I
REDESCUBRIR EL MUNDO CORPÓREO
Las dificultades y, de hecho, perplejidades que nos asaltan solo con intentar extraer algún sentido filosófico de los hallazgos de la teoría cuántica no se producen únicamente por la complejidad y sutileza del mundo microscópico, sino ante todo a causa de la adhesión a ciertos supuestos metafísicos erróneos que llevan dominando intelectualmente desde la época de René Descartes.
¿Cuáles son esos supuestos? Para empezar, está la concepción cartesiana del mundo externo constituido exclusivamente por las llamadas res extensae o «entidades extendidas», que se asume que están desprovistas de todo atributo cualitativo o «secundario» como, por ejemplo, el color. Todo lo demás se relega, de acuerdo con esta filosofía, a las llamadas res cogitantes o «entidades pensantes», cuyo acto constitutivo, por así decirlo, no es la extensión sino el pensamiento. Así, de acuerdo con Descartes, cualquier cosa en el universo que no sea una res extensa es, por lo tanto, «un objeto de pensamiento», o como diríamos en otras palabras, una cosa que no existe fuera de una res cogitans particular o mente.
Se admite que la dicotomía tiene su utilidad; pues, de hecho, al relegar los llamados atributos secundarios al segundo de los compartimentos cartesianos, de un plumazo se logra simplificar el primero incalculablemente. Lo que queda, en efecto, es precisamente la clase de «mundo externo» que la física matemática podría en principio comprender «sin residuo». No obstante, hay un precio que pagar: pues una vez que se divide lo real en dos, por lo visto nadie sabe cómo volver a reunir las piezas. Concretamente, ¿cómo puede la res cogitans conocer la res extensa? Mediante la percepción, ciertamente; pero entonces, ¿qué es lo que percibimos? Pues bien, antes de Descartes solía pensarse —por parte de filósofos y también no filósofos— que, por ejemplo, en el acto de la percepción visual de hecho «miramos al mundo externo». Descartes declaró que no es así; y con buena razón, siempre que se haya aceptado la dicotomía cartesiana. Pues si lo que realmente percibo es un objeto rojo, digamos, entonces ipso facto ha de pertenecer a la res cogitans, por la simple razón de que la res extensa no tiene color en absoluto. Así, prosiguiendo desde sus premisas iniciales, no fue por elección, sino por necesidad lógica, que Descartes fue llevado a postular lo que desde entonces se conoce como «bifurcación»: a saber, la tesis de que el objeto perceptual pertenece exclusivamente a la res cogitans, o dicho de otra manera, que lo que realmente percibimos es privado y subjetivo. En total oposición a la creencia corriente, el cartesianismo insiste en que no «miramos al mundo externo»; de acuerdo con esta filosofía, en realidad estamos confinados, cada uno en su propio mundo privado, y lo que normalmente tomamos como si fuera parte del universo externo no es, en verdad, más que una ilusión, un objeto mental —como un sueño— cuya existencia no se extiende más allá del acto perceptual.
Pero esta posición es, como mínimo, precaria; pues si el acto de percepción no sortea en efecto la separación entre los mundos externos interior y exterior —entre res cogitans y res extensa— ¿cómo entonces se cubre la separación? En otras palabras, ¿cómo es posible conocer cosas externas, o incluso saber que existe un mundo externo en primer lugar? Como se recordará, el propio Descartes tuvo gran dificultad para superar sus famosas dudas, y no pudo hacerlo más que mediante un tortuoso argumento que hoy pocos encontrarían convincente. ¿No es extraño que tenaces científicos hayan estado tan dispuestos, y durante tan largo tiempo, a abrazar una doctrina racionalista que cuestiona la misma posibilidad del conocimiento empírico?
Pero entonces, si se ignora este impasse epistemológico —o si se finge haberlo resuelto— se puede sacar partido del aparente beneficio que confiere el cartesianismo: pues, como ya he señalado, la simplificación del mundo externo que resulta de la bifurcación hace que se pueda pensar en una física matemática de alcance ilimitado. Pero, en cualquier caso, la pregunta no es si la bifurcación es ventajosa en algún sentido, sino simplemente si es cierta y realmente sostenible. Y este es el problema que es preciso resolver en primer lugar; todas las demás cuestiones pertinentes a la interpretación de la física son obviamente consecuentes con esto y, por lo tanto, han de aguardar su turno.
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Antes de la ciencia, antes de la filosofía, antes de cualquier indagación racional, el mundo existe y se conoce en parte. No existe ni deja de hacerlo necesariamente en el sentido específico en que ciertos científicos o filósofos han imaginado, sino precisamente como algo que puede y ocasionalmente debe presentarse a nuestra inspección. Ha de presentarse así, además, por una especie de necesidad lógica, pues a la misma concepción de un mundo le corresponde ser parcialmente conocido, al igual que en la naturaleza de un círculo está encerrar alguna región del plano. Por decirlo de otra manera: si el mundo no se conociera en parte, ipso facto dejaría de ser el mundo —«nuestro» mundo, en cualquier caso—. Así, en cierto sentido —que, sin embargo, ¡fácilmente puede malinterpretarse!— el mundo existe «para nosotros»; está ahí «para nuestra inspección», como he dicho.
Sin duda esa inspección se hace con nuestros sentidos, a través de nuestra percepción; solo que ha de comprenderse desde el comienzo que la percepción no es pura y simple sensación, es decir: percibir no es la mera recepción pasiva de imágenes ni es un acto al margen de la inteligencia humana. Pero independientemente de cómo se consume el acto, sigue el hecho de que percibimos las cosas que nos rodean; si las circunstancias lo permiten, las podemos ver, tocar, oír, saborear y oler, como bien sabe todo el mundo.
