CAPÍTULO I
EL DESPERTAR

EL DESPERTAR

En nuestros días estamos asistiendo a un fenómeno cada vez más masivo de despertar de la consciencia. Es maravilloso ver que cada vez más personas se dan cuenta de que muchas cosas no son lo que parecen ni como nos las enseñaron. Sí, empezamos a darnos cuenta de que la felicidad no está en tener, ni en lo físico; no está en el poder, ni en la fama, ni en ningún otro de los miles de disfraces que tiene el ego. Es hermoso ver que cada vez más personas estamos haciendo pequeños o grandes cambios, que van desde decir la propia verdad caiga quien cayere, ir de compras con un bolso para evitar que te den bolsas de plástico, pasando por el uso de compost para disminuir la cantidad de residuos –que, aunque ya innecesarios, son muy productivos para abonar tu tierra–, hasta decidir cambiar los hábitos de alimentación seleccionando comestibles que desde su origen de producción no generan perjuicio, dolor ni daño a animales ni al planeta; o decidir cambiar radicalmente su vida comprometiéndose con causas con las que resuenan.

Asimismo, es alentador ver que cada vez más personas están decidiendo vivir con lo que verdaderamente utilizan (que, en general, es con mucho menos de lo que acostumbraban) y regalan lo demás. Pero lo que verdaderamente me llena de dicha es que en este gran rebaño somos cada vez más las “ovejas negras” que decidimos abrirnos del montón para hacer nuestro propio camino, dejando de regirnos por mandatos sociales y familiares, pero respetando al otro. Es un cambio que se está dando al precio de ser incomprendidos o rechazados por nuestro entorno.

Si bien todos o casi todos sabemos a qué aludo con “despertar de la consciencia” o simplemente “despertar”, pues somos autores y testigos de este cambio, merece unas líneas definir algunos aspectos. Por “despertar de la consciencia” me refiero a darnos cuenta de algo, incluyendo un aprendizaje y un sentimiento al respecto. Dice Richard Bach “el ave que vuela más alto es la que ve más lejos”. A medida que elevamos nuestro nivel de consciencia, el árbol deja de taparnos el bosque, nos elevamos por encima de este y vemos que somos parte de un todo. La verdadera toma de consciencia o despertar implica un aprendizaje, acceder a una nueva perspectiva de vida; con ello se genera un cambio emocional y, generalmente, uno conductual natural, vale decir, no forzado.

ASPECTOS DE LA TOMA DE CONSCIENCIA

En primer lugar, un aspecto que puede llamarte la atención es que escribo “consciencia” con s intermedia. Si bien habitualmente se usan como sinónimos, son un tanto diferentes. La conciencia sin s intermedia es la referida a la moral, lo que está bien y mal, según una determinada ley o costumbre, un acuerdo social vigente en un determinado lugar y punto de la línea del tiempo. De la que yo hablo, consciencia, cuyo uso curiosamente no está sancionado por la RAE, vale decir, está por fuera del sistema, es mucho más amplia, profunda, personal y trasciende las cuestiones sociales. Es la del darse cuenta, la del comprender, la del quitar velos y, fundamentalmente, la del sentir. Podríamos definirla como el conocimiento que una persona tiene de sí misma, de sus estados emocionales, pensamientos y de un todo del que es parte. En cierto punto, existe un paralelismo entre consciencia y aprendizaje, ya que ambos tienen en común el descubrimiento de un aspecto que estaba oculto o velado. De modo que “tomar consciencia” es descubrir, quitar velos. Es estar un poquito más vivo de lo que estabas. Es percibir con claridad.

Otro aspecto muy interesante es que el despertar de la consciencia es irreversible, tal y como una flor que, cuando florece, no puede volver atrás, solo puede ofrecer su perfume y semillas para iniciar nuevamente todo el proceso en otro nivel. Claro que podemos mirar para otro lado e intentar negar y autoengañarnos, pero, como dije, la propia verdad es paciente y estará allí como nuestra sombra, donde sea que vayamos, esperando ser atendida.

Por otro lado, es un proceso que tiene dos componentes: uno racional y otro emocional. No tienen una secuencia establecida; puede iniciarse desde cualquiera de los dos. Puede ser que primero la información te llegue racionalmente en forma de una idea. Por ejemplo, cuando le expliqué a una consultante que su pareja no la valoraba porque ella misma no se amaba. En este caso, primero “cayó la ficha” racional. Más tarde, cuando empezó a amarse, comenzó a cambiar sus prioridades, a modificar su conducta. Con esto cambió su sentir sobre sí misma, y fue en ese momento que se completó la toma de consciencia, cuando esa idea racional tuvo su contraparte en el sentir, en la experiencia. También puede pasar al revés; en este caso, sería algo así como que la persona no se siente a gusto en esa relación, empieza a sentir el deseo de hacer cosas por y para sí misma. Que tenga intuiciones de que algo anda mal y empiece a tomar distancia, para después comprender racionalmente que lo que le pasaba tenía que ver con que no se valoraba a sí misma y estaba viviendo un libreto impuesto por un mandato familiar o social en el que “hay que estar en pareja a como dé lugar”, por ejemplo.

