Iris Murdoch
Un retrato de retratos
Los retratos de Iris Murdoch
La vida de Iris Murdoch despertó tras su fallecimiento tanto interés como lo había hecho antes su obra. Contribuyeron a ello la publicación de una biografía oficial, unos cuantos libros que aireaban más intimidades de la cuenta —incluidos los escritos por su marido— y un biopic más morboso que interesado en los aspectos que verdaderamente hicieron de Murdoch una de las mujeres más relevantes de su tiempo.
Que antes o después se publicaría su biografía fue algo que la autora aceptó con su popularidad, aunque no sin reticencias. A nadie le gusta que se entrometan en su vida y menos a una persona que, como Murdoch, se cuidó siempre de la imagen que proyectaba pública y privadamente. Elegir bien a la quien habría de escribir su biografía oficial era decisivo. En 1988 Murdoch le ofrece el proyecto a A. N. Wilson, antiguo alumno de Bayley y amigo de la pareja, pero después de un tiempo de encuentros y conversaciones abandonaron la idea. La escritura de la biografía quedó entonces paralizada hasta que en 1996 Peter Conradi, también amigo del matrimonio y autor de uno de los primeros estudios sobre la obra literaria de Murdoch, se propuso retomar el proyecto, que no vio la luz hasta después de fallecida la escritora.
Iris Murdoch sí llegó a conocer la publicación de un libro que reflejaba al menos una parte de su vida, pero, ya en una fase avanzada del alzhéimer, no pudo ser consciente de su alcance. En 1998, John Bayley publica Elegía a Iris, la primera parte de una trilogía que se completaría con Iris y sus amigos y Widower’s House, publicadas tras la muerte de su mujer.
Los dos primeros volúmenes describen la vida del matrimonio después de que a Murdoch le diagnosticasen la enfermedad de alzhéimer en 1997. El primero rememora la historia de la pareja desde que Iris y John se conocieron en 1954. El segundo se centra en los recuerdos y ensoñaciones de Bayley, los «amigos» a los que hace referencia el título y que vienen en auxilio de la mente del profesor y crítico literario ante el progresivo deterioro de su esposa. En el último —nunca traducido al español—, Bayley presenta su reciente condición de viudo, salpicada con grandes dosis de fantasía que ofendieron a muchos y despertaron sospechas sobre la veracidad de lo expuesto en los volúmenes anteriores.
Las memorias de Bayley conmueven e indignan a partes iguales. De un lado encontramos a un marido entregado y cariñoso, que se sigue entendiendo a la perfección con su compañera de vida y hasta cierto punto disfruta de los cuidados que se ve obligado a brindarle. De otro, la impudicia con que muestra las intimidades de una mujer que siempre guardó celosamente su privacidad y la serena exposición de sus propios estallidos de rabia provocan un inevitable rechazo. El amor que el relato se afana por mostrar se transforma en condescendencia al convertir a toda una figura de las letras británicas en apenas una niña a la que, nos dice Bayley, «cuando salió el libro (Elegía a Iris), le gustaba verlo, así como la foto de la cubierta. (…) Vi un atisbo de orgullo, casi maternal y cariñoso, en la sonrisa que me dirigía. ¡Lo cierto es que había escrito un libro sobre ella!»4. Autora de veintiséis novelas de éxito, cuatro ensayos filosóficos y numerosos textos y artículos de diversa índole, además de protagonista de decenas de entrevistas y merecedora de los más altos honores públicos, Murdoch no necesitaba este dudoso homenaje a su declive.
Tal vez alentado por las memorias de Bayley, que abrieron la caja de Pandora que cambiaría para siempre la imagen pública de Murdoch, A. N. Wilson publica en 2003 Iris Murdoch as I Knew Her. La de Wilson es una biografía insolente y sensacionalista que, no obstante, desprende más humor que aversión o resentimiento; como si su autor hubiese decidido dinamitar con ironía todas las dudas y temores que en su momento le supuso el encargo de la biografía oficial. Wilson desvela conversaciones íntimas tanto con Murdoch como con Bayley, especula con atrevimiento sobre la relación del matrimonio y airea con desdén las debilidades morales de una pareja que la opinión pública situaba en el altar de la santidad.
En el ínterin entre las memorias de Bayley y el libro de Wilson, Peter Conradi publica la biografía oficial de la autora: Iris Murdoch. A Life (Iris. The Life of Iris Murdoch en la versión estadounidense). El libro de Conradi es, al contrario que el de Wilson, una biografía reverencial. La obra, que vio la luz en 2001, consta de casi seiscientas páginas en las que se da cuenta detallada de la vida de la autora, sin esconder sus contradicciones, pero sin juzgarlas, ofreciendo una imagen global de Murdoch que responde en gran medida al progresivo perfeccionamiento moral que defendió su filosofía.
También en 2001 se estrenó Iris, la película dirigida por Richard Eyre y protagonizada por Kate Winslet y Judy Dench como la joven y la anciana Iris Murdoch respectivamente. La película se basaba en el primer volumen de memorias de Bayley y supuso la consagración definitiva de una imagen distorsionada de la escritora. De su juventud apenas parecen interesar más cosas que su ajetreada vida sexual. De sus últimos años, el deterioro causado por el alzhéimer. De la profesora de Oxford, reputada pensadora y exitosa novelista, Eyre no debió de encontrar mucho que contar a los espectadores.
Un retrato de retratos
Los años de formación
Como demuestran los múltiples relatos que nos han llegado sobre su vida, dibujar la personalidad de Iris Murdoch no es fácil. Añadir el testimonio de la propia autora a través de sus declaraciones en entrevistas o de las cartas publicadas en los últimos años no hace sino complicar la tarea, dadas las distintas versiones y visiones que Murdoch ofreció de sí misma a lo largo de su vida y la natural diferencia entre el discurso dirigido a la difusión pública y aquel cuyo destino era quedar en el ámbito de la privacidad.
La confusión acompaña ya la definición de los orígenes de Murdoch. ¿Es una autora irlandesa, inglesa o anglo irlandesa? Ella se refirió siempre a sí misma como irlandesa, admitiendo como mucho la etiqueta de anglo irlandesa, ya que la familia de su padre, protestante del Ulster, era de origen inglés. La realidad es que Murdoch nació en Dublín en julio de 1919, pero su padre registró su nacimiento con una dirección londinense y pocos meses después la pequeña Iris ya vivía en la capital británica. Aun así, el sentimiento de pertenencia es comprensible en la hija única de un matrimonio irlandés que nunca se acabó de integrar en la vida de Londres y que vivió en «una perfecta trinidad de amor»5 prácticamente al margen de cualquier relación social.
El padre, Hughes Murdoch, era un funcionario del National Health Insurance Committee que inculcó a su hija el gusto por la lectura. La madre, Irene (Rene) Murdoch, abandonó su carrera como soprano, que apenas comenzaba, para casarse y criar a Iris. El matrimonio Murdoch quiso darle a su hija una esmerada educación. A los cinco años, Iris entró en Froebel Demonstration School, un centro de alta exigencia académica y avanzado para la época en la priorización del juego y la disciplina relajada. A los trece años, pasa a Badminton School, un colegio de mentalidad progresista que ejercerá una gran influencia en su ideología de juventud. Para matricular a su hija en esta escuela, Hughes tuvo incluso que pedir un crédito, un esfuerzo al que Iris respondió con creces, convirtiéndose desde muy pronto, como ya lo había sido en Froebel, en una alumna destacada tanto en el ámbito académico como en las diversas actividades de carácter cultural y social que el colegio fomentaba.
