Prólogo:
El puñal del esclavo

La vida

Quizá por su condición de esclavo, las notas biográficas del filósofo Epicteto aparecen borrosas y apenas se puede insinuar unas fechas que delimiten cronológicamente su existencia, al margen de algún que otro dato corroborado por las referencias que figuran en las obras bajo su nombre: el Encheirídion (Enquiridión, según su transcripción al español, traducible como Manual) y las Diatribaí (título que se suele traducir por Discursos o Disertaciones). Quien acuda a las Vidas y opiniones de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio solo encontrará allí mencionado a Epicteto en una escueta referencia en la que este tildaba de pornógrafo a Epicuro, fundador de la escuela que lleva su nombre, cuya teoría moral identifica el placer con el bien. Cuatro líneas son las que le dedica la enciclopedia bizantina del siglo X d. C. conocida como Suda, que, sumadas a los comentarios que el filósofo neoplatónico Simplicio hizo sobre el Manual en el VI d. C., sirven para apenas afirmar que antes de convertirse en un exponente máximo de la escuela filosófica estoica Epicteto había sido, efectivamente, un esclavo.

El esclavo

Nacido esclavo hacia el 50 d. C., o bien vendido por su familia en la niñez, Epicteto (nombre que significa “adquirido”) pasó su infancia en la ciudad frigia de Hierápolis, en Asia Menor. Tempranamente saltó desde allí a Roma, donde recaló en manos de un amo singular: Epafrodito, liberto (esclavo liberado) y secretario de Nerón, al que asistió en su suicidio en el 68 d. C. según refiere Suetonio en Vidas de los césares1. Este poderoso liberto aparece ocasionalmente en las líneas de Epicteto bajo trazas ciertamente ambiguas (véase su comportamiento en el primero de los dos textos de las diatribas incluidos en este volumen), y es muy famosa –tanto como inverificable– una anécdota alusiva a la cojera de Epicteto. Según esta anécdota, mientras Epafrodito retorcía una pierna a su esclavo, este le advirtió serenamente que se la acabaría rompiendo; confirmada la rotura, Epicteto se limitó a hacer este apunte a su amo: «¿No te decía yo que me la ibas a romper?». Sin embargo, la Suda refiere que su proverbial cojera era debida a una afección reumática, y lo cierto es que fue el secretario del césar quien facilitó a Epicteto el acceso a una enseñanza filosófica, permitiéndole asistir a las lecciones de Musonio Rufo, el mayor representante de la escuela estoica del momento.

La Estoa

La corriente filosófica estoica había sido fundada en Atenas al amparo de la llamada poikíle stóa (o “pórtico decorado”). En ese Pórtico o Estoa había comenzado a impartir sus enseñanzas Zenón de Citio hacia el 312 a. C., tomando el relevo a otras escuelas que, como la Academia y el Liceo, se habían centrado en las cuestiones de teoría política y de leyes de una época, la de la polis, que había quedado atrás. Corrientes como la estoica o la epicúrea ponían el foco de su interés en la ética y en el interior del ser humano, sin dejar por supuesto de lado el resto de aspectos (cosmológicos, físicos, metafísicos…) que cubría el estoicismo. Dicho de forma inevitablemente apresurada, la doctrina estoica sostenía que el universo (la naturaleza) está controlado por un logos identificado con la divinidad, y que todo lo que ocurre está de acuerdo con dicha razón divina, de manera que el hombre ha de aspirar a vivir en armonía con la naturaleza, aceptando que las cosas sucedan justo como suceden. Adicionalmente, en el hombre residiría cierta porción del fuego divino que igualaría a todos los seres humanos.

En este sentido, los conceptos de libertad y esclavitud dejaban de ser concebidos como una marca de estatus y pasaban al plano intelectual. Las enseñanzas de Musonio Rufo, por tanto, proporcionaban al joven esclavo un instrumento con el que conquistar su libertad, al menos en la esfera mental e interior. Sin duda, otro buen camino hacia la libertad –esta vez en la esfera exterior– era la manumisión, que Epicteto debió de recibir cuando ya era un notorio filósofo él mismo y se vio afectado por el bando de expulsión de filósofos y astrólogos que el senado de Domiciano decretó en el 89 d. C. (o en el 93 d. C.; la fecha es discutida).

