EL FILÓSOFO DE LA SALSA,
O ¿QUÉ ESTÁ PASANDO?
Nací con dos pies izquierdos y muchas ganas de bailar. He tomado varias clases de baile a lo largo de mi vida con resultados desiguales. En 2017 agoté todos los cupones que internet ofrecía para aprender salsa, y mi recuerdo de las clases es el de un microcosmos de la misma división por géneros, bromas sexistas incluidas, que el mundo de afuera. Desde entonces, un chiste común entre mis amigas gira en torno a un paso llamado «deja que Roberto te toque», que nosotras rebautizamos como «deja que Roberto te toque la chichi» porque al dar la vuelta hubo un buen porcentaje de invasiones corporales que nos disuadieron de regresar. Por eso me sorprendí tanto cuando en el año 2020, en mis nuevas clases, el maestro les dijo a los hombres, con especial énfasis, que no debían incomodar a la mujer al dejarla sin espacio, que no debían jalarla tanto ni con demasiada fuerza, porque de otra manera: «Nos volvemos un novio tóxico. Y si intentamos obligarla a que se quede, con más ganas se va a ir».
El filósofo de la salsa sabe que ya esperamos otras cosas del baile y de las relaciones. La cultura del amor está en movimiento y el territorio precisa un nuevo mapa:
Estamos entrando en lo que me parece que es un territorio no mapeado y, por primera vez en la historia, tratamos de tener relaciones que no estén basadas en la coerción. Coerción hacia las mujeres por dependencia económica y legal, coerción hacia las mujeres por sus cuerpos, coerción a los hombres por las estructuras sociales y económicas. Estamos intentando, creo, encontrar un nuevo balance.1
Estas palabras de Stephanie Coontz, investigadora especializada en historia del matrimonio, apuntan al enorme cambio que experimentamos en piel propia los, las y les* que queremos relacionarnos en este siglo (o sea, todas, a menos que vivamos en el ostracismo). El océano en el que navegamos busca cartógrafas hábiles. Los viejos trazos comenzaron a quedarnos chicos hace tiempo y muchas de nosotras sentimos que estamos navegando en mares tan tormentosos como placenteros. La teoría se mezcla con la práctica: cuando beso a alguien, en ese mismo instante en que las pieles se juntan, un conjunto de elementos besan conmigo. La impronta de los últimos dos siglos, los prejuicios, pero también los deseos de cambiar las cosas y la certeza de que están cambiando.
Mientras internet y las clases de salsa se llenan de advertencias sobre las «relaciones tóxicas», seguimos bailando la misma vieja canción. Después de un par de clases, ya más entrados en confianza y sin tantos pisotones de por medio, el filósofo de la salsa se aventó una joya:
—¿Qué ven aquí? Hay mucho espacio entre ella y yo, ¿no? ¿Y qué pasa si dejo mucho espacio en medio? Se mete un compadre. Si dan mucha rienda, les roban a la mujer.
Y el colofón:
—La mejor forma de control es dar espacio, pero nunca demasiado.
Las mujeres se siguen robando, los compadres se siguen metiendo, la pareja se sigue controlando. La misma vieja salsa en que el hombre guía y la mujer sigue. Muchas veces el discurso progre se queda en la mera enunciación, como una especie de ornamento.
Por un lado, muchas estamos intentando, desde nuestros humildes nidos de amor, romper el statu quo de las relaciones, o al menos cuestionarlo. Tratamos, como dice Coontz, de tener relaciones cada vez menos basadas en la coerción; pero esto no es la regla, y tampoco el resultado es siempre el deseado. Muchas otras personas y producciones culturales están felices de regodearse en los mismos paradigmas de ¿antes? Como exploraremos en estas páginas, el eterno tópico de «todo tiempo pasado fue mejor» embiste con fuerza y se recubre de mil nombres, de naturaleza y hasta de moral. Lo que sí ha cambiado es su capacidad para disfrazarse mejor:
Hola, me gusta que me digan relación laica, pero creo que para estar bien con mi pareja (llegar al paraíso) hay que hacer penitencia, mucho gusto. Hola, me llamo macho ilustrado y soy buena onda, así que dejo trabajar a mi mujer. Hola, soy la heteronorma progre, y está muy padre tu onda de las relaciones abiertas, pero eso no es amor.
El discurso y la práctica están desfasados.