En 1938 Iris Murdoch entra en Somerville College, Oxford, para estudiar literatura inglesa, pero pronto cambia a lo que en la época se conocía como Mods and Greats, con dos años de literatura griega y latina y otros dos de historia y filosofía antigua. Una de las primeras cosas que Murdoch hace al llegar a la universidad es unirse al Partido Comunista de Gran Bretaña (PCGB). Como ella misma reconocerá más adelante, la educación recibida en Badminton la predisponía al respecto, a lo que se sumó un ambiente de preguerra que mantenía Oxford muy politizado. La adhesión de Murdoch al partido es una declaración de intenciones contra el ambiente pronazi de ciertos sectores de la sociedad inglesa y una forma de solidarizarse con el bando republicano en la guerra civil española, que dominaba las preocupaciones políticas de la juventud del momento.
En Somerville, Murdoch traba amistad con Mary Scrutton (luego Midgley) y Philippa Bosanquet (luego Foot), que se convertirán en dos relevantes figuras de la filosofía moral contemporánea —el Oxford de los años de guerra, que se vació de hombres en edad de ir al frente, fue favorable a una generación de mujeres que empezaba a acceder a los estudios superiores; a pesar de que ni aun con la guerra de por medio llegaban a igualar en número a sus compañeros—. Pero, sobre todo, los años de estudiante de Murdoch se ven marcados por la influencia de dos profesores: Edward Fraenkel y Donald MacKinnon. Fraenkel era un judío alemán exiliado que contribuyó a introducir en Oxford la tradición alemana del seminario. Murdoch recordaría siempre el seminario sobre Agamenón, en el que aprendió a amar los clásicos y a descubrir su riqueza desde el rigor del estudio. La joven Iris quedó igualmente deslumbrada por el conocimiento de Fraenkel y entre ambos se fraguó una estrecha relación al mismo tiempo intelectual y física —a él le gustaba tocar a sus alumnas durante el trabajo; costumbre que, nos dice Conradi, Murdoch aceptó sin problemas—. También según Conradi, la figura de este profesor inspira algunos personajes de las novelas de Iris Murdoch, como Max Lejour en El unicornio o Levquist en El libro y la hermandad: profesores que, pasados los años, siguen siendo autoridades morales para sus antiguos alumnos, pero que también se retratan como enclaustrados en un mundo académico que han utilizado como excusa para no participar excesivamente en la vida. En cuanto a MacKinnon, uno de los últimos profesores de la tradición idealista de Oxford, fue tutor de Murdoch desde 1940 y su influencia podría estar, siempre según Conradi, detrás de la filosofía de la religión de la propia Murdoch. La relación con Donald MacKinnon, como la que había mantenido con Fraenkel, fue intensa y ambigua, hasta el punto de terminar en 1943 por decreto de la mujer del profesor, que no tardó ver a Murdoch como una amenaza para su matrimonio.
La capacidad de seducción de Murdoch se hizo patente en sus años universitarios, pero no acaba con ellos. Desde su llegada a Somerville, Iris causa sensación entre sus compañeros y en 1942, acabados los estudios, sorprendería a Philippa Bosanquet con el número de hombres que le habían propuesto matrimonio. La lista de idilios que Murdoch mantuvo con individuos de ambos sexos se extiende hasta después de su matrimonio con John Bayley en 1956, pero las personas que marcaron a fondo su vida emocional son apenas tres: Frank Thompson, Franz Steiner y Elias Cannetti. Incluso Bayley les concede un pequeño espacio en sus memorias, especialmente a Canetti, al que define como «un Dichter en el sentido alemán, no un poeta realmente sino un maestro espiritual de la literatura»6. Igualmente, le da los apelativos de «dios», «monstruo» y «mago», un vocabulario habitual en la obra de Murdoch y que indica que la imagen que Bayley tenía de Canetti estaba muy influida por lo que su mujer le habría explicado.
Frank Thompson, hermano del historiador E. P. Thompson, conoció a Murdoch en Oxford en 1938, gracias a la actividad política en la que ambos estaban implicados. Él era el secretario general del Liberal Club de Somerville y ella lo reclutó para el Partido Comunista. Thompson se enamoró perdidamente de Murdoch, pero pronto la guerra se interpuso. Frank se alistó como voluntario en el verano de 1939, con solo diecinueve años. Desde entonces, el contacto entre ambos jóvenes fue únicamente epistolar y acabó con el fusilamiento de Thompson en Bulgaria en 1944. La distancia y la muerte de Frank como héroe de guerra dieron lugar al recuerdo idealizado de un hombre que la escritora tuvo presente durante el resto de su vida como uno de sus grandes amores.
También la relación con Franz Steiner, al que Murdoch conoció en 1951, fue breve y terminó igualmente con su muerte prematura a finales de 1952. Franz era un judío austriaco, antropólogo y poeta instalado en Oxford para hacer un doctorado sobre las formas de esclavitud. Su carácter tímido y dulce y su salud débil inspiraban en Murdoch una ternura y una felicidad que contrasta con la pasión y el tormento del romance con Elias Canetti, en el que se verá envuelta poco después de la muerte de Steiner.
Murdoch, hasta entonces independiente y poderosa en sus relaciones, queda subyugada por la personalidad del que será premio Nobel de Literatura en 1981. Mientras, Canetti está casado y mantiene otras relaciones. Tampoco Murdoch limita su vida amorosa al escritor búlgaro, si bien el miedo a la opinión del Dichter la condiciona permanentemente. Es durante su relación con Canetti cuando Iris comienza su historia con John Bayley, que el primero trató de controlar a distancia —llegó a conseguir que la pareja durmiese en distintos hoteles durante un viaje a París en 1954— hasta que Murdoch soltó amarras en 1956, convirtiendo su boda con Bayley en un verdadero acto de liberación. Pese a todo, y aunque Murdoch le aseguró a su marido que su romance con Canetti había acabado en 1955, ambos siguieron viéndose a escondidas durante varios años.
Thompson, Steiner y Canetti se han señalado además como modelos para determinados perfiles frecuentes en las novelas de Murdoch. Conradi considera a Thompson en el origen de la admiración y el respeto con que la autora trata a los soldados. A Steiner lo ve como la inspiración para los «eruditos-santos»7 y a Canetti como el modelo del «mistificador-encantador»8 tan habitual en la obra murdochiana, una figura de poder que somete a través de su atractivo intelectual y sexual.
Murdoch mantuvo otras muchas relaciones sentimentales y sexuales a lo largo de su vida, con frecuencia de manera simultánea o solapándose en el tiempo. Y, aunque el que mantuvo con Canetti es sin duda su idilio más famoso, desde joven estuvo ligada a otras personalidades célebres. Entre sus amores, enamorados o amantes se cuentan figuras como Thomas Balogh, Raimond Queneau, Arnaldo Momigliano, Elizabeth Ascombe o Brigid Brophy. Tal vez su marido no iba desencaminado cuando decía que el sexo no era primordial para Murdoch —algunas de estas relaciones, aunque emocionalmente intensas, no fueron carnales—. De que era importante no cabe duda, pero solía estar supeditado a unos vínculos espirituales e intelectuales que a menudo causaban a la escritora más desazón que felicidad. En sus cartas, Murdoch tiende a manifestar sus sentimientos de manera efusiva y se muestra dolida o avergonzada —según la ocasión y el destinatario— cuando no obtiene la respuesta deseada. Al mismo tiempo, intenta no comprometerse en exceso, en un difícil equilibrio entre mantener la atención del otro y marcar las distancias a su conveniencia, siempre con miedo a herir los sentimientos ajenos y a menudo hiriéndolos irremediablemente. Vanidad y buena voluntad se mezclan en sus relaciones amorosas y de amistad. Murdoch se desvive por atender a los demás, pero no está claro que lo haga tanto por los otros cuanto por mantener una determinada imagen de sí misma. No en vano uno de sus objetivos vitales, según le dice a Queneau en 1950, es «ser una santa»9. Y, como les sucede a muchos de los personajes de sus novelas, proponerse tal meta es el primer paso para no poder alcanzarla.
