CAPÍTULO 1
DE ENSEÑANZA Y ENSEÑANZAS

Los más grandes pedagogos han confesado el desfase irreductible entre las formalizaciones necesarias para comunicar su pensamiento y su “pensamiento en actos”, encarados a situaciones educativas concretas.

PHILIPPE MEIRIEU

1. EL OFICIO

Así como el ingeniero construye puentes, el panadero hace el pan, ¿y el docente? A diferencia de lo que ocurre con las primeras afirmaciones, muchos se quedarán en silencio o dudarán ante esta última interpelación. ¿Será porque no estamos seguros o intentamos complejizar la respuesta junto con las complicaciones que derivan de estos enredos? El docente enseña. Y la enseñanza constituye el corazón de nuestro oficio, lo que le da vida. Sin enseñanza, no hay docencia ni docentes.

Para tratar de evitar nuevas marañas, complejidades y hasta confusiones en torno a si lo que hacemos puede denominarse trabajo, profesión o hasta vocación, caracterizar la enseñanza como un oficio que deviene artesanía parece acorde con lo que significa enseñar y hacerlo conforme a los desafíos que esta ocupación (como todas) enfrenta en el presente. La artesanía (según Sennett, 2009; 2003) comprende distintos trabajos y profesiones: desde el soplador de vidrio o el fabricante de ladrillos, hasta el médico, el ingeniero informático, pasando por toda una variada gama de actividades que el autor estudia minuciosamente. El artesano es aquel que desarrolla cualquier trabajo o profesión en alto grado, lo que implica la unión entre el pensamiento y la acción más el compromiso que mueve a realizarlo bien. En la artesanía, mano y cabeza no se separan, según el autor. Mano, cabeza y corazón, podríamos agregar. Lo interesante de esta caracterización es que entrelaza el hacer, el pensar y el sentir en la realización de cualquier actividad, así como la posibilidad de ir mejorándola en su devenir. Pero, además, la puesta en valor del componente subjetivo (el sujeto como protagonista del propio trabajo) permite hacer foco en la capacidad de todas las personas de hacer algo bueno en sí mismo, por sí mismas. Quien ha realizado algo y se ha esforzado para hacerlo se respeta, más allá del resultado obtenido; y ese reconocimiento puede dar impulso a aprender y a mejorar en su quehacer. Desde esta concepción, todas y todos podemos llegar a ser artesanos en nuestro oficio, dependiendo básicamente de ciertas condiciones que incluyen, además de lo material, la formación y el posicionamiento ante el propio trabajo.

Dubet (2006) caracteriza a la docencia como una actividad remunerada y reconocida (entre otras) que se plantea como explícito objetivo transformar a otros. Desde la perspectiva del autor, la enseñanza está anclada en un oficio, (1) en la medida en que a los individuos que la realizan se los forma y se les paga para actuar sobre otros. A diferencia de otros oficios, la enseñanza se lleva a cabo no sobre objetos materiales, sino sobre personas. Implica, de este modo, una irrupción directa sobre las conductas, valores y representaciones de los individuos, las “almas” de quienes pretendemos educar, formar, transformar en algo distinto de lo que eran cuando iniciaron un proceso educativo/formativo, transformativo y transformador, ya sea una clase, un año lectivo, un ciclo de la escolaridad, un encuentro, etc. La enseñanza “busca llevar a cabo una transformación en la persona que la recibe, un cambio cualitativo, con frecuencia de grandes proporciones, una metamorfosis por así decirlo”, afirma Philip Jackson (2015: 126).

Si bien la enseñanza puede caracterizarse como un accionar que se mete con otros, la persona formada, transformada, educada o socializada tendrá mayores posibilidades de liberarse, de emanciparse y hasta de rebelarse contra lo que ha recibido. Así lo decía Kant, en su Pedagogía: se educa al niño para que un día pueda ser libre. Educar para la libertad significa para Meirieu (2016) trascender los determinismos de las historias individuales o sociales de nuestros alumnos y ayudarlos progresivamente a emanciparse de esas determinaciones, suponiendo que algo diferente puede emerger, articulando, desarticulando y rearticulando la propia historia.

Al tratarse de una ocupación que se ejerce con otros y sobre otros, a fin de garantizar su formación, su emancipación, su liberación, Dubet advierte que, además de las competencias técnicas necesarias para desarrollarla, hay un componente vocacional: “El tema de la vocación significa que el profesional del trabajo sobre los otros no es un trabajador o un actor como los demás. No afinca su legitimidad solamente en una técnica o savoir-faire, sino también en principios más o menos universales” (Dubet, 2006: 41). Son precisamente estos principios y valores los que parecen añadirle a la actividad un tinte de realización individual, que convive con la legitimidad política y social necesarias para sostenerla y desarrollarla. Aun rutinizadas, poco conscientes, estas prácticas se hallan potencialmente plenas de sentido y de recursos de justificación en tanto están amparadas en un orden que trasciende la materia y lo material. Podríamos referirnos al compromiso para y por lo que hacemos como un proyecto que apuesta y contiene la esperanza por la humanidad que viene. Para George Steiner, enseñar es ser cómplice de una posibilidad trascendente: “No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una aventura que no se parece a ninguna otra” (Steiner, 2004: 27).

Ahora bien, en tanto nuestro oficio se despliega con sujetos y no con objetos o, como diría Dubet, el objeto de nuestro trabajo son sujetos, es normal que estos se resistan, se escondan, se rebelen o simplemente se opongan para recordarnos que, cuando educamos, enseñamos, tenemos entre manos “no un objeto en construcción sino un sujeto que se construye” (Meirieu, 2001: 73). Por lo tanto, podemos sostener que nuestro oficio consiste en obrar sobre otros y con otros para que esos otros obren sobre sí mismos, se construyan, se formen, se transformen. Desde esta perspectiva, la enseñanza promueve la formación de las personas en un proceso que las implica directa y activamente.

Porque la formación consiste en salir constantemente de uno mismo, trascenderse a sí mismo, ir más allá del entorno propio por medio del estudio y la práctica. Simons y Masschelein (2014) reconocen que la peculiaridad del fenómeno escolar consiste en abrir y habilitar a los alumnos y estudiantes para ingresar a un mundo desconocido, superador incluso de la utilidad o aplicabilidad inmediata y hasta de la dificultad. Ese mundo abierto y libre de condicionamientos puede transformarse en algo potencialmente interesante para ser compartido y compartible, para formarse:

Abrir el mundo tiene que ver con el momento mágico en que algo exterior a nosotros nos hace pensar o nos induce a rascarnos la cabeza […] y también practicar y estudiar […]. Ese es el acontecimiento mágico de la escuela, ese movimiento real, que no hay que remontar a una decisión, a una elección o una motivación personal (Simons y Masschelein, 2014: 50-51).

