vivir en una isla que es la pareja porque desplaza la importancia de todo lo demás. Apela a la dupla en vez de a la comunidad. En este sentido tiene puesto el ojo en la idea de la pareja como un individuo, que funciona solo para sus intereses egoístas. La forma de amar en la que se nos ha educado tiene mucho del sistema económico en el que existimos.*
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El Amor Romántico está fincado en la idea de la guerra de los sexos. Esta afirma que los hombres y las mujeres buscamos cosas intrínsecamente distintas; que nuestras almas son opuestas. También parte de que todos somos heterosexuales y lxs que no, qué terrible para ellxs. No podemos aspirar a conocernos entre nosotrxs porque hay una oposición imborrable desde el momento en que nacemos con genitales distintos (la idea de la guerra de los sexos no contempla, claro, cualquier identidad no cis-). Aquí vale la pena notar que, si nuestras aspiraciones cuando se trata de amor suelen ser distintas, es porque hay una educación sentimental diferenciada que hace que hombres y mujeres interpreten un papel opuesto. Es fundamental la distinción entre esto y pensar que hombres y mujeres son así «por naturaleza».
Muchas de nuestras ideas de emparejamiento vienen a partir de lecturas de Darwin, por ejemplo aquellas que hacen que más de uno quiera ver a las relaciones humanas como biología pura. Para Darwin, esa lucha salvaje entre machos por acceso a una hembra pasiva podía ser traslapada a las relaciones humanas. Al mismo tiempo, fiel a su época victoriana, creía en la «buena mujer», un ángel puro. Para el puritanismo del siglo XIX esa entelequia llamada «buena mujer» era algo similar a una estatua de alabastro, digna de idolatría. Para rendirle culto a alguien y verle como un ser perfecto, lo mejor (o, yo diría, la única manera) es que no lo conozcas a fondo. Y así era. Hasta hace poco, lxs esposxs no aspiraban siquiera a conocerse. En esta relación entre estatuas, el sexo marital era para procrear a la siguiente generación de santas y caballeros. En el Londres de Darwin, el sexo, digamos que sin fines procreativos, se podía ejercer con prostitutas, mujeres indignas y contranaturales. Eso claro, si eras hombre, si no, no debías tener deseos, ni mucho menos satisfacerlos si es que los tenías. No era nada que no se pudiera solucionar rezando un poco (o con alguna otra de las mil maneras de somatizar la insatisfacción acumulada).
Esta idea de la pureza de una dama tiene sus raíces en el siglo XI, cuando la virgencita se puso de moda como figura central en el catolicismo. Una imagen de la mujer impoluta, fiel a muerte, etc, cuya vida gira en torno de sus hombres, se volvió el correlato perfecto del amor cortés, ese en el que los hombres eran héroes conquistadores y el amor el fin último. Dante Alighieri escribió una obra entera en torno a la idealización de Beatriz, a quien había visto dos veces en toda su vida (y que tenía como 13 años). Con todo y que no sabía ni a qué le olía el cuello, si prefería pizza o espagueti o cuáles serían los tres objetos que la grácil señorita se llevaría a una isla desierta, su amor perduraría más allá de la muerte.
Stephanie Coontz narra cómo en el siglo XVIII las clases media y alta buscaron mecanismos de control de las parejas basados en introyectar nuevos ideales. Después de la Ilustración, la idea del soberano se empezó a cuestionar y esos ecos llegaron incluso a los hogares de la gente común, que poco a poco fue abandonando la estructura jerarquizada de un hombre que es amo y señor. Dentro de un proceso más amplio, que explicaré más adelante, el amor se volvió central para la idea del matrimonio, lo cual requirió que se crearan nuevos mecanismos de regulación. Donde antes la Iglesia, el Estado y la comunidad servían de árbitros, tuvo que imponerse la moralidad personal. Las clases media y alta empezaron a definirse a sí mismas a partir de las restricciones sexuales que se autoimponían (hola, no sexo antes del matrimonio), y para que esto se sostuviera, fue imprescindible hacer énfasis en la pureza y castidad femenina. Fue así como surgió la idea de la mujer como santa sin deseo sexual, estatua de alabastro, que el siglo XIX naturalizó. De nuevo, todo esto vino de las clases media y alta, más que de la clase trabajadora.