Por lo tanto, es fútil y perfectamente vano hablar del mundo como algo en principio no percibido e imperceptible; y además, es una ofensa contra el lenguaje —tanto como decir que el océano está seco o que un bosque está vacío. Pues el mundo manifiestamente se concibe como el lugar de las cosas perceptibles; consiste en cosas que, aunque puedan no percibirse realmente ahora mismo, sin embargo, en las condiciones adecuadas se podrían percibir: eso es lo decisivo de la cuestión. Por ejemplo, ahora percibo mi escritorio (con los sentidos de la vista y el tacto), y cuando abandone mi estudio, ya no lo percibiré más, pero la cuestión, claro está, es que cuando vuelva podré percibirlo de nuevo. Como acertadamente observó el obispo Berkeley, decir que un objeto corpóreo existe no implica que esté siendo percibido, sino que cabe percibirlo en las circunstancias apropiadas.
Esta verdad vital y a menudo olvidada subyace en su justamente famosa máxima «esse est percipi» («ser es ser percibido»), pese a que una afirmación tan elíptica se puede de hecho interpretar en el sentido de un idealismo espurio. Este peligro —del cual fue víctima el obispo irlandés7— surge, además, principalmente de la circunstancia de que el percipi de la fórmula de Berkeley fácilmente se puede malinterpretar. Como ya he señalado, la percepción se puede malinterpretar, como si no fuera más que sensación; y así es como la tomaron la mayoría de filósofos, desde los tiempos de John Locke hasta el siglo veinte, cuando las principales escuelas escudriñaron y descartaron esa perspectiva tosca e insuficiente.
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Dado que percibimos el objeto externo, naturalmente ha de admitirse que solo podemos percibirlo en parte, y que el grueso de la entidad, por decirlo así, queda forzosamente oculto a nuestra vista. Así, en el caso principal, que evidentemente es el de la percepción visual, normalmente lo visible es la superficie externa, mientras que el interior permanece sin percibirse. Ahora bien, puede parecer a algunos que, a fin de percibir un objeto, habría que percibirlo en su totalidad —lo que implicaría que nunca podríamos percibir nada en absoluto—. Pero entonces, la circunstancia de que percibamos solo en parte ¿no aboga en realidad —no contra el supuesto de que percibamos objetos externos—, sino precisamente contra la perspectiva «todo o nada» de la percepción?
El hecho es que corresponde a la misma naturaleza del objeto estar manifestado solo en parte, tal como es propio de un círculo, digamos, excluir una porción indefinida del plano. Hay un simple y obvio «principio de indeterminación», en vigor dentro de nuestro conocido mundo corpóreo, que afirma que ni el mundo externo en general ni el menor de los objetos en él pueden conocerse o percibirse «sin residuo». Así, no es que no se puedan conocer, además, simple o unilateralmente por cierta incapacidad del observador humano, sino por la propia naturaleza de las mismas entidades corpóreas. Claro está que siempre es posible percibir más y extender nuestro conocimiento perceptual, tal como se puede agrandar un círculo; lo que no es posible, de otra parte, es «agotar» el objeto mediante la percepción —agrandando el círculo hasta que deje de excluir algún «remanente infinito» del plano—. Pues hay que señalar que un objeto corpóreo «completamente percibido» dejaría de ser un objeto corpóreo, igual que un círculo «sin exterior» dejaría de ser un círculo.
Dicho sencillamente: si pudiéramos «mirar al mundo» con el ojo de Dios, el mundo como tal directamente dejaría de existir —tal como las imágenes en una pantalla de cine desaparecen al encenderse una luz lo bastante brillante—.
Es cierto que no hay que enfatizar demasiado la metáfora cinematográfica, pues si Dios «ve» el mundo corporal, tal «percepción» obviamente no aniquila los contenidos del mundo. Pero incluso aunque permanezcan las entidades corpóreas, no son lo que vería un observador omnisciente, siendo lo importante, de nuevo, que un objeto corpóreo «totalmente conocido» ipso facto dejaría de ser un objeto corpóreo. Hemos de recordar que estas entidades, digamos que por definición existen «para nosotros» como cosas a explorar mediante la percepción.
El hecho es que «nosotros» de algún modo estamos presentes en la escena —en este ejemplo, no como objetos, sino precisamente como sujetos—. Y aunque tal presencia subjetiva efectivamente se puede olvidar o ignorar, no puede exorcizarse —lo cual es decir que, si se inspecciona con más rigor, está obligada a aparecer en la misma naturaleza del propio objeto—. De diversas maneras el objeto muestra necesariamente las marcas de la relatividad, de estar orientado, por así decirlo, hacia el observador humano.
Una de esas «marcas» que acabamos de considerar es que es propio del objeto ser percibido solo en parte. No obstante, además de que lo percibimos solo parcialmente, también es evidente que lo que percibimos es inevitablemente «contextual». Y esto también constituye una característica inalienable del mismo objeto. En otras palabras, los atributos de los objetos corpóreos son, sin excepción, en cierto sentido contextuales.
Examinémoslo. La figura percibida de un cuerpo, por ejemplo, depende de nuestra posición relativa al objeto, tal como el color percibido depende de la luz en la que se ve. Pero mientras que la contextualidad de la silueta generalmente se acepta sin objeciones, está la inclinación de afirmar que el color, en tanto que «atributo contextual», ha de ser por tanto también un «atributo secundario» en el sentido cartesiano. Pero ¿por qué? ¿Qué impide realmente a un atributo contextual ser objetivamente real? La respuesta es que nada lo impide, mientras tengamos una noción realista de la objetividad.
En lo concerniente a la contextualidad de la figura, es evidente que las siluetas bidimensionales percibidas se pueden comprender como proyecciones planas de una «silueta» o «forma» invariante tridimensional; y, con todo, tal forma tridimensional —y de hecho todos los llamados atributos primarios, por «invariantes» que sean—, son forzosamente contextuales en un sentido más fundamental. Después de todo, un atributo no es ni más ni menos que una característica observable de interacción. La masa, por ejemplo, es una característica observable de interacciones gravitacionales e inerciales; así, decimos que un cuerpo tiene tantos gramos de masa si, al colocarlo en una balanza, observamos una correspondiente desviación o lectura del señalizador.
