El poder y la historia, en femenino
por Desiderio Vaquerizo Gil
La figura de Julia Domna está de moda, y no solo en España. A la aclamada novela de Santiago Postiguillo: Yo, Julia, que obviamente se acerca al tema desde la ficción1, se ha venido a sumar en 2020 una nueva monografía de Francesca Ghedini, catedrática emérita de Arqueología Clásica de la Universidad de Padua, publicada en versión original con el título: Giulia Domna. Una siriaca sul trono dei Cesari, que, treinta años más tarde, actualiza y completa su primer y exitoso ensayo sobre la esposa siria del gran Septimio Severo: Giulia Domna tra Oriente e Occidente, y es un deleite para los sentidos, de principio a fin. Una obra de madurez, sólida, exquisita, poética, rigurosa y sugestiva, de imprescindible lectura para todo aquel que tenga algún interés en el complejo universo del Imperio romano —particularmente en el convulso tránsito entre los siglos II y III d. C., con cambio de dinastía incluido— y en la figura de un personaje histórico único, culto y poliédrico, que supo adelantarse a su tiempo y engrandecer sin ambages su imagen como mujer y el ejercicio del poder en femenino; de ahí que Almuzara se haya animado a publicar una versión en español que a mi modesto entender mejora incluso la original, editada por Carocci.
Julia Domna nació en torno al año 170 d. C. en Emesa, una ciudad floreciente a orillas del río Orontes, que ocupaba una posición estratégica en las rutas caravaneras de Oriente Próximo y Medio. Fue la segunda hija de Julio Bassiano, un sirio de ascendencia real, gran sacerdote del famoso templo emetano al dios Sol —su madre ha permanecido en el anonimato histórico—, y creció en medio del lujo y el misticismo, muy apegada a su hermana mayor Mesa, que casaría con Cayo Julio Avito Alessiano, matrimonio del que nacerían Soemia y Mamea, madres ambas de futuros emperadores (Heliogábalo y Alejandro Severo, vid. infra).
A Julia le había pronosticado un horóscopo que sería desposada por un rey, y este detalle no le pasó desapercibido al brillante militar de origen africano —nació en Leptis Magna— y reciente senador, Septimio Severo, quien, a pesar de contar veinticinco años más que ella, apenas viudo de Paccia Marciana se acordó de la adolescente que un día conoció en Siria cuando fue huésped de su padre, y la pidió en matrimonio por ver si podía forzar la historia. La boda tendría lugar en Lugdunum (actual Lyon; Severo era por entonces gobernador de la Galia) en el verano del año 185, y solo cuatro años después habían nacido ya sus dos hijos, Septimio Bassiano y Septimio Geta, llamados así por sus respectivos abuelos materno y paterno.
Tras el asesinato del emperador Commodo en el año 192, Roma entró en una de sus típicas crisis sucesorias en la que fueron aclamados a la vez varios emperadores, entre los cuales Septimio Severo que, poco a poco, con el apoyo de sus legiones (soldado prestigioso él mismo), y sin que le temblara el pulso, se iría deshaciendo de sus oponentes hasta conseguir afianzarse como mandatario único tras declararse unilateral y estratégicamente hijo adoptivo de Marco Aurelio (fallecido en 180), lo que le indujo a cambiar el nombre de su primogénito por el de Marco Aurelio Antonino (futuro Caracalla).
Hubo en cualquier caso de ganárselo en el campo de batalla, de un lado a otro del Imperio como si no existieran las distancias ni el cansancio, y durante todo ese tiempo Julia Domna y sus hijos estuvieron sin excepción a su lado, lo que le valdría el sobrenombre de mater castrorum, solo ostentado antes por Faustina Minor y quizás Crispina, esposas respectivamente de Marco Aurelio y Cómodo, y más tarde el de mater Augusti et Cesaris, cuando en 197 Severo se impuso por fin y sin piedad al último de sus rivales por la púrpura, Clodio Albino, y fijó de nuevo la línea sucesoria con carácter dinástico, de sangre.