Quien se forma o se “deforma”, estudia, practica, piensa, reflexiona, se rasca la cabeza. Aprender no es sólo incorporar información, cuerpos de conocimientos, habilidades, valores; implica también comprender, recordar, encarnar esos contenidos en las subjetividades para poder obrar con ellos y a partir de ellos, individual y colectivamente. Aprender es nacer a otra cosa, descubrir y acceder a mundos que hasta entonces desconocíamos, en el sentido de que algo externo pasa a formar parte de nuestro universo enriqueciéndolo e informándolo en un sentido compartido. Aprender es ver cómo se tambalean las propias creencias, las propias certezas (Meirieu, 2006: 26). El aprendizaje responde al interés que despierta algo que está por fuera de nosotros mismos; algo que nos toca, nos conmueve, nos implica, nos intriga y nos lleva a estudiar, practicar y pensar. Aprender es hacerse obra de uno mismo –afirma Meirieu–. Aprender es enseñarse a sí mismo –para Jackson–, a partir de la marca o huella que dejamos con nuestras enseñanzas, agregamos.

Por eso, cuando hablamos de enseñanza, podemos identificar una pretensión desmesurada, pero que nunca es absoluta en tanto se articula con el “no poder” también absoluto sobre el sujeto en su acto de conocer. Existe un derecho negado, omitido, ninguneado: el derecho a la indiferencia, es decir, el que tienen alumnas, alumnos y estudiantes a no exponerse al intercambio (Alliaud y Antelo, 2008). Meirieu (2016: 179) remite a una doble asimetría para caracterizar el vínculo que se establece entre aprendices y docentes: “el adulto está en posición de autoridad institucional, pero sólo el niño puede decidir aprender y crecer”. Del mismo modo, en esta relación de poder que adultos y jóvenes mantienen se genera una mutua transformación. Al estar afectados en procesos de formación de otros que implican “dar vida” al contenido que debe ser enseñado, también nos formamos y transformamos a nosotros mismos. Aprendemos y nos modificamos al enseñar, así como los alumnos enseñan (se enseñan) al aprender: “Sólo cuando salía del aula [Giovanni Gentile] con la sensación de haber aprendido algo que a él mismo se le escapaba antes de empezar, podría considerar que aquella había sido realmente una hora de clase” (Recalcati, 2017: 122).

Si aceptamos el protagonismo que cobran los sujetos que aprenden y, por lo tanto, el carácter casi mágico del encuentro con el mundo que se establece, tenemos que saber que los procesos de aprendizaje y formación no podrán controlarse ni predecirse del todo, pero, en tanto adultos, docentes, responsables de y por la educación de los “nuevos”, tenemos que poder favorecerlos. Suponiendo que todos son capaces de aprender y merecen aprender, tendremos que saber y poder guiar, incentivar, acompañar y sostener todo el proceso por el cual alguien se forma o se hace obra de sí mismo, es decir, aprende.

¿Cómo favorecer, guiar, incentivar, acompañar, sostener los aprendizajes? Mediante enseñanzas, enseñando.

2. ENSEÑANZA

Enseñar es abrir al mundo. Esta expresión encierra el sentido de que algo ajeno y externo a los sujetos que aprenden los invoca a acercarse, a abrirse a lo extraño, a lo distinto a lo próximo, es decir, a lo propio. Enseñar es abrir ventanas al mundo sin restricciones de ningún tipo. Corresponde al profesor “sacar al alumno de su mundo, conducirle hasta donde no habría llegado nunca sin su ayuda, traspasarle un poco de su alma, porque quizás toda formación no sea más que una deformación” (Steiner y Ladjali, 2005: 37).

Fue precisamente Cécile Ladjali, una “iniciadora en lo trascendente” que trabajó con sus alumnos, en una escuela de los suburbios franceses en la producción de sonetos sobre el mito de la caída, los cuales dieron lugar a la publicación de un libro prologado por George Steiner. Un reconocido filósofo y una sucesión de autores clásicos que se leyeron durante el proceso de escritura irrumpieron en esas clases que parecían tan alejadas o extrañas a la cultura letrada. Sin embargo, los alumnos de Cécile

comenzaron a fiarse de su propio lenguaje. Hasta aquel momento las palabras les habían parecido algo humillante. La idea del libro les daba miedo hasta que lo escribieron y se plegaron a su sortilegio […]. Me atrevo a imaginar –sostiene Cécile– que el libro perdurará en mis alumnos más allá de aquel año que se prepararon para el bachillerato, que será algo que los acompañará a lo largo de su vida como adultos (Steiner y Ladjali, 2005: 19-20).

La perspectiva de enseñanza plasmada en esta experiencia de apertura, se opone a las que sostienen que la enseñanza y la formación tienen que circunscribirse al medio inmediato, a lo útil, y que su trascendencia es vana, inútil y hasta peligrosa. No es casual que, desde posturas conservadoras, se oigan voces que afirman que la educación tiene que ajustarse a las posibilidades de cada uno, al origen social o a las demandas de una sociedad (generalmente del mercado laboral). “¿Para qué queremos universidades en zonas socialmente vulnerables?”, se le oyó decir a una funcionaria. ¿Para qué quiere saber matemática una chica que cultiva la tierra?:

¿Para qué quiere una chica de La Cocha (localidad situada al sur de la provincia de Tucumán) saber matemática si ella va a trabajar la tierra? […] Hay que especializar la educación de acuerdo a la realidad geopolítica del alumno, de acuerdo a sus posibilidades de inserción laboral (palabras del diputado Ricardo Bussi que expresan las ideas que quería llevar a la Cámara).