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En México, el discurso de las relaciones no coercitivas es una especie de nata; recubre solo a ciertos círculos sociales progres, se anuncia en algunos medios, se predica en las redes, se vive más o menos en las ciudades (incluyendo sus clases de salsa de clase media), se cuela un poco por aquí y por allá, pero sigue en calidad más de mito o deseo que de praxis. Nuestro machismo nacional dice que el hombre es dueño de su pareja; a veces, de la vida al cadáver hay una relación de por medio.* No se puede hablar de amor sin mencionar las inequidades de género que llevan a la violencia feminicida. La idea misma de Amor Romántico, como veremos después, está permeada de esos desbalances feroces.
Desde mi torre situada en la alcaldía que se presume con «la calidad de vida de Europa» (ya quisiera yo tener yo su autoestima), me queda claro que hay otros muchos contextos en los que no es tan fácil ir por ahí proclamando que crees en el amor libre y que «no soy de ti ni de nadie»; y mucho menos cosas tan básicas como que eres libre de asumirte no heterosexual o trans. No lo es tampoco en los círculos «progres», como veremos después.
Sin embargo, es innegable que en el aire flota la idea de que estamos viviendo el cambio. Cada vez más personas, queriendo o sin querer, exploramos estos nuevos senderos amorosos y, entre tropezones y vueltas guapachosas, tratamos de entender el querer y coger desde otros ángulos.
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Una nota: este texto parte de una experiencia particular y de una época concreta. La presunción de Coonz de que algo sucede «por primera vez en la historia» ya es en sí misma dudosa. Occidente tiende a pensar el mundo como si fuera de una sola manera, a universalizar ideas, lo que deriva en una visión colonialista que tenemos todas metida dentro del pecho en mayor o menor grado. Lo menciono porque a lo largo de este libro hay una gran cantidad de generalizaciones de este tipo. Sin duda siempre se puede argüir que hay y ha habido un sinnúmero de experiencias distintas, y es cierto e importante: en estas páginas lo único que pretendo es hacer un acercamiento a la manera en que nos relacionamos en la actualidad en algunos sectores de clase media urbana en México, hasta donde me es posible ver, con todos mis puntos ciegos y limitaciones.
Por más cuidadosa que trato de ser, a veces el clasismo se me cuela. En los primeros manuscritos de este libro, contaba la siguiente anécdota destinada a señalar que en los círculos progres te pueden mandar al ostracismo por andar predicando tu deseo de una relación abierta, pero al menos no te acerca al Río de los Remedios: cuando era adolescente, una amiga y yo pasábamos seguido a lado de ese apestoso cuerpo de agua. Para mí era la frontera simbólica que dividía mi casa, en la Gustavo A. Madero, de la suya, en Ecatepec. Subidas en algún pesero saltatopes, muchas veces bromeamos sobre perdernos en las calles de Ecatepec y amanecer flotando en el río. Nos quedamos heladas cuando, en 2014, el río fue drenado y 21 cadáveres, 16 de ellos de mujeres, emergieron de sus aguas pantanosas. No fue la primera ni la última vez que el río sirvió (y sirve) de cementerio feminicida.*
Pienso ahora que la afirmación que distingue el mundo progre del «otro mundo» no es del todo real. Para prueba, un feminicidio que me impactó mucho cuando estaba en mi licenciatura. En 2009, Alí Dessiré, estudiante de Letras Clásicas feminista, fue apuñalada 26 veces por su exnovio en una fiesta de muy educados universitarios, precisamente porque le dijo que quería una relación abierta.** Y no nos olvidemos de los #MeToo que han involucrado a escritores, periodistas, investigadores, etc., y que han revelado el fétido olor que sale de debajo de nuestras camas por mucho que intentemos ignorarlo. El machismo es un problema que recorre todos los estratos de la sociedad, pero es más fácil asumir que está en otro lado, bajo la presunción clasista y colonialista de que lxs otrxs son «menos civilizadxs» que yo. Recorre también todos los géneros. Nadie se escapa por completo de sus redes, aunque algunas personas sean más conscientes que otras, y actúen en consecuencia.