En el caso de atributos cualitativos el principio es el mismo; el color, por ejemplo, también es «una característica observable de interacción» —pues, como sabemos, el color de un objeto se percibe cuando interactúa con un rayo de luz, reflejándolo—. Está claro que hay una enorme diferencia entre atributos cualitativos y cuantitativos —en efecto, una diferencia «categórica»8; el rojo, por ejemplo, a diferencia de la masa, no es algo que se deduce de las lecturas de un señalizador sino, más bien, algo que se percibe directamente—. No se puede cuantificar, por tanto, ni meter en una fórmula matemática, y en consecuencia no cabe concebirlo como invariante matemático. Y, aun así, el rojo también es una clase de invariante; pues, de hecho, si un observador capaz mira un objeto rojo, se mostrará rojo ¡todas las veces!
Pero no solo ambos tipos de atributos son incorregiblemente contextuales, sino que los dos son igualmente objetivos: el color no menos que la masa. Ser objetivo, después de todo, es pertenecer al objeto; pero ¿qué es un objeto corpóreo, sino una cosa que manifiesta atributos —claro está, tanto cuantitativos como cualitativos— dependiendo de las condiciones en las que se sitúa? El objeto, por tanto, lejos de ser una res extensa cartesiana o una Ding an sich kantiana, se concibe o define efectivamente en términos de sus atributos. Para ser precisos, el objeto concreto está idealmente especificado en términos de la gama completa de sus atributos; y mientras que cada uno de estos atributos en principio es observable, está en la naturaleza de las cosas que la mayor parte permanezca por siempre sin observarse.
Lo que hemos de comprender por encima de todo es que nada en el mundo «simplemente existe», sino que existir es precisamente interactuar con otras cosas —lo que finalmente incluye observadores—. El mundo, por tanto, no ha de concebirse como una mera yuxtaposición de numerosas entidades individuales o autoexistentes —ya sean res extensae, «átomos», o lo que se quiera—, sino que se ha de ver como una unidad orgánica, en la que cada elemento existe en relación con los demás y así pues en relación con la totalidad, que incluye también necesariamente un polo consciente o subjetivo. Además, este descubrimiento fundamental, que muchos en nuestros días asocian a los recientes hallazgos en el dominio de la física cuántica —o ya que estamos, al misticismo oriental—, se puede hacer fácilmente «a simple vista», por así decirlo, pues pertenece tanto al mundo corpóreo percibido con los sentidos como al recientemente descubierto dominio cuántico; lo que sucede es que durante varios siglos se nos ha impedido ver el primero sin los prejuicios y distorsiones producidos por los prejuicios de tipo cartesiano.
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Se puede objetar que los atributos cuantitativos, como la masa, aunque sean contextuales, sin embargo, pueden concebirse como existentes en el mundo externo, mientras que no sucede así, supuestamente, cuando se trata de una «cualidad perceptual» como lo rojo. Por consiguiente, parecería que un «universo puramente objetivo» —un universo, digamos, en el que no hubiera ningún observador— se puede de hecho concebir, pero solo a condición de que no contenga «atributos secundarios» (como el rojo).
Examinemos esta línea de pensamiento. Para comenzar, no cabe más que estar de acuerdo con que la idea de una cualidad, como el rojo, hace referencia a la percepción, lo cual es lo mismo que decir que el rojo es ineluctablemente algo que se percibe. Pero esto de ningún modo implica que algo no pueda ser rojo a menos que realmente se perciba; pues obviamente hablamos de cosas no percibidas como rojas, significando por tanto que aparecerían rojas si se las percibiera (siempre, claro está, a condición de que se vean con la luz apropiada y por un observador con un cuerpo sano). La afirmación de que un objeto dado es rojo es, pues, condicional, y precisamente es en virtud de esta condicionalidad que su verdad es independiente de si el objeto se percibe de hecho o no. Por consiguiente, cabe dar por sentado que una manzana Jonathan madura, por ejemplo, es roja aunque no haya nadie en el huerto para percibirla; y si súbitamente desapareciera la vida inteligente sobre la tierra, no habría razón para dudar de que la manzana Jonathan seguiría siendo roja.
Así pues, hay un sentido en el que puede decirse que existiría un universo repleto de atributos cualitativos «en ausencia de observadores humanos»; la verdadera pregunta, por tanto, es si cabría afirmar más que esto sobre un universo imaginado del que se han borrado todas las cualidades. Ahora bien, por supuesto hay que admitir que atributos cuantitativos, como la masa, por ejemplo, se refieren menos directamente a la percepción —ya sea visual, táctil o cualquier otra— que el color; y esta es la razón, presumiblemente, por la que puede ser más fácil pensar en los primeros como «atributos primarios» en el clásico sentido cartesiano. Pero no hay que olvidar que los atributos cuantitativos de los que se ocupa la física están después de todo definidos empíricamente, es decir, que su definición entraña una referencia necesaria a la percepción sensorial, por indirecta o lejana que pueda ser. Es cierto que la masa de un cuerpo no se percibe directamente (aunque el sentido cenestésico en algunos casos pueda darnos una aproximación), y que a este respecto la masa difiere del color; pero también hay que señalar que la medición u «observación» de la masa tiene lugar necesariamente mediante actos perceptuales. Por tanto, decir que un cuerpo tiene tal y cual masa es lo mismo que decir que una medición de su masa dará el valor en cuestión, lo que nuevamente significa que, si llevamos a cabo cierta operación, entonces le seguirá una percepción sensorial (por ejemplo, percibiremos este o aquel número en una balanza). Por tanto, el caso de la masa y de los demás supuestos atributos primarios no es tan diferente del color como podrían creer los cartesianos; pues en ambos ejemplos la declaración del atributo (tal masa, o tal y cual color) constituye una afirmación condicional que posee exactamente la misma forma lógica. Por tanto, una masa, no menos que un color, es en cierto sentido un potencial a actualizar mediante un acto inteligente que implica la percepción sensorial. Pero como potencialidad, ambos existen en el mundo externo, lo cual es decir que cada uno existe, a la vista de que los dos son potencialidades. Eso es todo lo que podemos preguntarnos lógicamente o esperar razonablemente de un atributo: pedir más sería como esperar que estuviera en acto y que al mismo tiempo no lo estuviera.