El maestro

A partir de entonces hallamos a Epicteto en un cruce de caminos, en la ciudad que poco más de un siglo atrás había fundado Octavio Augusto para conmemorar su victoria sobre Marco Antonio en la batalla naval de Accio: Nicópolis, literalmente, la “ciudad de la victoria”. En ese enclave de paso para los que iban de Roma a Oriente y de Oriente a Roma, Epicteto fundó una escuela a la que acudían los jóvenes nobles dispuestos a emprender un competitivo cursus en el campo militar o funcionarial; discípulos de mirada nueva y con ansias de filosofar, a quienes las lecciones de Epicteto armaban de una sabiduría práctica, siempre útil y siempre a mano; porque, al margen de los aspectos formales del currículum estoico (ética, física y lógica), la filosofía de Epicteto se concebía como un aprendizaje para dotar de un propósito a la existencia y aplicarlo en las acciones y relaciones personales, siendo la filosofía no un fin, sino un medio para conducirse en la vida. Junto a esos jóvenes, visitantes ocasionales de todo tipo y procedencia acudían al encuentro de quien ya se había convertido en un famoso maestro de sabiduría.

La lamparita

Respecto a la fama que llegó a alcanzar, es elocuente la anécdota que Luciano de Samosata relata en su opúsculo Contra un bibliómano ignorante, según la cual un hombre habría adquirido la lamparita de barro de Epicteto por tres mil dracmas (medio talento, es decir, un precio desorbitado). Esta lamparita sería, en teoría, aquella que el filósofo se compró después de que un ladrón le robara la que tenía de hierro, según cuenta el propio filósofo en el capítulo 18 del libro primero de sus diatribas (No enfurecerse con los que se equivocan). Supone Luciano, con la mordacidad que le caracteriza, que el rico comprador aspiraría a conseguir la sabiduría del sabio teniendo encendida la lamparita mientras dormía. Sin embargo, el saber de Epicteto nos ha llegado gracias a que uno de sus jóvenes discípulos puso por escrito –ya que el maestro no dejó obra publicada– parte de sus enseñanzas.

El discípulo

Es a Flavio Arriano, que asistió a su escuela durante un lapso aproximado de tres años, a quien debemos que las palabras que Epicteto pronunció hayan llegado a nuestras manos. Arriano de Nicomedia, destacado oficial del ejército romano, cónsul sufecto y legado en Bitinia en época del emperador Adriano, narró las campañas de Alejandro Magno bajo el título de Anábasis de Alejandro. Este título alude directamente a la Anábasis de Jenofonte, que, escritor y militar como Arriano, había redactado siglos atrás diversas obras sobre su maestro Sócrates. Y como ocurre con Jenofonte (que igualmente tuvo mayor proyección en su labor historiográfica), el servicio que Arriano prestó a la filosofía resulta valiosísimo al habernos transmitido uno de los mayores testimonios del pensamiento estoico, junto a las Cartas de Séneca y las Meditaciones de Marco Aurelio. Pero hay una diferencia clave respecto al papel desempeñado por Jenofonte: en la carta a un cierto Lucio Gelio que encabeza las Diatribaí en las ediciones modernas, Arriano afirma no haberlas redactado de forma elaborada (frente a la elaboración, se entiende, que Jenofonte y Platón habían obrado sobre las palabras de Sócrates): «Todo cuanto le oí decir –sostiene Arriano–, he tratado de escribirlo palabra por palabra lo mejor posible con la intención de preservar para mí en el futuro el recuerdo de su inteligencia y de su franqueza». Si esta carta es una misiva privada o bien un artificio literario es una cuestión debatida, pero lo que sí se acepta es que lo que nos ofrece Arriano no es una creación personal, sino las propias palabras de su maestro, con lo que se podría atribuir sin reparos la autoría tanto del Manual como de las diatribas a Epicteto. No obstante, hay estudiosos que otorgan su autoría a Arriano, como así hace M.C. Howatson en su Oxford Companion to Classical Literature2.

Las diatribas

Según este mismo diccionario, la palabra diatriba era el nombre que recibía un breve discurso moral como los que elaboraban los filósofos cínicos y estoicos. Su vertiente y tono polémicos son los que otorgaron a la palabra su actual sentido de “invectiva”, pero en origen estaba despojado de las agrias connotaciones de este término en las lenguas modernas. Sin embargo, la traducción del título de Diatribaí como Disertaciones o Discursos desorienta un tanto acerca del carácter de estas piezas. No se trataba en sentido estricto de discursos o disertaciones, sino de intervenciones que tenían lugar a continuación de una previa lección magistral sobre aspectos teóricos fundamentales de filosofía que el maestro exponía ante sus discípulos. Antes que un curso sistemático de sabiduría estoica, los cuatro libros de diatribas que nos han llegado –de los ocho que debieron de existir en origen– ofrecen el aire de una enseñanza activa en la que los oyentes podían participar, dando origen a un diálogo o un debate. En las dos piezas que se incluyen en este volumen (Cómo actuar ante los tiranos y Contra los conflictivos y salvajes, pertenecientes respectivamente a los capítulos 19 del libro primero y 5 del libro cuarto) se observa el carácter conversacional de las diatribas. En determinados momentos, la exposición puede dar pie a la intervención de otro participante y entonces se entabla un diálogo en el que unas veces el nuevo interlocutor es un anónimo conversador, otras veces un personaje histórico o mitológico, otras un representante de escuelas filosóficas rivales y otras el propio filósofo, que se desdobla para contestarse a sí mismo en un diálogo interior. Bajo la modalidad de diatriba, y a través de los ejemplos y situaciones planteados por el maestro, las principales cuestiones filosóficas encuentran un ámbito práctico de aplicación.

