Olvida el pasado y lo que tienes. Piensa en lo que quieres y puedes alcanzar.
Mi abuela Carmen fue una buena persona que ayudaba siempre a los demás y de la que me siento muy orgulloso. Me enseñaba con refranes y los aplicaba muy bien en su vida; uno de los que más repetía, y que me ha ayudado mucho en la vida, es: «Agua pasada no mueve molino». Sin embargo, pararse un momento y mirar atrás ayuda a veces a poner en perspectiva los problemas cotidianos.
Nuestra historia como empresa familiar comienza en Villalonga, en concreto en la plaza del Mercado, situada en el centro del pueblo. Mis abuelos paternos, Ismael Juan y Dolores Mascarell, tenían allí una panadería. Durante la posguerra fue un negocio muy rentable pues solo había tres en el pueblo y no se permitía abrir más. Gracias a eso mi familia paterna disfrutaba de una buena situación económica; tenía una gran casa de tres plantas en el centro del pueblo y un local en la parte trasera donde estaba ubicado el horno, con su propio acceso desde una calle lateral.
Antonio, mi padre, era un emprendedor nato, tanto que podría considerársele más bien un aventurero. Después de fracasar en varios negocios de fruta, y cuando ya no le concedían crédito ni los bancos ni sus amigos, decidió trabajar en la panadería de mi abuelo. Era un trabajo rentable, aunque muy pesado. El horno era de leña, la elaboración del pan, muy artesanal y había que trabajar por la noche para que el pan estuviera a la venta a primera hora de la mañana.
A mi padre se le ocurrió unir las tres panaderías e instalar una panificadora que aprovechara la economía de escala; para ello mecanizó la producción, contrató personal para que se hiciera cargo de la elaboración del pan y se encargó él de la gestión. Así nació en 1952 la empresa Juan, Moratal y cía., situada en la esquina del paseo Presbítero Giner y la calle Doctor Fleming y propiedad de tres socios: Salvador Juan, Ismael Juan y Juan Moratal, los propietarios de las panaderías del pueblo. La panificadora suministraba el pan a las tres, que se habían transformado en simples despachos, y a otras muchas de la comarca. Esta fue una idea brillante que permitió un crecimiento rápido de la empresa, pues distribuían pan por toda la comarca de La Safor y, además, añadieron productos de pastelería elaborados en la misma instalación.

Empleados de la panificadora Juan, Moratal y cía. en 1952. Antonio Juan es el primero por la derecha.
« Uno de los refranes que más repetía mi abuela Carmen, y que personalmente me ha ayudado mucho en la vida, es «agua pasada no mueve molino». Sin embargo, pararse un momento y mirar atrás ayuda a veces a poner en perspectiva los problemas cotidianos. #UnaDulceHistoria
A mediados de los años cincuenta, cuando la panificadora ya disponía de dos hornos, varios vehículos de reparto y un negocio creciente y rentable, finalizó el monopolio, lo que supuso una profunda crisis para la empresa. Se abrieron nuevas panaderías que vendían el pan recién elaborado y, sobre todo, con más calidad que el procedente de la panificadora, pues esta necesitaba mucho más tiempo para fabricarlo y repartirlo. Incluso alguno de los operarios de la empresa instaló su propio horno en el pueblo.
Fue entonces cuando mi padre, agobiado por sus problemas, encontró consuelo en los consejos que recibía por carta de mi madre, comenzando así la relación que la llevó a ella a Villalonga, aquel pueblo que al principio vio como un oasis y que pronto se convertiría en un nuevo suplicio totalmente inesperado para ella.
Dado su origen humilde, mi madre no fue muy bien recibida en la familia de mi padre, especialmente por mi abuela Dolores, cuyas primeras palabras hacia ella fueron: «Después de haber tenido tan buenas pretendientes… En fin, qué se le va a hacer». No obstante, Victoria pronto tuvo ocasión de demostrar de nuevo su carácter e iniciativa. El negocio del pan iba de mal en peor y cuando llegué al mundo, en octubre de 1959, en casa apenas disponíamos de recursos. Mi madre intentaba trabajar, pero chocaba una y otra vez con las costumbres de la época que relegaban a la mujer a las tareas de la casa. Y ni siquiera estas podía hacer, ya que la familia de su marido tenía criada, aunque apenas podía pagar su sueldo.