Del mismo modo, esta experiencia de apertura sin límites nos lleva a incorporar y a trabajar, a enseñar lo que genera dificultad; aquello que en los primeros intentos podría aparecer como no apto para ciertos alumnos (por sus características sociales, culturales, individuales, etc.). Habría que hacer un elogio de la dificultad, reflexiona Cécile, a propósito de su experiencia y de los textos que sus alumnos “carentes” produjeron a lo largo del proceso de escritura de la obra que prologara Steiner. Al contrario de lo que suele creerse, lo difícil, lo que parece imposible a priori, puede convertirse en un instrumento para los profesores (uno de los pocos con los que cuentan, afirma la profesora) para seducir a los estudiantes. Y así concluye:

Es importante que las cosas no sean fáciles. Incluso me atrevería a pensar que, en algunos momentos, han de parecer insuperables. Sólo al precio de semejante vértigo, la conciencia del alumno llega a confundirse con la del maestro en esa “seducción erótica del pensamiento”, tantas veces reivindicada por Platón (Steiner y Ladjali, 2005: 57).

A propósito de la deliberación y exploración acerca de la formación didáctica del profesorado, basada en su experiencia vivida como profesor, Contreras desmitifica la dificultad que por muchos años vivió como frustración, incapacidad y fracaso: “Tenía la sensación de que los caminos que intentaba en mi trabajo con futuros enseñantes conducía a callejones sin salida […]. Ahora entiendo que la dificultad significa improbabilidad y azar, apertura a lo desconocido, no saber qué pasará, pero a la vez camino para explorar” (Contreras Domingo, 2011: 22). Este autor considera que la incertidumbre y la exploración que conlleva la dificultad son inherentes a la actividad educativa de profesores y estudiantes. Explorar, buscar, insistir, reflexionar sobre lo hecho, provienen de lo que se presenta como difícil e inabordable en primera instancia.

Enseñar es convocar. Los estudiantes abiertos o expuestos al mundo son invitados y convocados a interesarse en él. La enseñanza puede ser pensada, desde esta acepción, como una invitación o un convite que implica preguntarnos por las maneras de presentar ese mundo, de preparar el ambiente, de prepararnos y preparar lo que tenemos para ofrecer a quienes están en situación de aprender. Toda esta dedicación previa, junto con el posicionamiento que tomamos en las clases, desde que anunciamos o presentamos la materia o lo que vamos a abordar en el espacio de un trayecto formativo determinado hasta la totalidad de las clases que asumimos como docentes, puede indicar (o no) que lo que va a ocurrir en ese tiempo y espacio es verdaderamente importante y que vale la pena que sea compartido, disfrutado colectivamente.

Poner la mesa. Esta frase remite al momento previo a las clases, al de su preparación. La clase entendida como una invitación o un convite necesitará de un ambiente propicio que es preciso generar para que ese habitar compartido sea algo más que una postura, una pose o un rejunte de personas; así como cuando invitamos a alguien a cenar a nuestras casas, los anfitriones (los docentes) necesitamos acondicionarnos y acondicionar el espacio para el evento: preparamos el escenario, aquello que se va a degustar (porciones del saber, de la cultura) y nos predisponemos para compartir algo que se va a poner sobre la mesa.

Poner “algo” sobre la mesa. Lo que ofrecemos en cada clase pone en pie de igualdad a todos los comensales –para seguir con la metáfora gastronómica–, más allá de que cada uno podrá expresar sus preferencias, comer a su ritmo y realizar ciertas opciones ante lo que les hemos preparado. Es precisamente ese “algo” para compartir lo que centrará la atención, la concentración, la implicación y hasta el disfrute, incluso con los imprevistos que pudieran sucederse. La atención, la concentración, la escucha, la participación e incluso el placer de probar lo que no se conoce, son habilidades que se aprenden cuando se las practica en ambientes cuidados y tentadores:

El maestro dona el don del lenguaje, lo muestra en acto, lo reparte en su mesa a sus alumnos recordando a todos ellos que la característica de este regalo es que para servirse de él hay que poner algo por parte de cada uno (Recalcati, 2017: 132).

Dos alertas al respecto. La primera es preguntarse si al pensar las clases tuvimos en cuenta a los sujetos a quienes pretendemos invitar, convocar, agasajar en ese encuentro: los comensales, en nuestra metáfora. Si bien enseñar siempre supone abrir a lo nuevo, a lo desconocido, hay maneras o formas de tentar, de seducir, de convocar, de interesar: por ejemplo, cuando lo que tenemos para ofrecerles a nuestros estudiantes brinda respuestas a inquietudes genuinas que ellos presentan. Tal como lo hacía Merlí, (2) en sus clases de filosofía, al alterar el orden del programa de estudios y convocar en cada encuentro al pensador que consideraba más pertinente, conforme a lo que le estuviera pasando al grupo en ese momento. La segunda alerta remite a si nosotros (adultos, docentes) estamos convencidos de que lo que tenemos para ofrecerles es realmente valioso o importante como para que otros se tienten y se animen a probarlo. El amor y gusto por la materia es lo que promueve su transmisión y abre las posibilidades para el aprendizaje y la formación. Sólo el amor por lo que se enseña puede causar deseo de saber en quienes aprenden. La transmisión se produce por contagio.

Las dos premisas se unen al contemplar si eso que amamos y valoramos (esa porción del mundo y de la cultura) merece ser compartido por los sujetos (destinatarios de nuestras enseñanzas), quienes, a su vez, están en sus mundos, cargados de inquietudes, sentimientos, saberes, valores, etc., que muchas veces la escuela parece desconocer. Tal como le pasaba a Stella en la película que lleva su nombre: (3) una niña en las puertas de la adolescencia, que vivía con sus padres y compartía un mundo adulto en el seno de un bar que ellos regenteaban en la antesala de su hogar. Stella, clasificada como mala alumna (en vistas de su no saber) por una prestigiosa escuela parisina a la que se había incorporado, un día se pregunta por todo lo que ella sí sabía, y se contesta que sabía de billar, de cómo se hacen los niños, de cartas, de fútbol y que se había hecho de muchos amigos nuevos, como Balzac y Duras, pero “esos no me sirven para la escuela”, concluye. A partir de lo expuesto, surgen algunas reflexiones.

Si lo que pretendemos es convocar a los sujetos que aprenden para que aprendan, ¿contemplamos al enseñar sus saberes varios y variados, sus gustos, sus emociones, sus miedos, sus frustraciones? ¿Suponemos que nos encontraremos con sujetos capaces de interesarse, de concentrarse, de practicar, de estudiar, de formarse? ¿Consideramos a nuestros alumnos y estudiantes merecedores de las mejores clases, de lo mejor que tenemos para ofrecerles en cada encuentro? Si es así, sigamos adelante con el convite. ¿Cómo les presentamos el mundo? ¿Cómo preparamos esas porciones del saber? ¿Cómo enseñamos?

