Es inevitable, incluso por razones relacionadas con la temática de hoy, al empezar la jornada evocar el encuentro “Pensar la niñez”. (1) No estaría mal que se volviera a dar ese sabor de cierta efervescencia, cierto calor de trabajo, tan importante como fue para alcanzar un clima de libertad de pensamiento, que es como decir acceder a la libertad para preguntar, para interrogar; siendo casi una redundancia, un pleonasmo, lo que separa ‘libertad’ de ‘pensamiento’. En esta ocasión, además, existe una diferencia, ya que, como Fundación, es la primera vez que presentamos algo público organizado sólo por nosotros.
Quisiera subrayar en esta apertura lo que la propuesta de trabajo implica: procurar abrir una problemática, problemática sobre la cual retornaremos en una segunda parte, en noviembre, procurando mantener, salvaguardar, el carácter de apertura, de problematización, no en la entonación de un saber ya pretendidamente sistematizado sobre ella. Tengo que hacer también una observación sobre el título: ocurre siempre un cierto desplazamiento cada vez que anuncio un título futuro; entonces debo hacerme cargo de ese desplazamiento y a él dedicarle mi primer comentario. En lo que sigue trataremos de lo que —con más de una intención— llamaré trastornos narcisistas no psicóticos y en una doble dimensión: clínica, por una parte, y teórica, por la otra. En primer lugar, me dedicaré a ciertos retratos, retratos clínicos, porque se trata de un tema que hay que dibujar para transmitir criterios de reconocimiento; luego, dedicaré la segunda parte más a una explicación teórica, lo cual en mi propio estilo implica que mi recorrido va a trazarse mezclando en distintas proporciones elementos clínicos y elementos teóricos, lo que llamo específicamente estudio: se trata aquí de hacer un estudio.
Ya que estas jornadas están bajo el significante de la niñez y la adolescencia, posiblemente sea una buena idea comenzar con un pequeño fragmento perteneciente a un paciente adulto, a un hombre entre los 30 y los 40 años, como para provocar de entrada, en relación con el desborde continuo y la transferencia continua que desde una práctica con niños y adolescentes se hace, el trabajo del analista con los pacientes adultos; además, este material, que puntuaré muy brevemente, tiene la ventaja de ser tenue, es decir no implica algo ni sumamente masivo ni de gravedad; es al mismo tiempo leve pero persistente, irreductible. Al proceder así, comparto totalmente la afirmación de Freud sobre la necesidad prioritaria de esclarecer los casos más sencillos, sin andar tanto a la búsqueda del niño con siete jorobas sino de aquellos que cotidianamente llegan a distintos consultorios, muchas veces por iniciativa de la escuela, a menudo por lo que no funciona en su aprendizaje. Introduzco entonces algo de una sesión a su vez material de una supervisión. (2)
Es un hombre que acaba de empezar un trabajo muy distinto del que solía, y que conduce ahora su propio taxi. Recojamos, por el interés que le daremos, su comentario inicial al entrar en esa sesión: “¿Tengo facha de tachero?”. En seguida cuenta (y éste es el punto que quiero destacar) que le ocurrió algo curioso: llevando a un pasajero, se pierde, pierde el rumbo en uno de los tantos barrios de la Capital Federal, y luego descubre que lo había hecho a muy poca distancia de una calle que frecuentó asiduamente (y no hace tanto tiempo) durante diez años. Es también interesante destacar en esta desorientación espacial qué caminos sigue la reintegración de la memoria. Esa integración, ese reconocimiento, viene de lo perceptual, tiene que ir a ver; no es por la vía del recuerdo en el sentido de un trabajo de pensamiento, sino a ir a ver el lugar. Es éste un detalle interesante y que se puede usar de resignificador del comentario inicial, porque parecería que un cambio de trabajo implicara inmediatamente un cambio de identidad y de figura visual, y no es un trabajo distinto solamente: es otra identidad y que se inscribe en su “facha”. Tampoco será irrelevante que en la nueva posición laboral él no reconozca un sitio, pero en otra posición subjetiva sí. Hasta evocaríamos lo que Jean Piaget conceptualizó como egocentrismo, ya que los datos espaciales quedan demasiado adheridos a su posición cultural y subjetiva del momento, porque lo que reconocía en un estatuto no lo reconoce en el otro. Retomaremos sobre esto.
Ahora bien, el hecho de decir ‘trastorno narcisista no psicótico’ nos obliga a emprender un rodeo para situar la cuestión: por una parte, se trata de introducir, de abrir el preguntar en relación con una formación clínica que hace años viene rondando varias cabezas analíticas y dando lugar a diversos intentos en nuestra literatura. Pero esto no se puede hacer sólo añadiendo. Mi hipótesis de fondo es que tal introducción, literalmente trastorna, no deja intacto todo lo que encuentra. Como en el caso de otras formaciones, (3) para darle cabida hace falta trastrocar, trastornar el sistema de la psicopatología en sus vertientes un poco más estáticas, un poco más tradicionales; sobre todo, me refiero a esa psicopatología que intenta reducir todo el campo de las formaciones clínicas a tres estructuras: neurosis, psicosis y perversión. Ya decir ‘trastorno narcisista no psicótico’ en el fondo pone en juego algo de esto, porque ‘no psicótico’ tiene que ver con cierto esquematismo respecto a lo ‘psicótico’; evocaría aquí la fuerte crítica que hace Nasio (justamente Nasio, el más creativo, acaso el único en el grupo que acompañó hasta sus últimos días a Jacques Lacan que merece llevar ya el título de poslacaniano, fuera de línea) en Los ojos de Laura (4) al vocablo ‘psicosis’, a su vaguedad, a su rígida imprecisión, al hecho de meter muchas cosas en la misma bolsa (se podría decir lo mismo o peor aún de la ingenuidad y el anacronismo que campean en la noción de perversión, con las enormes diversidades que sofocan al englobar). He aquí entonces una situación: introducir el trastorno narcisista no psicótico tiene que ver con esfuerzos que venimos haciendo diferentes analistas desde distintas posiciones para repensar las categorías de la psicopatología. Este es un aspecto decisivo y en lo particular de nuestro tema merece ser fechado, recordando un texto pionero de fines de la década del 70. Texto que lleva firmas como las de Marité Cena y Mario Waserman y con un sabroso título: “Niños de difícil diagnóstico”. (5) Ahora bien, “difícil diagnóstico”, si se lee este trabajo, abre un doble sentido al apuntar de un mismo golpe a las complejidades de la clínica de ese niño y a las dificultades para situarlo, y a la dificultad de hacer un diagnóstico si uno pretende ceñirse a la rigidez de las estructuras clásicas. Por otra parte, para ser menos solemnes deberíamos tener presente siempre que nuestras categorizaciones difícilmente eluden, difícilmente superan, pese a la pomposidad con que muchas veces las enunciamos, el carácter de eso que popularmente se llama una ‘bolsa de gatos’. No estaría mal no olvidar que aun en la mejor de nuestras diferenciaciones, en el estado actual de nuestra disciplina, siempre hay algo de bolsa de gatos y eso es mejor no formalizarlo demasiado, pues no sólo es una cosa negativa sino que comporta elementos positivos.
Mi propósito de trazar un retrato (retrato en el sentido de la persona mixta, no un ente tipo único) puede también encontrar muy valiosos materiales en el campo estético. El cine, en particular, ha popularizado en la cuerda cómica de la comedia cierto personaje significativo por la torpeza —aspecto o rasgo éste que descubriremos fundamental—, eternamente marcado por repetidos desencuentros en el tiempo y en el espacio. Ineludible referencia a Peter Sellers en su inspector Clouzot que quería salir por donde no había una puerta, o que extendía un brazo sin calcular que en ese preciso momento un cerramiento de vidrio venía hacia él, que por supuesto lo atravesaba con ese brazo. Otra ineludible referencia es Charles Chaplin en las ajustadas, acrobáticas peripecias de su personaje ‘Carlitos’, y aun tantas otras que habrían de incluir a no pocos cómicos argentinos, como Carlitos Balá. Lo cierto es que el trabajo estético sobre la torpeza nos permitió levantar una pista clínica de mucha importancia. Transcribo un pasaje de nuestro libro Pagar de más; es un artículo que se llama justamente “Trastornos narcisistas no psicóticos” escrito por Marisa Rodulfo con alguna colaboración mía, donde hay una pequeña semblanza de esta clínica a la altura de ese momento, ya que el libro tiene varios años.