La crisis de la panificadora llevó a que uno de los socios, Juan Moratal, abandonase la empresa, que pasó a llamarse Juan y Juan S. R. C. y a ser propiedad de los descendientes de mi abuelo: mis tías Carmencita y Lolita junto con mi padre, que era quien la gestionaba, y Salvador Juan. Este último tuvo que prestar a mi familia el dinero para la compra, pues no se había repuesto todavía de los anteriores fracasos de mi padre y de la inversión realizada para crear la empresa.

Las mujeres elaboraban los pasteles. A la izquierda, Victoria (agachada) y su cuñada Lolita (de pie).
Mi madre seguía empeñada en ayudar como fuera. Empezó a criar conejos en el viejo horno de mi abuelo, con tal esmero e higiene que eran muy bien valorados por las carnicerías de la zona, ya que no contraían enfermedades comunes en otros criaderos como la mixomatosis. Gracias a ello conseguía sacar adelante la casa, aunque las deudas del negocio no se reducían. A todo esto, en casa ya éramos cuatro pues, en noviembre de 1961, había nacido mi hermano Juanjo. La familia crecía, y la situación financiera iba de mal en peor. Aun así, mi madre tenía vetado inmiscuirse en la empresa.
Mi padre trabajaba por las noches en la panificadora haciendo el pan, lo que se consideraba un oficio exclusivamente de hombres. Por las mañanas las mujeres elaboraban pasteles, que cada vez se vendían más, pues se conservaban mejor que el pan. Una de esas mañanas mi madre fue a visitar la empresa. Había varias mujeres elaborando bizcochos, entre ellas mi tía Lolita. Mi madre, que siempre ha sido muy curiosa, preguntó cómo los hacían. Su sorpresa fue mayúscula cuando averiguó que el precio de venta de un bizcocho no alcanzaba siquiera para pagar la docena de huevos que contenía. A partir de aquel día mi madre comenzó a trabajar en la empresa y a organizarla.
Pronto abandonaron la producción de pan, del que mi padre acabaría renegando hasta el punto de prometer que nunca más volvería a fabricar ningún producto similar. Además de los problemas con la competencia, tenía muchas complicaciones con la fermentación, debido a que influían en ella demasiados factores, especialmente la calidad de la harina y de la levadura, y las condiciones de temperatura y humedad. Todo ello hacía que fuera difícil elaborar pan y que en repetidas ocasiones tuvieran que desechar la producción y no pudieran servir a los despachos de pan.
Así pues, se centraron en los productos de pastelería, que se vendían cada vez más, y ampliaron su radio de acción. A través de distribuidores llegaron a Valencia, Alicante y otras provincias, incluso a Asturias, por mano de mi tía Gloria. En esta época nació la marca Dulcesol, un nombre que a mi padre le pareció muy adecuado para los pasteles que elaboraban. Como ya estaba registrada, mi padre tuvo la brillante idea de comprársela a su propietario, un comerciante de naranjas.
En pocos años la empresa creció mucho y mi padre decidió trasladarla a una nueva nave industrial, que construyó en las afueras del pueblo. En ella instaló un horno en continuo, más moderno que los dos que ya tenían, en los que había que introducir y extraer manualmente, con una pala de madera, las bandejas de la cámara de cocción. Fabricado por la empresa vasca IPSA1 y con la patente alemana de Werner & Pfleiderer,2 era un horno de tan buena calidad que 50 años después, en el momento de escribir estas líneas, sigue funcionando. Era tan grande y tenía tal capacidad de producción que los hornos antiguos parecían de juguete a su lado. Aquella fue una decisión clave, pues permitió a la empresa ser competitiva y crecer cuando la demanda lo requirió, algunos años más tarde.
Fue así como en 1969 la empresa se trasladó a las afueras de Villalonga, donde se ubica hoy nuestra planta de producción más importante. También mi familia se trasladó de la casa de mi abuelo en la plaza del Mercado, donde pasé mi niñez, a una vivienda situada encima de las oficinas de la nueva fábrica. Fue un cambio importante para la vida familiar, pues coincidió con el nacimiento de mi hermana Mariola. Al poco tiempo se jubiló mi abuelo Rafael y mis abuelos maternos se trasladaron desde Asturias a vivir a nuestra casa. Su ayuda, especialmente la de mi abuela Carmen, permitía a mi madre dedicar más tiempo a la empresa.