Una mente en los límites de la política, la filosofía y la literatura
En 1942, Murdoch se gradúa con honores en Oxford y entra al servicio del Tesoro, calculando y gestionando los aumentos salariales correspondientes a los funcionarios que se habían marchado la guerra. Con su entrada en el Departamento del Tesoro, deja de ser oficialmente miembro del Partido Comunista, pero sigue operando en la clandestinidad, pasando informaciones sobre compañeros y operaciones. Esta conducta no era extraordinaria en la época para los militantes del PC, de los que se esperaba que realizasen pequeñas labores de inteligencia en sus puestos de trabajo. Y, aunque se desconoce la naturaleza de las informaciones que Murdoch hizo llegar al partido, probablemente, coinciden Wilson y Conradi, no se tratase más que de cuestiones rutinarias sin relevancia alguna.
De su trabajo en el Tesoro, a Murdoch le gusta la sensación de conocer por dentro la administración del país, pero echa en falta tomar un papel más activo dado el contexto internacional de guerra. En sus cartas a Frank Thompson confiesa sentirse frustrada profesional, intelectual y personalmente. Valora a sus compañeros de trabajo, pero los encuentra carentes de una vitalidad que a ella le sobra. El extremo contrario es el de los pubs del Soho y Fitzrovia que frecuenta al terminar su jornada laboral, donde mantiene una animada vida social que en el fondo le resulta insatisfactoria por la excesiva despreocupación de quienes la pueblan.
Movida por su necesidad de acción, en junio de 1944 Murdoch pasa a trabajar en la UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration), una organización de las Naciones Unidas para ayudar a desplazados y refugiados. Sin embargo, su situación personal permanece prácticamente sin cambios durante el primer año, que pasa en las oficinas de Londres. Durante este tiempo, comienza a comprometerse con el Partido Laborista, según aumenta su decepción con el Partido Comunista y cambia su visión de la URSS por las noticias que va recibiendo de quienes conocen de cerca la situación.
En agosto de 1945 Murdoch es finalmente destinada a Austria, previo paso por Bruselas. Allí le espera más burocracia, pero esta vez encuentra un contexto social y cultural que la fascina. En Bélgica, puede profundizar en el existencialismo francés. Aunque ya había leído algunas novelas de Sartre, ahora tiene ocasión de acercarse a su filosofía y llega incluso a conocer personalmente al autor. Sartre da una conferencia en Bruselas a la que Murdoch asiste, consigue que se lo presenten en una pequeña reunión posterior y al día siguiente vuelve a reunirse con él, junto con otras personas, en un café de la ciudad. La relación no trascendió aquellos breves encuentros y Murdoch atesoró el recuerdo no tanto como un acontecimiento personal —su visión de la filosofía sartreana cambiaría mucho en los años venideros— como por la agitación que el filósofo fue capaz de despertar en la juventud que salía de la guerra. En la misma época, Murdoch descubre la obra de Simone de Beauvoir y queda cautivada por ella. De Beauvoir representa todo aquello a lo que Iris aspiraba: es una intelectual independiente y respetada, ensayista y novelista y amante de Sartre, el hombre al que ella idolatraba en ese momento. También en Bélgica lee por primera vez a William Faulkner y ahonda en la obra de autores a los que ya admiraba como Kafka o Kierkegaard, de los que habla con entusiasmo en su correspondencia.
En diciembre del mismo año Murdoch es enviada a Salzburgo y, de allí, a Innsbruck, donde estaban los cuarteles generales de la UNRRA para la zona francesa. En Innsbruck, continúan el trabajo de oficina y las lecturas que la convertirán en una filósofa aparte de sus contemporáneos británicos. En esta época intenta escribir su primera novela, que no se publicará, y comienza a traducir Pierrot, mon ami, de Raimond Queneau, con quien entabla una viva relación epistolar que se prolongó durante varios años. Por último, Murdoch pasa por Viena antes de llegar a Graz, un campamento para estudiantes de distintas nacionalidades en el que trabajó desde abril de 1946 hasta dejar la organización en el mes de julio. El trabajo en el campo le gusta, pero también reaviva las frustraciones que ya había experimentado en Londres. Por una parte, le preocupa la política internacional y quiere contribuir a aliviar a los que sufren. Por otra, sus inquietudes intelectuales le impiden sentirse cómoda en un entorno en el que no encuentra a nadie con una formación y unos intereses similares a los suyos. En una carta a Queneau, se lamenta de «esta cosa de ser una perpetua “manque”»10, consciente de todas las posibilidades que se abren ante ella y de su aparente incapacidad para decidirse a seguirlas o a abandonarlas.
Pese a lo que pudiera sentir en aquel momento, el trabajo en la UNRRA acabará ejerciendo una importante influencia en la obra literaria de Murdoch. En sus novelas es habitual la aparición de refugiados a los que se presenta sin romantizar ni edulcorar su situación, de acuerdo con la impresión que la autora ya tiene durante su estancia en Viena cuando escribe: «Muy pocas personas en esta gran organización de socorro pueden hacer algún esfuerzo de la imaginación para entender cuál es de verdad el problema de la persona desplazada. Todos estos desplazados son apáticos o tienden a ser matones o ladrones; han tenido que serlo para sobrevivir»11. La frustración con respecto a compañeros y refugiados es inevitable. La admiración y el interés por descubrir su verdadera naturaleza, también.
Tras volver a Londres en el verano de 1946, Murdoch atraviesa una de las épocas más grises de su vida: pasa un año desempleada y deprimida en casa de sus padres. Estando en Austria, había solicitado una plaza para realizar el doctorado en Newham College, Cambridge —le había dicho a Queneau que le gustaría escribir una tesis sobre Kierkegaard—, otra para un lectorado en filosofía en la Universidad de Sheffield y una beca de la Commonwealth para Vassar College, en Nueva York. Mientras está en Londres esperando respuestas, continúa formándose de manera independiente. Lee a Sartre, de Beauvoir, Unamuno, Heidegger, Kant y Hegel, con los que pretende compensar las carencias de su formación oxoniense y se mantiene ocupada en la incertidumbre.
En octubre obtiene la beca para estudiar en Vassar, pero el gobierno de Estados Unidos le niega el visado por haber sido miembro del PC. «Mi opinión de Estados Unidos, siempre baja, ¡es ahora aún más baja!»12, le dice a su amigo Hal Lidderdale tras conocer la noticia. Años después, sin embargo, Murdoch quedaría deslumbrada con el país norteamericano, que visitó por primera vez en 1959 y al que volvió periódicamente para impartir charlas y conferencias hasta finales de los años ochenta. En enero de 1947, su traducción de Pierrot mon ami es rechazada por John Lehmann y en septiembre recibe también una carta de rechazo relativa a la publicación de una novela que había escrito tres años antes. Pero no todo fueron malas noticias. Tras volver a solicitar plaza en Cambridge, Murdoch había obtenido en julio una beca para estudiar en Newnham durante un año «para investigar en metafísica moderna (o en lo que yo quiera)»13. En octubre empieza una nueva etapa de su vida.
En Cambridge, Murdoch encuentra el aliciente intelectual que, quitando el breve intervalo de Bruselas, había echado en falta desde que dejó Oxford. Aunque en ocasiones se ha hablado de Murdoch como discípula de Wittgenstein, su llegada a Newnham coincide con la retirada del filósofo austriaco, por lo que nunca pudo asistir a sus clases y tan solo coincidió con él en dos ocasiones. La influencia de Wittgenstein la recibe Murdoch a través de quienes habían sido sus discípulos, entre ellos, Elizabeth Anscombe, que había traducido al inglés las Investigaciones lógicas, y Yorick Smythies. De hecho, Conradi señala a Smythies como inspiración para el personaje de Hugo Belfounder en Bajo la red, cuyas teorías sobre el lenguaje pueden leerse como una parodia de las tesis del primer Wittgenstein.