En el territorio de los trastornos narcisistas no psicóticos nos encontramos con un número abigarrado de fenómenos. Es un campo que abarca desde trastornos de consideración y gravedad; desde problemáticas con base orgánica, hasta otras que no la tienen; desde trastornos que se presentan solos hasta otros que se hallan asociados a problemáticas neuróticas, o depresivas, o trastornos psicosomáticos en el mismo paciente. Abarca, por otra parte, trastornos de tipo espacial, de las distancias del propio cuerpo y referidos al otro; trastornos de la coordinación fina, categorías tales como arriba/abajo, lejos/cerca, derecha/izquierda, hasta trastornos en la abstracción, trastornos en la lecto-escritura, trastornos a nivel de cálculo, etcétera. Hay un campo muy disperso de fenómenos. Acaso sea mejor aquí tomar el consejo de Freud: cuando existe heterogeneidad y diversidad en cuanto a la gravedad de la problemática tratada, lo mejor es comenzar a esclarecer primero lo más sencillo, a partir de las situaciones más símiles.
Esta enumeración sigue siendo muy clara, especialmente porque ha marcado toda una escala que va desde lo leve, desde lo sutil, hasta las alteraciones de mayor gravedad, y por otra parte al marcar la posibilidad de coexistencia, de formaciones mixtas, por lo cual en lo que sigue me permitirá frecuentes incursiones en puntos de diagnóstico diferencial. Lo abigarrado del inventario que se despliega pone además de relieve la necesidad de dibujar una diversidad de retratos: no puede haber uno solo, no hay un perfil único; desde el principio, se debe apelar a la variación.
Introduje el material del paciente adulto como primer boceto porque en él no había ni asomo de organicidad, mientras que en muchos casos los trastornos narcisistas vienen montados, vienen a caballo de lo que damos en llamar trastornos del desarrollo, (6) o por lo menos nos llegan muchas veces con diagnósticos neurológicos no siempre muy claros, o expresamente no definidos pero con la aclaración de que algo pasa a nivel del sistema nervioso central. También recibimos muchas consultas montadas sobre situaciones de debilidad o deficiencia, lo cual es entendible si pensamos que un compromiso corporal temprano resulta en una exigencia de trabajo donde un niño fácilmente se puede extraviar narcisísticamente. De todos modos y en todos los casos tendría el carácter de cierta (7) globalidad. ¿Qué quiero decir con esto? Que no se trata tanto de la formación puntual de “la laguna” en la memoria; se tratará más bien de la memoria como laguna. No es éste un ejemplo al azar de los ejemplos, sino de un rasgo a retener bajo esta imagen de la ‘memoria como laguna’; quien asiste al niño, quien trabaja con él (maestro, etcétera), se queja característicamente de que lo que se le enseña lo aprende pero lo olvida en seguida y hay que volver a empezar. Parejamente no se trata de un acto torpe en tanto acto fallido, sino de una torpeza crónica, como la del inspector Clouzot; no es que le pase algo en determinadas situaciones, como lo trabaja Freud en Psicopatología de la vida cotidiana; cuando aquí se dice ‘torpe’, esto no modifica el verbo sino el sustantivo; no es un acto torpe, es un individuo torpe (luego vamos a tener que especificar las condiciones de esta torpeza). Involucra lo expuesto siempre entonces cierta dimensión de globalidad; no es quien una vez se desorienta sino quien lo padece ‘regularmente’; así una paciente adulta, cuando salía del consultorio jamás sabía si tenía que ir hacia la izquierda o hacia la derecha, y esto no estaba en relación con el contenido ni con las experiencias transferenciales de esa sesión. Lo cual acarrea un problema nuevo para el psicoanálisis: el psicoanálisis originariamente no se inventó para este tipo de pacientes. Cuando Freud habla, por ejemplo, de la represión, la caracterizará como “altamente individual”, destinada a recaer sobre un solo elemento. El psicoanálisis se mide en su emergencia con formaciones no tan globales; por eso mismo el interés paradigmático por el acto fallido, que es un fenómeno que acaso, en principio, ocurra una sola vez en la vida. Conviene añadir que es ésta una situación paradójica, porque sin embargo el psicoanálisis suele ser muy eficaz en el tratamiento de estas problemáticas; por muy torpes que seamos como analistas es raro que no se produzca ningún tipo de mejoría cuando trabajamos con ellas, y a veces se llegan a dar curaciones realmente importantes. Otras muchas, por lo menos mejorías parciales, o recuperaciones significativas asociadas por lo general a un trabajo interdisciplinario.
No menos importante es la otra consecuencia de acercarse a este género de pacientes: el psicoanálisis está clásicamente acostumbrado a trabajar en el plano de la significación, que precisamente aquí no le sirve; el plano de descifrar el sentido inconsciente puntual de tal hecho, lo cual presupone una dinámica del psiquismo responsable, según las líneas de cierta coyuntura, de ese fenómeno —pasajero o estable, pero siempre local— cuya clave se quiere despejar. Pero aquí es toda una función la comprometida: así, en el caso de la torpeza que estamos examinando, se trata de una torpeza que forma parte de él, pollo tanto es inútil tratar de encararla como un fenómeno que en ese momento ocurriría por una razón inconsciente por encontrar. Esto implica todo un problema no fácil de resolver.
El segundo rasgo (de propósito, en una puntuación no exhaustiva y poco ordenada para no desvirtuar el carácter fragmentario de nuestra investigación) es el que históricamente primero localizamos, como se constata en muchas páginas de Pagar de más o en muchos pasajes de El niño y el significante. (8) Es un trastorno en la problemática del juego del carretel o del fort/da; aparece en estos niños como una adquisición precaria, no satisfactoria, poco desarrollada, del jugar con la presencia y la ausencia; sobre todo el ida y vuelta, la alternancia entre esa presencia y esa ausencia, que normalmente se despliega en tantos juegos de allá/aquí, acercamiento/alejamiento, esconderse/reaparecer. Para decirlo de una manera bien clínica: esto lo encontramos descuajeringado, no constituido, y tan notoriamente que pronto llama nuestra atención. Un tercer aspecto se deduce en buena medida del anterior: niños que requieren mucho de la presencia concreta de otra persona, del auxilio ajeno para decirlo en el viejo lenguaje freudiano, y requieren mucho de lo visual en ese sentido, como lo indica el paciente que primero presentamos. Ver al otro a su lado es un requisito demasiado fundamental. Esta necesidad se manifiesta en múltiples pedidos de ayuda. Característicamente, los padres nos comentarán: ‘Si hago los deberes con él es una cosa, la letra es mejor; si lo dejo solo, la letra es un desastre’. Primera ocasión para un ejercicio de diagnóstico diferencial: la hipertrofia de lo visual, la condición de estar siempre en el campo de la mirada y, por eso mismo, el ser niños adhesivos, excesivamente presentes y excesivamente atentos a nuestra presencia, debe cuidadosamente deslindarse de las formaciones depresivas, donde el paciente también depende de la mirada y de la presencia efectiva del otro, pero en la búsqueda de una aprobación nunca terminada de escribirse; en el sentido, entonces, de un vano acopio de suministros para la regulación de su autoestima, y diferenciarse también de una sobreinvestidura de lo visual cuando emprende una dirección más ligada a la seducción, al exhibicionismo más o menos corriente o un tanto neurótico. En lo que nos ocupa se trata más bien de que el otro lo ordene, de que la mirada del otro, su presencia efectiva, funcione como un ordenador de su experiencia, sin el cual ésta fácilmente cae en la desorganización, y en un muy característico descontrol motor, que no pocas veces toma apariencias hiperquinéticas.