Utilizo genéricamente los términos hombre, mujer, a falta de otros que resulten igualmente útiles para describir las dinámicas, binarias como son, en las que actualmente habitamos. De igual manera, este libro parte de un análisis que es en gran medida cis- y heterosexual. Algunas cosas se pueden extender hacia otros lugares y experiencias, otras no. Ojalá en el futuro esos elementos dejen de ser la norma y se vuelvan solo una de las muchas opciones que concebimos para experimentar el mundo, como de hecho lo son. Ojalá, también, este libro sea útil para la mayor cantidad de personas posibles.
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Youtube sabe todo de mí. Entre videos de cumbia, gatos y ejercicio, siempre logra colar alguna animación sobre relaciones y traumas. Así descubrí un documental de la Deutsche Welle llamado El amor, más que un sentimiento.2 El reportaje inicia afirmando que «investigadores de todo el mundo quieren saber cómo funciona el amor, qué pasa en nuestro corazón y nuestro cerebro». Excelente, me dije, eso es justo lo que yo quiero. Me dispuse a tomar notas. Pero luego, en los siguientes cuarenta minutos, observé cómo el amor era reducido a puras ciencias duras. Una serie de experimentos rodeaban, principalmente, sus formas mensurables: estímulos e interacciones, hormonas y enfermedades. La oxitocina se dispara cuando nos enamoramos y nos hace actuar de maneras cercanas a la locura; dejamos, literal y biológicamente, de ver si nuestra pareja es guapa, fea, inteligente, mala; el juicio se opaca por la potencia de la «hormona del amor» hasta que esta decae después de algunos años y nos encontramos ante el signo de interrogación que es nuestra pareja sin el influjo poderoso de la hormona. En el documental, algunos neurobiólogos se preguntan qué pasaría si una pareja de varios años se administrara oxitocina inhalada. Según esta hipótesis, habría menos peleas, mejor sexo (que no más, porque parece ser que la hormona no aumenta el deseo sexual en sí mismo), una unión más profunda. En esta utopía de ciencia ficción nadie parece preguntarse por las causas sociales y psicológicas de la pelea en sí misma. La oxitocina activa el proceso físico del enamoramiento, pero no contesta las preguntas medulares: ¿qué es el enamoramiento?, ¿por qué le damos tanta importancia?, ¿por qué es una fuerza a la vez creadora y destructora?
El documental dice que las mujeres eligen a sus parejas de acuerdo con una serie de señales hormonales que demuestran diferencias en el sistema inmunológico del hombre en cuestión, todo en pos de que la progenie sea más sana. (Que alguien me explique por qué he elegido como parejas a fumadores adictos a la cocacola). Se menciona de refilón que esto no parece ser así cuando están tomando anticonceptivos hormonales; se menciona, también de refilón, que parecen también interesarse en que el hombre en cuestión tenga un buen estatus social. Esas cosas que quedan de lado, las preguntas que no se hacen, son las que deben pensarse. La biología y la neurociencia puede pensar el amor como a una serie de síntomas o teorías físicas, pero este es tan cultural, tan diverso de sociedad a sociedad, y con reglas tan explícitas y tácitas que cambian con el tiempo o con el sector de la población, que ni siquiera sus regularidades, toda esa oxitocina y todos esos instintos biológicos, dan una respuesta clara. Por el contrario, me parece que dan solo un atisbo de lo menos importante. La ciencia, enfocada así, se pregunta cómo podríamos estar juntos para siempre pero no por qué querríamos estar juntos para siempre o a costa de qué.
El amor suele comprenderse como un monolito, pero está compuesto de muchas nociones culturales y es profundamente ideológico. Entre culturas y épocas, las formas de amar y de formar relaciones estables han variado hasta extremos inimaginables. Lo que quiero señalar aquí es la complejidad del fenómeno, que trenza factores biológicos con siglos de nociones culturales. Explicar los mecanismos físicos que se activan es una cosa, pero asimilarlos al concepto mismo de amor deja fuera preguntas urgentes y una larga historia. Además de ignorar también preguntas que se salen de la heteronorma: ¿qué pasa con la atracción entre personas del mismo género, la atracción trans, la asexualidad? (Que no se nos olviden los sesgos que la ciencia ha cargado a lo largo de su historia, con estudios cuyos participantes no suelen ser diversos y en cuyas respuestas se presumen universales). La ciencia por sí sola no nos va a decir cómo llegamos al embrollo en el que estamos ni cómo desenredarlo. En algún punto intermedio el abanico de posibilidades se expande.
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