Por lo tanto, en lo concerniente a la objetividad e independencia del observador, el caso de la masa y el del color se mantienen igualmente bien; ambos atributos son de hecho objetivos e independientes del observador en el sentido más fuerte concebible. Lo que ocurre es que, en el caso de la masa y otros atributos «científicos», la complejidad de la definición hace más sencillo —psicológicamente, cabría decirse— esperar lo imposible: dicho de otra manera, olvidar que el mundo está ahí «para nosotros», como un campo a explorar con el ejercicio de nuestros sentidos.
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Puede ser instructivo reflexionar sobre el hecho de que existan percepciones «ilusorias»: Por ejemplo, cuando vemos una película o programa televisivo, percibimos —o parece que percibimos— objetos que no están realmente presentes; no hay montañas ni ríos en el espacio del cine, no hay gente disparándose en nuestra sala de estar, y aun así percibimos tales cosas como si fueran reales. De por sí, ¿no se presta esto a la postura bifurcacionista? ¿No muestra que lo que percibimos es de hecho subjetivo, un mero espejismo de alguna manera situado en el cerebro o mente del perceptor?
Ahora bien, ciertamente demuestra que lo que percibimos puede ser subjetivo, es decir, que existen «ilusiones ópticas» o percepciones falsas. Pero ¿demuestra eso que toda percepción es ilusoria o falsa? Es obvio que no. Pues en efecto, el mismo hecho de que hablemos de una ilusión óptica, o de una percepción falsa, indica que han de existir también aquellas que no son ni ilusorias ni falsas.
Entonces ¿cuál es la diferencia entre ambos casos? Claramente la diferencia es que una percepción verdadera o auténtica cumple «criterios de realidad» apropiados. Si percibo un río, la cuestión es: ¿puedo saltar dentro de él? Y si percibo un caballo, entonces es: ¿puedo subirme a su lomo? Así, con cada supuesta percepción de una entidad corpórea hay un síndrome asociado de «expectativas funcionales» que, en principio, pueden ponerse a prueba; y si (en caso de duda) se comprueba y verifica algún subconjunto razonable de ellas, concluimos que la cosa en cuestión en efecto es lo que hemos percibido: si puedo montarlo, atarlo a un vagón y darle de comer heno, entonces es un caballo. De manera que, claro está, mi percepción inicial del caballo no era ilusoria, sino auténtica. Tales son los criterios de realidad en base a los cuales distinguimos entre percepciones verdaderas y falsas —y no dejemos de señalar que la validación de una percepción dada se lleva a cabo necesariamente mediante otras percepciones, por circular que este procedimiento pueda parecer a los teóricos—.
De otra parte, cuando el bifurcacionista nos dice que las percepciones son «ilusorias» (o «subjetivas»), no quiere decir que sean ilusorias o falsas en el sentido normal. Para el filósofo cartesiano mis percepciones del escritorio en el que escribo son exactamente tan «ilusorias» como la percepción de montañas y ríos en un cine, pues se supone que ambas son espejismos privados. Está claro que el cartesiano también distingue entre percepciones verdaderas o falsas en el sentido habitual; lo hace suponiendo que en el caso de una percepción verdadera existe un objeto externo que corresponde a lo perceptual en ciertos aspectos específicos. De acuerdo con esta filosofía, en efecto hay dos escritorios: el «mental» que percibo, y el externo que no percibo. Y ambos son bien diferentes: el primero, por ejemplo, es marrón y carece de extensión en el espacio, mientras que el segundo tiene extensión, pero no es marrón. Mas pese a estas diferencias ambos son supuestamente similares en ciertos aspectos: si el escritorio que percibo parece tener una tapa rectangular, el escritorio externo también la tiene, etcétera. Pero todas estas afirmaciones cartesianas son, claro está, conjeturales, es decir, que en principio es imposible comprobar si cualquiera de ellas es verdadera. Más concretamente, si el dogma de la bifurcación fuese cierto, entonces la correspondiente teoría de la percepción de «dos objetos» ipso facto dejaría de ser verificable, por la evidente razón de que no habría jamás modo alguno de averiguar si el objeto externo existe, por no decir siquiera que sea geométricamente similar al percibido. Todo lo que podemos observar es siempre un objeto, y la estipulación de que hay dos es perfectamente gratuita. La teoría de la percepción de «dos objetos», no menos que el supuesto bifurcacionista en el que descansa, constituye así una premisa metafísica que no puede verificarse ni refutarse por medio empírico o científico alguno.
Nuestra pregunta era si el hecho de que haya percepciones «ilusorias» en sentido ordinario presta apoyo a la postura bifurcacionista; y ahora ha quedado claro que, en efecto, resulta que no. El hecho de que haya ilusiones ópticas o percepciones alucinógenas en nada muestra que, en el caso de percepciones ordinarias, existan realmente dos objetos, tal como considera la filosofía cartesiana. En efecto, parece que es al revés: pues si las ilusiones ópticas o las alucinaciones se caracterizan por el fallo del acto perceptual, entonces esto implica que, en el caso de las percepciones normales, no falla; lo que presumiblemente significa que lo que percibimos, entonces, son precisamente los objetos externos.