Solo quiero ilustrar que la toma de consciencia es un proceso que puede asomarse desde cualquiera de estos dos horizontes, el racional o el emocional, pero que, para completarse, requieren ambos momentos. Si solo se da lo racional, es una idea de lo que debemos hacer, pero sin sentirla; si se da solo lo emocional, sería genuina, pero falta el aprendizaje que da lugar al crecimiento personal. Cuando concurren estos dos aspectos, la toma de consciencia se traduce en una verdadera integración, en un verdadero aprendizaje, en una expansión de nuestra zona de consciencia, en un crecimiento personal. Es decir que la toma de consciencia no puede ser un hecho racional solamente, sino que además debe ser vivido, pasado por el cuerpo, ya que va más allá de lo intelectual y lo emocional por separado; alcanza el plano espiritual, pues se trata de una revelación inefablemente profunda que invade todo nuestro ser.

Otro aspecto muy curioso y con una implicancia social es el hecho de que solo los que despertaron pueden reconocer el despertar del otro. El que no despertó desdeña los procesos del que despierta o está en proceso de hacerlo, porque lo teme y no se anima a hacerlo. Al no permitírselo en sí mismo, lo niega y lo proyecta en el otro. Es que el despertar no suele ser un proceso elegante, decoroso ni lineal, más bien diría que es desprolijo, electroencefalográfico (con picos de ups and downs) y caótico. En otras palabras, una mierda (pero ya volveré sobre este concepto y sus propiedades fertilicias). Implica perder el balance, exponerse, que muchos de los que queremos se alejen: todo esto suele doler o avergonzarnos.

Pero el que despertó, el que salió de su trinchera emocional (consultá el Glosario) comprende que el que está despertando está haciendo lo que puede en ese proceso. En algunas personas, en los inicios del despertar de la consciencia pueden darse crisis de ansiedad y angustia, pues advierten la mentira silenciosa en la que fueron criados. Reparan en que la pobreza, la violencia, las guerras, la inequidad social y demás injusticias están naturalizadas y producen un rédito, a plena luz del día y a la vista de todos, a algunos poderosos, quienes, para empeorar el cuadro de angustia, parecen ser ciegos a dichos engaños. Pero en este proceso, en el mejor de los casos, se da una adaptación y surge una mirada comprensiva y compasiva al entender que no se trata de un engaño malicioso, sino simplemente de una suerte de “miopía espiritual o mental” de las personas. Así el que despertó comprende que el otro actúa desde otro nivel de consciencia, no ya por maldad.

Luego de este “renacimiento”, el que despertó es compasivo y alentador con el otro. Es humilde en su saber y, desde ya, no alardea de su toma de consciencia ni de cuán elevada piensa que sea su mirada. Estas actitudes soberbias son una clara expresión de una manifestación del ego, de un no despertar disfrazado de despertar o espiritualidad, de una inferioridad que busca ser compensada o tapada. El que despertó deja el juicio y la crítica de lado, más bien observa y comprende. Comprende que el que está despertando busca su ser, entonces sabe que es natural
que desentone y tropiece, que pierda el ritmo, que tantee tímidamente o que pegue manotazos de ahogado, pero valora su animarse. Es como si se tratase de una logia secreta, en la que sus integrantes tienen un código de reconocimiento mutuo. Se respetan entre sí y son compasivos entre ellos, pero también lo son con los que permanecen dormidos. Sí, resuenan con esos que están en la frecuencia de atreverse a perderse, para encontrarse viendo más allá de lo material y aparente.

El dormido critica porque no quiere quedarse solo en la siesta de su vida. No quiere que abandonen su juego, necesita de un otro que valide su disfraz, que crea en la mentira de su ego; entonces, critica la emocionalidad del otro, sus reflexiones existenciales y espirituales. Marca todas las incoherencias del que está ensayando una nueva manera de sentir, pensar y hacer: de ser. Claro que el que está despertando va a tener incoherencias, pues empieza a pensar diferente, pero todavía tiene todo un recorrido de una vida llena de hábitos que debe cambiar y soltar. Querrá compartir sus “darse cuenta” mientras conserva aspectos incoherentes. Como expresión de sus inseguridades, aparecerá un coro de dormidos que lo juzguen. Pero, ojo, no pienses que el dormido es malo (en realidad nadie lo es, solo se trata de diferentes niveles de consciencia), solo está dormido y su miedo lo lleva a permanecer en esa mentira y a defenderse.

Así es que, si sos una oveja negra, sentite orgulloso de serlo. Las ovejas negras se reconocen entre sí. Es hermoso tener conversaciones con personas que despertaron o están haciéndolo, porque no imponen, no se defienden, no juzgan ni miran desde lo alto, ni desde el individualismo, sino desde la aceptación e integración de que el otro está en su legítimo derecho de ser como es, pensando como quiera, de que todos estamos conectados; y, habitualmente, ven todo con sentido del humor, porque consideran que, desde cierta perspectiva, todo esto es un sueño.

Creo que son muchísimas las situaciones que muestran que, como humanidad, estamos dormidos; caso contrario, no tendríamos los alarmantes índices de calentamiento global y contaminación planetaria, violencia, consumo de medicamentos, adicciones, depresiones, consumismo, pobreza y personas con hambre por millones, guerras, corrupción, etc. De algún modo, en una apreciación a priori, podríamos decir que existe una masa crítica de personas que tienen un nivel de consciencia menos elevado. Sin embargo, me siento optimista al respecto y creo que estamos en una suerte de “aula de un jardín de infantes espiritual”, en el que cada vez más personas estamos viviendo un despertar de la consciencia.