Apesar de que mi familia tenía todavía muchas deudas, la empresa iba creciendo y elaborando más productos; algunos imitaban los que había en el mercado y otros se hacían a petición de los clientes. Mientras mi padre se encargaba de las finanzas y del contacto con los clientes, mi madre gestionaba la producción y pensaba en estos nuevos productos. La plantilla iba creciendo y pronto necesitaron un contable que gestionara la administración, para lo cual contrataron a Paco Gomis, quien dejó su empleo en la Cámara Agraria del pueblo. Durante muchos años, hasta su jubilación, fue una persona de confianza de mis padres.

Contrataron también a un pastelero, que había trabajado en una empresa de Madrid, para elaborar productos de hojaldre en la antigua fábrica, que continuó durante un tiempo en funcionamiento; entre ellos destacaron las Palmeritas, que se convirtieron en el producto más vendido. Se elaboraban de forma muy artesanal y poco eficiente, por lo que mi madre quiso intervenir con la intención de mejorar el proceso, pero el pastelero no aceptó su intromisión y fue tajante: si ella se inmiscuía en el trabajo él se marchaba. Mi madre no tuvo más remedio que aceptar, pues desconocía la receta, que era guardada con celo por el pastelero —solo él y su mujer preparaban los ingredientes para la masa—, y no podía permitirse perder la venta, que ya era significativa.
Gracias al apoyo de Salvador, el socio en quien confiaba plenamente, mi madre preparó una estrategia para resolver el problema. Con el pastelero trabajaba un joven operario de nuestra confianza, Juan Serquera, y durante varias noches, junto con Paco, hizo pruebas a escondidas hasta que consiguieron dar con el producto. Entonces mi madre volvió a presentarse frente al pastelero, quien de nuevo la amenazó con marcharse si se inmiscuía en su trabajo. Esta vez mi madre no sucumbió a la amenaza, por lo que él dejó la empresa. Fue así como nació uno de nuestros productos de más éxito, cuya producción se trasladó a la nueva fábrica para mejorar el proceso. La antigua panificadora cerró definitivamente y la vendimos al poco tiempo, lo que ayudó a sanear las finanzas familiares.
La elaboración de hojaldre siempre me ha resultado muy curiosa. Me encanta ver cómo esas pequeñas porciones de masa crecen en el horno, multiplicando su tamaño en finísimas y frágiles capas que se deshacen en el paladar. Como se le añade azúcar, el hojaldre queda un poco más dulce y compacto, pero a la vez muy crujiente. Cuando empecé en la empresa, y hasta que implantamos las normas de seguridad alimentaria, que ya no lo permiten, cada vez que pasaba por la línea era incapaz de evitar darme un atracón al verlas, pues me encantan recién salidas del horno.

Antigua laminadora de hojaldre Rondo.
El hojaldre se elaboraba con una laminadora Rondo3 suministrada por la firma Sermont, una de las mayores importadoras en España de maquinaria de panadería y pastelería, ubicada en Barcelona y cuyo propietario tenía una gran relación con mis padres. En esta época, en la que prácticamente todas las máquinas se importaban y se pagaban por ellas importantes aranceles, los importadores tenían un enorme poder por la exclusividad que les daban las marcas y la poca competencia que había entre ellos.
La máquina laminaba el plastón, que era como denominábamos a cada porción, de unos 10 kilos, en que se dividía la masa recién elaborada en la amasadora. Era un proceso que me fascinaba y que muchas veces me paraba a observar. Primero estiraba la masa y colocaba la margarina en su interior, recubriéndola totalmente. Después estiraba y plegaba el plastón repetidamente, hasta conseguir una lámina de hojaldre de cerca de 200 capas de margarina. El especialista en hojaldre extendía manualmente el azúcar, que medía con un pequeño cazo. Por último, estiraba la lámina formando una larga sábana que enrollaba sobre un rodillo. A continuación, otras personas, con mucha habilidad, desenrollaban la lámina y la cortaban en tiras de un metro de largo y unos 20 centímetros de ancho, que plegaban longitudinalmente en forma de
, de manera que en un corte transversal se apreciaba la forma de una palmerita, en la que podían observarse las finísimas capas de margarina.

Masa de hojaldre enrollado y lista para cortar.

Palmeritas cortadas sobre la bandeja antes de hornearlas.