A pesar de la acogida que le proporcionan Anscombe y otros, Murdoch tampoco acaba de encontrar su lugar en Cambridge. La filosofía del momento está prácticamente dividida entre el análisis lingüístico de Wisdom y la lógica simbólica de Russell, ninguno de los cuales encaja con la perspectiva de la joven Murdoch, que pretende llevar la filosofía a la vida práctica y viceversa; nada novedoso en la historia del pensamiento, pero que rompía con el ensimismamiento que dominaba la filosofía británica. Durante los meses que pasa en Newnham, Murdoch pelea con los textos de Wittgenstein y del existencialismo, tratando de encontrar su camino entre las diversas corrientes y disciplinas que le interesan, pero con las que no termina de identificarse.
Parte de la incomodidad de Murdoch en Cambridge obedece a la inquietud que siente con respecto a la escasa aceptación de su pensamiento entre algunos de sus colegas. No obstante, cabe una doble lectura de la inseguridad intelectual que acompaña a la autora desde que terminó sus estudios. Si tras su entrega al otro se esconde la vanidad de la aspirante a santa y en su generosidad hay algo del egoísmo propio de la búsqueda del reconocimiento, en las dudas sobre sus capacidades intelectuales existe una desconfianza por el exceso más que por el defecto. Los intereses de Murdoch trascienden la rigidez de la academia británica y no tiene claro, le confiesa a Queneau, si podrá «explotar las ventajas de tener una mente en la frontera entre la filosofía, la literatura y la política»14.
Regreso a Oxford
Murdoch abandona Cambridge en 1948 para ser tutora de filosofía en St Anne College, Oxford, entonces un centro exclusivo para mujeres y uno de los colleges más pobres en instalaciones y salarios. Y como añadido a su labor tutorial, impartió clases entre 1951 y 1957.
Según recoge Peter Conradi, algunas de sus estudiantes de la época recordaban a Murdoch como una profesora especialmente interesada en sus vidas privadas y que llevaba una vida más cercana a la de los estudiantes que a la de sus colegas. A este respecto, son reveladoras las palabras que Murdoch dirige a Queneau después de un año en St Anne:
Disfruto Oxford, y disfruto enseñando, me encanta la filosofía, pero de algún modo el ambiente me desanima porque es demasiado intelectual. Yo no soy una intelectual y no creo que me gusten los intelectuales (en cualquier caso, en grupo). Me siento mucho más sólida, lenta, afectiva e imaginativa y menos spirituelle que la mayoría de las personas que me rodean. No es que no me lleve de maravilla con ellas. Pero no se me da bien el tipo de charla que es solo fachada y no comunicación. Y, sin embargo, hablar de manera más directa puede parecer estupidez aburrida o mera seducción.15
De nuevo la permanente insatisfacción de Murdoch. Si después de dejar el Oxford de sus años de estudiante echaba de menos el clima intelectual propio del mundo académico ahora parece necesitar un contacto más humano y libre. Pese a lo que pueda parecer, no hay contradicción en las sucesivas lamentaciones de la autora, para quien la vida intelectual no es plena si se desliga de los aspectos humanos, que a su vez se vacían de sentido si no existe la posibilidad de profundizar en ellos desde un punto de vista intelectual. Murdoch necesita la soledad que precisa su trabajo, para el que demanda una libertad que las exigencias docentes no le permiten, y a la vez requiere la experiencia social de la que extrae la materia tanto para su escritura de ficción como para su reflexión filosófica.
En Oxford, Murdoch encuentra una atmósfera filosófica no muy distinta de la de Cambridge. Allí coincide con grandes figuras de la filosofía analítica como Stuart Hampshire, Gilbert Ryle o A. J. Ayer, a los que tratará en sus ensayos como oponentes intelectuales. La forma en que Murdoch concibe la filosofía moral excede el modo en que estos autores la tratan, reduciéndola al uso del lenguaje y a sus consecuencias en la conducta humana. Tampoco se siente cómoda con el currículo oficial que debe impartir e intenta a menudo desviar las lecturas de sus alumnos hacia autores que rompen con el canon del momento como Kierkegaard, Simone Weil, Marx o incluso Lenin, prueba de que en esa época aún pervive su simpatía con el comunismo, del que con los años renegará rotundamente.
Aunque a lo largo de 1949 Murdoch habla a menudo de empezar a escribir una tesis, nunca llega a hacerlo, dispersa entre sus múltiples intereses y los requerimientos de la labor docente. A principios de 1950 comienza a colaborar con la BBC con dos charlas radiofónicas sobre Sartre, De Beauvoir y Camus, «El novelista como metafísico» y «El héroe existencialista», con las que contribuye a difundir la obra de estos escritores entre el público británico. Y en 1953 publica Sartre. Un racionalista romántico, el primer ensayo en lengua inglesa sobre el filósofo francés y uno de cuyos elementos más originales es la puesta en relación de los postulados del francés con los defendidos por los analíticos de Oxford.
La actividad intelectual aparte de las corrientes dominantes convive en Murdoch con una agitada vida personal entre amigos y amantes que empieza a estabilizarse tras el matrimonio con John Bayley. Este, tres años más joven que Murdoch, se había graduado en literatura inglesa tras servir en la guerra y vivía en el recién creado St. Antony College, donde ejercía como tutor para estudiantes extranjeros de ciencias y de políticas. En algún momento a principios de 1954, Bayley queda cautivado por una misteriosa joven a la que ve pasar en bicicleta por delante de su ventana. Casualmente, al día siguiente, una antigua profesora lo invita a una pequeña fiesta en St. Anne, donde encuentra sin esperarlo a la mujer de la bicicleta, que pierde parte de su encanto al descubrirse como su vecina. La imagen que Bayley se hace de Murdoch en ese primer encuentro es la de una persona sin gran atractivo sexual; pero no tardará en descubrir que, lo mismo que él se siente irremediablemente atraído por ella, es el caso de muchos otros (y otras). Tal vez ese momento de atrevimiento —o más bien de ingenuidad— que lleva a Bayley a creer que la joven de la bicicleta ha perdido todo su misterio sea el único de su relación en que creyó completamente al descubierto a la que sería su mujer. Después, nunca llegó a tener clara la naturaleza de las relaciones de su esposa con sus amigos ni supo exactamente en qué consistían sus periódicas escapadas a Londres; a pesar de lo cual disfrutaron de un matrimonio estable y feliz.
Iris y John se casaron en agosto de 1956 en una discreta ceremonia en el registro civil de Oxford. Murdoch, que había suspirado por el matrimonio durante años, obtiene exactamente lo que esperaba de su nuevo estado civil. Por fin encuentra un lugar que siente como propio y, aunque sigue manteniendo fuertes lazos emocionales y físicos con otras personas, su ansiedad por encajar y por gustar a todos irá disminuyendo paulatinamente. En 1957 los Bayley compran Cedar Lodge, una casa de campo en Steeple Aston, a las afueras de Oxford, que les permite vivir cerca del trabajo y a la vez aislados de un ambiente que los dos encuentran en cierta medida opresivo. La pareja, que vivirá en esta casa hasta 1986, inicia allí lo que Bayley define como «ese proceso marital mediante el cual los miembros de una pareja —en palabras del poeta australiano A. D. Hope— pueden estar “cada vez más íntimamente separados”»16. Un proceso que considera basado en la comprensión y en la certeza de contar con la propia libertad y, al mismo tiempo, de poder compartirla con el otro en cualquier momento.
Bayley dio siempre una prioridad absoluta al trabajo de su mujer, que había publicado Bajo la red en 1954 con gran éxito entre la crítica y los lectores y se estableció en los años sucesivos como una de las novelistas más populares del Reino Unido. La primera novela que Murdoch escribió estando ya casada fue La campana, generalmente reconocida como una de sus obras más logradas y la única en la que el matrimonio admitió haber colaborado. Según relata Bayley, su mujer le pidió que leyera el primer capítulo, cuyas primeras frases suscitaron en él un interés por Dora Greenfield y su marido que el resto del capítulo no satisfacía. A instancias de Murdoch, el crítico construyó entonces un trasfondo emocional para la pareja que, como una feliz excepción, encontró acomodo en la versión final de la novela. Después de esta pequeña contribución de su marido, Murdoch no volvió a pedirle siquiera que leyera los borradores de sus novelas, de las que apenas comentaba nada a nadie hasta que estaban completamente terminadas.