Otro rasgo a tener en cuenta es el que señala Sami-Ali como “ausencia global de mareo de referencia”, restituido en el recurso al otro. Al respecto, es tiempo de puntualizar que la calificación, el apelativo de ‘indiscriminado’, del que se usa y se abusa con estos niños (por ejemplo, en referencia a su decir “vos” queriendo decir “yo”, índice elocuente de una especularidad demasiado fija, demasiado irreversible) es en su tosquedad descriptiva un término indiscriminador, que revela mejor la indiscriminación del que teoriza que la indiscriminación de la que quisiera hablar. Más aún tratándose de niños, no es prudente empezar las cosas con ‘in’, con ‘a’, con ‘dis’, con ‘pre’; preferiríamos, de un modo más matizado y que se ajusta mejor a los hechos, hablar de modos diversos de operarse la discriminación, que aquí cobra la forma como el niño se discrimina siempre y solamente desde el punto de vista del otro (entendiendo que hay un otro que puede ser a veces un par que él valorice y otras un otro asimétrico, un otro adulto con el cual entabla una relación significativa). Precisar y desplegar calidades de discriminación que tienen sus límites, sus limitaciones, parece más fino que el rótulo groseramente asestado de indiscriminación a secas que después termina por no dejarnos saber de qué hablamos y nos imposibilita diferenciar las formaciones entre sí.
Existe otra característica también señalada por Sami-Ali, uno de los autores que más elementos nos han dado para trabajar en estas formaciones: la que él llama simplificación, refiriéndose a lo esquemático, a lo pobre, a lo tosco, en las producciones de estos niños. Nos será relativamente sencillo encontrarla en el dibujo de figuras humanas sin sutileza, en la calidad de su letra cuando escriben o en el contenido de sus juegos. Digamos por de pronto que no se distinguen por su complejidad.
Intentando ahora puntuar cierto trastorno en la secuencia del jugar, tomaré prestada una expresión de Marisa Rodulfo, justamente porque luego me interesará darle toda su resonancia teórica, y me referiré a un jugar que se diluye a poco de empezado, dilución que con frecuencia se manifiesta en un tocar todos ‘los chiches’ sin jugar realmente con ninguno. Así, el armado de escenas solerá ser pobre o rápidamente perder su consistencia narrativa, diluyéndose en motricidad porque sí. Por esto mismo y por lo ya expuesto, será frecuente que lo mejor de la actividad lúdica se dé como dramatización, cuando apela al recurso de sostener una escena confiándonos un papel teatralizado o una serie de ellos. De este modo, las cosas se vertebran mejor para el niño. Por otra parte, las ventajas de esta apertura a lo intersubjetivo, tan propia del trastorno, se ven equilibradas por un existir demasiado abierto a lo intersubjetivo; se vuelve difícil desarrollar sus propios conflictos. El trastorno así expuesto interfiere con el conflicto en el sentido de trastorno intrapsíquico, conflicto ya neurótico o tramitado de una manera más saludable (es decir, sin la necesidad de formaciones sintomáticas permanentes). Winnicott ha dicho al respecto algo capital: cuando un niño tiene un conflicto —incluso y aun cuando este conflicto se haya estereotipado como formación verdaderamente neurótica—, tiene algo propio, accede a la posibilidad de lo propio, que fácilmente se desplaza a lo enigmático. ¿Cuál será la significación de ese conflicto, de ese síntoma? En cambio, los niños de los que hablamos no son enigmáticos. (Esta situación es distinta cuando se trata de un niño neurótico que además presenta adosada una cierta zona de trastorno narcisista no psicótico.)
La cuestión de la organización, del ordenarse desde el otro, implica una gama de matices a condición de no perder de vista esta dirección predominante. Si consideramos para el caso la ordenación del pensamiento, no nos extrañará entonces encontrarla exterior al pensamiento mismo. Restituye secuencias por apelación a lo corporal, como si dijéramos: habiendo eslabones de pensamiento que quedan vacíos, posiciones del cuerpo vienen a reemplazarlas, cobrando valor asociativo. Imposible no citar en este contexto el caso de la señora R, testimonio muy brillante, tal como lo recoge y procesa Sami-Ali. (9) La señora P. nos contará que si ella quiere acordarse de algo que deja olvidado, cosa que le ocurre continuamente, tiene que ponerse en la posición tal cual estaba cuando iba a hacer eso; entonces, en esa posición corporal, recuerda. Análogamente, otra paciente, para orientarse en un dibujo que está realizando, utiliza sus manos, no para dibujarlas como tema de su creación, sino sus manos fuera del dibujo, dándole a éste una referencia que su propia disposición no podría encontrar. Es ésta una dimensión que nos conduce a lo que la señora P. designará de una manera muy interesante: “Tengo la cabeza vacía”. Detengámonos en ese vacío, y pensemos que entonces a esta cabeza vacía tiene que responder un cierto lleno de cuerpo para salvar ese eslabón faltante (retengamos esto, que va a tener máxima importancia a la hora de la teorización).
Otra impresión clínica, que también Sami-Ali ha recogido y que nosotros siempre confirmamos, es que los caminos del pensamiento son muy lábiles, son trayectos que se hacen y se deshacen (de ahí las problemáticas de aprendizaje tan apremiantes). Quien les enseña algo, o les interpreta algo, o que trabaja con ellos en algún sentido, hará la experiencia de lo que popularmente se dice como “escrito en el agua”, escrito inestable que siempre se vuelve §i deshacer. Es una de las razones por las que, con mucha frecuencia también, vamos a encontrarlos recurriendo a estereotipias, a acciones estereotipadas a fin de organizarse, acciones estereotipadas que llevan el sello de la obsesividad, pero no de la obsesividad en el sentido obsesional de la neurosis obsesiva, como retorno pasional y pulsante de lo reprimido, sino lo que prefiero deslindar como una obsesividad en la dirección de una actividad de liga o de intento de liga motriz ritualizado, puente sobre el vacío que desborda en mucho el campo de las neurosis obsesivas y sobre todo muy ajeno a la ‘loca’ obsesionalidad de la neurosis obsesiva, aunque se la suele confundir sin más recaudos. Sami-Ali habla al respecto de “seudoobsesividad”; yo prefiero hablar de ‘obsesividad’ y reservar para las neurosis obsesivas el término de ‘obsesionalidad’. A veces uno se pregunta si no son estereotipos de corte autístico, incluso, como los rituales a los que nos tienen acostumbrados los niños de esa condición, pero sin olvidarse las claras diferencias en cuanto al diagnóstico diferencial: una es la ya mencionada apertura que al otro tienen los niños del trastorno, esa apertura que dijimos excesiva y que además conlleva otro tono afectivo; se trata aquí siempre de patologías calientes, y no de patologías frías como las del autismo. Por otra parte, una posición de escritura decisiva es que el primer niño invariablemente usa al otro para organizarse, lo cual es enteramente ajeno al autismo, que lo lisa sólo y a lo sumo para obtener una sensación. También se diferenciará de un niño del tipo de los que Tustin ubica dentro de las psicosis confusionales, porque no está en juego, en el niño con trastorno, un enredo a nivel pictogramático con el cuerpo del otro, sino de cierto uso especular del otro, del otro como espejo para orientarse, lo cual es muy diferente. Sin olvidarse que no les encontraremos trazo alguno de pensamiento o de potencial delirante (siguiendo las conceptualizaciones de Aulagnier) ni tampoco de actividades alucinatorias.
Prosiguiendo este primer esfuerzo, rastrearemos otros elementos diferenciales en la rigidez con que se configuran ciertos trayectos, más allá de los cuales el paciente ‘no ve’ a su alrededor. Urge desmarcar en principio tal fijeza con la de los trayectos fóbicos.
La misma señora P. que nos ha guiado ya, describe en detalle cómo, a fin de no perderse, organizaba secuencias para ir siempre por los mismos lugares, dar siempre los mismos pasos; extrae su moraleja de la única vez que quiere cambiar de calle para ir a un lugar y se extravía, aunque está en su barrio. En términos de apariencias se podría encontrar lo mismo en un fóbico, pero un ‘lo mismo’ que no es igual. En la fobia, el trayecto se destina a evitar la angustia asociada al perderse, pero el paciente jamás se pierde; mientras que en cambio el sujeto del trastorno efectivamente se pierde, y no es el desarrollo de la angustia lo que cuenta. Correlativamente, la categoría del acompañante —que también está presente en la medida en que estos niños permanentemente demandan compañía, toleran muy mal la soledad y nos requieren todo el tiempo para cosas que en general podrían hacer por sí mismos— experimenta un desplazamiento respecto del objeto acompañante fóbico. Probablemente, es mejor separarla conceptualmente y hablar de ‘acompañante narcisista’. El acompañante narcisista está encargado de organizar los cuadros corporales y témporo-espaciales del acompañado y no como el acompañante fóbico consagrado a protegerlo de la emergencia solitaria de su desear.