Enseñar es mediar en la relación entre los sujetos y el mundo. Al enseñar, el docente utiliza mediaciones o “situaciones en que se pone a quien educamos y que le permiten convertirse progresivamente en alguien que se educa” (Meirieu, 2001: 98). Desde esta perspectiva, enseñar es provocar un acontecimiento que inspira a los estudiantes para buscar su propia transformación. Más que dar respuestas, se trata de enriquecer su entorno, proporcionándole objetos con los que pueda experimentar, probar, tantear. Antes que insistir con el clásico “Presten atención” o quejarse porque los alumnos no lo hacen, hay que saber que tanto la atención como la concentración en algo se aprenden también mediante la utilización de instrumentos y recursos que impliquen a los estudiantes en el proceso de su formación. A modo de ejemplo:

Se proporcionará de entrada, a los alumnos, una lista de preguntas a las que deberán encontrar respuestas por medio de la exposición o la lectura de una obra; esa lista se convertirá, más adelante, en un marco más ligero y, a medida que el alumno vaya integrando las exigencias, irá pudiendo desaparecer cualquier soporte de ese estilo (Meirieu, 2001: 87-88).

Quizás podríamos aventurarnos con una tarea que los convoque, para la que ya dispongan de algunas habilidades y que al hacerla puedan aprender otras. Meirieu (2001) aconseja presentar situaciones problemáticas potencialmente desafiantes, algo distintas de las que comúnmente utilizamos. Antes que hacer leer un texto a los estudiantes y luego hacer preguntas para verificar su comprensión, puede resultar conveniente y tentador proponer alguna actividad que los implique más directamente: por ejemplo, armar un juicio o generar un debate entre los personajes del texto en cuestión. Las situaciones problemáticas consisten en proyectos que movilizan al alumno al encontrar un obstáculo genuino, que le permitan reconfigurar su conocimiento y realizar una serie de adquisiciones a partir de las que va a progresar. El hacerlo colectivamente juega a favor de las producciones. (4)

“El maestro no pretende explicar la vida con las letras del alfabeto, sino que invita a sus alumnos a apoderarse de ellas para nombrar el misterio de la vida, sin presumir jamás de llegar a gobernarlo” (Recalcati, 2017: 131). Esta frase, que pone de manifiesto una implicación particular de los estudiantes, nos recuerda a Jacotot, (5) un profesor que enseñó de un modo también particular a sus alumnos: apropiarse de un nuevo idioma y aprender a decir lo propio con las palabras de otro/s. Algo diferente de lo que solemos hacer en la escuela cuando propiciamos la repetición de un pensamiento ajeno utilizando otras palabras. Apoderarse, apropiarse de las palabras, a partir de las situaciones propuestas por quien enseña, parece más acorde con la esperanza formadora y transformadora depositada en los sujetos que están en situación de aprender.

Desde su propia experiencia escolar fallida, Daniel Pennac (hoy profesor y escritor) nos habla de la enseñanza como un despojo de todo lo que traemos a la escuela, de una combinación entre presencia y presente continuos para lo que basta

una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares y aliviar esos espíritus […]. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida (Pennac, 2008: 60).

En esta apreciación, la enseñanza representa asimismo una apuesta esperanzadora sobre las posibilidades de formación/transformación de los sujetos que aprenden, basada en las potencialidades que encierran, aun con sus cargas y pesares. Con esa convicción orientada hacia el futuro (de un determinado proceso formativo) y posicionados en un presente continuo (en cada encuentro, en cada clase), los docentes apelarán a mediaciones convocantes, inspiradoras pero también alentadoras de la propia formación; y así habilitarán para ello (un gesto, una palabra o una mirada de aprobación, pueden resultar suficientes), con un beneficio que siempre resultará provisional y sobre el que habrá que volver a insistir tantas veces como haga falta; porque enseñar es un continuo volver a empezar, hasta nuestra necesaria desaparición como profesores, según Pennac. Así, el maestro se detiene, sabe detenerse, dejando marchar. En la experiencia de Ladjali, fue la tutela de un lector de la categoría de Steiner lo que contribuyó a que sus alumnos se sintieran habilitados y confiados para escribir los sonetos sobre el mito de la caída. Sonetos que tuvieron que escribir varias veces, ya que “lo primero que redactaron fue de una banalidad absoluta”, según sus palabras.

La insistencia, la repetición juegan a nuestro favor en la enseñanza, siempre que podamos superar la forma mecánica o rutinizada y aparezca la imaginación, lo distinto, en las ejecuciones sucesivas que se produzcan. Los instrumentos y recursos para utilizar por los docentes como mediadores entre quienes aprenden y el mundo llevarán a superar ciertos problemas y también a descubrir otros, lo cual permitirá centrar la atención en lo que se ofrece y asumir el desafío de su resolución, de su profundización, siempre que aparezca la guía de un adulto confiado que se irá retirando paulatinamente hasta su necesaria desaparición.

Enseñar es exponer de modo ordenado. Enseñar también es presentar, exponer ordenadamente en las clases lo que se ha descubierto de modo aleatorio, que no es lo mismo que explicar. Quien explica supone que el otro no sabe, no entiende y que, gracias al maestro o profesor, el alumno (falto de luz) (6) se iluminará. Esta concepción “atontadora” de la inteligencia y de las capacidades de quien aprende, más que favorecer inhibirá o empobrecerá el proceso de su propio aprendizaje, de su propia formación. Por el contrario, suponer y tratar a los alumnos y estudiantes como sujetos que saben, que se forman y obran por y para sí mismos –aun con los errores y tropiezos que pudieran cometerse durante el proceso– emancipa y aumenta las posibilidades de aprender:

El maestro sabe que sólo en la suspensión del saber puede activarse una búsqueda del saber […]. Así nos daba a entender que no había que avergonzarse de tropezar con el texto que se comentaba, porque sabía bien que ese tropiezo nos ayudaría a autorizarnos a pensar con nuestra cabeza, es decir, a buscar nuestra forma personal de tropezar con el texto (Recalcati, 2017: 139).