En una máquina cortadora de alambre se introducían manualmente las filas plegadas de hojaldre, tumbadas una tras otra y formando seis filas en continuo sobre una cinta transportadora. A medida que las filas avanzaban bajaba un alambre muy tenso que iba de un extremo a otro de la máquina cortando y depositando seis palmeritas cada vez sobre una bandeja, en la que se horneaban colocándolas también manualmente sobre la red del horno.
Recuerdo muy bien aquella máquina, entre otras cosas, porque en ella mi madre estuvo a punto de perder un dedo. El alambre le produjo un profundo corte al intentar sacar, con la cortadora en marcha, una palmerita que había quedado atascada. El corte le dejó una uña deformada que todavía hoy, cuando veo su dedo, me hace recordar aquel accidente.
Uno de aquellos veranos en que yo empezaba a trabajar en la empresa cargando camiones o realizando otras labores pesadas, otro accidente, el de Julio Poquet, uno de nuestros empleados más queridos, dejó en mí un recuerdo imborrable. Un día a Julio se le quedó una mano atrapada en la máquina con la que elaborábamos pastas de té. Milagrosamente no la perdió, pero la imagen de la mano ensangrentada y los dedos aplastados por los rodillos de la máquina me pareció tan desgarradora que muchos años después sigo teniéndola presente.
En los años que siguieron, mi madre puso todo su empeño en organizar la empresa, lo que solía generar conflictos tanto con la mujer de Salvador como con mis tías, las hermanas de mi padre. La situación llevó a mi padre, de acuerdo con el socio, a forzar la salida de ellas de la empresa y a dividir la herencia de mi abuelo Ismael: mis padres se quedaron con la participación en la empresa y mis tías, con el resto de las propiedades. Aquella situación generó un grave conflicto familiar que, sin embargo, dejó el terreno libre a mi madre para desarrollar con mayor libertad sus ideas.
Ella siempre estaba abierta a elaborar nuevos productos. Algunos de ellos ya existían en el mercado y los imitábamos, como las magdalenas de Ortiz, la marca líder en España en los años sesenta y setenta, que contaba con una gran fábrica en la que trabajaban más de 700 personas, situada en Denia, a escasos 30 kilómetros de nuestra fábrica de Gandía. Eran unas magdalenas en forma de concha, un producto típicamente francés introducido por Ortiz en España. Las conchas pasaron a ser al cabo de un tiempo nuestro producto más vendido, pero su forma estaba patentada y mis padres tuvieron que hacer frente a una demanda que podría haber supuesto un traspié de graves consecuencias. En aquellas circunstancias mi madre nuevamente demostró su habilidad para defenderse: buscando con tesón consiguió encontrar unas magdalenas con la misma forma en unos libros de pastelería publicados con anterioridad a la patente, lo que la invalidó y les permitió seguir con la fabricación.
Bien fuera por aquello o por otros motivos, mi madre se dio cuenta de que copiando no conseguiríamos avanzar mucho, así que empezó a buscar recetas para crear productos originales. Una amiga suya, Amparo, que era la telefonista del pueblo en aquella época, tenía fama de elaborar unas magdalenas caseras muy ricas. Era una receta sencilla: a partes prácticamente iguales de harina, azúcar, huevos y aceite añadía un poco de miel y unos sobres de bicarbonato sódico y ácido tartárico, típicos en la elaboración casera de la gaseosa. Lo batía todo y así elaboraba la pasta, bastante líquida, que depositaba en cápsulas de papel. Añadía un poco de azúcar por encima y lo horneaba. A mi madre se le ocurrió preguntarle la receta y hacer pruebas en la fábrica.
El producto era muy rico y mi madre pensó que había que diferenciarlo de otras magdalenas que había en el mercado, sobre todo de las conchas, como aquellas de Ortiz, y de las redondas. Lo primero que hizo fue llamarlas Glorias. Además, se le ocurrió hacerlas en un molde cuadrado, de forma que aprovechaba al máximo el espacio de las bandejas de hornear. Y no solo eso: para que en la tienda fuera más sencilla su venta adaptó el peso, de manera que una docena pesaba medio kilo. Se vendían en cajas de tres kilos, o sea, seis docenas, y se añadían seis bolsas sueltas. En la tienda era muy fácil: no había más que colocar una docena en cada una de las bolsas.