La cuestión en juego es otra, pero en una fenomenología superficial se pueden confundir y superponer. Para evitarlo, hay que aprender a reconocer el relato de uno y otro. Al del trastorno le escucharemos decir que sabe ir a un lugar, pero no sabe reconstruir el camino en su abstracción, ni sabrá cómo se llama el lugar (y esto desde ya se reencuentra en muchos pacientes adultos), de qué calle se trata, etcétera. De explicarlo, tendría que ser como para que lo entendiera una hormiga: tres pasos para allá, dos pasos para acá... aunque, ya mayores, lean un plano y parezcan comprenderlo luego no lo saben usar, lo cual implica que hay una cierta disyunción (punto que luego trataremos de precisar un poco más), entre lo que diríamos el plano del trazo y el plano del cuerpo. El trazo no se puede incorporar al propio cuerpo, o, dicho en otra dirección, (10) no puede llevar el cuerpo a una hoja; y aquello que he llamado en otro lugar escritura de caricia, no lo pueden leer en una hoja, en un mapa; por lo tanto, el mapa no lo tienen integrado al cuerpo y si saben del mapa, es un saber que permanece paralelo al saber ir a un sitio; no se integra, no se reformula entre sí. Poca, escasa o nula función anticipatoria de lo imaginario, por lo tanto, y por eso mismo el aprendizaje entero se constriñe y se reduce al ensayo y error, al ‘a ver si me sale’.
Esa eminente función anticipatoria (a veces tan desgraciadamente vuelta contra sí en la neurosis y en las depresiones) que especifica lo imaginario se encuentra atrofiada o muy poco desarrollada, lo cual ya nos permite entrever más pliegues en la problemática de la torpeza. La torpeza no sólo es una cuestión motriz; implica, como bien lo ha planteado ya Sami-Ali, cierta torpeza de lo imaginario mucho más radical.
En este primer acceso o primeros bosquejos de retrato, lo concerniente a la diferenciación sexual no toma en principio mucho relieve. Por ejemplo, si nos situamos en su vínculo con el otro, el que haya alguien con ellos parece decididamente primar sobre la diferencia sexual que ese alguien soporte; el punto de fijación se diría más narcisista en este sentido: importa menos la diferencia sexual que la necesidad extrema de que haya alguien presente. El alguien es la categoría fundamental, aun cuando en algunos de estos niños tiene su importancia la diferencia sexual en cuanto género. Tampoco quiero aventurarme demasiado en los meandros de lo que Winnicott llamaba “semiología del miedo”, en el sentido de cuáles puedan resultar las patologías más características en las funciones. Es ésta una tarea necesaria, pero a realizar con prudencia, so pena de incurrir en esas generalizaciones por demás esquemáticas y simplistas que conforman lo peor del ‘ambientalismo’ psicoanalítico. Lo que en principio se da con alguna habitualidad es un medio que estimula poco al niño y, sobre todo, estimula poco lo imaginario, el desarrollo de la función imaginaria en lo que tiene que ver con el juego, la transferencia, el afecto, el soñar, todo ese orden de producciones. (11) Otras veces he registrado una cierta oscilación entre lo prematuro y el retrasamiento: o sea, por una parte se trata al niño sistemáticamente como si fuera más pequeño que lo que es, al punto de entontecerlo, pero al mismo tiempo en otra parte se le exige un esfuerzo prematuro para él; por ejemplo: aprender a leer, cuando aún eso no puede ser una apropiación subjetiva sino un amaestramiento, lo que luego tomará su importancia en el plan terapéutico que uno haga con estos niños. De manera característica se suele encontrar en ellos, especialmente cuando hay compromiso orgánico (sea daño neurológico o de otro tipo), el fantasma de ser tonto, o bien en simultaneidad, el fantasma del animal, la identificación animal con la bestia, poniendo en cuestión el que esté trazada la barra mítica entre humano y animal. Al mismo tiempo, la identificación con lo monstruoso, más acentuada en niños que padecen retraso. Por el contrario, no detectamos la imago del loco: así, de estas invariantes se desprende una dirección importante de trabajo clínico, dado que es necesario promover una identificación humanizadora. El mismo estatuto familiar del niño en algunos casos se asemeja bastante al de un animal doméstico, muy querido por cierto, muy cariñosamente tratado, pero animalito doméstico al fin.
A continuación, examinaremos tentativamente algunas herramientas y algunas hipótesis teóricas para encarar el trastorno y ver de curarlo. Ante todo nos aguarda, por una parte, una serie de preguntas que, en su andar, apunta a más allá de lo psicopatológico (la especificidad de una formación clínica se puede medir por la especificidad de las preguntas que plantea más allá del caso en sí; tal el caso de la especificidad de las fobias, nunca mejor delineada que cuando nos conecta con el campo del desear): ¿qué significa aprender? El trabajo con estos pacientes estimula más interrogantes al respecto, además de llevarnos a trabajar con mayor frecuencia junto a nuestros colegas, los psicopedagogos. ¿Qué es aprender? ¿Qué es aprender en el sentido de una verdadera apropiación subjetiva, de un verdadero proceso de subjetivación, a diferencia de otros más cercanos a lo que podríamos llamar adiestramiento-amaestramiento, o adquisición de “reflejos condicionados”? Es toda una problemática la que se entreabre.
Una segunda cuestión se plantea en relación, precisamente, con las fobias. Atendiendo a niños con trastornos narcisistas no psicóticos no se tarda en advertir que tienen muy escasamente desarrollada, si la tienen, la categoría del extraño. Se ligan con los otros muy fácilmente, lo que desde el punto de vista terapéutico puede creerse algo muy bueno, y más aún si el analista viene de trabajar con pequeños del tipo autístico. Después de tanta impasividad parece una bendición encontrar a un niño tan abierto, tan ‘dado’, tan hasta exageradamente afectivo. En lo social, rasgos así pasan por ser índices de salud o al menos de normalidad. El psicoanalista se hace otra composición de lugar, y observa que la relación manifiesta con el otro es muy fluida, pero en cambio la alteridad está escasamente presente, lo cual atenúa el exagerado optimismo. Eso equivale a decir que los niños apenas si han pasado por la experiencia del extraño y, correlativamente, apenas han pasado por la experiencia de ser ellos mismos el extraño al otro, lo cual es la clave de todo el asunto, su último resorte: ser uno mismo alteridad, reconocerse ‘uno mismo’ como lo que no es lo mismo. Esto ocasiona todo un paralelismo divergente con las fobias, y me refiero sobre todo a la forma como he teorizado particularmente lo que he llamado la ‘función universal de las fobias universales’: forzar el paso de ingreso a la subjetivación, asumirla como soledad ‘existencial del desear, “aceptar la realidad de que desea” (Winnicott), de que es él quien desea y no su madre u otro cualquiera, con lo que esto implica de separación y aceptación de que deba separarse, aceptar su deseo de separación, aceptar el desear como desear la separación y la diferencia. Ahora bien, el contacto con los niños del trastorno suscita al respecto una pregunta en forma de alternativa (pero de alternativa sobre la que no es posible expedirse por el sesgo claro del “o...o”, en la medida en que diferentes casos robustecen uno u otro polo de ella): ¿se trata de que la incidencia del trastorno, al mantener al niño demasiado en el campo del punto de vista del otro, como ordenador de su experiencia subjetiva y corporal, impide el ingreso a las fobias universales como crisis universal, índice eminente de un proceso de separación, índice recurrente en varios momentos de su vida y no sólo cuando es muy pequeño sino, por ejemplo, en la pubertad, durante la adolescencia, en el ingreso a la escuela, etc. etc.? ¿O se trata —y aquí digo o se trata y se trata (hay que jugar en ese plano)— de la derivación del trastorno narcisista como una regresión producida por una fobia mal curada, por un acceso fóbico tan violento en su desarrollo de angustia, que impone al niño como salida la regresión a un estatuto donde su discriminación con el otro se halla más ligada a lo visual y sin asunción plena, donde no se plantea aún la exigencia de defender un desear en emergencia como cosa propia, tajantemente diferenciada? Es éste un problema que sólo se puede dejar abierto.