Fue así como en el año 193, con poco más de veinte años, Julia Domna pasó a ser emperatriz de Roma, la más alta dignidad con la que se habría atrevido nunca a soñar. Como contrapartida, desde muy pronto hubo de lidiar a brazo partido con las intrigas palaciegas y la animadversión de un hombre: Cayo Fulvio Plauziano, prefecto del pretorio, paisano e íntimo de su marido, al que consiguió distanciar de ella haciendo que se tambalearan su matrimonio y su bien cuidada imagen de matrona, devota, culta y garante de la sucesión y la fidelidad del ejército.
En el año 202, tras un largo periplo por Oriente que, además de servirles para consolidar su poder y su imagen, los llevó a conocer algunos de los lugares más emblemáticos de la Antigüedad como la tumba de Alejandro Magno, con largas estancias en Alejandría o Antioquia, donde ambos debieron ver bastante satisfechos sus ansias de cultura y su interés por el ascetismo y la magia, la familia real volvió a Roma. Allí fueron recibidos en medio del júbilo popular, correspondido a su vez con dádivas sin precedentes a la plebe, espectáculos fastuosos y ceremonias religiosas de enorme boato. Se cumplían diez años de su acceso al poder (decennalia), pero Septimio Severo hubo de renunciar al triunfo otorgado por el Senado porque un problema de gota le habría impedido permanecer de pie encabezando el habitual cortejo hasta el templo de Júpiter Capitolino. Para compensarlo, le fue concedido un arco de triunfo en el Foro Romano, espacio sagrado en el que nadie (con excepción de Domiciano) se había atrevido a nada igual desde los tiempos de Augusto; honor de verdad extraordinario.
En todos estos festejos es posible que la emperatriz, en línea con su condición femenina, ocupara un lugar secundario, pero algunos indicios permiten suponer su participación en los desfiles ataviada como Victoria en su calidad de madre de los ejércitos, que volvían triunfadores de Oriente. Poco después, el emperador, cual restitutor urbis a imitación de Augusto, emprendió una intensa renovación urbanística y edilicia de la ciudad que le devolvería el esplendor de antaño; algo a lo que no permaneció ajena Julia. Se iniciaba así la dinastía de los Severos, vital para Hispania y su proceso de romanización.
Terminadas las celebraciones, la posición de Julia Domna se vio comprometida por las insidias e intrigas de Fulvio Plauziano, quien, aprovechando su amistad desde niño con Septimio Severo consiguió casar a su hija Plautilla con el heredero de la púrpura imperial, el futuro Caracalla, alcanzando así el estatuto de Augusta. A esto vino a sumarse un viaje a África, con una larga estancia en Leptis Magna, patria chica del emperador y de Plauziano, que debió ser para la emperatriz una verdadera tortura. Todo ello contribuyó a que se aislara, sumida en el estudio y rodeada de sabios, con los que iría afianzando día a día su sólido perfil intelectual; hasta que en 204 las cosas empezaron a cambiar: durante la celebración de los ludi saeculares y los ludi honorarii, Julia Domna, sus hijos, su hermana y sus sobrinas brillaron con luz propia junto a Severo; una bien diseñada imagen de unidad y armonía destinada a enfatizar su carácter dinástico, garantía de estabilidad y prosperidad para el Imperio, y evidencia de que en la familia imperial residían las virtudes más definitorias y eternas de Roma: pietas, concordia, virtus. Se iniciaba así una nueva y prometedora etapa de paz y de grandeza.
La suerte había cambiado, y el primer signo evidente fue la caída en desgracia de Plauziano a comienzos de 205. Primero, el propio hermano del emperador puso a este sobre aviso en su lecho de muerte; luego, Caracalla, que le achacaba haberle impuesto a Plautilla (a la que no amaba, y con la que nunca llegó a consumar el matrimonio) y tomarse atribuciones que no le correspondían, lo acusó ante su padre de conspiración. Severo lo llamó a su presencia, y el prefecto terminó degollado allí mismo. Poco después Plautilla partía con su hermano para un exilio en Lípari del que nunca regresaría: Caracalla la mandaría matar apenas accedió él mismo a la púrpura. Julia encontró venganza, pues, a través de su primogénito, que la resarció de tantos años de humillaciones. Ella, sin embargo, se mantuvo al margen, haciendo gala una vez más de prudencia, y quizás también de astucia política. Sin embargo, su paz no sería duradera.