Lo que quiero señalar, como se puede apreciar en el gráfico que está a continuación, es que los que tienen un nivel de consciencia más elevado son los que comprenden a los que no despertaron. Es como si se tratase de hermanos mayores que son compasivos con los berrinches de los más chicos y los tratan con amor y paciencia.

Ilustración

Los que tienen un nivel de consciencia más elevado comprenden a los de menor nivel de consciencia, pero no al revés.

Otro aspecto importante es que el despertar de la consciencia está edificado sobre la aceptación, jamás sobre un juicio, crítica o mandato social. Quiero decir que el ego puede vestir, como dije, muchos disfraces, incluso el de la toma de consciencia. Es cuando vemos a muchos que se hacen llamar espirituales y andan imponiendo sus liturgias y maneras de ver la vida a los demás, con una actitud altanera; o el vegano que juzga al que se alimenta de otra manera. Creo que el que realmente despertó depuso su actitud impositiva y hasta persuasiva; más bien tiene una actitud prudente y compasiva con los demás. Se le da fácil el comprender, aceptar y perdonar y, por tanto, está más cerca de la paz y la tranquilidad que de otra circunstancia, como puede ser la imposición de la propia verdad. Según sea su nivel de consciencia, no se toma nada o casi nada de modo personal. El que dio ese paso, el que se animó a abrirse del rebaño, el que tuvo su “viaje del héroe” (más tarde veremos de qué se trata), es el que reconoce cuando aparece un espíritu libre. No lo enojan las malas actitudes, más bien las comprende, porque ya no proyecta sus miserias en otros, sino que las aceptó e integró y, fundamentalmente, sabe que las conductas y palabras de los demás tienen que ver con ellos mismos.

La aceptación trae consigo una actitud relajada, fluida. En este sentido, podríamos decir que la toma de consciencia es inversamente proporcional a la preocupación por la opinión social. Tomar distancia y ver ese rebaño al que uno perteneció es reconocer las propias miserias. Cuando las aceptamos en nosotros mismos, las perdonamos en los demás, porque las comprendemos, las integramos y trascendemos. Incluso las agradecemos, porque gracias a esas experiencias aprendimos y nos forjamos como la persona que somos. Es que para amarnos a nosotros mismos, necesariamente debemos amar las experiencias –dolorosas o no– que nos llevaron a ser quienes somos.

¿Sentiste que respetaran tus sentimientos y maneras de pensar?

¿Te sentiste una oveja negra? ¿Es algo que te pesa o te enorgullece?

¿Qué creés que hace que lo vivas de esa manera?

Por todo esto es que el despertar nos vuelve más sensibles y empáticos. Vemos más allá de la diversión y placeres, y entendemos que todo tiene sus consecuencias y que también todo tiene un costo que alguien en alguna parte de la cadena de producción está soportando. Resonamos con el dolor, los miedos, las tristezas ajenas, pero también con la felicidad y la dicha de existir, con el sentimiento de gratitud por el solo hecho de comprender la maravilla de estar vivos.

El despertar es gradual. Me refiero a que, cuando alguien despertó, es una persona que empezó a quitar muchos velos en su vida, dio el paso para mirar más allá de lo establecido, de saber que no hay tanto de real en lo material; pero claro está que existen muchos niveles de consciencia, por lo que el que “despertó” seguramente no lo hizo del todo, en el sentido de que, por más evolucionado que sea, siempre tiene nuevos desafíos o aspectos por descubrir y hacer conscientes. El despertar es un proceso que implica una gradualidad que contiene un sinnúmero de niveles. Entonces, si miramos atrás, veremos que antes teníamos cierto nivel de consciencia y que ahora vemos las cosas de modo diferente, lo que nos habilita a pensar que, con el tiempo, las experiencias y una actitud de apertura y aprendizaje, seguiremos elevando nuestro nivel de consciencia. Es como cuando releemos un libro y descubrimos nuevos conceptos que no vimos en la primera lectura.

Otro aspecto no menor es que el que despertó –como dije– es asertivo y no impone, pero eso no quiere decir que permita injusticias, que no ponga límites o que no desee el cambio. Más bien, pone límites asertivos y sin culpa, comparte su punto de vista desde el respeto, la generosidad y el deseo de generar bienestar sin frustrarse si sus propuestas no son comprendidas o apreciadas. Es decir que no controla y acepta el proceso del otro, porque comprendió el propio. Solo comparte por la dicha de compartir y desde el desapego de los resultados, porque ya no es el ego el que está al mando.

Otra de las consecuencias más importantes quizás es que la toma de consciencia es liberadora. Esto aplica en el sentido de que “pescar” creencias limitantes nos permite expresar todo nuestro potencial.

Darnos cuenta de nuestras limitaciones, de nuestros miedos y mandatos, es el primer paso para liberarnos de ellos. Es realmente energizante descubrir que muchas cosas que creíamos no poder hacer o que temíamos, solo estaban en nuestra cabeza y que, al estar allí actuaban como un factor sui géneris (creador) de todas esas circunstancias que veíamos allí afuera, sin comprender que todo era la consecuencia de cierta perspectiva de vida. Ver esto, dejar de ser ciegos ante nuestro potencial es difícil, ya que habitualmente no nos observamos a nosotros mismos ni a nuestros programas. Como dije, vemos el disfraz del otro, pero no terminamos de ver el propio, no terminamos de tomar consciencia de que somos la causa de nuestras circunstancias.