Las Glorias supusieron una revolución en la empresa y en mi familia. En poco tiempo se convirtieron en el único producto que elaborábamos en la fábrica. También en el único con nuestra marca, Dulcesol, con la excepción de las Palmeritas, que sobrevivieron a este éxito abrumador porque las fabricaba, con nuestra marca, Juan Serquera, que había instalado una pequeña fábrica, también en Villalonga, y que conocía bien el proceso desde que ayudó a mi madre a averiguar la receta.
Como la producción ya lo permitía, decidieron contratar a un segundo hornero, José María Sastre, que hasta entonces se había dedicado a la agricultura. Pronto se convirtió también en una persona de confianza, que ayudaba a mi madre a mejorar la cocción y a mi padre con la gestión de las materias primas, pues cada vez había más volumen; José María controlaba la calidad y la exigía a los proveedores.
El éxito de las Glorias fue tan grande que en poco tiempo tuvimos que instalar otra línea de producción, si bien mis padres, para diversificar, decidieron dedicarla a elaborar otros productos. En la línea instalaron un nuevo horno, también de IPSA, que nos había dado muy buen resultado. El nuevo modelo no necesitaba bandejas, pues utilizaba una banda de acero de origen sueco llamada Sandvik4 en la que se horneaba el producto. Cuando salía de ella se recogía automáticamente en unas largas cintas de enfriamiento en continuo.
« Las Glorias supusieron una revolución en la empresa y en mi familia. En poco tiempo se convirtieron en el único producto que elaborábamos en la fábrica. También el único con nuestra marca, #Dulcesol, con la excepción de las Palmeritas, que sobrevivieron. #UnaDulceHistoria
La banda tenía casi 30 metros de largo de ida y otros tantos de vuelta. A mí me parecía interminable. Todavía recuerdo cuando, siendo todavía un chaval, vino el operario de Sandvik a instalarla, cosa que le llevó dos o tres días. Para empalmarla usó un sinfín de remaches perfectamente alineados y colocados a golpe de martillo, tras ajustarla minuciosamente para que no se desplazara de un lado al otro durante su funcionamiento.
En ella probaron varios productos: unas pastas de té como las que ya habían elaborado un tiempo atrás, unos rollitos de anís, etc., pero ninguno tuvo un éxito significativo. Todos eran eclipsados por la enorme aceptación de las Glorias.
Amediados de los setenta, siendo yo todavía un adolescente, la situación económica de mi familia había cambiado. Ahora teníamos coche, un Seat 600 que conducía mi madre, un apartamento en primera línea de playa y muchas comodidades en casa. Como me gustaba mucho la música, además de un buen equipo, tenía la discografía completa de Genesis, Pink Floyd, Emerson Lake & Palmer, Yes, Led Zeppelin, Jethro Tull y The Beatles, entre otros muchos. También tenía una calculadora electrónica Sharp y un completo taller de bricolaje con el que pasaba algunos ratos haciendo «inventos». Es una época que recuerdo especialmente porque conocí a Ángeles, la que hoy es mi mujer, con quien viví un año muy especial durante el curso del 75/76, pues juntos disfrutamos como dos adolescentes intensamente enamorados y al margen de los estudios, en los que hice un pequeño paréntesis.

Algunos de los empleados que forman parte de nuestro equipo desde los inicios hasta hoy en día.
La empresa seguía creciendo vertiginosamente y ya contábamos con 50 personas en la plantilla. La fábrica trabajaba a dos turnos, ya que la legislación laboral de la época dificultaba enormemente la implantación de un turno de noche y tampoco permitía adaptar fácilmente la plantilla a las necesidades de producción. Además, nos obligaba a crear un comité de empresa, lo que hacía prever una elevada conflictividad laboral. Por todo esto mi padre se resistía a ampliarla, pero mi madre veía la necesidad de servir a los clientes y logró convencerle para construir una nueva fábrica. En esta nueva sociedad participaron, además de mis padres, otros seis socios, entre ellos Paco Gomis, José María Sastre y Rosendo Mascarell, que eran sus empleados clave en aquel momento.
La nueva fábrica se construyó en Gandía, en el Camino Viejo de Oliva, sobre las antiguas naves de una fábrica de pienso y una granja porcina. Mi padre eligió este lugar porque era el único edificio industrial que encontró preparado para una inmediata instalación y porque estaba situado antes de llegar a la carretera general de Gandía a Alicante; quería evitar a toda costa que mi madre tuviera que cruzarla en coche, ya que había un peligroso cruce a la llegada desde Villalonga a Gandía.