Hay todavía otras preguntas: una concierne a lo que Sami-Ali ha llamado “represión global”. A diferencia de la “represión propiamente dicha” freudiana (que es “altamente individual”, que actúa representación por representación), la represión es global, en el sentido de que abarca una función entera y no un elemento dado; así, el paciente nunca recordará sus sueños; no habrá desarrollo de ciertos jugares, de ciertas fantasías, o será crónicamente torpe. En resumidas cuentas, la globalidad de la represión se revela como represión global de la función imaginaria. A su vez, esto plantea una serie de preguntas en cuanto a las posibles afinidades y diferencias con el concepto de forclusión local, tal como lo concibe Nasio, y con el de depresión psicótica de Winnicott, conceptos ambos que, en nuestra propia obra, hemos recogido.
Otras preguntas conciernen a la función del yo en todo cuanto venimos exponiendo: ¿es el yo la sede de esta problemática? Y si es así, ¿con cuál concepción del yo nos movemos?, dado que ciertas concepciones del yo podrían resultar harto estrechas para situarlo en el trastorno. Se hace necesario incluir aquellos aspectos del yo ligados a la apropiación subjetiva (que cuando se lo sinonimiza con efectos de alienación y desconocimiento, desaparecen) para poder orientarse mejor en estas cuestiones. Lo cual exige, como entre nosotros tan bien lo ha mostrado Luis Hornstein, desmarcarse de lo que me gustaría llamar una ‘concepción reactiva del yo’, y devolverle una articulación más firme con la categoría fundamental del conflicto. (12)
Para precisar ahora un poco más, y avanzar en un análisis detallado, partiremos de un pequeño fragmento de Sami-Ali: “El campo perceptivo, desmesuradamente simplificado, excluye toda irrupción de lo imaginario [...] hay una disyunción entre la actividad perceptiva y la actividad imaginaria. Disyunción, algo más violento que una oposición”. (13) La cita entraña el compromiso de pensar más en profundidad la cuestión de la función de lo imaginario, precisamente en la dirección vuelta a abrir por Sami-Ali; digamos, por ejemplo, que cuando un niño empieza a usar la lapicera, y si la lapicera llega a funcionar en el sentido de la escritura para él, es porque hay una metamorfosis de sus manos en esa lapicera. Esa lapicera no es sólo elemento perceptual; esa lapicera, como lapicera empírica, es un elemento profundamente imaginario que ya forma parte de su cuerpo, de la misma manera que se dice que la bicicleta o el automóvil de alguien le son extensiones muy corporales que hasta espejan ciertos problemas del dueño. Si la lapicera permanece como algo sólo de la realidad perceptual y no integrado a la actividad imaginaria, pasará lo que pasa con la actividad de escritura de estos niños, pobre y precaria en pobreza, además, de lo perceptual mismo, porque nuestra riqueza perceptual depende estrechamente de que en el poblamiento que hacemos del espacio esté nuestro propio cuerpo metido, y sólo por eso es que existen metáforas, poesías... y jugar. Así también se vuelve más claro que estos niños salgan del paso recurriendo a lo imaginario del otro. Es ésta una diferencia muy importante con el autismo: el niño autista usa y hasta explota el cuerpo del otro; el orden en juego es el pictogramático; tomará la mano del que está a su lado para hacer que ella alcance una cosa que él no puede tocar. La tratará así como una especie de extensión del objeto autista. En cambio, el niño con un trastorno narcisista no psicótico nos pedirá que le hagamos un dibujo que él no puede realizar, o que considera que no lo puede hacer, que como a él le sale no le gusta, no lo acepta. Conservemos bien presente esta diferencia que es absolutamente fundamental.
Lo imaginario del otro se usará entonces pero restitutivamente: siempre habrá que volver a pedirlo al mismo lugar, sin interiorización alguna. Existe una profunda perturbación en el extraer, al que tanto énfasis dimos en El niño y el significante. La dependencia miserable que se genera es correlativa de esta severa perturbación, todo un núcleo del trastorno.
Pero la categoría decisiva para especificar y fundar teóricamente un cierto diagnóstico diferencial que no sea una aproximación empírica en el reino del ‘más o menos’, es la del vacío, la que me hizo tomar el camino de la memoria como laguna y no el de la laguna de la memoria. La cabeza vacía de la paciente de Sami-Ali cobra todo su peso cuando se asocia a las muchas manifestaciones de este tipo en la clínica: el paciente declara no pensar en nada o sentirse vacío, que no es lo mismo que la tristeza. Vacío al que en cierta medida se refiere Sami-Ali cuando dice: “vacío en el nivel mismo de las condiciones de la representación”. Ahora bien, todo depende de que, metapsicológicamente, distingamos con muchísimo cuidado la categoría del vacío de la categoría del agujero. La categoría del agujero supone la existencia de una depresión psicótica, depresión psicótica que puede tomar diversas direcciones: autísticas, psicóticas propiamente dichas, psicosomáticas (en el sentido desarrollado por Nasio de la forclusión local), adictivas, depresivas, etcétera: el sujeto está agujereado. El vacío no debe ser confundido con todo aquello. A grandes rasgos, podríamos situar sus formaciones en una serie que podemos hacerla comenzar —en el plano de la actividad más saludable, ajena en sí misma a la nosografía— por el esparcimiento, propiedad y operación constituyente de toda escritura. Cuando un niño juega, más precisamente, cuando se pone a jugar, derrama por el suelo los juguetes, los dispone de cierta manera que de hecho es una trama de espaciamientos sin los cuales, en la anexión confusa del mazacote, sería imposible el mínimo ejercicio de cualquier escrituración. De ahí el gesto inaugural del desparramo de los juguetes —acto eminentemente ‘simbólico’, si nos gusta decirlo así—, indispensable para generar una primera relación de espaciamiento que permita ponerse a jugar. Si pasamos a un plano neurótico, ese espaciamiento está trabajado internamente con elipsis, hiatos, pequeñas desconexiones, indicadores, en su formación, de lagunas, de represión, que luego dará lugar a formaciones de retorno. En un tercer plano, el del trastorno narcisista no psicótico, el espaciamiento se habrá extendido en campos vacíos, pero vacíos masivos, al par que en la depresión psicótica el lugar del espaciamiento estará agujereado. La señora P., en el historial de Sami-Ali que ya hemos evocado, dice “se me borró completamente de la cabeza” (ésa es una frase preciosa para distinguir con toda precisión entre vacío y agujero), “esto se me fue completamente de la cabeza” (un “de” designa, entonces, que su cabeza queda vacía) y sigue diciendo “cuando vuelve mi marido me acuerdo” (su cabeza se vuelve a llenar). Pero ella no dice, en cambio, ‘se me fue completamente la cabeza’, como sí podría decir el presidente Schreber, a quien se le habían ido los pulmones, los intestinos, o bien como un joven psicótico que comenta que se le fue la cabeza porque se la apropiaron otros, la aniquilaron, hasta se la comieron. Tampoco es el caso del niño autista, a quien, al volver la madre, lo encuentra mirando sin mirada o sin voz, sin boca: se le fue la boca, no se le fue algo de la boca. Diferencia teórica capital, entonces, sin la cual el inadvertido terapeuta podrá rotular de ‘psicótico’ (por lo que encuentre en él de caótico) a un niño que sufre del vacío.
La condición de vacío es compatible con una cierta reversibilidad, ausente en cambio en las formaciones que dependen de la depresión psicótica. Por ejemplo, la misma señora P. dice: “Se va mi marido y me olvido, se me va de la cabeza lo que él me había encargado; vuelve él, y nada más con verlo entrar me acuerdo”, o lo que de un paciente mío cuentan sus padres: “Si estamos nosotros tiene ganas de jugar, o puede hacer los deberes; pero si no estamos, no los puede hacer, no puede jugar a nada”. Se sigue el movimiento de cierta reversibilidad, de cierto ir y venir que recupera, con ese modo limitado, una posibilidad.
En el otro caso, donde decimos del agujereamiento, es más difícil. Cuando retorna la madre, su hijo autista no recupera absolutamente nada de la boca perdida, o si es un depresivo, su autoestima agujereada estará siempre yéndose por un resumidero superyoico, y no va a volver a sus manos fácilmente. En la depresión psicótica los retornos no se dan por la vuelta de otro ser humano; son retornos más tortuosos que pasan por el delirio, la alucinación, o bien el desarrollo de una extraña fijación a sensaciones hipertrofiadas, su eventual mutación en una adicción o en una lesión orgánica.