Esto de las creencias limitantes lo explico al detalle en mi libro Modo creativo, pero vale recordar aquí que, cuando tenemos miedo, es normal entrar en acción restringida, timorata, por la percepción de un contexto de supervivencia, que con posterioridad se materializa en una suerte de autoboicot: “No lo logro porque no lo intenté con convicción, porque en algún punto sentí que no era posible”. No nos animamos a quemar las naves por si tenemos que regresar, y es esa posibilidad la que no nos deja crecer. Es justamente el ímpetu de nuestras conductas lo que metacomunica el nivel de nuestra decisión y convicción, de nuestra coherencia emocional (sentir-pensar-hacer: ser). Este accionar timorato no surte efecto, tal como un avión que intente despegar a baja velocidad. Es que, para despegar, hay que hacerlo a toda velocidad, que es cuando las alas ganan sustentación por el efecto Bernoulli. Así, todas las decisiones son expresión de creencias que terminan materializándose en nuestra vida. De modo que poder tomar consciencia de esas creencias es realmente liberador.

Lo mismo pasa con las oportunidades, ya que las que tenemos son las que vemos. Si nunca las vemos, si no somos conscientes de ellas, no las tenemos realmente. Esto es otra prueba más de que todo está en nuestras creencias, en nuestros mapas mentales. Para poder alcanzar nuestras metas y realizar nuestros sueños, deben estar primero en nuestros mapas mentales, en nuestro inconsciente, porque si no están allí, aparecerá el autoboicot, o ni siquiera tomaremos el camino para que se haga realidad la mejor versión de lo que somos.

Tiempo atrás, no mucho, no se cuestionaba el racismo, el patriarcado ni el machismo. No se los veía como tales. En la actualidad, si bien no logramos ponernos en coherencia y trascenderlos del todo, ya los vemos, comprendemos que implican injusticias que parecieran estar naturalizadas en muchas personas. Pero es la toma de consciencia la que da la posibilidad de liberarnos de estas situaciones. Como esto, muchísimas otras variables invisibles operan desde las creencias en forma inadvertida, porque no somos conscientes de ellas. Por ello insisto y sostengo que la verdadera libertad es la toma de consciencia.

Antes de liberar los pueblos americanos, San Martín tomó consciencia de la injusticia en la que vivíamos, se dio cuenta y soñó la libertad. Se puso en acción y estableció un límite desde el uso de la fuerza estratégica. Derrotó a las fuerzas del reino español, liberándonos de rendirle obediencia. Pero hoy, la dificultad en la conquista de la libertad estriba en que existen muchos intereses que no se encuentran representados en una persona ni en una organización en particular, sino que viven en forma orgánica en las costumbres, creencias y valores de las sociedades. Son impersonales, están instalados en los automatismos de la gente, por lo que no cabe la posibilidad de librarnos de ellos mediante la imposición o la fuerza, sino exclusivamente mediante la generación de condiciones para la toma de consciencia. Es decir, no me imagino a un espiritual o vegano prohibiendo todo estilo de vida e imponiendo el propio a todo el mundo. Como tampoco creo que el que ve pobreza deba quitar lo legítimamente ganado a algunos para darles a otros; creo que esto –más allá de los impuestos que debemos pagar y la asistencia de urgencias de necesidades físicas y sanitarias– debe ser una elección. Sí creo en la posibilidad de generar condiciones para que otros puedan tener más opciones de elegir y desarrollar una mirada más holística. Insisto, solo crear las condiciones para que puedan elegir. Creo en la toma de consciencia que nos mueva a ayudar a que otros cooperen libremente para una sociedad mejor, a que se contagien de lo bueno. Caso contrario, seguimos dormidos, actuando por obediencia y no por consciencia.

La toma de consciencia hace que disfrutemos más y nos sintamos más energizados. Hacer de un modo consciente el trabajo o la profesión en la que nos desempeñemos convierte algo que pueda ser ordinario en una experiencia extraordinaria. Nos damos cuenta de que valoramos un buen trabajo por encima de la paga, comprendemos que es nuestra función en la vida, le damos un sentido a lo que hacemos, con una mirada que va más allá de la satisfacción de nuestros clientes. Una pareja consciente es un espacio de crecimiento y autoconocimiento, donde la sexualidad se disfruta mucho más, aumenta la conexión con uno mismo y con el otro. Las conversaciones y silencios, los aprendizajes, los miedos y tristezas, las operaciones o circunstancias de pérdida, todo se convierte en experiencias extraordinarias. Los negocios conscientes son más satisfactorios, ya que tienen un para qué, un por qué y un cómo conforme a valores, que al vivirlos coherentemente arrojan por resultado una sensación de satisfacción, un plus, una ganancia emocional que va mucho más allá de lo económico. Lo mismo ocurre con la alimentación, en la que uno selecciona, prepara y consume alimentos conforme a una filosofía de vida consciente, con gratitud y visualizando que es energía que mueve y mantiene sano el cuerpo. Así, el consumo, el ejercicio, el descanso, el pago de impuestos, el estudio, la escritura, el baile, el agradecimiento, el saludar a alguien, abrazar e infinidad de otras acciones, si las vivimos conscientemente, conforman una experiencia mucho más rica.