Filósofa y novelista
En 1962 Murdoch deja su puesto en St. Anne. Oficialmente, para dedicarse a tiempo completo a la actividad literaria. En el fondo, obligada en parte por el escándalo que empezaba a suscitar su relación con una compañera del college, la única persona que llegó a suponer una seria amenaza para el matrimonio de la escritora. Con su renuncia, Murdoch se libera de la carga de trabajo que le suponía la docencia en Oxford, pero no es capaz de desvincularse por completo de la enseñanza.
Apenas unos meses después de abandonar St. Anne, accede a un puesto como profesora en el Royal College of Art de Londres para enseñar filosofía dentro del departamento de Estudios Generales, con los que la escuela pretendía dar una educación integral a sus estudiantes más allá de su formación artística. El nuevo puesto permite a Murdoch seguir enseñando filosofía sin estar sometida a las restricciones curriculares de Oxford y le abre las puertas a un mundo completamente nuevo, con un alumnado que la sorprende por su ignorancia pero que también la asombra con su frescura y su creatividad. Hasta 1967, Murdoch imparte clases, dirige seminarios y guía a los estudiantes en su disertación final, un escrito de temática libre imprescindible para graduarse. Su labor en el RCA se limita a un día por semana, pero en lugar de volver a Cedar Lodge al terminar la jornada, Murdoch alquila un apartamento en Londres en el que pasa dos noches a la semana, disfrutando de la gran ciudad sin sentirse atrapada en ella, sabiendo que después podrá volver a su tranquila vida en el campo junto a su marido. Una costumbre, la de dividirse entre Oxford y Londres, que mantendrá durante el resto de su vida hasta que la enfermedad se lo impida.
Mientras, la carrera de Murdoch como novelista continúa en ascenso. Entre 1963 y 1970 publica prácticamente una novela por año, un ritmo que apenas decae en las siguientes dos décadas y media.
Con sus dos primeras novelas, la crítica la había encuadrado dentro de los Angry Young Men, autores que despuntaban en los años cincuenta y cuya obra se caracteriza por la crítica social a partir del retrato de la clase obrera contemporánea. Pero la narrativa de Murdoch tiene poco que ver con ellos. En Bajo la red y The Flight from the Enchanter los conflictos sociales son una mera excusa para acceder a cuestiones más trascendentales, como el egoísmo humano o la naturaleza del bien y del mal, que van adquiriendo un peso cada vez mayor en la obra de la autora. Mientras que la clase obrera, que ciertamente tiene una importante presencia en sus dos primeras novelas, quedará relegada a un papel mucho menos relevante en las obras subsiguientes.
Entre 1954 y 1995 Murdoch publicó un total de veintiséis novelas, seis de las cuales fueron nominadas al premio Booker, que ganó en 1978 con El mar, el mar, considerada por la crítica como la obra cumbre de la autora junto con El príncipe negro. Su escritura de ficción respondía a un método sistemático: partía de una situación concreta —unos personajes en un lugar— que solía tener en mente antes de terminar la novela anterior. A continuación, ideaba cada personaje, las relaciones que mantenían entre ellos, los incidentes que construirían la trama…, y solo cuando todo estaba creado redactaba dos borradores de la novela. Siempre escribió a mano y desde muy pronto se negó a aceptar sugerencias o correcciones por parte de sus editores una vez que les enviaba el manuscrito, menos por soberbia que por urgencia ante la siguiente obra, en la que normalmente ya estaba trabajando.
Publicó además cuatro libros de filosofía: Sartre. Un racionalista romántico, La soberanía del bien, que aúna tres conferencias impartidas entre 1962 y 1968, El fuego y el Sol, donde expone su particular visión de la filosofía platónica, y Metaphysics as a Guide to Morals, en la que se recogen, corregidas, las Gifford Lectures ofrecidas en Edimburgo en 1982.
En la introducción de Iris Murdoch, Philosopher, Justin Broackes reflexiona sobre el éxito cambiante de la carrera filosófica de Murdoch, que comenzó recibida con entusiasmo y pasó al olvido según aumentaba su éxito como novelista. En 1951 y 1952 Murdoch impartió sendas conferencias en la prestigiosa Aristotelian Society —«Pensamiento y lenguaje» y «Nostalgia por lo particular»17—, algo extraordinario, dice Broackes, dado el estricto reparto de invitaciones a los oradores. Las dos conferencias eran esencialmente una crítica a los planteamientos behavioristas en plena resaca del éxito de El concepto de lo mental, de Gilbert Ryle. En la primera, Murdoch reivindica la importancia de la experiencia interior desde el punto de vista de la unidad de la conciencia más allá de que exista o no un reflejo directo de lo interno en la acción externa. En la segunda, continúa con su defensa de los actos mentales… y de sus límites, con lo que da un giro al camino que parecía seguir para buscar una tercera vía entre el dominio de la experiencia interna y el contexto externo en la que sea posible llevar a cabo una combinación de ambos ligada al entendimiento cotidiano.
A partir de 1957, Broackes detecta un cambio en los intereses filosóficos de Murdoch que la lleva a ocuparse de la relación entre ética y estética y marca un punto de inflexión en la percepción que otros tienen de su carrera filosófica: «Hay gente que sospecha ahora […] que Murdoch no es ni una filósofa muy seria y sustancial ni una muy profesional, reconocida por sus colegas»18. Del mismo modo, señala Broackes, Murdoch no cuenta con discípulos dentro de la filosofía académica hasta su reivindicación por parte de John McDowel a finales de los setenta —después, han acusado su influencia filósofos como Charles Taylor, Alasdair MacIntyre o Martha Nussbaum—. El investigador estadounidense atribuye esta falta de seguimiento al hecho de que cuando se publica La soberanía del bien, la obra que posteriormente se ha revelado de mayor influencia en filosofía, hace casi una década que Murdoch ha dejado Oxford, donde había pasado ya cinco años sin impartir clases. Además, los artículos que dan forma a la obra se habían publicado en revistas estadounidenses que estarían fuera del alcance de los alumnos y profesores británicos, de forma que «cuando La soberanía del bien apareció en 1970, la gente pensó en ella como el trabajo de una novelista que había sido filósofa, más que (como es la verdad) en una obra de extrema concentración y energía, la culminación de más de una década de constante atención profesional»19.
Dentro de la obra filosófica de la autora puede encuadrarse también Acastos, una obra a caballo entre el ensayo y la ficción formada por dos diálogos de estilo platónico —protagonizados, entre otros, por Sócrates y un joven Platón— en los que se discute sobre la religión («Above the Gods») y el arte («Art and Eros»). Por último, Murdoch trabajó durante seis años en un libro sobre Heidegger a cuya publicación renunció en 1993 cuando ya estaba en pruebas y del que, por ahora, solo se ha publicado el primer capítulo. En 2012, Justin Broackes lo incluyó en la edición de Iris Murdoch, Philosopher y dos años más tarde apareció traducido al español en la revista La torre del Virrey, una muestra del interés que la obra de la autora despierta en nuestro país y que contrasta con el hecho de que todavía haya ensayos y novelas de Murdoch sin publicar en castellano.
Completan el corpus murdochiano un relato breve publicado de forma póstuma en 1999 pero probablemente escrito a mediados de los cincuenta, un libro de poesía, un diálogo radiofónico y cinco obras de teatro que corrieron desigual fortuna sobre las tablas.