En la experiencia de El maestro ignorante, Jaques Rancière (2003) nos cuenta que los estudiantes del ya nombrado Jacotot –un profesor que no tuvo más remedio que cambiar sus enseñanzas “explicadoras”, “atontadoras” (según sus palabras) al no compartir el idioma con los estudiantes– aprendieron sin maestro explicador pero no por eso sin maestro. Y aprendieron más y mejor que cuando el maestro explicaba suponiendo que ellos no sabían. A diferencia del explicador, el docente que expone el mundo, que lo ofrece, puede hacerlo asociando ideas, autores, relacionando lo nuevo con lo que ya se sabe, profundizando o presentando sus propias interrogaciones e indagaciones sobre el contenido en cuestión. ¿Podremos pensar y desarrollar en nuestras clases exposiciones de tales características? ¿Cómo serían?

Porque enseñar es contar, decía Gabriela Mistral. Contar con gracia y belleza. Y todo puede ser contado, enseñando mediante historias que nos conecten con otros (otros mundos, otros tiempos, otras personas) y con nosotros mismos. Son esas narraciones las que le otorgan vitalidad a lo que se enseña y promueven el interés incluso de los más reticentes. ¿Quién puede negarse a que alguien le cuente una buena historia? Desde las humanidades hasta las ciencias más duras pueden ser contadas, decía la autora, y así lo cuenta con inusual belleza literaria el físico italiano Carlo Rovelli:

La teoría más hermosa [de la relatividad] narra una realidad que parece hecha de la misma materia de la que están hechos los sueños […]. La teoría describe un mundo colorido y asombroso donde explotan universos, el espacio se precipita en agujeros sin salida, el tiempo se ralentiza al descender sobre un planeta, y las ilimitadas extensiones del espacio se encrespan y ondean como la superficie del mar. (7)

Meirieu (2016) nos habla de la importancia de contar y leer historias regularmente a nuestros alumnos “a fin de que se apropien de las matrices narrativas que les permiten ir contando y escribiendo progresivamente su historia”, las que habrá que escuchar con atención.

Y enseñar también es comunicar, es decir, convertir algo que personalmente nos convoca e interesa en algo que sea de interés para los demás. Al enseñar, elegimos ciertos temas que tenemos que comunicar a los estudiantes, que no es lo mismo que exponer o demostrar todo lo que se sabe, sino que se parece más a ofrecer una donación o un regalo. Por eso se trata de elegir qué se cuenta y cómo se cuenta, sabiendo que el sentimiento y la emoción juegan un papel central para lograr simpatizar y empatizar con quienes están en situación de aprender algo nuevo.

Enseñar es acompañar. Porque aprender, en tanto abordar un saber que nos sobrepasa no es fácil, de allí que “el profesor debe proporcionar a cada alumno la ayuda necesaria para que lo interiorice […] poniendo a disposición los recursos sin los cuales no obtendrá buenos resultados en su aprendizaje” (Meirieu, 2006: 24). Aun cuando el aprendizaje implica siempre al sujeto en situación de aprender (su esfuerzo, energía, compromiso, voluntad) es un proceso que, en tanto consiste en acceder a porciones desconocidas del mundo, provoca desestabilizaciones, caídas, pérdidas, desalientos. De allí que la verdadera enseñanza adopte

el carácter inquietante de encuentro con lo desconocido y el apoyo que aporta la tranquilidad necesaria. No exime al alumno de tirarse a la piscina. De lanzarse a una aventura inédita para él, pero le da algunos consejos para no ahogarse, le indica algunos movimientos para avanzar y prevé el uso de una cuerda por si da un paso en falso (Meirieu, 2006: 25).

Desde esta perspectiva, la enseñanza constituye una necesidad en todos los grados, en todos los cursos y en todos los niveles de la escolarización.

El oficio de enseñar asocia el saber específico que está en juego en un proceso de transmisión cultural con la ayuda, el acompañamiento y el seguimiento que quienes están en situación de aprender necesitan en su encuentro con el saber. Para acceder a zonas desconocidas del mundo, de la cultura, se necesitan orientaciones, guías para obrar, para hacerse obra de uno mismo. Por eso, quienes enseñamos acudimos a métodos, estrategias, recursos: “Las tecnologías escolares son técnicas que, por un lado implican y comprometen a los jóvenes y, por otro, presentan el mundo, es decir, centran la atención en algo. Sólo de esta forma la escuela es capaz de generar interés y hacer que la ‘formación’ sea posible” (Simons y Masschelein, 2014: 62).

Las metodologías de enseñanza, las técnicas y los recursos que utilizamos para enseñar son fértiles, podemos decir, si despiertan la curiosidad (la sorpresa), si alientan a practicar y a estudiar; a moldearse, a configurarse, a formarse. En definitiva, sirven si convocan, sorprenden, generan entusiasmo e interés en el mundo que se abre, se expone y se presenta para que los chicos, las chicas y los jóvenes aprendan. Y también si conducen por ese mundo que se abrió, encauzando cuando se hayan tomado caminos erróneos, alentando para descubrir nuevas alternativas en la aventura de conocer, de pensar, de aprender. El buen maestro sabe que el tropiezo es condición para la investigación, para la búsqueda, para la formación.

Jackson identifica algunas intervenciones docentes como favorecedoras del aprendizaje. Se trata de una combinación entre el aliento constante al alumno para que avance, profundice, complejice su obra, y una corrección gradual o sutil ante los errores que pudieran cometerse, considerando que siempre una obra (sus productos) denota el esfuerzo por la producción de algo nuevo. En este sentido, quien produce algo y se reconoce como su productor se respeta y merece el reconocimiento ajeno. Ciertas maneras de comentar y preguntar constituyen los pequeños gestos de la gran finalidad de la escuela:

“Hazlo lo mejor que puedas”, “persevera”, “mira de cerca”, “inténtalo de nuevo”, “empieza”…
“Es una muy buena observación, pero ¿has considerado que…?”, “Estoy de acuerdo contigo, pero me pregunto…”, “¡Qué buena idea!, pero ¿dirías que…?”.
“¿A ver si he comprendido bien lo que dices?”, “Tiene mucho sentido lo que decías. Veamos ahora cómo podríamos mejorarlo”.

Educar para la libertad supone, para Meirieu (2016), ciertas intervenciones adultas que implican que las niñas, los niños y jóvenes sean escuchados sin ser necesariamente aprobados, ayudarlos a construir una ruta para revisar los procesos fallidos y fracasos, darles la posibilidad de elegir y acompañar la movilización de la voluntad, utilizar sanciones reparadoras que promuevan la reflexión, la enmienda y el respeto consigo mismo y con los demás.

Para sintetizar, en cuestiones de enseñanza, siempre será preferible:

• Abrir, habilitar, enriquecer, antes que limitar, acotar, cercenar, quitar.