Tomar consciencia trae un sinfín de beneficios y bendiciones que exceden mi propósito en este texto y no llegaría a describirlos todos, porque de lo que me ocuparé en lo sucesivo es de la coherencia emocional. Aquí me estoy refiriendo a los más obvios, con intención de resumir. Pero entre ellos hay uno que quizás sea el más importante: la toma de consciencia tiene un poder sanador. Es que todos en algún punto vivimos programas que no son sanos, ni naturales, que están en nosotros por costumbres sociales y crianzas familiares. Se trata de programas que son o fueron útiles a otros, y que, si no despertamos, si no tomamos consciencia, buscaremos mantener a cualquier precio. Quiero decir que es muy frecuente que, por ser aceptados o no estar solos, pasamos a permitir tratos o destratos que no deseamos ni merecemos, que están basados en un miedo oculto, sepultado por muchos años, experiencias y hasta generaciones de ancestros. Miedos que seguramente están allí desde alguna vivencia temprana de nuestra infancia, en la que, por supervivencia o, más precisamente, por obtener unas tajadas de amor, empezamos a forjar un modo de ser determinado. Es que desde la pequeña rendija de la mirada de la infancia, entendimos que esa era la condición para ser amados o considerados. Pero, más tarde, estas conductas se convertirían en nuestra personalidad, en nuestro disfraz, sin tomar consciencia de que era un mecanismo de defensa, una mera estrategia anacrónica del ego para ganar amor o atención.

Así, por ejemplo, vamos por la vida jugando a ser pobres víctimas; poniendo cara de tristes aprendimos a obtener beneficios, a librarnos de exigencias o de que nos siguieran retando. También estamos los que aprendimos que, enfermándonos todo el tiempo, obteníamos cuidados y nos eximían de tareas y responsabilidades. En la otra punta estamos lo que, con el fin de impresionar, de ser admirados, reconocidos o valorados, entendimos que debíamos ser exitosos, manejar niveles de estrés insufribles, corruptos o estafar para acumular riquezas a ultranza. Por otro lado, estamos (1) los que creemos que deberíamos hacer esfuerzos inhumanos para ser bellos o mantenernos jóvenes, como también los que nos enorgullecemos porque seremos recordados por los pibes del barrio al salir en primera plana por haber robado un banco o haber matado un policía vigilante. Sí, subyace a cualquiera de estos disfraces un niño o una niña carente de afecto. Así, una cosa llevó a la otra por un largo camino que nos hizo confundir el lujo, la fama, los like (“me gusta”), la belleza, la inteligencia o el reconocimiento con el amor y la aceptación genuinos; pero si nos sinceramos, reconoceremos que es lo que todos realmente deseamos recibir.

Por lo tanto, al menos para mí, es obvio que, al tomar consciencia de todo ese libreto que inventamos, de cuánto nos alejamos de quienes realmente somos, de cómo nos engañamos con ese disfraz del personaje que creamos, naturalmente volvemos a la salud. Es que, como explico en Modo creativo, todas estas exigencias, presiones o victimizaciones representan una adversidad, que, a nivel biológico, implican una activación, desde leve a intensa, del sistema simpático, con el fin de poner nuestros recursos en la defensa o conquista, lo que desactiva el parasimpático, genera una inmunodepresión del sistema inmunológico e impide también la reconstitución celular.

En conclusión, por mantener esa mentira originada muy temprano en la infancia con el único fin de ser valorados y reconocidos, ingresamos en un modo emocional disarmónico que nos enferma. Esa disarmonía sostenida en el tiempo termina dando avisos cada vez más fuertes, que van desde dolores o enfermedades como el cáncer hasta la muerte. Hoy sabemos que existe un mensaje, según el tipo de enfermedad que tuvimos, relacionado con el conflicto inconsciente y que siempre merece un análisis. Quiero decir que todo síntoma es un mensaje que antes fue una emoción y, al ser desoído, elevó su intensidad convirtiéndose en una enfermedad. Pero no cualquier enfermedad, sino una que guarda relación con el conflicto emocional no resuelto. Por eso, el que despierta, el que se da cuenta del libreto que estaba representando y –como veremos más adelante– si decide ponerse en coherencia emocional, libera todos esos programas y consecuentemente sana.

Pero claro está que el proceso de sanación –mucho más profundo que el de curación– requiere tiempo (al igual que el enfermar, que es otro proceso que hacemos para despertar la consciencia). La toma de consciencia nos muestra algo; luego tenemos la responsabilidad existencial de seguir en incoherencia o salir de esa mentira y ponernos en coherencia emocional –sobre esto profundizaré más adelante–. De modo que, si la toma de consciencia ocurre cuando estamos cerca de la muerte, muchas veces los tiempos no son suficientes para elegir ponernos en coherencia y volver a nuestro estado natural de salud, y terminamos muriendo, aunque hayamos tomado consciencia. Hoy son cada vez más frecuentes los casos de autosanación por este despertar de la consciencia masivo que estamos viviendo.