El amor de la autora por el teatro entronca con su absoluta devoción por Shakespeare y con su historia personal. En el verano de 1939, Murdoch había participado en una pequeña gira por los alrededores de Oxford con los Magpie Players, una compañía de estudiantes que representaba obras breves que alternaban con canciones y baladas. Conoció así una versión romántica y despreocupada de la vida del teatro en la que los integrantes de la compañía elegían y preparaban los textos, hacían la publicidad, creaban el vestuario y vivían las incertidumbres de la profesión con la confianza del estudiante que sabe que su verdadera vida está en otra parte. La aventura con los Magpie Players acabó bruscamente el día tres de septiembre, cuando Francia y el Reino Unido declaran la guerra a Alemania e Iris decide volver a Londres con sus padres. La experiencia con el teatro fue el cierre perfecto para un período de paz que Murdoch no sabía en qué momento volvería a disfrutar. Desde este punto de vista, es comprensible su afán por volver a entrar en contacto con la dramaturgia, a la que en su madurez intentará acercarse como autora. Sus dos primeras obras de teatro están basadas en novelas que adapta con ayuda de J. B. Priestley —A Severed Head, en 1963— y de James Saunders —The Italian Girl, en 1967—. Apenas dos años más tarde y tras meses consagrada a la relectura de Shakespeare, Murdoch escribe The Servants and the Snow —a partir de la cual el compositor galés William Matthias creará la ópera The Servants en 1980—, The Three Arrows y Joanna, Joanna, que nunca llegó a representarse y no se publicó hasta 1994.
En cuanto a la poesía, fue la espina que Murdoch tuvo siempre clavada como escritora. En 1983 varios de sus poemas se publicaron bajo el título A Year of Birds. Y en 1997, ya después del diagnóstico de alzhéimer, apareció en Japón una compilación titulada simplemente Poems by Iris Murdoch. La poesía era el género que Murdoch más admiraba: «Los poetas expresan mucho más que los novelistas: este sentido condensado de algo que es simple y lúcido y verdadero y no fingido y al mismo tiempo extrañamente accidental»20, declaró en la Universidad de Caen en 1978. Murdoch escribió poesía desde muy joven —sus primeras publicaciones en revistas escolares son poemas—, pero en su madurez fue consciente de que sus versos no estaban a la altura de su prosa: «Puedo esforzarme y producir algo que parece poesía y puede engañar a alguna gente pero no es poesía de verdad»21, dijo también en Caen. Las palabras de Murdoch no son falsa modestia sino un reflejo honesto de sus deseos y frustraciones como escritora. Según cuenta Peter Conradi, Murdoch había enviado en 1963 a su editora un ciclo de cien poemas titulado Conversations with a Prince que en 1989 reclamó sin haber dado nunca permiso para publicarlo. Probablemente a esas alturas, cree Conradi, Murdoch «se veía más como una versificadora que como una poeta»22.
Figura pública
Lo vasto y heterogéneo de su obra situó a Iris Murdoch en un lugar preeminente de la vida pública británica. A lo largo de su extensa carrera, su presencia fue habitual en los medios de comunicación, como entrevistada y como difusora de ideas. Desde finales de los sesenta, Murdoch y Bayley hicieron una serie de visitas internacionales con el British Council que los trajeron a España en 1990, cuando el matrimonio ofreció una suerte de diálogo público sobre literatura y filosofía en el Círculo de Bellas Artes. Iris Murdoch recibió además varios Doctorados Honoris Causa, entre ellos el otorgado por la Universidad de Alcalá de Henares en 1993, el mismo año en que recibió los de Cambridge, Ulster y Kingston. En 1987 fue nombrada Dama del Imperio Británico, honor que recibió con orgullo a pesar de las críticas de algunos amigos y colegas, que lo consideraban inaceptable —según Bayley, simplemente les parecía pasado de moda— en una sociedad democrática.
La relevancia pública de Murdoch hizo notoria su deriva ideológica hacia posturas conservadoras. Cuando alcanzó la fama ya quedaban lejos sus vínculos con el comunismo, pero sus ideas continuaban siendo progresistas. Su trabajo en la UNRRA le reportó un conocimiento más detallado sobre los métodos de la URSS, lo cual, junto con cierta incomodidad relativa al funcionamiento del PCGB, contribuyó de manera definitiva a su desencanto para con la izquierda radical. Sus simpatías en política nacional pasaron a estar con los laboristas, lo cual no evitó que se mostrase crítica con la izquierda. Así, en 1950 publica el que es su único artículo de carácter político, «Una casa de teoría», en el que reclama la pervivencia y actualización de una filosofía política que dé un fundamento teórico al socialismo fuera del marxismo.
A principios de los sesenta, Murdoch participa en varios actos públicos en contra de las armas nucleares, y en mayo del 68 manifiesta su apoyo a los estudiantes franceses, hace campaña en contra de la Guerra de Vietnam y se opone públicamente a la guerra de Nigeria contra Biafra. En 1970 hace aparición en una sentada en Oxford enmarcada en una protesta estudiantil, pero no acaba de sentirse cómoda en ese ambiente. Como se temían algunos de sus colegas, Murdoch se iba volviendo cada vez más reaccionaria, a pesar de que comulgaba con algunas de las políticas sociales de la izquierda, como el fin de la ley contra la homosexualidad o la relajación de las leyes del divorcio.
Su gran decepción para con los laboristas vino con la reforma educativa que supuso el progresivo fin de la escuela selectiva en favor de las comprehensive schools, escuelas integradas con las que se pretendía atender a la diversidad de intereses y capacidades del alumnado evitando la selección y clasificación a la que el sistema anterior sometía a los niños a edades muy tempranas. Murdoch, en cambio, veía esa reforma como una anulación planificada de las capacidades de los alumnos más brillantes.
En otro orden de cosas, la actividad del IRA a partir de 1969 causó un profundo dolor a la autora, que vivió con indignación la complacencia con que los sectores progresistas de la sociedad británica y gobiernos extranjeros como el de Estados Unidos trataron la violencia de las décadas subsiguientes. Murdoch se arrepintió entonces de haber idealizado la causa nacionalista en The Red and the Green, publicada en 1965 y cuyo argumento se desarrolla en los días previos al Alzamiento de Pascua de 1916. El arrepentimiento es significativo de la importancia moral que Murdoch concede a la novela. A lo largo de su carrera escribió obras de menor calidad que, pasados los años, tan solo trataba con condescendencia. Únicamente se lamentó de haber publicado The Red and the Green y lo hizo por razones estrictamente político-morales, dando a entender que la importancia de estas eclipsaba la cuestión de la calidad literaria de la novela.
El rumbo de la educación en el Reino Unido y la política con respecto a Irlanda fueron los principales motivos que llevaron a la escritora a votar a los conservadores en las elecciones de 1983. En varias de sus cartas a distintos amigos, Murdoch declara su admiración personal por Margaret Thatcher y, en general, aprobó sus políticas con excepción de los cambios en la financiación de las universidades y la postura del gobierno con respecto a la homosexualidad, a la que se prohibió hacer cualquier tipo de referencia en las escuelas.