Ahora bien, hablar de vacío es hablar, en mis propios términos, de patologías del tubo. Hemos planteado, a partir de El niño y el significante y aun antes, (14) la idea de un cuerpo, de una subjetivación de lo corporal, que se estructura primero como una superficie continua, una superficie sin forma, pero con función de continuidad, y luego una segunda estructuración como tubo (en términos de contenido/continente, etcétera). Ahora, el trastorno nos permitirá avanzar sobre esta formación. Por lo pronto, nueva ocasión de diagnóstico diferencial: en todos los casos que responden a una depresión psicótica, lo lesionado es siempre una superficie, por eso aparecen con tanta frecuencia las situaciones donde la madre estuvo separada del hijo, física o psíquicamente, provocando agujereamiento en la extensión moebiana que debe tenderse con la madre, enfermedad de lo que debería ser ininterrumpido. En la medida en que la problemática es la del vacío, pone en cambio en juego problemas de entubamiento. El vacío se especifica como vacío de un tubo: en los tubos de estos niños, si hay imaginariamente algo, por lo general es sólo caca (abundante aparición de esta vivencia más que fantasía, en los materiales), y caca que no se puede metamorfosear, a diferencia de otros casos, en otra cosa.
Hay dos niveles donde se puede situar la patología del tubo. De acuerdo con lo que venimos trabajando, la formación del tubo en el niño en el momento de la subjetivación implica sobre todo dos categorías: la categoría vacío/lleno, y la categoría duro/blando (categorías cuyo entramado opositivo demora un tiempo más, siendo más exacto y rico escribir vacío lleno y duro blando). Por lo tanto hay patologías del tubo en los dos sentidos, cuyas derivaciones habremos de estudiar.
Por este rodeo podemos ahora volver sobre un puñado de fenómenos: la laguna como ‘propiedad’ de la memoria, lo ‘escrito en el agua’ de los procesos lábiles que se hacen y deshacen, de las escrituras que no se fijan, que nunca quedan verdaderamente escritas, lo que nos hace pensar en una patología de lo líquido, y que podemos remitir a la deficiente adquisición, a la falla en inscribir ese elemento suficientemente duro en su corporeidad, que literal y metafóricamente sirva para vertebrarse. Son frecuentes, por esto mismo, las perseveraciones en juegos de función superficie, como regresión respecto de la formación de tubos (que siempre es una problemática penosa para ellos) con todo el léxico que irá surgiendo entonces en términos de lo lleno/lo vacío (la cabeza vacía, el cuerpo vacío, el pensamiento vacío), o bien lo amorfo, lo que no tiene la suficiente vertebración, que en algunos niños aparecerá, incluso, como cierta bipedestación no terminada de asumir: sabe y puede caminar, pero en cuanto juega vuelve enseguida a las cuatro patas de cualquier mamífero. Diríase que el entubamiento de la bipedestación carece de consistencia pictogramática: tanto en juegos como en dibujos suelen aparecer tubos cuya posición vertical se diluye fácilmente, se horizontaliza, incluso se desparrama. Tercera categoría conceptual imprescindible para el procesamiento metapsicológico de los trastornos narcisistas de naturaleza no psicótica: suele aparecer en los materiales como una debilidad en la función de la mano (me refiero precisamente a esa dureza libidinal de la mano que atraviesa el espacio), y que a veces quedará semicompensada por la rigidez; blandura de lo excesivamente líquido, que de inmediato evoca en el analista las imágenes de lo disperso, de la dilución —me he interesado por eso en valorizar la referencia original al “diluirse” de Marisa Rodulfo— de lo que se desparrama, como un líquido sin recipiente que lo organice, y sin posibilidad de pasar a un estado más sólido: de donde esta mano emergerá con escasa energía en su función centrífuga de agarrar, de salir al encuentro, de invención del juguete, de producción del espacio transicional. Característicamente, este espacio transicional lo vamos a encontrar como anémico, y el niño derivará en dedicarse a utilizar el espacio transicional del otro (no tanto, entonces, usar del otro en tanto cuerpo, lo que es el caso de las psicosis confusionales de Tustin) tal como lo constatamos flagrantemente en la pretensión de que uno haga juegos por ellos y no sólo con ellos. Esta torsión involucra una falla importante de la agresividad, refiriéndonos sobre todo a la agresividad en su función intrínseca, absolutamente radical, de constituir la alteridad, a diferencia de lo que Winnicott llama “agresión reactiva” (o sea, la agresión relativa a cierto traspié ambiental, a una relativa falla en las funciones del medio, implicando, entonces, en sus aparentes excesos todo un fracaso de la agresividad). La agresividad que nos ocupa es la que Winnicott liga a la espontaneidad infantil, lo pulsivo de ello como fuerza diferenciadora. (15) Concuerda con lo que Sami-Ali piensa como “deficiencia en la proyección sensorial primaria”, o sea en lo pulsional que arroja el cuerpo al espacio, y mientras lo hace arroja espacio (se comprende entonces que el juego del carretel en el niño del trastorno sea un juego, como lo definía antes, descuajeringado). El espacio tiende a lo bidimensional: el niño y los otros se aplanan sobre él. Por lo tanto, la otra subjetividad con la que tan intensa relación se mantiene, es una subjetividad a la que más le cabe la categoría de objeto que la de verdadera alteridad, lo cual nos aconseja no euforizarnos demasiado por el vivido, acentuado, plano de la relación de objeto del que estos pacientes son capaces. Es tan intensa como escasa en alteridad, y si no avanzan en ella hay escaso progreso terapéutico. Ahora bien, esto equivale a constatar un relativo fracaso en su agresividad, y, por eso mismo, en poder extraer cosas del otro que queden incorporadas permanentemente como propias. Esta deficiencia en la función agresiva —en la función que se entrelaza, se intrinca tan indisolublemente a la función libidinal de la mano, de la mano que crea lo tridimensional, el volumen de la mano, que inventa el juguete, que inventa o que descubre la alteridad, que descubre su propia alteridad como subjetividad—, esta deficiencia no es lo misino que la pérdida de materia subjetiva en la depresión psicótica; pero sí supone detención, vacío, escaso desarrollo. Eso mismo hace que los niños del trastorno no sean niños verdaderamente agresivos, a diferencia de aquellos que toman el sesgo de una tendencia antisocial, los cuales van a intentar sacar del otro (16) en la forma del robo u otra acción violenta. El niño del trastorno, antes bien, pide, demanda, se adhiere a nosotros, sobre todo en lo que tenga que ver con el trazo. Es un vacío de trazo que se busca compensar y que vibra decisivamente en la torpeza. La torpeza así referida ya se explica mejor, tanto la literal como la metafórica, tanto torpeza motriz como en su forma de torpeza del pensamiento, en la medida en que lo que así denominamos (desde el punto de vista del observador) es un índice de que en ese punto de subjetividad se está moviendo en un espacio bidimensional. El tan empleado como eficaz gag de errarles a las cosas, remite a un desconocimiento radical del volumen, espacial o temporal. Una de las primeras pacientes que me enseñaron de esto, una adolescente, se caracterizaba por llegar a cualquier hora a la sesión, lo cual al principio y erróneamente tomé por una resistencia de las tan claramente tipificadas por Freud. Hasta que pude acceder a otro tipo de pregunta, rasgando la inercia de permanecer fijado a los paradigmas de las neurosis: ¿cuál era la hora para ella? Lo cual no era una cuestión sencilla de contestar, empezando porque no tenía reloj. Poco a poco reparé en el tipo de trayectos que hacía. En lo esencial, dependía del otro: si se encontraba con alguien no podía decir algo así como ‘No puedo hablar con vos porque voy a...’. Pasivamente se quedaba y de ese modo se iba derramando por el camino; en lo que hace a la sesión, de no encontrarse con nadie hasta podía llegar muy temprano, porque además venía muy contenta y sin ninguna reticencia en particular por esa época. Pero no había volumen de la temporalidad en el sentido de un antes/después al que pudiese recurrir. Por lo mismo, cuando estaba conmigo no se quería ir, le era muy penoso despedirse y, sobre todo, no podía remitirse por sí misma al ‘tengo cosas para hacer’. La construcción de una temporalidad más desarrollada en términos del proceso secundario tendrá que plantearse en el tratamiento.