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Surge la pregunta de por qué el pensamiento occidental ha tenido que estar dominado durante tanto tiempo por la filosofía cartesiana, una doctrina especulativa que contradice nuestras intuiciones más básicas y para la que, en principio, no puede haber ninguna evidencia corroboradora. Y ¿por qué debería el científico, de entre todas las personas, abrazar esta enseñanza quimérica que, en efecto, hace que no se pueda conocer el mundo por medios empíricos? Cabría pensar que él despreciaría la especulación cartesiana como el más vano de los sueños y que, de entre todas las fantasías metafísicas, la tendría como la más contraria a su propósito. Y aun así, a partir del siglo diecisiete, como sabemos, el cartesianismo y la física han estado estrechamente unidos, tanto que a un observador superficial podría parecerle que el dogma de la bifurcación constituye de hecho una premisa científica, apoyada por el enorme peso de los descubrimientos físicos. Después de todo, fue el propio gran Newton quien ató el nudo de esta curiosa pareja, y lo hizo tan bien que, hasta hoy, semejante unión ha resultado virtualmente insoluble.9
Pero ni la premisa cartesiana ni su asociación con la física eran de hecho algo completamente nuevo bajo el sol, pues al parecer el primer bifurcacionista declarado en la historia del pensamiento humano no fue otro que Demócrito de Abdera, el reconocido padre del atomismo. «Según la creencia vulgar», declaró Demócrito, «existe el color, lo dulce y lo amargo; pero en realidad solo hay átomos y vacío».10 Además hay una conexión necesaria entre las dos mitades de la doctrina, siendo cuestión de que quien desee explicar el mundo en términos de «átomos y vacío» ha de negar en primer lugar la realidad objetiva de las cualidades percibidas por los sentidos. Pues, como observó Descartes con admirable claridad:
Podemos concebir fácilmente cómo el movimiento de un cuerpo puede estar producido por el de otro, y diversificado por el tamaño, figura y situación de sus partes, pero somos totalmente incapaces de concebir cómo estas mismas cosas [tamaño, figura y movimiento] pueden producir algo más de una naturaleza enteramente diferente de ellas mismas como, por ejemplo, esas formas substanciales y cualidades reales que muchos filósofos suponen que están en los cuerpos.11
Y permítaseme añadir que aunque Descartes no asumió un modelo atomista de la realidad externa, la diferencia es bien insignificante en cuanto a aquello de lo que se trata; pues ya se piense en términos de res extensae continuas o en términos de átomos democriteanos, el pasaje citado basta en cualquier caso para explicar por qué una física totalista —una física que busca comprender el universo «sin residuo»— está obligada a aceptar la bifurcación, casi se podría decir como «mal necesario».
Sin embargo, debe admitirse que los beneficios de la bifurcación son más aparentes que reales; pues, de hecho, el cartesiano está finalmente obligado a admitir aquello mismo que «somos totalmente incapaces de concebir». Está forzado a admitirlo cuando se trata del proceso de la percepción, en el que las cualidades que se perciben sensorialmente —ya sean privadas o «ilusorias»— por lo visto se originan (siguiendo sus propios supuestos) por «partículas en movimiento». Guste o no, se está obligado a explicar cómo «estas mismas cosas pueden producir algo más de una naturaleza enteramente diferente de ellas mismas», y necesariamente ha de admitirse al final que «somos totalmente incapaces de concebir» cómo tal cosa es posible. Por lo tanto, del postulado de bifurcación no resulta ninguna verdadera ventaja filosófica, lo que equivale a decir que las afirmaciones totalistas de la física han de abandonarse en cualquier caso. En resumen, no se puede entender o explicar todo sin excepción en términos exclusivamente cuantitativos.
Volviendo a Demócrito, quiero señalar que su posición fue vigorosamente combatida por Platón y después las principales escuelas filosóficas la rechazaron justo hasta la llegada de los tiempos modernos; lo que significa que ambas premisas parejas de atomismo y bifurcación pueden de hecho clasificarse como «heterodoxas». Pero, como también se sabe, las viejas herejías no mueren, sino que solo aguardan su momento y, con el regreso de condiciones favorables para su aceptación, invariablemente se redescubren y reafirman con entusiasmo. En el caso de Demócrito encontramos que su doctrina se restauró en el siglo diecisiete, tras un periodo de unos dos mil años; y es interesante advertir que ambas mitades de la teoría retornaron aproximadamente en la misma época. Galileo —quien diferenció entre los supuestos atributos primarios y secundarios y se inclinó hacia el atomismo— quizá fue el primer portavoz de tal reactivación. Y mientras que Descartes propuso la bifurcación, pero más que nada pensando en términos de materia continua, tenemos que Newton se entregó libremente a especulaciones químicas de tipo atomista. Solo que en aquellos primeros días los físicos carecían de los medios para cuantificar sus especulaciones atomistas y ponerlas a prueba; no fue hasta el final del siglo diecinueve, en efecto, que los «átomos» comenzaron a entrar en el campo experimental. Pero durante todo el trayecto, la concepción atomista de la materia estuvo desempeñando un papel heurístico decisivo; como señaló Heisenberg, «La más fuerte influencia en la física y la química de los siglos recientes sin duda la ha ejercido el atomismo de Demócrito».12
Sin embargo, durante el siglo veinte el panorama comenzó a cambiar. En primer lugar, varios filósofos poderosos e influyentes entraron finalmente en escena —Husserl, Whitehead y Nicolai Hartmann, por ejemplo— para desafiar y refutar las premisas cartesianas; y mientras tanto, otros tipos de filosofías se pusieron de moda, como el pragmatismo, el neopositivismo y el existencialismo, que no descalificaron el axioma bifurcacionista sino que lo pasaron por alto. Por tanto, ya sea por refutación o por negligencia, en cualquier caso puede decirse que el cartesianismo ha sido abandonado por las principales escuelas filosóficas.
De otra parte, en el mundo científico la doctrina que se ha visto atacada es la atomista de Demócrito, mientras que la premisa bifurcacionista ha permanecido prácticamente sin cuestionarse. E incluso cuando se trata de atomismo —que está lisa y llanamente en conflicto con los últimos hallazgos de la física de partículas— resulta que no pocos físicos eminentes han permanecido tácitamente democriteanos en su Weltanschauung; precisamente por esto Heisenberg lamentó que «Hoy, en la física de las partículas elementales, la buena física está siendo socavada inconscientemente por la mala filosofía».13 Pero son pocos los que se dan cuenta de que ambas mitades de esta «mala filosofía» todavía siguen con nosotros y deben abandonarse si queremos obtener sentido filosófico de la física contemporánea.