Cada vez somos más los que despertamos a una existencia en contacto con nuestro propósito de vida, aunque no coincida con las expectativas de papi, mami o la sociedad. Despertamos y nos ponemos en coherencia emocional alineados a una vida en contacto con la naturaleza, a una vida conectada con nuestras emociones, a una experiencia holística. En fin, el despertar es sanador.

Recordá un despertar en tu vida: ¿cuál era la o las máscaras que más usabas, que te sirvieron para adaptarte y sobrevivir?

¿Cuál era ese personaje? ¿Por qué creés que sostenías ese personaje? ¿Qué beneficios te traía?

¿Identificás en tu vida otra máscara o personaje detrás del cual te escondés?

¿Valen la pena? ¿Hasta cuándo? ¿Qué intuís que pasará después si seguís vistiendo ese disfraz?

¿Tenés un síntoma físico recurrente?

(Más adelante hablaré sobre qué hacer en este caso).

Cuando despertamos, no nos tomamos nada como agravio ni elogio personal. Esto es así porque, como vimos, cuando tomamos consciencia, el juicio cede espacio a la comprensión. Pero sentiremos que nos hicieron daño y odiaremos cuando aceptamos bailar el tango con nuestros –supuestos– victimarios o enemigos. Es que, al estar dormidos, validamos el disfraz del otro, le creemos, creemos que nos hace daño y creemos que fuimos dañados. Jugamos el mismo juego, le damos atención a ello. Con esta mirada, tenemos un encuadre muy restringido de la situación, lo que no nos permite comprender qué hay de nosotros reflejado en el otro. Es como intentar armar un rompecabezas de mil quinientas piezas con solo un par de ellas y, además, sin ver la imagen completa. ¡Imposible! Pero cuando despertamos, vemos la imagen completa, las piezas del rompecabezas parecen armarse sin esfuerzo y solas cobran significado en un contexto. Entendemos que las conductas de ese otro son su disfraz, su ego que no es más que una serie de defensas que le sirven de armadura para protegerse de sus propias heridas; entonces comprendemos que no hay verdadera voluntad de daño, solo de compensar sus carencias y de paliar su dolor y sentimientos de inferioridad. Eso nos permite despersonalizar el conflicto. Cuando nos quitamos el velo y vemos que no hay más que un niño o niña herida allí debajo de esa apariencia que busca compensar su inferioridad, entendemos que todo daño del que creímos ser destinatarios era una consecuencia de sus heridas y que lo que a nosotros nos duela es nuestro, no es culpa del otro. Nosotros solo fuimos un espejo que le mostró su dolor, del que se defendió.

A su vez, su daño, mejor dicho, su supuesto daño o lo que nos dolió fue una oportunidad para mostrarnos a nosotros mismos dónde debemos sanar. Así entendemos que el otro solo fue una suerte de avatar, de maestro que vino a darnos una enseñanza de cómo es nuestro disfraz, de cuáles son nuestras carencias o heridas que hemos de trascender. La toma de consciencia nos pone en el centro de la escena existencial haciéndonos responsables de lo que vivimos, porque, si nos duele, tiene que ver con algo propio.

No nos duele a todos lo mismo porque no vestimos todos el mismo disfraz. Nos duelen nuestros complejos, y nuestros enemigos eventuales vienen a mostrárnoslos. El que tiene una baja autoestima tendrá un ego más grande, por lo que no tolerará que le den un trato como a cualquier mortal. Al que está acomplejado con la altura le dolerán los comentarios al respecto; la que sienta que no puede intentará demostrar que sí y le dolerá si alguien osa decirle que no puede. Así, cada cual con su disfraz irá encontrando su par con quien bailar el melodrama que le resuene, hasta que aprenda lo que necesite aprender, porque todos somos maestros y alumnos al mismo tiempo en todas las relaciones.

Por último, la toma de consciencia trae paz al alma, que nada ni nadie puede darte ni quitarte. ¿Cómo? Ya me referí a que la toma de consciencia tiene dos aspectos: el racional y el emocional. Si falta lo emocional o vivencial, no está completa. Dejame contarte un ejemplo para que lo veas más claro. Cierta vez estuve en una relación de pareja sobre la que intuía cosas oscuras, no sabía bien qué era, pero sabía que había mentiras. Demoras en responder, respuestas inventadas y en extremo escuetas, en fin, nada de transparencia. Sí, sentía el olor, pero no sabía dónde estaba la podredumbre. Finalmente, cuando pude descubrir racionalmente de qué se trataban esas mentiras, cuando tuve las pruebas, se completó la toma de consciencia: lo emocional y lo racional. Sentí una paz que inundó mi ser como si me sacase un chaleco de fuerza. Sentí la tranquilidad de saber que no estaba inventando, que no eran locuras mías. Es que conocer la verdad nos sana, nos hace libres, nos trae paz. Es que la verdad es una necesidad del alma.

Lo mismo les ocurre a los familiares de desaparecidos: si bien saben en algún lugar de su ser que esa persona querida está muerta, el encontrar el cadáver, aunque los entristezca, es la prueba racional que les permite cerrar el asunto y trae paz a su alma. Esto me recordó que la intuición no miente, que las “vibras” son verdaderas, solo que no nos escuchamos y no confiamos en nosotros mismos como deberíamos.

¿Te pasó sentir la paz de darte cuenta de algo que intuías? ¿Cómo?