• Interesar, convocar, invitar, seducir, antes que motivar.

• Mediar, desafiar, implicar, antes que ofrecer respuestas.

Repetir, practicar, recomenzar, antes que retirarse o no estar.

• Exponer, contar, comunicar, antes que explicar.

• Acompañar, seguir, guiar, ayudar, antes que desalentar.

3. ENSEÑANZAS

Si lo que pretendemos es enseñar para ayudar a que otros aprendan, se formen o hagan de sí la propia obra, (8) tenemos que saber que no existe un método o una técnica infalible. Serán decisivas nuestras maneras o formas de enseñar, nuestras enseñanzas, que tendremos que ir creando y recreando artesanalmente, según las particularidades de las situaciones que se vayan presentando, apoyados en los saberes específicos de las distintas disciplinas (incluida la pedagogía) y también en aquellos que derivan de la experiencia vivida por nosotros mismos y por otros. Serán esos saberes los referentes sólidos de una construcción permanente de maneras o formas de enseñar que combinarán metodologías, las cambiarán en su devenir o inventarán otras, haciéndole preguntas pedagógicas al saber disciplinar en cuestión, por ejemplo. Como en toda actividad artesanal, nos toparemos con dudas, dificultades, interrogantes o cosas mal resueltas; el desafío consiste en ir construyendo y descubriendo las maneras o las formas de llegar a otros, de convocarlos, de atraerlos, de implicarlos, de seducirlos, de contagiarlos, de interesarlos… y podríamos continuar.

Porque –insistimos– no hay una única manera de enseñar nada a nadie. Este rasgo particular de nuestro oficio se ve exacerbado en el presente y resultó evidente en el contexto de pandemia, con la alteración de las formas escolares habituales. Reconociendo, entonces, la importancia de lo que tenemos entre manos para ofrecer (sin por eso acartonarlo o solemnizarlo) haremos lo mejor que podamos en cada caso (empeñados en dar lo mejor de nosotros mismos), confiando en nuestras posibilidades como también en las de los sujetos que están en situación de aprender. Porque, insistimos, hay muchas maneras o formas de enseñar que hay que saber y poder crear/recrear/probar/experimentar (si es con otros colegas, mucho mejor) en grupos diversos y en situaciones concretas. Los fragmentos de enseñanzas seleccionados que dan forma a este diálogo colectivo así lo demuestran en lo que sigue.

– Una maestra novel habla de sus enseñanzas, recordando cómo le enseñaron a ella. Sin embargo, se le presentan algunas dificultades al tratar de que sus alumnos lean.

Formas de dar la clase quedaron en mí y ahora las replico. Por ejemplo, en la obra sobre Bernarda Alba, más allá de las preguntas sobre dónde transcurre, cuáles son los personajes, etc., ella proponía: ¿por qué Angustias dice esta frase? Me acuerdo de que en las evaluaciones la última pregunta era una reflexión final sobre el libro. A mis alumnos les pido una reflexión personal: ¿qué te pasó al leer el libro? Por supuesto analizamos temas del libro, personajes, conflictos, contexto y esa pregunta: ¿qué te pasó? Por supuesto que tengo el reclamo de: tengo que leer. A la mayoría no le gusta y estoy buscando cómo generar algo de eso (entrevista realizada el 3/3/2016).

Alguien se anima con algunos consejos

1. Leer en voz alta el tema de estudio con los alumnos.

2. Abrir en el aula un espacio para intercambiar opiniones sobre lo leído.

3. Retomar con los alumnos lo que ya saben sobre el tema.

4. Brindar a los alumnos muchas y variadas oportunidades de leer textos de distintos géneros.

5. Exponer las dudas que al docente le genere la interpretación.

6. Sugerir qué pueden hacer ante ciertas dificultades, como volver atrás, releer, preguntar.

7. Enseñar estrategias de las que disponen los lectores para registrar la información (marcar, tomar notas, hacer preguntas, resumir).

8. Ayudarlos a que se apropien de ciertas herramientas que les permitan gradualmente adquirir autonomía (distintas acepciones de un término, ambigüedades, dudas que genera la interpretación, etc.).

– La escritora y docente Liliana Bodoc tiene algo que decir al respecto y suma a estas formas diversas que estamos buscando, cuando trata de generar condiciones para que se encuentren el aprendizaje y la enseñanza.

Suele decirse que los chicos no leen, que no entienden lo que leen, entre varias cosas que dicen de ellos y que son bastante cuestionables. Pero lo interesante es que algunos docentes reconocen que a los alumnos les encanta que les lean. Es como una vuelta a la narración oral, un poco dejada de lado por la escritura, que a los chicos les fascina. Tal vez algunos no quieren leer un libro, pero sí quieren que se lo cuentes. […] Y cuando la voz esa es ni maravillosa ni bien modulada pero apasionada, cuando vos leés o les decís algo que a vos te conmueve, a los tipos se les cae la mandíbula al piso. Y los “complicados”, los más bravos, se callan la boca pero de verdad. ¿Viste ese silencio verdadero, respetuoso? Y no es por una, sino por el poeta que les está hablando (nota publicada en Radar, a propósito de su fallecimiento, 11/2/2018).

– La directora de cine Alessia Chiesa aporta argumentos para convocar a quienes aprenden con nuestras historias.

Creo que todos, incluidos los chicos, tenemos la capacidad de entender los mecanismos de la fabricación de un relato y, a la vez, una disposición total hacia el juego y la imaginación. La clave para que los chicos se enganchen es que les interese la historia. Lo primero que hice fue contársela como si se tratara de un cuento y así fui viendo hasta qué punto los movilizaba. Después conversábamos sobre lo que les contaba y charlábamos acerca de lo que podía significar. A partir de eso, empezaron a apropiarse de la historia y a jugar a interpretarla (entrevista publicada en Página/12, 9/2/19).

– La joven estudiante Manuela (personaje de la novela La elegancia del erizo) brinda su parecer desde la experiencia vivida en la escuela con dos profesores bastante diferentes.