Mientras tanto, lo que plantea el mayor problema es el bifurcacionismo. En primer lugar, la bifurcación es mucho más fundamental, y en consecuencia mucho más difícil de comprender; pero lo más importante es que se trata de la premisa en la que se basa la concepción totalista de la física. Los físicos pueden arreglárselas bien sin el atomismo, pero en general aborrecen renunciar a sus afirmaciones totalistas, por lo que les guste o no, están comprometidos con la hipótesis cartesiana.14
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Si el acto de percepción nos pone en contacto con el mundo externo —tal como sostengo— naturalmente sigue quedando la pregunta de cómo se produce tal prodigio. En el caso de la percepción visual (a la que podemos ceñir nuestra consideración) sin duda existe la imagen perceptual de un objeto externo; y aun así lo que realmente percibimos no es la imagen como tal, sino precisamente el objeto. «Vemos» la imagen, por así decirlo, pero percibimos el objeto; pues en cierto sentido percibimos más de lo que vemos, más de lo que se nos presenta o recibimos pasivamente. Y así, la percepción no es pura y simplemente sensación, sino sensación catalizadora de un acto inteligente.15
No obstante, debería señalarse que el acto perceptual no es racional ni discursivo: la percepción de un objeto no conlleva ningún razonamiento en absoluto. Además, si el acto perceptual fuese discursivo, sería cuestión de interpretar la imagen como si representara un objeto externo; y esto implicaría, primero, que el objeto sería conjetural —un concepto, en lugar de un percepto— y, segundo, que la imagen, por su parte, se vería como imagen, lo cual no es. La cuestión es que en el acto perceptual se ve la imagen, no como imagen, sino como parte o aspecto del objeto; en otras palabras, se ve como algo que pertenece al objeto, igual que el rostro de un hombre pertenece al hombre. Así, la imagen pasa a ser algo más que una imagen, si cabe decirlo así: se percibe como una superficie, un rostro, un aspecto o cosa que inmediatamente trasciende la imagen como tal.
Ahora bien, esta decisiva transición —de imagen a aspecto— es algo que la razón o el razonamiento no pueden efectuar ni de hecho comprender —lo que puede dar buena cuenta del hecho de que los filósofos hayan tenido tanta dificultad al vérselas con el problema de la percepción—. Como, por norma, hemos olvidado que hay una inteligencia que es intuitiva, directa e instantánea en su operación, una inteligencia que no necesita el pensamiento dialéctico ni discursivo, sino que va directa a la diana como una flecha; y mucho menos nos damos cuenta de que esta elevada y olvidada facultad —que los antiguos denominaban «intelecto»— está en funcionamiento y de hecho desempeña el papel esencial en el acto de la percepción sensorial. Para el pensamiento discursivo, la imagen y el objeto deben permanecer por siempre separados —escindidos en dos, podría decirse— pues la misma naturaleza de la facultad racional es analizar, despedazar. Así, en ausencia del intelecto —o, en otras palabras, si solo tuviéramos la capacidad de recibir imágenes pasivamente junto con la facultad de razonar—, la auténtica percepción sería imposible, lo que es decir que el mundo externo pasaría a ser para nosotros una mera concepción o una hipótesis especulativa. Como afirmaría Descartes, nunca podríamos verlo, tocarlo ni escuchar su sonido.
El objeto percibido se une al perceptor en el acto de percibir por la fuerza del intelecto —asumiendo, claro está, que se trate de una percepción auténtica o válida; pues como antes señalé, el acto perceptual puede en efecto confundir, como sucede, por ejemplo, en el caso de una ilusión óptica o una percepción alucinógena—. Para decirlo como lo harían los antiguos, el acto perceptual puede confundir porque no es puramente intelectivo, sino que solamente «participa» del intelecto; pero estas son cuestiones que no nos conciernen ahora especialmente. Por ahora basta con tomar nota del hecho de que hay un modo de inteligencia no discursiva por el que se efectúa la transición desde la imagen perceptual hasta el objeto percibido, y que la razón o el pensamiento discursivo simplemente no está a la altura de la tarea. Pero evidentemente esto para nada implica que haya algo irracional en el acto perceptual o, mejor dicho, en la constatación filosófica de que realmente miramos al mundo externo.
Enlazando con lo que se acaba de decir sobre el tema de la inteligencia humana, puede no estar fuera de lugar observar que la reducción del intelecto a la razón —la falacia del racionalismo— bien puede constituir la primera ofensa, no solo de René Descartes y sus seguidores más o menos inmediatos, sino quizá de la filosofía moderna en general. Pues incluso las escuelas contrarias al racionalismo, como el pragmatismo y el existencialismo, parecen presuponer la misma reducción, la misma negación racionalista del intelecto. Sea como fuere, una vez se efectúa esta asunción filosóficamente fatal, nos vemos atrapados en una dicotomía imposible de sortear en modo alguno. El mundo externo de la materia y el interno de la mente, por decirlo así, aparentemente pierden entonces su conexión; y esto significa, claro está, que el universo y nuestra posición en él han pasado a ser de facto ininteligibles. La naturaleza de la razón es analizar, al parecer incluso escindir, lo que Dios mismo ha unido; así que no sorprende que una Weltanschauung basada nada más que en la razón esté fracturada más allá de cualquier intento de repararla. De otra parte, el intelecto es el gran conector; une lo que parece separado, no externamente, naturalmente, sino trayendo a la luz un vínculo profundo que preexiste. Para decirlo en términos algo míticos, aquello que «todos los caballos y hombres del rey» han fallado en «volver a unir», el «intelecto real» lo restaura en un santiamén.
Ahora bien, el ejemplo clásico de esta maravillosa proeza es sin duda el acto, ordinario y humilde, de percepción sensorial: por ejemplo, el acto de contemplar una manzana. La brecha entre sujeto y objeto —el abismo que desconcertó a Descartes y a Kant— se cubre, sostengo, en un pestañeo; todos los niños pueden llevar a cabo el milagro y de hecho lo hacen, lo que no disminuye en nada su magnitud. Porque es y sigue siendo una maravilla ver que la manzana está fuera de nosotros y que, no obstante, la percibimos. O en palabras de Aristóteles: que en el acto de conocer «el intelecto y su objeto se unen».
Que nadie, además, niegue el milagro: que «mediante» la imagen («como por medio de un espejo») percibimos el objeto mismo, la cosa externa. Que no haya en esto ningún error: el término del acto intencional no es simplemente otra imagen, o una representación subjetiva, sino el objeto mismo; lo que percibimos es precisamente la manzana, y no solo una representación, concepto o idea de la manzana. Pero evidentemente nuestra percepción o conocimiento es incompleto: «Pues ahora vemos por medio de un espejo, oscuramente ... ahora conozco en parte» (1 Corintios 13:12).