La fábrica creció muy rápido y en poco tiempo, cuando ya teníamos dos hornos instalados en ella, se produjo un punto de inflexión. El director comercial, Paco Díaz, un excelente vendedor que trabajaba en Coca-Cola cuando fue contratado por mis padres, llevado por el descontento o por la ambición de querer ser también propietario, nos dejó para hacernos la competencia, y se asoció con nuestro principal cliente, una comercial de Barcelona que nos compraba el 30 % de la producción, y con un fabricante de magdalenas. Paco Díaz conocía la receta de nuestro producto, así que la nueva sociedad desarrolló otro similar y empezó su distribución por toda España. La comercial de Barcelona tenía un contrato de exclusividad que preveía una importante indemnización a nuestra empresa y por el que se comprometía a no comprar ningún producto de la competencia, algo que obviamente incumplió.
Mi madre se presentó en su almacén para decirle al dueño de la comercial que era un caradura, pues se había aprovechado de nuestras Glorias y no había respetado su compromiso con nosotros. Contrató a un notario y junto con nuestro abogado recorrió varias tiendas para levantar acta de las magdalenas suministradas por aquella empresa. A continuación, presentó una demanda judicial en cuyo juicio, unos meses después, la comercial resultó condenada a pagarnos ocho millones de pesetas. Por aquel entonces la empresa funcionaba mal y no podía cubrir sus compromisos de pago, por lo que su dueño, nuestro antiguo distribuidor, viajó a Gandía a llorarle a mi madre para que le perdonara la deuda, a lo que ella accedió. Aun así, poco después la comercial desapareció.
No obstante, la puerta ya estaba abierta y empezaron a aparecer más competidores. Juan Serquera, del que he hablado con anterioridad al referirme a las Palmeritas, se unió a Paco Díaz tras su fracaso en Barcelona y consiguió elaborar unas magdalenas prácticamente idénticas a las Glorias que vendía con la marca Serquera. Lógicamente dejamos de comprarle las Palmeritas y volvimos a fabricarlas nosotros, ahora con un proceso mucho más automatizado, empleando el horno de banda y el tren de laminado que teníamos en la fábrica de Villalonga.

Glorias a la salida del horno.
Otros competidores que aparecieron en aquella época fueron Heras, Congost, El Zángano, Villa de Manuel, Inpanasa, etc., pero sobre todo destacaron dos que se convertirían en líderes del mercado durante muchos años: La Bella Easo, una empresa familiar que nació en 1968 en La Puebla de Alfindén, Zaragoza, y que desarrolló un enorme mercado con sus reconocidas magdalenas redondas, y Repostería Martínez, que pertenecía a una familia originaria de Santander que en 1975 montó una gran fábrica en Briviesca, Burgos. La competencia era tan dura que decidimos cambiar la forma de las Glorias y desarrollar un nuevo formato triangular para distinguirla de las muchas copias de magdalenas cuadradas que surgieron en esa época. El nuevo formato triangular empeoraba la logística y complicaba un poco la producción, a pesar de lo cual se mantuvo durante bastantes años.
A esta situación empresarial, cada vez más complicada, se le añadió una personal: a principios de 1981 le detectaron a mi padre un cáncer de laringe. Le dieron pocos meses de vida, pues se lo habían diagnosticado demasiado tarde; aun así, falleció cerca de tres años después. En el entretanto se sometió a varias operaciones, cuya mayor consecuencia fue la pérdida de la voz. Mi madre pasó una época muy difícil; con mi padre convaleciente y cada vez peor, ella llevaba el peso de la empresa y de la familia. En la empresa las cosas eran cada vez más complicadas, pues algunos distribuidores, desconfiando de su capacidad para gestionar la empresa, empezaron a comprar a nuestra competencia. Mientras, mi hermano Juanjo y yo estábamos en la universidad y mi hermana, con poco más de 11 años, todavía en el colegio. No vivíamos aquellos problemas porque mi madre nos mantenía al margen. Nuestra relación con la empresa se limitaba a ayudar un poco en verano.