Si ahora nos proponemos situar este trastorno narcisista en términos del narcisismo, habría una cierta deflexión (en el sentido de una inflexión defectuosa) del verse como otro. El verse como otro es todo un espacio lógico en el desarrollo del narcisismo; todo estriba en que sea progresivamente internalizado. En estos niños, la deflexión consiste en que la manera, la calidad, que asume el verse como otro es verse permanentemente desde el punto de vista del otro como tal, sin mediación del propio cuerpo. Por eso, el pequeño no corrige al copiar un gesto, lo copia sin más y sin paso por su experiencia kinestésica, lo cual responde por otro efecto de torpeza: no hacer la rectificación de ‘yo’ por ‘tú’ (por ejemplo, un paciente me da la consigna de que él tiene que sostener un diálogo que en realidad yo debo sostener; en ese punto ‘confunde’ el yo con el tú, y esto por mal rotado, porque él permanentemente está viendo las cosas del mundo desde el punto de vista del de enfrente). Ahora bien, si consideramos lo anterior en términos de lo desarrollado por mí como metamorfosis en el jugar, en el recorrido del jugar, (17) diría que también hay una literalización defectuosa, patológica, de la metamorfosis, porque la transformación subjetiva que implica la metamorfosis para un niño así se reduce a querer ser empíricamente cierto y determinado otro, por no gustarle como él es; entonces, característicamente, pretenderá ser el hermano más capaz , lo cual es una metamorfosis que lo vacía, es una metamorfosis más fijada a lo perceptivo. Otro paciente me dirá: “Voy a mirar bien cómo es tu lapicera y le voy a decir a mi mamá que me compre una igual”. La metamorfosis pasa no tanto por extraer de mí algo sino, como va a decirlo él de muchas maneras, tener exactamente lo mismo que yo, pretensión derivada de la imposibilidad de ser (como) yo, inflexión entonces diferente de la clásica del doble que la literatura ha consagrado.
Existe otra vertiente a incorporar para un procesamiento teórico más fino de los trastornos narcisistas no psicóticos y podríamos llamarla musical. No se trata de lo musical en su dimensión estética o como técnica de trabajo (musicoterapia), sino aquella otra vertiente de lo musical puesta en juego en la estructuración del cuerpo. Ya el hecho de que privilegiemos el tema de la torpeza sugiere algo al respecto, por lo que ella tiene de desritmado, o de ritmos en desritmo y también de intensidades desfasadas, desreguladas, todo lo cual impregna fuertemente la corporeidad de estos niños. Algo al nivel de la subjetivación, algo congruo con su música más profunda, está resueltamente alterado, y donde quizás habría que pensar en qué desencuentro y de qué orden pudo darse con la posición y los estilos de la función materna. Sugiero meditar, para tomar un. ejemplo bien conocido, cómo un juego del tipo del juego del carretel (fort/da) exige en la trama más íntima de su estructura un cierto ritmo, sin el cual no reconocemos el juego cuando el niño lo ejecuta. Fallada en un sentido u otro tal ritmación, el juego se desfigura completamente. ¿No nos pasa esto muchas veces durante el trabajo terapéutico? Es bien posible que una aparición y existencia así desritmada sea del todo más frecuente que una genuina ausencia. También la mano que agarra, que causa volumen, lo hace a cierto ritmo. Asomarse a distintas formas de patologías narcisistas de consideración lleva a prestar a las ritmaciones donde los procesos subjetivos se cumplen y descumplen una atención enteramente nueva. Pensemos, por ejemplo, qué distinta es la derivación a fonoaudiología de un niño con un trastorno narcisista no psicótico, si se tiene clara conciencia de que son los niveles musicales del lenguaje los que están más comprometidos. A su vez, esto nos permite el replanteo de las cualidades del relacionamiento con la madre, alejándose de un mal planteo teórico con el cual no se puede llegar muy lejos, que se atiene a un tosco esquematismo ‘cuantitativo’ y recurre monótonamente a las nociones de fusión e indiscriminación como ‘explicalotodo’: invariablemente, la madre será juzgada como demasiado simbiótica, y esta simbiosis se promoverá a un rasgo causal sin hacerse mayores problemas. Para el caso nos remitimos a las excelentes críticas de Daniel Stern sobre este punto tan devenido cliché en el psicoanálisis. (18) Una de las consecuencias más penosas de una aprehensión teórica harto elemental ha sido reprimir la consideración más fina de las calidades de un vínculo y de una determinada función, calidades sujetas a toda clase de alteraciones sutiles. Una cierta relación del niño con la madre puede, en su contenido manifiesto, impresionar como excesiva, y sin embargo ser muy deficitaria en algunos de sus aspectos, como el relativo a la musicalidad de sus encuentros o a la disposición para dar lugar a una zona de juego, en lugar de restituir la escasa calidad de un relacionamiento, la poca entidad del pensar en el niño, con ‘muchos’ cuidados corporales nunca metamorfoseables en trabajo de trazo. Pero del todo erróneo es confundir tal supuesta abundancia con verdadera intimidad, o aún peor, con exceso de intimidad.
Si lo quisiera volcar en términos de ese pequeño modelo para jugar que desarrollé en otro momento y lugar, retomado por Marisa Rodulfo en su propio libro (19) —esa tabla donde entraban en doble entrada cuerpo, espejo, hoja, por una parte, y caricia, rasgo, trazo, por la otra, todo ello para pensar las escrituras del cuerpo en la subjetividad: su alternancia, su secuencia, su coexistencia, sus peripecias—, diría que en los casos considerados existen tres puntos clave:
1) La disyunción entre trazo y cuerpo. En este último encontramos que todo se plantea en el terreno de la caricia y del rasgo; hay poco o nada de trazo. No puede entonces sorprender la escasa posibilidad de abstracción, así como el reemplazarla por una serie de procesamientos corporales del orden de los ya expuestos.
2) Correlativamente, la disyunción simétrica entre el plano de la caricia como escritura y el plano de la hoja. En las letras que el niño hace hay muy poco de la caricia; muy poco de mano pasa a la letra, y de ahí que todo el proceso de lecto-escritura ‘se sienta’ como escasamente propio.
3) Hipertrofia de lo especular para compensar estas disyunciones, sobre todo en lo que respecta al rasgo en el cuerpo, que especificaría, pienso, con más precisión la especularidad de estos niños: el rasgo no está tanto asentado en el espejo, jugado en espejos literales o metafóricos, sino principalmente en el semejante, simétrico o asimétrico. Una vez más, esto debería ahorrarnos apelaciones demasiado globales y, por eso mismo, absolutamente esquemáticas, a ‘lo especular’ o a ‘lo imaginario’ de una manera toscamente inespecífica. Pero esto nos empuja ya más lejos, y en este borde nos detenemos: al trastorno en la teoría.
1) Sobre todo en los analistas y otros colegas con formación sólo ‘lacaniana’ —dejando por ahora de lado la espinosa cuestión de si un tal ‘sólo’ constituye una verdadera formación—, un obstáculo que invariablemente se presenta para la consideración de la problemática del niño (o no niño) con un trastorno narcisista no psicótico está dado por el modo de formular una pregunta donde está involucrada la compleja cuestión de las formaciones imaginarias. Tal modo se puede determinar así: se trataría de una imposibilidad en lo simbólico para salir de lo imaginario. Ya la simpleza de un dualismo tal —para no hablar de su no tan encubierto maniqueísmo— debería prevenirnos y anticipar la necesidad de desplazar semejante interrogación. Una vez más el punto estriba en las cualidades, en el cómo, y no en que un niño ‘sea’ especular (?). Por eso mismo, nuestra eventual ayuda tendrá más que ver con que el paciente pase a otra forma (metamorfosis) de lo especular. Para escribir una fuga como las que pueblan El clave bien temperado, Juan Sebastián Bach necesitó de un alto grado de desarrollo de lo especular, dado que la fuga en su estructura íntima pone en juego una especularidad abstracta muy compleja, que requiere de múltiples inserciones corporales (pictogramáticas). Pero es éste un modo de funcionamiento de lo imaginario y de la especularidad que hallamos bien heterogénea al ‘¿Me haces esto?’, ‘¿Me das esto otro?’, ‘¿Puedo tener tu lapicera?’, que podrá caracterizar a ciertos niños relativamente típicos en cuanto a exponer un trastorno narcisista.