Por lo tanto, no es poca cosa lo que acontece en estos actos diarios que nos resultan familiares; pues la inteligencia que se manifiesta en ellos es misteriosa: un poder tan asombroso que su misma existencia empequeñece nuestras nociones acostumbradas de lo que es el hombre y de cómo ha llegado a ser.
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Consideremos cómo suele considerarse el acto perceptual. Un estímulo externo incide en un órgano sensorial (digamos, la retina) y produce una corriente de información codificada que se transmite por vías neuronales hasta los centros cerebrales apropiados. Pero ¿qué pasa entonces? Quizá la mayoría de los científicos siguen adhiriéndose a la vieja posición materialista o «monista» según la cual el cerebro lo es todo, lo que implica que la vida psíquica se interpreta como si fuera un epifenómeno de la función cerebral. De otra parte, un creciente número de neurofisiólogos y expertos cerebrales —incluyendo algunas autoridades máximas— han llegado a creer que la posición monista es insostenible, y que los fenómenos de la percepción y el pensamiento solo pueden explicarse con la premisa de que, además del cerebro, también existe un «segundo elemento» o mente. Como ha dicho un afamado cirujano cerebral:
Puesto que parece seguro que siempre será bien imposible explicar la mente sobre la base de la acción neuronal dentro del cerebro, y dado que en mi opinión la mente se desarrolla y madura independientemente a lo largo de la vida de un individuo como si fuera un elemento continuo, y ya que un ordenador (lo que el cerebro es) ha de ser puesto en funcionamiento por un agente con entendimiento independiente, estoy obligado a escoger la proposición de que nuestro ser ha de explicarse sobre la base de dos elementos fundamentales.16
Existe la fuerte tentación de considerar el segundo elemento o mente como si fuera una especie de fantasma dentro de la máquina —presumiblemente porque no se sabe cómo concebirlo si no—. Y esto hace entrar en juego la perturbadora noción de un agente consciente capaz de descifrar los estados de un billón de neuronas e integrar esta información en una imagen que se percibe —¡todo ello en una fracción de segundo!—. Aunque lo que nos desconcierta no es, de hecho, la velocidad de la operación o su complejidad, sino su naturaleza: pues ni un mecanismo ni un observador humano podrían cumplir esa tarea ni siquiera de lejos.
Pero supongamos que de algún modo la mente es capaz de «leer el ordenador», transformando la información neuronal en una imagen perceptual. Y luego ¿qué? El escenario resultante del acto perceptual evidentemente es comparable a un observador que mira monitores conectados a una fuente externa. Se podría pensar que, así, todo va bien, y que habiendo llegado tan lejos se ha alcanzado al fin un modelo viable. Pero no es el caso: pues es obvio que lo que nuestro observador percibe son imágenes en un monitor, y para nada el objeto externo. Ahora bien, desde una perspectiva teórica de la información este punto de vista no plantea problema alguno, y de hecho no hay ninguna diferencia significativa entre suponer que el observador percibe o deja de percibir el mundo afuera; por ejemplo, si fuera cuestión de leer un instrumento externo, evidentemente carecería de importancia si se mirase a la pantalla o directamente a la balanza externa. Pero lo que ocurre es que no solamente tratamos de comprender la transmisión de información (en el sentido del ingeniero eléctrico), sino el fenómeno de la percepción, que es otra cosa totalmente distinta —incluso aunque obviamente entrañe una transmisión de esa clase—. Hemos de recordar que la percepción auténtica termina, como hemos visto, no en una mera imagen, sino en un rostro o aspecto de la propia cosa externa. Pero aquí el modelo del observador/monitor falla: no hay modo de sortear el hecho de que nuestro observador percibe el monitor, y nada más que el monitor. En suma, el modelo dado, tal como está, resulta incorregiblemente bifurcacionista. Puede hacerle justicia al cerebro, pero fracasa en el intento de comprender el segundo elemento: la mente y sus facultades.
Existe una antigua y largamente olvidada creencia de que del ojo perceptor emana un «rayo» que se encuentra con el objeto; y aunque en nuestros días esta noción puede parecer a muchos simplemente como una «superstición primitiva» más, ¿no es concebible que la propagación aferente del objeto al perceptor efectivamente haya de complementarse con un proceso eferente, con una propagación en dirección inversa? Así, si la propagación aferente fuese «material», ¿no podría la eferente ser, por así decir, de tipo «mental»? Me parece que, cuando se trata del problema de la percepción, difícilmente estamos en posición de rechazar doctrinas «extrañas» de antemano. Todo lo que sabemos, en este punto, es que las piezas actualmente al alcance de la ciencia no encajan entre sí, lo que parece implicar que la pieza faltante del puzle debe ser en efecto «extraña». Llámesela «mente», «espíritu» o como se quiera; según observó Charles Sherrington: «Transita nuestro mundo espacial más fantasmalmente que un fantasma. Invisible, intangible, es algo ni bosquejado siquiera, no es una cosa».17 Solo cabe estar de acuerdo con el eminente neurofisiólogo sobre que la ciencia «es impotente para tratar o describir» esa presencia elusiva y enigmática, por la que, por lo visto, se consuma el acto perceptual.
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Por «mundo corpóreo» de aquí en adelante entenderemos la suma total de cosas y sucesos que un ser humano normal puede percibir directamente empleando la vista, el oído y sus sentidos del tacto, sabor y olor; lo que equivale a decir, en suma, que el dominio corporal no es ni más ni menos que el mundo real en el que normalmente nos encontramos. Pero está claro que esta afirmación, simple y de hecho obvia como es, inmediatamente será disputada por el bifurcacionista, sobre la base de que lo que realmente percibimos no es para nada un mundo, una realidad externa, sino un espejismo privado del cual solo ciertas características cuantitativas tienen significado objetivo. En otras palabras, a lo que en un nivel prefilosófico tomamos como el mundo, se le niega así el estatuto externo u objetivo —presumiblemente, para hacer sitio al mundo tal como lo concibe el físico—. Por tanto, esta constatación de lo que puede llamarse el principio de no bifurcación equivale a redescubrir o, si se quiere, reafirmar el mundo corpóreo, mundo que, según Descartes y sus discípulos, no existe.