La relación entre Geta y Caracalla nunca había sido buena, y la rivalidad entre ellos, viciados por la inactividad y las malas compañías, no tardaría en provocar el más dramático de los epílogos. Sin siquiera imaginar los derroteros que acabarían tomando las cosas, a pesar de la trascendencia que en su vida tuvieron la astrología y la adivinación, Severo intentó motivarlos llevándolos con él a la guerra en el limes británico, de donde su horóscopo le había predicho que no volvería, pero lo único que consiguió fue potenciar aún más el carácter violento y cruel de Caracalla. Este, después de intentar sobornar a los médicos —estérilmente— para que aceleraran la muerte de su progenitor, y a pesar de los esfuerzos de todo tipo desplegados por Domna, nombrada por primera vez en la historia mater senatus et patriae en un intento vano de que lograra garantizar el orden político y salvar al pueblo de las amenazas derivadas del odio entre los dos hermanos, apenas desaparecido Severo no tuvo el menor reparo en asesinar delante de su propia madre (herida incluso en el brete) a Geta, quien conforme a la última voluntad del padre habría debido regir con él los destinos de Roma.
Era el año 211, y a Domna no le quedó más opción que sacrificar su dignidad de madre y encubrir el crimen en beneficio de la continuidad dinástica y la seguridad de sí misma y de su familia, añadiendo a sus muchos títulos oficiales como madre de los ejércitos, de los Augustos, del Senado y del pueblo romano, el mucho más desgarrador e íntimo de mater dolorosa, en afortunada expresión de Ghedini. Como contrapartida, quedó ligada a su hijo por el horror, por unos lazos execrables y nefandos que, maledicencias aparte —los dos fueron acusados de incesto, a todas luces de manera infundada—, se traducirían en un poder creciente, hasta alcanzar cargos y responsabilidades nunca antes ocupados por una mujer.
Solo unos meses más tarde, tras un terrible baño de sangre —las fuentes hablan de veinte mil muertos: Caracalla mandó asesinar a todo aquel que había sido amigo o prestado algún tipo de apoyo a Geta, además de a posibles rivales—, el nuevo emperador decretaría la Constitutio Antoniniana, que concedía la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio nacidos libres; un edicto que la historiografía moderna ha destacado como uno de los actos de generosidad política más importantes concedidos por un gobernante romano, con un matiz de ecumenismo ético sobre el que se han vertido ríos de tinta, pero que en realidad obedeció a una decisión puramente práctica: Caracalla había dilapidado la fortuna heredada de su padre sobornando a las tropas para que lo apoyasen en su legitimación como emperador tras el asesinato de su hermano, y necesitaba nuevos ingresos con los que llenar las arcas del Estado. Como los extranjeros no tenían obligaciones fiscales, exclusivas de los ciudadanos, al conceder iguales derechos y deberes a todos los provinciales Caracalla consiguió su objetivo «engañando» de paso a la historia; circunstancia que no resta trascendencia a la iniciativa. En el año 212 toda Hispania quedaba asimilada a Roma, de hecho, y también de pleno derecho.
Para Dión Casio —recuerda Ghedini—, uno de los más grandes historiadores de la Antigüedad, Caracalla había heredado los vicios de las tres naciones ligadas a su origen: la volubilidad, la vileza y la arrogancia de la Galia, en la que nació; la dureza y la crueldad de África, de donde procedía su padre; y la astucia de Siria, patria de Julia Domna, su madre. Esto explica en parte su carácter cruel y vengativo, pero también que, siendo él un provincial, viera lógico —por naturaleza y por educación— extender la ciudadanía romana a todos los habitantes nacidos libres del Imperio. Un gesto que las fuentes de la época ignoran casi por completo (cuando no lo desacreditan abiertamente), pero que la historia ha consagrado como su logro más importante como gobernante, por encima incluso de sus hazañas militares, que le llevaron de nuevo al limes británico y después al Próximo Oriente, impelido por el deseo de imitar a su gran ídolo Alejandro Magno, y seguido en la última parte de su viaje por su propia madre, que trataba en todo momento de moderarlo y asumía cada vez mayores responsabilidades y honores.