Después del verano de 1982, mi novia Ángeles, que había finalizado sus estudios de magisterio un año antes y continuaba estudiando graduado social, se incorporó a la empresa. Mi madre la convenció, lo que fue un hecho clave para que me incorporara también yo al año siguiente, pues no era mi intención inicial; mi vocación era dar clases en la universidad. Ángeles trabajaba durante los veranos con su padre, Juan Estevan, en Cerámicas Caisal, donde él era accionista y uno de sus directivos más importantes (su abuelo, un reconocido albañil, fue uno de sus fundadores). Mi padre confiaba en ella y le permitió acceder a las cuentas del banco. Esto fue de mucha ayuda para mi madre cuando poco tiempo después falleció mi padre, pues era él quien firmaba los cheques, llevaba los pagarés al banco y, en general, llevaba el control financiero.
Mi madre, por su parte, se encargaba del control del negocio usando una pequeña libreta de gusanillo en la que el contable, Rosendo Mascarell, que era perito mercantil y persona de confianza, anotaba cada albarán de salida de mercancía. En la misma línea del albarán añadía el talón o pagaré que el transportista recogía del cliente. Cuando este vencía, mi padre lo llevaba al banco y anotaba en la misma línea el número de recibo. Por último, cuando recibía la notificación del banco de que era conforme, el contable tachaba la línea. De esta manera mi madre, de un golpe de vista, observando las líneas incompletas de aquella libreta, sabía cómo iban las finanzas. Cuando bajaba la cuenta del banco, subía el precio de los productos. Así de simple.
En julio de 1983, poco después de finalizar mis estudios, falleció mi padre. No tuve más opción que incorporarme a la empresa, donde ya trabajaba Ángeles desde hacía casi un año. Así fue como entré, sin pretenderlo, pero con el deseo de las tres mujeres que lo han sido todo en mi vida: mi abuela Carmen, mi madre Victoria y mi esposa Ángeles.
En ese momento yo no era consciente de nuestra historia, del enorme esfuerzo que habían realizado mis padres y de los años tan difíciles que acababan de pasar con el triste desenlace de la pérdida de mi padre, con solo 63 años. Una pena, pues la empresa estaba ya saneada y habría podido disfrutar de la familia y ver con orgullo cómo nos íbamos incorporando mis hermanos y yo a ella.
La pérdida prematura de nuestro padre pone en valor, más si cabe, la valentía y el tesón de mi madre, su capacidad para mirar hacia delante sin lamentarse, resolver los problemas que tienen solución y dejar de lado los que no la tienen. Esto es lo que me ha permitido escribir esta historia de nuestra empresa familiar que el lector tiene en sus manos. Una historia que admiro y que habría deseado que escribiera ella, su principal protagonista. Muchas veces lo he intentado, obviamente sin éxito, quizás porque ella habría deseado una vida mucho más tranquila, aunque probablemente más modesta. Aun así, creo que puede sentirse muy orgullosa, pues nos ha dejado como herencia una empresa familiar sólida y con un gran futuro.
Emprender requiere ser creativo, ambicioso y optimista. Así era mi padre cuando inició la panificadora. Pero también ser constante, realista y conservador con los recursos, como fue mi madre cuando cambió el rumbo de la empresa. La combinación de ambos fue la amalgama perfecta para que nuestra empresa familiar saliera adelante. Encontrar esas cualidades, casi antagónicas, es la base del emprendimiento, no exento de sufrimiento y dedicación, hasta el punto de querer olvidar, como les ocurrió a mis padres en muchas ocasiones, los malos momentos vividos.
Código de acceso al material adicional del capítulo II
_____
1. IPSA (Industrial de Panadería, S.A.), es un antiguo y reconocido fabricante español de hornos de pan, situado en Munguía (Vizcaya). A partir de 1982 continuó bajo el nombre de Termopan. www.termopan.es
2. Werner & Pfleiderer, fundada en Cannstatt (Alemania) en 1880, es una de las compañías líderes en maquinaria para la elaboración de pan. Sus hornos ciclotérmicos, introducidos en 1938, alcanzaron enorme prestigio a nivel mundial y lo mantuvieron durante décadas. www.wpib.de
3. Rondo es un reconocido fabricante de maquinaria para pastelería y pan. La empresa nació en Burgdorf (Suiza) en 1948, y patentó su primer modelo de laminadora de hojaldre en 1953. www.rondo-online.com
4. Sandvik es una compañía fundada en 1862 en Sandviken (Suecia), líder mundial en la fabricación de bandas de acero y, en general, de todo tipo de materiales metálicos para la industria. www.sandvik.coromant.com/