La obra narrativa de Murdoch fue pionera en el tratamiento de temas como la homosexualidad, la libertad sexual o el aborto. La primera novela en que la autora trata la homosexualidad es La campana, publicada en 1956, cuando las relaciones entre personas del mismo sexo aún estaban penadas en el Reino Unido. Desde entonces, la aparición de parejas homosexuales será una constante en su literatura. Cabe destacar que solo en La campana se tratan los conflictos derivados de no aceptar la propia sexualidad y el rechazo que la homosexualidad provocaba en la sociedad del momento. En las demás novelas en las que aparecen personajes homosexuales, la mayor contribución que Murdoch hace a la causa es justamente su absoluta normalización. Las parejas del mismo sexo se forman con tanta naturalidad como las heterosexuales, sin que nadie las cuestione ni se acerque a ellas con prejuicios, si bien tanto en A Severed Head como en A Fairly Honourable Defeat existe una voluntad de ocultación por parte de los implicados dentro de su entorno laboral. La otra cara de esta normalización en la ficción fue su rechazo a comprometerse como intelectual en la reivindicación política de los derechos de los homosexuales. En el número que el Times Literary Supplement dedicó al centenario de Iris Murdoch en el verano de 2019, Peter Conradi contaba cómo en 1972 la escritora rehusó colaborar en la primera revista británica por la liberación gay que el que luego sería su biógrafo oficial estaba comenzando a levantar. Murdoch expresó sus reticencias alegando lo siguiente: «Una no quiere aumentar el cliché de sociedad secreta de ser homosexual. Uno debe aspirar a una situación en la que los homosexuales se vean como corrientes y no especiales —aunque sé que esto puede estar lejos—. Por otra parte, un periódico puede ayudar a la gente a sentirse mucho más dentro de una escena general y mucho menos solo»23. Paradójicamente, frente a la normalización por la que abogaba, Murdoch nunca reconoció públicamente su sexualidad no normativa.
Distinto es el tratamiento del aborto, que suele presentarse en las novelas como una experiencia traumática sin que sirva por ello de excusa para juzgar moralmente a quienes lo llevan a cabo, mujeres normalmente condicionadas por la opinión de los hombres o por un mundo en el que la maternidad en las condiciones en que ellas la habrían afrontado estaría profundamente estigmatizada.
Cuestión aparte es la de si Murdoch fue o no fue una escritora feminista. Si nos centramos en cómo retrató a la mujer en su obra, vemos que en sus novelas aparecen multitud de mujeres inteligentes, formadas e independientes con una capacidad resolutiva que rara vez presentan los personajes masculinos. Por otra parte, no dejó de alimentar determinados estereotipos femeninos: mujeres como las descritas son invariablemente solteras y entregadas de manera absoluta a su trabajo —así Norah Sadox-Brown en The Time of the Angels o Tessa Millen en La negra noche—, en tanto que la casada virtuosa suele presentarse como un ser etéreo cuya fuerza reside en el amor incondicional, a veces no diferenciado de la sumisión —es el caso de Ann Peronett en An Unofficial Rose y de Louise Anderson también en La negra noche—. Otro tipo habitual en sus novelas es el de las jóvenes dinámicas y aparentemente liberadas de los condicionamientos de generaciones anteriores, pero cuya autoestima depende en el fondo de la aprobación masculina; tales como Dora Greenfield en La campana o Morgan Browne en A Fairly Honourable Defeat. Por no hablar de las mujeres sometidas o literalmente atrapadas por hombres dominantes y con frecuencia agresivos —Hanna en El unicornio o Dorina en An Accidental Man, entre otras—, cuya situación es incluso romantizada por su entorno. Del lado contrario, el hombre violento se identifica con una masculinidad de un atractivo irresistible y subyugante que despierta en la mujer el deseo de erigirse en su salvadora a despecho de lo que pueda ser de ella en ese trance.
Particularmente beligerante contra el retrato que Murdoch hace de las mujeres es Sabina Lovibond, quien en su obra Iris Murdoch, Gender and Philosophy critica a la escritora por fomentar la subordinación femenina. Lovibond tiene razón al señalar que Murdoch nunca se consideró parte de un movimiento colectivo, pero las conclusiones a las que llega en su obra son extremas. Como precisa Nora Hämäläinen, que Murdoch se centrase en el estudio de la moral individual no ha de entenderse como una anulación de la aplicación social de su filosofía. Murdoch defendió las capacidades y los derechos de las mujeres, aunque dicha defensa se enmarque en una reivindicación del valor general del individuo, que en ningún caso debe ser prejuzgado por su sexo —por más que dentro de sus novelas se caiga en ello con relativa frecuencia—.
Con todo, la postura intelectual de la autora difícilmente puede ser calificada de feminista, especialmente si tenemos en cuenta sus declaraciones al respecto. En varias entrevistas de finales de los setenta, Murdoch hizo una serie de afirmaciones en las que su apoyo a la liberación de la mujer y a la educación en condiciones de igualdad se mezcla con su rechazo a unirse a una lucha colectiva que mira con cierto desprecio:
Creo que me interesan más los hombres que las mujeres. No me interesan los problemas de las mujeres como tales, aunque soy una gran partidaria de la liberación de las mujeres —especialmente de la educación para las mujeres— pero para contribuir a que las mujeres consigan unirse a la raza humana, no con el fin hacer ningún tipo de contribución femenina al mundo. Creo que hay un tipo de contribución humana, pero no creo que haya una contribución femenina.24
Creo que quizá me identifico con los hombres más que con las mujeres, porque la condición humana corriente aún parece pertenecer más a un hombre que a una mujer. Escribir principalmente como mujer puede ser un poco como escribir con un personaje que es negro, o algo así. La gente dice “trata de la difícil situación de los negros”. Bien, entonces si uno escribe “como mujer”, puede esperarse que surja algo de la difícil situación femenina. Y no estoy muy interesada en la situación femenina. Estoy muy a favor de la liberación de las mujeres, en sentido general, ordinario y propio de que las mujeres tengan los mismos derechos. Y, sobre todo, la misma educación.25
Al menos vistas desde la actualidad, las palabras de Murdoch no están exentas de polémica, tanto por las implicaciones de su distinción entre lo femenino y lo humano como por su renuncia deliberada a narrar desde el punto de vista de la mujer por los condicionamientos que conllevaría —tampoco el símil con los condicionamientos por raza ayuda a que seamos comprensivos con su postura—, derivados precisamente de un dominio masculino del medio social que acepta como natural.
Con la excepción de la Campaña para el Desarme Nuclear en 1962, a la que se sumó junto con otras mujeres políticas, artistas e intelectuales, Murdoch no volvió a formar parte de colectivo alguno después de su militancia comunista. No necesariamente por resentimiento ni por haber vivido una mala experiencia, sino más bien por un desarrollo natural de su personalidad hacia una postura individualista que subyace a su rechazo de la causa feminista igual que a la respuesta que dio al requerimiento de Conradi en relación al colectivo homosexual.
Las inquietudes que en su juventud llevaron a Murdoch a afiliarse al Partido Comunista como «un gesto de solidaridad con los que sufren»26 evolucionaron con el tiempo hacia la espiritualidad más que hacia el compromiso y la militancia social. Mientras Bayley afirma en sus memorias que Murdoch se crio en un entorno no religioso, ella declaró en varias entrevistas haber sido educada como cristiana, aunque no se consideraba como adulta una persona religiosa. Como veremos más adelante, Murdoch no podía aceptar la existencia de un Dios personal, lo cual no ahogó sus anhelos espirituales. Su relación con la religión vivió con los años numerosos vaivenes: en 1948 confiesa a Queneau haberse convertido a la Iglesia anglicana —en realidad, estaba confirmada desde su paso por Badminton, pero probablemente no sentía una convicción sincera—, aunque reconoce no poder explicar por qué lo ha hecho. Ya en 1946 había pasado una semana en un convento de clausura benedictino y repetiría la experiencia en 1948 y 1949, más como una forma de descanso espiritual que por aceptación del dogma religioso, pues poco tiempo después declaró haber abandonado la Iglesia de nuevo. Su correspondencia personal está llena de referencias a su interés por la figura de Cristo, a la que no quiere renunciar a pesar de su dificultad para creer en Dios. Para Murdoch, la llamada de la religión es la llamada del consuelo, que no puede asumir sin que su mente filosófica lo ponga en cuestión. La forma más sencilla de explicar esta peculiar relación con el hecho religioso es la que da Bayley al definir a su mujer como «anima naturaliter Christiana: religiosa sin religión»27. Murdoch valoraba profundamente el papel moral y espiritual desempeñado por la religión y desde finales de los años setenta fue inclinándose hacia el budismo, sin llegar nunca a considerarse budista, en un proceso lógico dentro de su búsqueda de una espiritualidad sin dogma.