A nuestra edad, por poco que se nos hable de algo con pasión y tocando las cuerdas adecuadas (las del amor, la rebelión, la sed de novedades, etc.), es muy fácil captar nuestro interés. Nuestro profesor de Historia, el señor Lermit, supo apasionarnos en sólo dos clases enseñándonos fotos de gente a la que se le había cortado una mano o los labios en aplicación de la ley coránica, porque habían robado o fumado. Era sobrecogedor, y todos escuchamos con atención, la clase siguiente, que ponía en guardia contra la locura de los hombres, y no específicamente contra el islam. Entonces, si la señora Magra se hubiera tomado la molestia de leernos con la entonación adecuada algunos textos de Racine, habría visto que el adolescente típico está maduro para abordar la tragedia amorosa (Barbery, 2014: 172).

¿Y si además de las historias apostamos a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), considerando sus potencialidades para la enseñanza y lo que significan para enseñar hoy? La experiencia reciente nos obligó a utilizar estas herramientas y seguramente fue mucho lo que pudimos descubrir, aprender y capitalizar para nuestras prácticas. El acceso al conocimiento, las posibilidades de disponerlo, estructurarlo y jerarquizarlo, así como de producirlo, libera a los jóvenes de la dependencia propia de la cultura letrada y los coloca como protagonistas de una formación que cada vez más adopta la fisonomía de una autoformación. ¿Cómo enseñar a sujetos formateados por las TIC, que ya no sólo brindan información, sino que la producen?

Los Pulgarcitos se liberan, nos recuerda Serres. Ya no les interesa oír al portavoz del saber, porque saben que ese saber está disponible rápidamente y en variados formatos en sus dispositivos: “Acostumbrada a conducir su cuerpo, no soportará durante mucho tiempo el asiento del pasajero pasivo […] ya no hay espectadores, el espacio del teatro se llena de actores y móviles” (Serres, 2016: 53). Si no sabemos ni podemos atender o entender a estos Pulgarcitos, el murmullo y el barullo serán constantes en las aulas y no solamente en aquellas a las que concurren los niños más pequeños, sino en todas, hasta en la universidad, nos alerta el autor.

Ya nadie necesita a los portavoces de antaño, agrega, salvo si uno (original y raro) inventa (Serres, 2016: 48). Para este autor, el único acto intelectual auténtico es la invención. Y –como veremos reiteradamente a lo largo de este libro– de eso se trata fundamentalmente enseñar hoy: crear, recrear, inventar, probar, experimentar. En este caso, también encontramos referentes para la invención que podrán surgir, por ejemplo, siguiendo a los jóvenes en sus consumos culturales, en los medios digitales, en los videojuegos: ¿qué y cómo aprenden? Las chicas y los chicos de hoy aprenden por asociación más que por comprensión. Las jerarquías resultan provisorias y coyunturales. La atención se fragmenta en recorridos individualizados. Imperan el movimiento, la rapidez, la superficialidad y la simultaneidad; las experiencias provienen del uso y devienen en posexperiencias (Baricco, 2019). Surgen nuevas formas de agrupamiento (redes) basadas en las afinidades. Los saberes se “traducen”, se dispersan y deslocalizan, sostienen los especialistas, y son estas transformaciones las que nos llevan a mirar las maneras en que organizamos la transmisión y que pensamos a los sujetos que están en las escuelas (Dussel, 2011). Serres nos propone algunas formas o maneras para tener en cuenta:

• Pasemos del concepto abstracto a los relatos, a los ejemplos, a las singularidades, a las cosas mismas.

• Otorguemos dignidad a los saberes de la descripción, de lo individual, a las modalidades de lo posible, lo contingente.

• Demos lugar a una nueva razón, por naturaleza laberíntica: el relato.

• Mezclemos la clasificación de las ciencias, ubiquemos el departamento de física junto con el de filosofía y arte; la química con la ecología; la matemática con la lingüística.

• Armemos un mosaico de piezas diversas donde se mezclen los leguajes, se desordenen las fronteras.

En la era digital, cambian los modos de producción, circulación y apropiación de los conocimientos. ¿Cómo aprovechamos las TIC para enseñar? ¿Cómo aprovechamos lo que estos dispositivos nos ofrecen y nos ofrecieron en la coyuntura actual para volver a pensar las maneras o formas de enseñar y el aprendizaje? ¿Qué les delegamos a los dispositivos, de aquí en adelante? ¿Qué es lo que la escuela no puede abandonar?

– La directora artística de la Bienalsur 2018 Diana Wechsler aventura una respuesta.

Se trata de ir descubriendo, inventando, otros modos de circulación y apropiación del saber, otras formas de valoración de lo que en un espacio (aula) se produce. Se intenta generar modos alternativos de producir sentidos, de instalar preguntas, donde las certezas entren en conflicto y abran paso a nuevos ensayos que inviten a cada actor social (estudiante/maestro) a reasumir la imaginación y con ella su capacidad creadora –en un sentido amplio– dando paso quizás a la emancipación del pensamiento para contribuir a abrir otras vías (entrevista en La Nación, 30/8/2018).

4. LA TRANSMISIÓN O EL DESTINO DE TODA ENSEÑANZA

Cuando la enseñanza y el aprendizaje se encuentran en un acto pedagógico, se produce la transmisión. Una especie de éxtasis que da sentido a nuestra profesión: en definitiva, enseñamos y hacemos todo lo posible para que nuestras enseñanzas (varias y variadas) lleguen a destino (a los alumnos, estudiantes, Pulgarcitos). La transmisión constituye el ideal para el profesor, su proyecto más íntimo, que no puede desdibujarse ante la dificultad, las dudas, los cuestionamientos o la mera burocratización, alerta Meirieu (2006) y desde esa postura sostiene que hay que entregarse a proyectos que susciten nuestro deseo de enseñar y la voluntad de aprender: “Sólo el amor con el que un profesor envuelve el saber es lo que hace que ese saber sea digno de interés para los alumnos” (Recalcati; 2017: 98). Sin embargo, está en los sujetos, destinatarios de nuestro accionar, la variable incontrolable, el límite nuestro: hacemos todo lo posible, pero sabiendo que no podremos manipular ni controlar del todo el suceso. Por eso el encuentro entre deseos y voluntades (de enseñar y aprender) tiene un componente casi mágico u oculto al que podremos aproximarnos, según Meirieu (2006), como resultado de una emoción literaria, cinematográfica o a partir de nuestra propia experiencia de vida: “Los enseñantes que no hemos olvidado, con los que tenemos una relación de deuda y gratitud, son los que nos enseñaron por encima de todo que no se puede saber sin amor por el saber” (Recalcati, 2017: 114).