De vuelta a nuestro expaís, un personaje relevante en la inclusión de estos valores en la cultura nacional fue Porfirio Díaz, quien a finales del siglo XIX y principios del XX emprendió su proyecto «civilizatorio», entiéndase europeizante. Mediante el sistema educativo, la moral de las clases altas europeas se pintó con el tono de la norma. Dentro de este programa, se acentuó la idea de la mujer como ángel del hogar, débil y sumisa, y del hombre como el elemento activo y público. Esto, por supuesto, ya existía desde antes, pero don Porfirio le dio la barnizada que necesitaba incluyéndolo en su plan educativo. Como contraparte del ángel del hogar estaba la femme fatale, criatura seductora y sexual que lleva a los hombres a su perdición. Una de las novelas más leídas de la época, Santa de Federico Gamboa, es una gran fábula moralizante en la que la protagonista cae y cae cada vez más profundo, hasta su tumba, debido a sus inclinaciones seductoras, es decir, a que no era lo que la sociedad exigía de una «buena mujer». Las ideas importadas por el general cayeron en blandito sobre los valores católicos que ya impregnaban a la sociedad mexicana, por ejemplo, el de la madre abnegada, nuestra mártir nacional. Todas estas historias configuraron nuestros imaginarios actuales y todas tienen como autores principales a hombres, y como actores a toda la sociedad.
El Amor Romántico parte de la idea de que elx otrx es un misterio, de que muchas cosas no se deben hablar. Tiene algo fundamentalmente cristiano en su idea del amor como paraíso y de creer ciegamente. Se basa en una profunda fantasía e idealización en torno a la pareja. Su producto de confianza es el de mujeres que buscan príncipes salvadores y hombres que buscan vírgenes marías. Es una fuente ilimitada de decepciones porque el enamorado se relaciona con el otro de manera superficial; dialoga más bien con un fantasma en la cabeza del amante que con la versión real y física de este. Vive con la idea de la guerra de los sexos, de que las mujeres son un enigma (porque todo ha sido narrado por hombres hasta hace muy poco y para qué tratar de entenderlas), de que hay mujeres valiosas y otras que no valen nada.
Cuando los medios repiten que el Amor Romántico va de bajada, cuando en internet los memes al respecto circulan como estampas intercambiables, cuando intentamos construir desde otro lado, terminar con la coacción, no podemos olvidar que estamos paradas sobre esta robusta construcción de siglos, que la vasta mayoría de la gente vive y sufre el Amor Romántico, que este es casi por completo incompatible con el feminismo y con la idea de intimidad y de honestidad. Si mi primer cassette de la vida era el de la «Media Naranja» de Fey y mi película favorita La princesa prometida, desde ahí hay que partir para tratar de entender esta época esquizofrénica que es el vómito de otras muchas.
NOTAS
Nuestra capacidad de conectar con lxs demás, en todo sentido, reúne el componente cultural con una historia de vida. El trauma, que es un concepto mucho más amplio de lo que a menudo se cree, modifica el cerebro al grado que hay reacciones que son, sin el trabajo adecuado, imposibles de evitar. Si alguien creció en un entorno de abandono o abuso o vivió alguna experiencia traumática, llevará esas heridas a todos los aspectos de su vida, y reaccionará acorde a ello. Una relación no monógama, por ejemplo, puede amenazar no solo los presupuestos culturales que han cimentado su comprensión de las relaciones (el amor romántico), sino también aquello que le brinda un espacio de seguridad contra su miedo al abandono. Las fibras de la sensibilidad son delicadas, y deben ser tratadas y respetadas más allá de lo que cierta teoría dice que es lo mejor.
La buena noticia, dice Bruce D. Perry, especialista en trauma, en el libro What happened to you?, es que, como el cerebro se transforma para adaptarse a condiciones adversas, puede readaptarse a otro tipo de circunstancias. Si esto está acompañado a la vez por un entorno que posibilite mejores condiciones, de cuidados y afecto, el resultado es uno de reconstrucción y esperanza, y no de la eterna condena del pasado. Para eso, sí, se empieza con el cerebro y la sensibilidad trabajando juntos para buscar un camino distinto.