El timonel

Estas situaciones, extraídas de experiencias humanas universales y por tanto familiares para quien escucha o lee, convierten la obra de Epicteto en un texto accesible y la dotan de un valor intemporal, constituyendo además un recurso al que acudir en una particular circunstancia vital. La idea de la filosofía como timonel o guía para la vida (philosophía bioû kybernétes, según reza el lema de la prestigiosa sociedad académica estadounidense Phi Beta Kappa, dedicada a promover la excelencia en las Humanidades y las Ciencias) se desarrolló particularmente con el estoicismo, o, mejor dicho, con el rumbo que esta corriente tomó en manos de un esclavo como Epicteto y un emperador como Marco Aurelio, quien saludaba así a la mañana en sus Meditaciones:

«Al amanecer, repítete: me voy a encontrar con un entrometido, con un desagradecido, con un soberbio, con un falso, con un envidioso, con un insociable: esas cosas le suceden por su desconocimiento de los bienes y los males. Yo, que he comprendido la naturaleza del bien, que es bella, y la naturaleza del mal, que es fea, y la naturaleza de aquel que yerra, que es mi semejante, no por participar de una sangre y una semilla, sino de un intelecto que es parte de la divinidad, no puedo recibir daño de ninguno de ellos, pues nadie me hará caer en vergüenza, ni tampoco puedo encolerizarme con un semejante ni odiarlo; hemos nacido para una tarea común, como los pies, como las manos, como los párpados, como las filas de dientes superiores e inferiores. Por ello, actuar unos en contra de otros es contrario a la naturaleza; y obrar en contra de la naturaleza es también indignarse y mostrar aversión»3.

Tanto el hombre más poderoso de su tiempo como el esclavo de un antiguo esclavo empuñaron el timón del estoicismo para poner en perspectiva los aconteceres cotidianos, colocar las cosas en su adecuado contexto y aprender a encarar los reveses de la vida tal como se presentan. El estoicismo es quizá la corriente que en mayor medida nos hace entender la palabra filosofía en su sentido de “Fortaleza o serenidad de ánimo para soportar las vicisitudes de la vida” y “Manera de pensar o de ver las cosas”4.

El legado

Epicteto y Marco Aurelio, a los que habría que añadir a Séneca –quien no en vano es el autor estoico cuya obra nos ha llegado de forma más completa y extensa– son los tres autores que conforman nuestra visión de la filosofía estoica. A pesar de que los tres vivieron a algunas centurias de distancia del momento en que esta escuela surgió y sentó sus bases, son sus obras, y no las de otros filósofos estoicos aún más lejanos, las que nos han llegado en exclusiva.

A ello debió de contribuir el hecho de que sus escritos se centraron fundamentalmente en aspectos éticos, por lo que su pensamiento no padeció el eclipse al que los gigantes Platón y Aristóteles sometieron a los filósofos de esta y otras escuelas en el ámbito de la física y la metafísica en la Antigüedad Tardía y la Edad Media.

Otro factor que se señala a la hora de explicar la buena fortuna de esta tríada estoica es el hecho de que los tres estuvieron activos en la época fundacional del cristianismo (como indica la leyenda acerca de la correspondencia que Séneca mantuvo con San Pablo o la influencia que ejerció Epicteto en autores como Orígenes y San Agustín), lo que les llevaría a atravesar exitosamente el Medievo cristiano (cambiando, llegado el caso, el nombre de Sócrates por el de San Pablo en el Manual) y acabar floreciendo como referencias intelectuales en la Europa del Renacimiento para pensadores tan decisivos como Erasmo y Calvino. Es en este momento cuando Lipsio publicó los estudios sobre estoicismo antiguo que avivaron una corriente neoestoica, originándose las primeras traducciones a las lenguas vernáculas (por ejemplo, el mismísimo Quevedo versificó el Enquiridión en 1635, empleando para ello las traducciones previas de dos grandes humanistas: el Brocense y Gonzalo Correas).