En honor a mi pragmatismo robustecido hago un extracto de lo visto: el despertar de la consciencia es un fenómeno espiritual resultante de un componente racional y emocional, es decir que requiere ser comprendido y sentido. Nos vuelve más sensibles y empáticos. Es gradual, basado en la aceptación e integración; habilita a que lo reconozcamos en otros y jamás impone, sino que eventualmente busca ser compartido desde una genuina generosidad. Es liberador, mejora la calidad de vida, te induce a vivir en plenitud, es sanador, te trae paz y despersonaliza las ofensas. ¡Ah!, la última y única banal cualidad: ¡es gratuito (en términos económicos, por supuesto)! Risas aparte, son todas buenas, no tiene una mala. Pero, si esto es así, ¿por qué no todos tomamos consciencia?

¿QUÉ NOS IMPIDE DESPERTAR?

Sufrir la propia muerte y renacer, no es fácil.

FRITZ PERLS

En realidad nada nos lo impide. ¡Nada! Que se nos quede bien grabado. Somos nosotros mismos los que decidimos no despertar, en aras de una sola cuestión: evitar el dolor y mantener cierta comodidad. Solo estos aspectos actúan como dificultades y obstáculos (guardianes) para la toma de consciencia, pero nada lo impide. Como decía Fritz Perls, el creador de la Gestalt, “sufrir la propia muerte y renacer no es fácil”. Pues bien, él no estaba haciendo referencia a otra cosa más que al darse cuenta, cuando tomamos consciencia y quitamos un velo. Ya dije que, a lo largo de los años, con el objetivo de satisfacer necesidades emocionales, vamos desarrollando estrategias que van dándonos cierto refuerzo social, y así se va apuntalando el neurótico que somos con nuestro ego, y terminamos fundiéndonos con nuestro disfraz, creyéndonos que somos ese personaje, para un buen día darnos cuenta de que todo ese tiempo estuvimos viviendo una mentira. Imaginate que soltar todos esos hábitos, matando al que fuimos y renacer es una situación, como mínimo, desestructurante y dolorosa. Es que nos refugiamos en esos roles que nos dieron seguridad en el pasado y, por lo tanto, no estamos dispuestos a soltarlos fácilmente. Como un crustáceo decápodo, más conocido como cangrejo que, para poder seguir creciendo, debe abandonar su coraza y mudarse a una concha de caracol más grande y nueva. Pero en el ínterin debe quedarse desnudo, a piel descubierta, exponiéndose a todo eso de lo que se protegía con su antiguo cascarón. Desapegarnos de todo ese modo de ser, todos esos valores (materiales e inmateriales), modos de pensar para gritar a los cuatro vientos “¡Me equivoqué, por aquí no era!”, es una actitud reservada a unos pocos valientes. Muchos prefieren permanecer dormidos, pues de ese modo no hay dolor. Pero, claro, el precio por una vida anestesiada es nada menos que prescindir de nuestra libertad. ¡Vaya precio!

Si indagamos un poco más en por qué nos cuesta el despertar, veremos que hay una capa más antes de evitar el dolor: el miedo al dolor. Y aquí sí que estamos jodidos. Porque el mayor enemigo del crecimiento es el miedo al dolor. El problema es que somos educados para evitar el dolor; (2) más aún, existe cierto mandato social de que debemos estar felices todo el tiempo, de modo que cuando nos encontramos ante una situación de pérdida, no nos permitimos transitar la tristeza, la incertidumbre ni la angustia. Llegados a este punto, bloqueamos un proceso natural, garantizando así un efecto rebote, puesto que estas emociones bloqueadas se convierten en asuntos inconclusos que nos acompañarán como la sombra hasta que las transitemos dándole cauce a su expresión.

Es curioso el hecho de que, palabras más, palabras menos y resumiendo mucho, el camino para salir de la depresión, de la fobia, del trastorno de ansiedad, como de muchos otros trastornos emocionales, además de tomar consciencia y acceder a una nueva perspectiva de vida (mediante una corrección cognitiva de las creencias irracionales que nos generan sufrimiento y de develar programas inconscientes) consiste simplemente en transitar emociones displacenteras. Esto es, dejar de evitarlas y permitirnos vivir el proceso llorando todo lo que sea necesario. Sí, suena mal, pero desde los últimos avances de la terapia de la aceptación y compromiso (ACT, por sus siglas en inglés), sabemos que, para superar algo, además de esa reestructuración cognitiva que menciono, debemos transitar la emoción displacentera. Esto es, permitirnos la “incomodidad limpia”, cuando vivimos y transitamos genuinamente el dolor.

Pero cuando no nos lo permitimos, aparece la “incomodidad sucia”, cuando desarrollamos miedo al miedo, angustia por la angustia, etc. Es decir, por el simple hecho de no aceptar ni una pizca de dolor, nos ponemos en una situación de exigencia de estar todo el tiempo felices, lo que impide que las demás emociones displacenteras fluyan con naturalidad. En este punto se traba todo y empezamos a acumular tristezas hasta hacer una depresión, o angustias hasta un trastorno de angustia, o miedos hasta una fobia. Es que, para que se te pase la tristeza, en algún momento tendrás que llorar y permitirte estar triste. Lo mismo que para superar el miedo tendrás que mirar de frente a lo que temés y afrontarlo. Para superar el vacío, tendrás que habitarlo. Estos pasos difíciles en la vida son los que llamo “peajes emocionales” (consultá el Glosario), en el sentido de que, para llegar a ciertos lugares que deseamos, tenemos que pagar. Paradójico ¿no?