2) Un paso aún algo más explícito, en el orden del diagnóstico diferencial, uno de los ejes del presente capítulo. Específicamente para ahondar en lo que separa irreductiblemente al niño cuyo retrato venimos dibujando del niño psicótico (nuestra experiencia docente nos avisa aquí de una confusión muy común, avalada en la increíble ligereza con que se asimila a ‘psicosis’ cualquier patrón de desorganización en un niño). Enumeremos algunas distancias decisivas:
I) Con el niño psicótico confusional (seguimos la clasificación propuesta por F. Tustin), tropezamos regularmente con patología familiar de consideración, no siendo para nada raros los antecedentes psicóticos explícitos, así como todo tipo de malformaciones caracteriales y libidinales muy severas, aun cuando se las pueda rotular de ‘subclínicas’. Esto para nada es así en el niño con un trastorno narcisista no psicótico.
II) Podemos detectar desde sensaciones delirantes hasta el desarrollo de creencias y aun —ya a los 7 u 8 años— la aparición de francas ideas delirantes, formaciones todas ellas conspicuamente ajenas al universo del otro niño, a su atmósfera afectiva.
III) Como el autista, el niño psicótico fabrica y se fija a objetos sensación. La diferencia con el primero es que este niño los busca predominantemente en el cuerpo del otro, diríamos casi en sus pictogramas (de ahí el “enredo” que tipifica Tustin). Este no es nunca un recurso del niño con un trastorno, a quien no le interesa el cuerpo del otro como fuente de sensaciones sino como factor de dureza estructurante en un plano francamente especular y no pictogramático.
IV) Aquel niño intenta abrir tubos horadando el cuerpo del que está con él; este otro procura que el cuerpo bien entubado de aquel en quien se apuntala le done elementos que impliquen, por ejemplo, ‘contenidos’ de dicha entubación (como ser, sus pensamientos).
1- Referencia al Encuentro Psicoanalítico Interdisciplinario organizado por la Fundación Estudios Clínicos en Psicoanálisis, la Fundación Diarios Clínicos, el licenciado Juan Carlos Fernández, y celebrado del 5 al 8 de noviembre de 1992.
2- Y mi agradecimiento a la licenciada Mónica Lucio el ‘préstamo’ del material de sus propias reflexiones.
3- Se podría evocar el texto “sobre la justificación...” que emprende Freud, separando delicadamente un complejo que llamaría “neurosis de angustia” del campo que se conocía como “neurastenias”. Este deslinde abrió el camino a toda la indagación psicoanalítica posterior respecto a las fobias, y no menos importante, ubicó a la angustia en tanto afecto en una posición relevante para el trabajo clínico. Por otra parte —y pese a los esfuerzos del mismo Freud—, la angustia será la formación que desbordará insistentemente la divisoria de aguas que aquél postuló contundente entre neurosis actuales y psiconeurosis. La angustia como fenómeno arruina sin cesar esta distinción, lo que finalmente Freud no deja, con cierta reluctancia, de recoger en Inhibición, síntoma y angustia, casi 30 años más tarde.
4- Buenos Aires, Amorrortu, 1988.
5- Diarios clínicos, Buenos Aires, n° 2, 1990.
6- Al respecto, remitimos al excelente libro de Alfredo Jerusalinsky y otros, Psicoanálisis en problemas de desarrollo infantil, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988, entre los escasos aportes psicoanalíticos al tema.
7- “Cierta”, porque se la encuentra específicamente en el carácter del trastorno, en lo que lo distingue de un síntoma. No, en cambio, globalidad de lo subjetivo: el niño con un trastorno no es, en principio, todo trastorno. Lo tiene, pero no lo ‘es’; Esta imprudencia en cuanto al ser constituye lo más problemático de toda psicopatología.
8- Pagar de más, Buenos Aires, Nueva Visión, 1989, producto colectivo compilado por mí de la Cátedra de Clínica de Niños y Adolescentes, Facultad de Psicología, UBA; El niño y el significante, Buenos Aires, Paidós, 1989, sólo de mi firma, véase en particular el capítulo 9.
9- Cuerpo real, cuerpo imaginario, Buenos Aires, Paidós, 1992, cap. “Cuerpo y tiempo. Elementos para una teoría psicoanalítica del tiempo”.
10- Aludo con estas diferencias a un modelo de tres espacios (campo materno, espejo, hoja) y tres operaciones correlativas (caricia, rasgo, trazo). Modelo de escrituras, de los procesos de subjetivación como procesos de escritura, donde la palabra toma su lugar, pero no de centro. Se lo encuentra presentado y desplegado en un extenso seminario dictado por mí durante 1989 en dicha cátedra con el título —luego desplazado a un libro con otros contenidos— de Estudios clínicos I y II, Buenos Aires, Tekné y Ed. Centro de Estudiantes de Psicología. En su propio texto, El niño del dibujo, Buenos Aires, Paidós, 1993, Marisa Rodulfo también lo emplea y lo comenta.
11- Siguiendo la propuesta de Sami-Ali al referirse a “formaciones de lo imaginario”. Es ésta una referencia que nos parece necesaria teniendo en cuenta cierta subestimación de lo imaginario, cierta tendencia a reducirlo a un ‘efecto’, que se deriva de las direcciones más estructuralistas en los textos de Lacan. Negada o relativizada de derecho, esta subestimación ha funcionado de hecho, y fue muy intuitivamente captada por ‘la calle’ psicoanalítica, donde calificar algo con un ‘¡eso es imaginario!’ devino una acusación tan grave como la de ‘psicópata’ en boca de un kleiniano. Sobre las formaciones de lo imaginario consúltese Rêve et psychosomatique, Sami-Ali, y otros, París, Ed. CIPS, 1992.
12- Hornstein, L., Cura psicoanalítica y sublimación, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991. También su notable introducción al texto colectivo: Cuerpo, historia, interpretación, Buenos Aires, Paidós, 1992.
13- Sami- Ali, ob. cit., pág. 47.
14- Rodulfo, Marisa y Rodulfo, Ricardo, Clínica psicoanalítica en niños y adolescentes: una introducción, Buenos Aires, Ed. Lugar, 1986.
15- Véase el texto tan importante como necesitado de una verdadera lectura compuesto entre 1950 y 1954: “La agresión en relación con el desarrollo emocional” en Escritos de pediatría y psicoanálisis, Barcelona, Laia, 1979). El punto también se encuentra examinado en mi artículo “De vuelta por Winnicott”, Diarios Clínicos, N° 6, 1993, donde introduzco el problema aún no explicitado de ‘la otra’ metapsicología —en cuanto a sus postulados directores— que Winnicott subrepticiamente introduce al refutar el principio de inercia freudiano y toda la conceptualización reactiva de la subjetividad que de él se deriva, a contramarcha de los mismos movimientos textuales de Freud, tan ricamente ambiguo. Algo de esta cuestión también puede rastrearse en Stern, Daniel, El mundo interpersonal del infante, Buenos Aires, Paidós, 1991.
16- Introduzco esta escritura denotando el otro en tanto diferencia, alteridad, otra subjetividad, lo cual es enteramente distinto del otro como objeto en sus más diversos matices: objeto narcisista, doble, objeto de deseo, etcétera.
17- Conferencia con ese título durante el Encuentro “Pensar la niñez”, inédita aún. Doble recorrido del jugar en los procesos de subjetivación y del jugar en la teorización analítica.
18- Stern, Daniel, ob. cit., ya desde el primer capítulo y varias veces a lo largo del libro. La crítica desde varios ángulos a este lugar común constituye uno de los ejes de esta notable obra. En cuanto a las estructuras musicales actuantes en la subjetivación, se encuentra también una profunda reflexión sobre su incidencia, en el corazón de la categoría lacaniana de significante, cada vez que la referencia es la poesía y no la lingüística. He trabajado sobre esta cuestión en un texto publicado en Diarios Clínicos, N° 4, 1992, “Sobre una cuestión preliminar al psicoanálisis de niños con trastorno del desarrollo”.
19- Rodulfo, Marisa, ob. cit., cap 7. Justamente uno de los aspectos más nuevos que en esta obra se plantean es que el dibujo de un niño no se trata sólo de trazos o, dicho de otra manera, que en el devenir (de un) trazo, hay muchas cosas en él metidas que no lo son, lo que permitiría —si se preocupa uno por eso— pensar la represión originaria de un modo no sólo asible clínicamente, sino, además, menos toscamente binario (esas cosas que desbordan el trazo en el trazo pueden, en ciertas condiciones, más o menos fugazmente volver o volverse visualizables).