Fue así como, tras recalar en varios santuarios de gran fama, donde Caracalla intentó en vano encontrar cura al mal que lo atormentaba (física y mentalmente, aun cuando no es posible concretar de qué se trataba), arribaron otra vez a Siria, donde la Corte se estableció en Antioquía por su centralidad política y económica, su carácter capitalino y su esplendor de ciudad fastuosa y refinada, escenario perfecto para la gloria y la semántica imperiales. Allí permanecería Julia Domna desde el año 215 hasta su muerte, dedicada a sus tareas de Estado y a sus amadas actividades culturales; tiempo feliz en principio, hasta que el 4 de abril de 217, el mismo día en el que el emperador cumplía treinta y un años, Caracalla fue asesinado tras sumar en su haber nuevas infamias, como las terribles masacres cometidas a traición contra los alejandrinos y los partos. Esto dejó a la Augusta, que a su título de mater senatus et patriae había sumado el de pia et felix, jamás ostentado antes por ninguna otra emperatriz, sola y en grave peligro, lejos como se encontraba de la protección del Senado y de Roma.
Extrañamente ajena al prestigio de la dinastía e incluso del hijo muerto, al que Macrino, prefecto del pretorio, instigador de su muerte y usurpador del trono, hubo de decretar la apoteosis elevándolo a la categoría de dios ante la amenaza de amotinamiento por parte del ejército, que lo amaba, Domna fue consciente de que había perdido el poder, ese que la había acompañado casi toda su vida, y sin él no quería seguir. Las fuentes de la época no se ponen de acuerdo sobre las circunstancias de su final: asesinato, suicidio, muerte natural o muerte voluntaria, posiblemente tras caer víctima de una grave enfermedad. Esta última es la hipótesis por la que se decanta F. Ghedini, quien considera que habría dejado este mundo conforme había vivido: con coraje, valentía y extrema dignidad, mirando de frente a la Parca como una liberación.
Sus cenizas, repatriadas a Roma, serían depositadas inicialmente lejos del marido, en el mausoleo de Lucio y Cayo Césares, donde reposaban una legión de mujeres, madres y hermanas de los emperadores; agravio corregido con todos los honores y la consiguiente consecratio, también ella elevada a la categoría de diosa, apenas el primer nieto de su hermana Mesa, Heliogábalo, alcanzó el solio imperial.
Julia Domna, que durante casi veinticinco años había sido el rostro y la encarnación del poder supremo —no hay más que rastrear los cientos de representaciones suyas, en todo tipo de soportes, que nos han llegado; algo que Ghedini hace en la última parte del libro—, seguiría así gobernando de alguna manera después de muerta, convertida en icono y modelo para quienes la seguirían en el tiempo sin conseguir eclipsarla jamás; en particular, su hermana y sus sobrinas, que con sorprendente habilidad consiguieron transmitir el poder imperial por vía materna.
Soemia y Heliogábalo morirían asesinados como consecuencia de su depravación y su escaso compromiso con las labores de Estado y la tradición romana, pero Mamea —la más parecida a la tía, por carácter, cultura, talante y capacidad intelectual— y Severo Alejandro se mantendrían en el poder durante catorce años; y hablo en plural porque el joven César nunca lo habría conseguido sin el apoyo de la abuela y de la madre, que al final acabaría conduciéndolo también al desastre de tanto protegerlo. Terminaba con ellos la dinastía de los Severos, en la que tan importante papel desempeñaron las mujeres. Ninguna, sin embargo, a la altura de Julia. Años más tarde, la igualmente siria Zenobia pondría en evidencia de nuevo y fugazmente las capacidades femeninas al frente de las más altas responsabilidades políticas, pero habrían de pasar cuatro siglos para que la historia alumbrara a otra figura capaz de emularla: Teodora, oriental como Domna (era de Chipre), que conquistó el corazón de Justiniano y ocuparía con absoluta brillantez el trono del Imperio bizantino.