Puede haber un programa, un reglamento o un plan previsto, “pero la enseñanza, el acontecimiento de la enseñanza, trastorna radicalmente ese plan y siempre lo pone patas para arriba” (Recalcati, 2017: 108). Y patas para arriba nos encontramos cuando tuvimos que enseñar en un escenario escolar del todo desconocido e inesperado, tal como el que resultó con la ausencia o alteración de la presencialidad provocada por la situación de pandemia. Pero aun así, siempre es probable que la transmisión acontezca. En todos los casos, incluso en los más previsibles, el proyecto de educar, de enseñar (el proyecto pedagógico) conserva cierto sentido de imprevisibilidad, en tanto implica a la libertad de los sujetos, al mismo tiempo que apuesta a su liberación:

El proyecto de toda pedagogía es ofrecer al sujeto las condiciones de la superación de la propia historia y del compromiso con su propia libertad. Nos muestra cómo en una situación pedagógica, un sujeto articula y desarticula su pasado con su proyecto hasta el momento en que puede asumir la responsabilidad de sus propios actos en un colectivo que de ese modo contribuye a construir (Meirieu, 2016: 171).

Porque no hay que olvidar que se trata de la transmisión y, por lo tanto, del encuentro de las nuevas generaciones con la cultura. Transmitimos porciones del saber, de la cultura. Repartimos signos para posibilitar que otros puedan moverse por el mundo, guías para obrar en lo sucesivo: “A esos conjuntos orientadores los llamamos conocimiento: conjunto de significados sociales, construidos por los hombres, cuya función principal es proporcionar medios de orientación” (Antelo, 2009: 24). El profesor trabaja entre objetos de saber que otros mayores han ido acumulando e individuos que deben asimilarlos o aprenderlos, lo cual significa la apropiación de esos saberes y su reutilización por su cuenta y en otra parte.

La transmisión constituye una necesidad, tanto para los sujetos que llegan desprovistos al mundo y necesitan de esas claves para orientarse, como para la sociedad que necesita de la transmisión para asegurar la continuidad en la sucesión de las generaciones. Para Hassoun (1996) es lo que permite que cada uno se inscriba socialmente y sitúe su recorrido individual en función de lo que le ha sido transmitido. Es la transmisión lo que proporciona las raíces de cara al porvenir. Sin esas raíces, sin esas claves o esas guías para obrar en lo sucesivo será imposible la supervivencia en la sociedad y en la cultura y, tal como lo hiciera Frankenstein (el monstruo fabricado), no se lo podríamos perdonar a nuestros antecesores. La venganza, en ese caso, es la de alguien que fue creado, fabricado a imagen y semejanza de lo humano y lanzado al mundo totalmente desprovisto, “des-educado”.

Como antecesores, como adultos, somos responsables por los nuevos, por los que nos siguen. En tanto portadores de una historia, de una cultura, somos sus depositarios y sus transmisores: sus pasadores. La transmisión del saber está siempre inscrita en una relación de filiación que supone una diferencia simbólica entre distintas posiciones (la antigua y la nueva generación). Sin embargo, la tendencia a fabricar repetidores de lo que pasamos o legamos tampoco es intrínseca a la transmisión: “Si enseñar significa literalmente dejar una huella, un rastro, una marca en el alumno, es porque se excluye que la transmisión puede reducirse a una clonación, es decir, a la reproducción pasiva y conformista de la palabra del maestro” (Recalcati, 2017: 119).

Somos distintos a los que nos precedieron, y los que nos sigan serán distintos a nosotros. Porque, en cada caso, lo que se nos ofrece como herencia será procesado clandestinamente, como un contrabando:

Una transmisión lograda ofrece a quien la recibe un espacio de libertad y una base que le permite crecimiento… Nos inscribe en una continuidad y nos asegura que no estamos confrontados a lo nuevo sin ningún nexo con lo que lo precede. Sólo a la luz de lo antiguo, podemos reconocer y afrontar la discontinuidad (Hassoun, 1996: 144-145).

Somos “contrabandistas de la memoria”, diría Hassoun, o “traficantes de verdades” (fácticas, sistemáticas, instrumentales, morales), para Jackson. “Nuestra responsabilidad (como adultos) es conservar, transmitir, rectificar y expandir la herencia de valores que hemos recibido de modo tal que quienes nos sucedan puedan recibirla más sólida y más segura, más ampliamente accesible y más generosamente compartida de lo que la recibimos nosotros” (Jackson, 2015: 73). Y no es sólo una herencia de valores; para el autor, se trata de una herencia valorada; es decir, aquello que una sociedad valora, trata con respeto y por eso transmite. Entonces, la educación, como proceso de transmisión cultural, merece ser tratada amorosamente. Es la emoción del amor, en cualquiera de sus formas, lo que atraviesa, da coherencia y mantiene unida una experiencia educacional en su conjunto: las personas, el material estudiado y la experiencia de transmitirlo, compartirlo. En síntesis: la educación es para Jackson un proceso facilitado de transmisión cultural que cada generación le debe a la siguiente, que consiste en transmitir algo que quienes están a cargo consideran valioso.

Educar es hacer sitio al que llega y ofrecerle los medios para ocupar el mundo.

Educar es ofrecer situaciones, dar seguridad para que quien aprenda se atreva a aprender. Es también inscribir contenidos de aprendizaje en problemas vivos que les den sentido.

Educar es nutrir y encaminar hacia…, elevar.

PHILIPPE MEIRIEU

1- La palabra “oficio” porta distintos significados, que remiten a “ocupación”, “cargo”, “profesión”, “función”, tal como se indica en el Diccionario de la lengua española de la RAE.

2- El profesor de la serie que lleva su nombre.

3- Stella (2008) fue dirigida por la directora francesa Sylvie Verheyde.

4- Entrevista a Philippe Meirieu en La Nación, 10-11-2013.

5- El profesor cuya experiencia relata Rancière en El maestro ignorante.

6- Una de las referencias al término “alumno”, frecuentemente utilizada. Sin embargo, los que saben afirman que el término de origen latino significa “alimentar”, en alusión a que originariamente quienes aprendían vivían con sus maestros y eran alimentados no sólo mediante el conocimiento, sino con comida.

7- Carlo Rovelli es un físico italiano cuya obra Siete breves lecciones de física está traducida al castellano (Barcelona, Anagrama, 2017).

8- El educador, según Meirieu (2016: 67), ayuda al niño o adolescente a atribuirse progresivamente la responsabilidad de sus propias palabras, de sus propias conductas y hasta de sus decisiones fundamentales.