La fortuna intelectual de esta corriente filosófica ha seguido intacta desde entonces y ha atravesado los siglos ejerciendo influencia sobre Pascal, Descartes, Thomas Jefferson o Henry David Thoreau, por poner unos pocos ejemplos. En nuestro tiempo ha servido de inspiración para nuevos enfoques psicoterapéuticos5 consistentes en abordar frontalmente un trastorno emocional en lugar de bucear en sus orígenes, afrontándolo desde una reflexión sobre los propios valores, actitudes y elecciones vitales.

Es conocido, por otra parte, que durante el periodo de confinamiento por la pandemia de COVID-19 los títulos de y sobre filosofía estoica estuvieron entre los más demandados por los lectores. Con anterioridad ya se había venido proclamando desde los medios la vigencia del estoicismo como un apoyo para los tiempos adversos6 y basta con visitar el archivo del blog Modern Stoicism para comprobar cómo la mirada estoica se puede posar en cualquier aspecto del mundo de hoy: Una aproximación estoica al divorcio y a la separación de los hijos, ¿Debería un estoico moderno ser vegetariano?, Confesiones de un estoico hipocondriaco: estoicismo y cirugía mayor, etc.

El prisionero

Un héroe de guerra estadounidense, el vicealmirante James Stockdale, ya había dejado constancia escrita en su Thougths of a Philosophical Fighter Pilot (Stanford, 1995) de cómo las enseñanzas estoicas de Epicteto podían convertirse en un instrumento de supervivencia no ya en el día a día sino en momentos extremadamente críticos; de cómo el hombre de acción, el hombre tecnológico, podía encontrar en las raíces de un hondo humanismo la clave de la supervivencia. Derribado mientras sobrevolaba Vietnam del Norte, Stockdale fue hecho prisionero y mantenido en cautividad entre los años 1965 y 1973. En su escrito, narra de qué manera la lectura del Manual que había llevado a cabo en sus años en la Universidad de Standford se hizo presente en su situación y le ayudó a sobrellevar psicológicamente su cautiverio: «No te empeñes en que las cosas sucedan como deseas, desea mejor que las cosas sucedan como suceden, y tu vida discurrirá apaciblemente» era alguno de los preceptos de aquel viejo filósofo cojo (tal era su propio estado en la prisión vietnamita) que al prisionero Stockdale le permitían permanecer mentalmente en pie.

El estoicismo –dirá luego en sus escritos– no es la última palabra, pero es un punto de partida, un instrumento que tener a mano; como una llave que abre a la mente la puerta de la libertad. O como cualquier otro instrumento. Pongamos que un puñal.

El puñal

En el Enquiridión o Manual la distancia entre la reflexión moral y su puesta en práctica se reduce aún más que en las diatribas. Aunque tradicionalmente se ha venido considerando un extracto elaborado por Arriano a partir de las Diatribaí, el Enquiridión no es ni un breviario, ni un mero manual de consulta, sino un instrumento de acción. Derivado de la palabra cheír (“mano”), encheirídion tiene el sentido de aquello que se ajusta a la mano: un manual, sí, pero también un puñal: «Se titula Encheirídion –aclara Simplicio– porque conviene tener siempre a mano y preparado para quien desea vivir bien. De hecho, el encheirídion militar es un arma que conviene tener siempre a mano». Con este último sentido es con el que usa el término, por ejemplo, Heródoto (Historia 1.12) al narrar la truculenta historia del asesinato de Candaules por parte de Giges para obtener el trono de Lidia.

Los 53 capítulos de variada extensión (del pequeño ensayo a la máxima sentenciosa) que contiene el Manual o Enquiridión conforman un instrumento afilado, profundo y certero, que alcanza de lleno a quien se detiene en su lectura. Una obra forjada en lengua griega por un antiguo esclavo de la Roma imperial que, hoy más que nunca, conviene tener a mano.

1 (Nerón 49 y Domiciano 14).

2 Traducción española coordinada por Antonio Guzmán Guerra: Diccionario abreviado de la Literatura clásica, Alianza Editorial, Madrid, 1999.

3 Marco Aurelio, Meditaciones, 2.1; trad. Jorge Cano Cuenca.

4 Cf. Diccionario de la lengua española, s.v. Filosofía; acepciones 5 y 6.

5 Cf. D. Robertson, The Philosophy of Cognitive-Behavioural Therapy (CBT): Stoic Philosophy as Rational and Cognitive Psichotherapy, Londres, 2010.

6 Cf, por ejemplo, G. Altares, «Para filósofos, esclavos y ejecutivos con estrés», El País, Babelia (28/04/2018).