Son todos ellos aspectos que con pulso firme de hagiógrafa desgrana en este precioso volumen Francesca Ghedini, uno de los más importantes referentes de la arqueología italiana del pasado siglo e inicios de este. Jubilada felizmente hace ya algunos años, docente destacada, gestora poderosa e inigualable, culta, curiosa, tan grande como humilde a la hora de dar oportunidades, ha dejado para muchos de quienes tenemos el honor de conocerla y tratarla un vacío irremplazable y un recuerdo de verdad imperecedero, marcado por la admiración sin reservas, el respeto incondicional, y una cierta frustración, convencidos todos de que jamás alcanzaremos los niveles de excelencia de los que ella hizo —y sigue haciendo— gala en las múltiples facetas que cultivó, y cultiva.
Continúa, de hecho, desplegando una intensa, aun cuando algo más sosegada, labor de investigación, que nutre de madurez, conocimiento, serenidad y solvencia, fiel por otra parte a su compromiso con la alta divulgación; y así lo demuestra por enésima vez en este libro, que ha seguido en el tiempo y ha sido publicado en la misma colección que su anterior obra (las últimas de una larga serie): Il poeta del mito. Ovidio e il suo tempo, una verdadera joya, en la mejor línea sensual e inspirada del autor en estudio; un tesoro para quienes puedan albergar algún tipo de interés por la obra del gran poeta de Sulmona, y en general por la Antigüedad clásica, los sentimientos, el alma y las veleidades humanas, en su versión más intemporal. Mil y un aspectos que glosa Ghedini con voz poderosa y templada, prosa exquisita y cuidada, y seguro y magnífico pulso narrativo, propio de quien conoce a la perfección el tema objeto de estudio, lo ha interiorizado y lleva madurándolo a fuego lento toda una vida.
Tuve el honor de conocer personalmente a Francesca Ghedini con motivo de mi primera estancia de investigación en la Università degli Studi di Padova, allá por 2010. En aquel momento era directora del Dipartimento di Archeologia, desempeñaba importantes cargos de gestión y encabezaba proyectos de enorme alcance, con dotaciones y objetivos muy por encima de los que se estilan para las humanidades en España. Era ya, por tanto, una mujer extremadamente ocupada que medía los tiempos con la precisión de un buen reloj suizo, pero aun así supo encontrar hueco para asistir a algunas de mis conferencias, en un derroche de buena educación, curiosidad científica y cortesía académica que son tres de sus más acusadas y definitorias señas de identidad, no siempre frecuentes, ni habituales, por desgracia, en el mundo universitario. Ya conocía su obra, sabía que era una de las grandes, pero ahí empecé a admirarla, además, como persona.
Hoy, con independencia de una hermosa amistad, nos unen un férreo e incuestionable concepto de la disciplina como ciencia histórica y de nosotros como investigadores a su servicio, el amor por el patrimonio y un sentido sin condiciones del compromiso con el entorno, que se materializan en una visión integral de la arqueología poco generalizada en ámbito académico, menos aún en Italia. En su caso la avalan muchos años de altas responsabilidades en la gestión patrimonial y arqueológica.
En todo este tiempo, como decía, F. Ghedini no ha hecho otra cosa que crecer ante mis ojos: académicamente, pero también, y sobre todo, desde el punto de vista humano. Universitaria nata, conoce como pocos el complejo mundo de la arqueología de su país; se ha sabido mover con pericia versallesca en balsas infestadas de cocodrilos; ha dado muestras constantes de fortaleza a pesar de su aparente fragilidad; ha mantenido la humildad necesaria para reconocer sin ambages al final de su carrera que siempre es posible dar un pasito más, y que en arqueología no todo es la excelsitud reivindicada por algunos como exclusiva para la Academia, sino que también conviene bajar a la arena para ensayar nuevos discursos y narrativas y reintegrar el conocimiento generado a la sociedad que nos sostiene, educar, compartir, crear recursos.