Las dificultades de Iris Murdoch para definirse en los ámbitos político, social y religioso son representativas de la ambigua relación que la autora mantuvo con su propia identidad. Según Bayley, a su mujer le preocupaba la cuestión de la identidad porque sentía que ella carecía de una. Bayley relaciona esta sensación con su humildad y su modestia, que la alejaban de la vanidad y el egoísmo que caracteriza a muchos escritores de éxito. Tiene razón en la medida en que Murdoch llevó una vida sencilla, sin preocuparse por las apariencias ni por las críticas. Pero eso no significa que no fuese una mujer absolutamente consciente de su valía intelectual ni del poder que era capaz de ejercer sobre los demás. Otra cosa que es su capacidad para producirse en distintas facetas de manera simultánea —recordemos a Proteo— le reportase ciertos conflictos personales por no acabar de ubicarse en un rol definido. Murdoch pudo a lo largo de su vida simultanear relaciones amorosas sinceras, operar clandestinamente para el Partido Comunista mientras se desempeñaba como honrada funcionaria y mantener una imagen pública de calma y santidad pese a su frecuentemente atribulada vida interior. Podemos creerla en su afirmación de que carecía de identidad, pero eso no fue obstáculo para ejercer un estricto control sobre la forma en que otros la veían.
Si durante mucho tiempo la opinión pública no pudo hacerse una idea de en qué consistía o había consistido la vida privada de Iris Murdoch fue porque ella misma se cuidó de ello. Desde muy joven, fue una infatigable escritora de cartas y diarios. Y en la madurez se dedicó a purgar el recuerdo que aquellos dejaban, destruyendo y editando sus viejos escritos al dictado de la nueva Iris. El proceso comenzó por necesidad, cuando los Bayley tuvieron que deshacerse de parte de sus pertenencias al mudarse de Cedar Lodge. Como recogen, según Conradi, los propios diarios de la autora, fue una tarea de años, que llevó a cabo cuidadosamente, revisando el material antes de desecharlo, aprovechándolo como una forma de examinarse a sí misma a lo largo del tiempo. Lo más llamativo es que, según el biógrafo, además de eliminar cartas y diarios completos, Murdoch se tomó la molestia de editar el contenido de aquellos que decidió conservar. No solo tachó y reescribió ciertas expresiones que ahora encontraba ofensivas o despectivas, sino que llegó incluso a recortar con cuchilla algunos pasajes, probablemente para proteger a sus seres queridos de lo que había escrito —y hecho— en otras épocas. El que no destruyese sin más los testimonios de su pasado, sino que seleccionase y reelaborase el material que habría de quedar indica que, más que a la vergüenza, el escándalo o, simplemente, la falta de identificación de la Iris madura con su yo de juventud, el proceso obedecía a un proyecto de imagen pública futura. Murdoch conocía y manejaba la imagen que proyectaba sobre los demás y seguramente empezó a preocuparse cuando se dio cuenta de que con los años sería inevitable que dicha proyección escapase a su control. Puede que esto no implique necesariamente tener un fuerte sentido de la identidad, pero denota al menos una profunda conciencia de estar destinada a pasar a la posteridad.
En 1994, The Sunday Times nombró a Iris Murdoch la mejor novelista viva en lengua inglesa y ese mismo año se manifestaron los primeros signos del alzhéimer. Durante una visita del matrimonio Bayley a Israel, invitados por la Universidad de Negev, Murdoch fue incapaz de mantener su habitual diálogo con el público que había acudido al evento. Su marido recordó entonces que unos meses antes Iris le había transmitido su preocupación por no saber cómo conducir la novela que estaba escribiendo: Jackson’s Dilemma. La obra se publicó en 1995 y fue recibida con desconcierto por los lectores, que no reconocían en ella la agudeza habitual de la autora. Por primera vez en toda su carrera, Murdoch publicó una novela sin tener en mente la siguiente. Después, ya no habría más libros. Al principio, el matrimonio quiso tratar los incipientes síntomas de la enfermedad como un bloqueo de escritor, un trance al que la autora no se había enfrentado jamás. En 1996, en una de sus últimas entrevistas, Murdoch dijo encontrarse «en un lugar muy muy malo y tranquilo»28. En 1997 llegó el diagnóstico de alzhéimer.
A pesar de sus esfuerzos por diseñar la forma en que sería recordada, cuando Iris Murdoch falleció el ocho de febrero de 1999 el sensacionalismo llevaba años ganándole terreno a la admiración. La noticia de su diagnóstico médico había acaparado una gran atención en el Reino Unido. En años en que sus novelas se iban leyendo cada vez menos, los libros de Bayley, la película de Richard Eyre y los extractos que la prensa anticipó de la biografía de Conradi contribuyeron a dirigir la atención sobre la vida íntima de la autora, que volvió a verse expuesta poco después en el libro de Wilson. A este siguió un periodo de progresivo olvido de Murdoch por parte del gran público. Por fortuna, el mundo académico comenzó a prestar cada vez mayor atención a la obra y el pensamiento de la autora hasta llegar a los homenajes, estudios y publicaciones que hoy vuelven a celebrarla por su brillantez. En 2019, el centenario de su nacimiento devolvió a Murdoch a la portada de periódicos y revistas igual que volvieron sus obras a los estantes de las librerías. El tiempo dirá si se trata de una rehabilitación definitiva o si solo es un reinicio del habitual proceso por el cual se encumbra primero, se distorsiona después y se acaba derribando a los intelectuales llevando la admiración o la crítica más allá de su obra, entrando en el terreno de una intimidad que, por más que nos la pinten, nunca podremos —y tal vez nunca deberíamos— conocer.
4 Iris y sus amigos, op. cit., p. 228.
5 Dooley, G. (ed.). From a Tiny Corner in the House of Fiction. Columbia: University of South Carolina Press, 2003, p. 129. La traducción es mía.
6 Elegía a Iris, op. cit., p. 66.
7 Conradi, P. Iris. The Life of Iris Murdoch. Nueva York: W.W. Norton & Company, p. 342. La traducción es mía.
8 Ibid., p. 373.
9 Rowe, A. y Horner, A. Living on Paper. Letters from Iris Murdoch 1934-1995. Londres: Chatto and Windus, p. 122. La traducción es mía.
10 Living on Paper. Letters from Iris Murdoch 1934-1995, op. cit., p. 72.
11 Ibid., p. 60. La cursiva es del original.
12 Ibid., p. 85.
13 Ibid., p. 88.
14 Ibid., p. 99.
15 Ibid., p. 116. La cursiva es del original. Spirituelle en francés en el original.
16 Elegía a Iris, op. cit., p. 46.
17 En 1997, Peter Conradi recogió en Existentialists and Mystics estos y otros muchos artículos y críticas de la autora escritos entre 1950 y 1978 e incluyó también La soberanía del bien y Acastos, que llevaban años sin reeditarse. Varios de los artículos y críticas de ese volumen se han publicado en español bajo los títulos La soberanía de las palabras, Nostalgia por lo particular y Descubrir el existencialismo.
18 Broackes, J. Iris Murdoch, Philosopher. Nueva York: Oxford University Press, 2014, p. 6. La traducción es mía.
19 Ibid., p. 8.
20 From a Tiny Corner in the House of Fiction, op. cit., p. p. 85.
21 Ibid., p. 93.
22 Iris. The Life of Iris Murdoch, op. cit., p. 579.
23 Murdoch apud Conradi, P. «Recovery of lost things. How Iris Murdoch ‘lit up’ the mundane world». Times Literary Supplement, Londres 12/07/2019, p. 7.
24 From a Tiny Corner in the House of Fiction, op. cit., p. 48.
25 Ibid., p. 61.
26 Iris. The Life of Iris Murdoch, op. cit., p. 275.
27 Elegía a Iris, op. cit., p. 144.
28 From a Tiny Corner in the House of Fiction, op. cit., p. 246.