En realidad, es evidente que nadie ha prestado la menor atención a las autoridades cartesianas; es decir, en nuestras vidas diarias no cuestionamos, ni mucho menos negamos, la autenticidad del mundo que percibimos con los sentidos. Todo el mundo sigue con sus cosas, firmemente convencido de que «las montañas son montañas y las nubes son nubes», como señala el maestro Zen. Y, no obstante, la mayor parte de nosotros tiene sus momentos cartesianos. Pruébese, por ejemplo, a persuadir a un profesor universitario, o incluso mejor, a un estudiante de posgrado, de la no bifurcación, y pronto sacará al cartesiano en él; tal es la fuerza de la educación. Pero tal es, también, la naturaleza de la cuestión; pues, de hecho, lo que es obvio en el estado no reflexivo, no es ipso facto verdadero —pues la simple ausencia de pensamiento no confiere la infalibilidad—. Las dudas cartesianas, por lo tanto, están lejos de ser ilegítimas, y no discrepamos de las dudas sino de esta filosofía.
Con todo, tal filosofía se nos ha arraigado mediante el proceso educativo, tanto que puede ser chocante que se diga directamente que el mundo percibido es, en efecto, real, y que después de todo no estamos confundidos durante la mayor parte de nuestra vida de vigila —a lo largo de las horas y días que permanecemos desatentos a la enseñanza bifurcacionista—. Es evidente que esta conspicua resistencia e incredulidad con la que la mayor parte de nosotros reaccionamos al principio de no bifurcación, cuando se afirma, puede parecer extraña, habida cuenta de que el resto del tiempo, tanto antes como después del paréntesis filosófico, permanecemos firmemente comprometidos con el principio en cuestión. Solamente cuando se afirma explícitamente el principio de no bifurcación es cuando nos volvemos contra él y alegremente negamos aquello que, por lo demás, creemos firmemente. En suma, la filosofía cartesiana nos ha arrojado colectivamente a un estado de esquizofrenia, condición dudosamente saludable que bien puede tener algo que ver con muchos de nuestros males contemporáneos.
Pero, en cualquier caso, no es tarea fácil cortar el nudo newtoniano para soltar la carga de una filosofía antinómica; pues aunque la bifurcación como tal pueda no tener ninguna atracción en concreto, parece que confiere el considerable beneficio de fomentar las afirmaciones de una física que quiere ser de alcance totalista. Añádase a esto la extendida creencia de que la Weltanschauung prevalente ha sido dictada por los hallazgos positivos de una ciencia exacta e infalible, y se empieza a discernir la magnitud del problema. No sorprende, pues, que los cimientos filosóficos de la física sean un caos. Ha transcurrido ya más de medio siglo desde que Whitehead lamentó por primera vez el estado de las cosas y nos habló de lo que denominó «una completa confusión en el pensamiento científico, en la cosmología filosófica y en la epistemología»;18 mas la confusión sigue ahí y, si acaso, solo se ha exacerbado por la erupción de textos pseudofilosóficos que hacen poco más que echar vino nuevo en odres viejos. En lo que concierne a los físicos, además, parecería que la mayor parte de ellos apenas se inclina a investigar fundamentos filosóficos; e incluso así, parece que el proceso científico no siempre se transporta al dominio filosófico. Como bien dijo Heisenberg:
Si se observa la gran dificultad con la que incluso eminentes científicos como Einstein tienen para comprender y aceptar la interpretación de Copenhague de la teoría cuántica, pueden rastrearse las raíces de esta dificultad hasta la partición cartesiana. Esta partición ha penetrado profundamente en la mente humana durante los tres siglos posteriores a Descartes, y llevará largo tiempo reemplazarla por una actitud realmente diferente para el problema de la realidad.19
7 He analizado las filosofías de Descartes, Berkeley y Kant a propósito de la bifurcación en Cosmos and Transcendence (San Rafael, CA: Sophia Perennis, 2008), capítulo 2.
8 Aristóteles fue sabio, después de todo, al postular «cantidad» y «cualidad» como categorías separadas e irreductibles.
9 Véase especialmente E. A. Burtt, The Metaphysical Foundations of Modern Physical Science (Nueva York: Humanities Press, 1951).
10 Hermann Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker (Dublin: Weidmann, 1969), vol. II, pág. 168.
11 Principia Philosophiae, en Oeuvres (París, 1824), IV, 198; citado en E. A. Burtt, op. cit., pág. 112.
12 Encounters with Einstein (Princeton, NJ: Princeton Univ. Press, 1983), pág. 81.
13 Op. cit., pág. 82.
14 Por consiguiente, se cree en la bifurcación por la misma razón que se cree en la evolución darwinista: pues en efecto, mientras se insista en que todos los fenómenos de la naturaleza pueden comprenderse en principio únicamente mediante los métodos de la física, ambos dogmas serán indispensables. Mis perspectivas sobre esta cuestión se detallan en Cosmos and Transcendence, capítulo 4; Theistic Evolution: The Teilhardian Heresy (Angelico Press, 2012), capítulo 1; y Cosmos, Bios, Theos, editado por Henry Margenau y Roy A. Varghese (Chicago: Open Court, 1992).
15 De tal manera, percibimos el objeto como tridimensional incluso cuando la imagen es plana. La objeción concebible de que la visión estereoscópica se debe al hecho de que hay dos imágenes no viene al caso por dos razones: primero, porque en realidad no vemos dos imágenes, sino una; y segundo, porque incluso cuando miramos un objeto corriente con un solo ojo, seguimos percibiéndolo tridimensionalmente.
16 Wilder Penfield, The Mystery of the Mind (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1975); citado por E. F. Schumacher en A Guide for the Perplexed (Nueva York: Harper & Row, 1977), pág. 76.
17 Man on His Nature (Cambridge: Cambridge University Press, 1951), pág. 256.
18 Nature and Life (Nueva York: Greenwood, 1968), pág. 6.
19 Physics and Philosophy (Nueva York: Harper & Row, 1958), pág. 81.