Obviamente, no voy a desperdiciar el espacio que tan generosamente se me concede en estas páginas para glosar un currículo que es bien conocido en la profesión y que se puede encontrar sin dificultad en muy diversos soportes. Prefiero, por el contrario, glosar a la persona, dando fe de su altura extraordinaria como investigadora, pero también, y en particular, de su enorme calidad humana, presidida por la curiosidad, la disciplina y la autoexigencia.
Francesca Ghedini se jubiló en plena madurez como maestra de maestros, un referente a seguir para todos, en especial para aquellos que quieran dedicar su vida a esta disciplina nuestra, tan apasionante como dura e implacable. Su labor, sus valores, no se pueden resumir en una breve reseña como esta. Los testimonia su gran cosecha existencial; al fin y a la postre la más importante.
Es perfecta prueba de lo dicho hasta ahora el libro al que estas palabras pretenden, humildemente, servir de introducción; un volumen que tuve el placer de leer en italiano cuando su autora, con su generosidad habitual, me lo hizo llegar como primicia, y que atrapó mi atención desde la primera a la última página, sin que su interés decayera en ningún momento, algo realmente difícil en un ensayo científico. Y es que Ghedini sabe conjugar a la perfección el mensaje profundo de quien rebosa conocimientos, con el dominio del lenguaje y la cercanía retórica. Ella acaricia las palabras, consigue ponerlas al servicio del pathos y acaba convirtiendo la lectura en un ejercicio de evocación extremadamente placentero y muy enriquecedor.
Fue esta otra de las razones que me llevaron a trasladarle una propuesta: «¿por qué no hacemos una edición del libro en español?»; idea a la que se sumó entusiasmada, demostrando una vez más su plena confianza en mí y en mis capacidades (enamorado en el fondo de la hermosa lengua italiana, que enfrento desde el mayor de los respetos, con delicadeza de orfebre). Por fortuna, ahí estaba como tantas otras veces la figura insustituible de Manuel Pimentel Siles, que acogió el proyecto con absoluto entusiasmo en su sello principal; y con los parabienes de la editorial Carocci nos fajamos en la tarea hasta alumbrar el precioso volumen que ahora presento: la primera obra de conjunto en castellano sobre la figura de Julia Domna, que hemos cuidado al máximo. Queríamos estar a la altura de tan ilustre personaje y tan ilustre biógrafa.
Por mi parte solo me queda decir que he disfrutado extraordinariamente con este proyecto. Como a Francesca, me mueve la curiosidad, me van los retos; pero en esta ocasión me animaba además un estímulo de mayor trascendencia, si cabe: quería, desde la humildad, «regalarle» mi esfuerzo a su autora como muestra palpable y empírica de agradecimiento, admiración y amistad, por todo cuanto me ha aportado —y me aporta— desde que tuve el placer y el honor de conocerla. Francesca Ghedini es de esos perfiles que difícilmente se repetirán en el tiempo, y esto, como a Julia Domna, la hace única.
Gracias, en definitiva, por haber confiado en mí; a ella, a Manuel Pimentel y a editorial Almuzara, a Carocci y, por supuesto, a Ana Cabello, mi editora, con la que he aprendido muchísimo a lo largo del proceso, y que ha sabido imprimir su peculiar toque femenino a una obra en la que las mujeres copan el protagonismo. El resultado de este cúmulo de valiosísimas concurrencias y aportaciones lo tienen ustedes ahora en sus manos. Disfrútenlo. Me atrevo a augurar que no defraudará sus expectativas.
Córdoba, 20 de marzo de 2021
1 También en Italia Andrea Carandini se ha incorporado a la tendencia y lo ha hecho a la madre de Nerón con su Io, Agrippina (Roma-Bari, 2018); y no olvidemos el summum de la novela histórica, Memorias de Adriano, de Margueritte Yourcenar, que Ghedini ha tenido en todo momento muy presente.