Entonces, con la premisa de evitar el dolor y los peajes emocionales, nos da miedo la verdad, porque tomar consciencia y darnos cuenta de que estábamos viviendo una mentira o un mandato familiar, por ejemplo, en algún momento implicará tener que cortar ese mandato y hacer lo que uno realmente siente o, lo que para mí es peor, vivir con la incomodidad de saber que estamos obedeciendo un libreto ajeno o tomando una actitud cobarde. Además, decir la propia verdad, ser un disidente, casi nunca se da con el apoyo del clan, sino pagando el precio de su rechazo. Es tan así que, antiguamente, los que pensaban distinto pagaban sus ideas rebeldes con el exilio o la muerte. Todos conocemos las historias de Jesús, Copérnico, las “brujas” de la Inquisición y, si este libro está en tus manos, me animaría a decir que vos y yo también somos las ovejas negras de nuestra familia o entorno social, que pagamos un precio por la toma de consciencia.

Peor aún, ser un disidente revive memorias arcaicas de muerte, porque, cuando éramos primates en el Pleistoceno, el alejarnos de la manada era una sentencia de muerte. No sobrevivieron a las heladas ni a los predadores los que se fueron solos, murieron y con ellos también la información genética de ser diferentes. Así es que los que sobrevivimos tenemos programas genéticos que nos inducen a movernos en manada y, si nos alejamos, pagaremos el precio de un miedo como señal de que estamos en zona de riesgo. Pues bien, hoy este miedo es una mentira, nuestros ancestros estuvieron en riesgo real por su cuenta, pero nosotros podemos hacer la nuestra, que no pasa nada. Es más, seguramente “el viento cósmico” nos juntará con otro grupo de disidentes. Resonaremos y nos encontraremos en algún punto.

Entonces, reduciendo la ecuación, podemos concluir que muchos buscamos evitar la toma de consciencia porque, manteniéndonos dormidos, no cuestionamos las costumbres del clan ni las sociales, permanecemos lealmente en silencio, cómplices de una mentira a cambio de su aceptación y membresía, resignando nuestra libertad. Es una bifurcación entre seguir la propia verdad o continuar en un letargo lleno de los beneficios de obedecer.

Completá las frases.

Para que me quieran, tengo que

Para que me cuiden, tengo que

Para que me den atención, tengo que

Ahora, ¿cómo sería darme a mí mismo todo eso que espero del afuera? ¿Qué pasaría?

Los nativos del desierto de Kalahari (Namibia) tienen una técnica muy efectiva para cazar monos sin hacerles ni un solo rasguño. Realizan un pequeño hueco en un termitero, luego colocan en su interior semillas de melón y esperan a que el curioso mono se acerque a investigar. El mono ingresa la mano por el hueco y toma las semillas, pero, al intentar retirarlas, no puede, pues su puño cerrado es de mayor tamaño que el diámetro del hueco. Luego viene el cazador y le pone una cuerda al cuello y lo apresa. Lo curioso es que el mono se desespera al ver que se aproximan para sujetarlo. Podría liberarse instantáneamente con solo soltar las semillas, pero no lo hace, se aferra a ellas y así pierde su libertad.

Como a estos monos, nos pasa que, por la necesidad de pertenecer y complacer al clan, nos quedamos presos de una situación de incoherencia emocional, por no soltar cierta comodidad, por no animarnos a disentir.

Pero, ¿de dónde viene semejante apego?

¡Triste época la nuestra!

Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

ALBERT EINSTEIN

1- Hablo en primera persona del plural para referirme a ejemplos o circunstancias diversas y hasta opuestas, porque me gusta sentir que todos somos uno, que todos en algún momento de nuestras vidas pasamos por esas experiencias. Así, cuando me refiero a los que tomaron consciencia y despertaron o a los que siguen dormidos, los que sanaron o los que son violentos o incoherentes, lo hago con un “nos” incluyéndome a mí, a vos y a todos. Esto lo hago con la convicción de que no estamos separados y de que de algún modo estamos conectados y todos tenemos algo del otro. Que los demonios que vemos en los demás también son propios y que, por lo tanto, aunque en algunos aspectos desde mi ego me encantaría borrarme de la lista de los que permanecen dormidos, creo que no tiene ningún sentido especificar. Ya dije que no vamos a señalarnos. Unos más, otros menos, unos en unos aspectos y otros en otros, pero todos estamos despertando en este planeta Tierra mediante una experiencia de aprendizaje. Estamos conectados y lo que le pasa a uno u otro también me pasa –o puede pasarme– a mí. No todos constituyen mis casos particulares, pero puedo decir que “son nuestros casos”, porque somos uno.

2- Más aún, desde un punto de vista biológico y psicológico, estamos diseñados para evitar el dolor y acercarnos al placer. Por lo tanto, naturalmente tendemos a repetir todo aquello que creemos que nos aleja del dolor. El problema es que, con este mismo fin, nuestro cerebro tiende a automatizar estrategias que alguna vez fueron exitosas, generando resistencia al cambio, sin advertir que seguramente las circunstancias en que se desarrolló esa conducta, ahora automatizada, ya no son las mismas.